—¿Mateo? —susurró.
—Hablaremos de esto más tarde, tú y yo —dijo tranquilizadoramente la Muerte pasando su fría mano sobre el pelo plateado de Asrial—. Muy bien —añadió—. Acepto tu trato, Pukah. Entrégame el amuleto.
—Pero, todavía no has oído el resto del acuerdo —protestó el joven djinn con ofendida dignidad—, la parte acerca de lo que
tú
me das a mí si gano yo.
La Muerte paseó su mirada en torno a los asistentes del
arwat
.
—¡Si él gana! —recalcó.
Todo el mundo estalló en carcajadas; el propietario del lugar no pudo dejar de reírse hasta que perdió el aliento y uno de los esclavos tuvo que reanimarlo con unos golpes en la espalda.
—Muy bien —dijo la Muerte secándose las lágrimas de hilaridad que manaban horriblemente de sus vacías cuencas—. Si ganas tú, Pukah, ¿qué es lo que te he de dar? Tu libertad, supongo. Eso es lo que todos vosotros, djinn, queréis.
—No sólo mi libertad —dijo astutamente Pukah—. ¡Quiero la libertad de todos los inmortales de la ciudad de Serinda!
De pronto cesaron las risas en el
arwat
.
—¿Qué es lo que ha dicho? —resopló el
rabat-bashi
quien, entre sus esfuerzos por respirar y los golpes que estaba recibiendo en la espalda, no había sido capaz de oír con claridad.
—¡Dice que quiere liberarnos a todos! —rugió un inmortal de Zhakrin examinando a Pukah con mirada sombría.
—¡Liberarnos! —dijo un querubín que salió tambaleándose de una habitación, separada por una cortina de cuentas, con una copa en la mano—. ¡Liberarnos para volver a una vida de aburrimiento!
—Una vida de esclavitud —farfulló uno de los
'efreets
de Quar desde debajo de una mesa, donde yacía confortablemente.
—¡Que la Muerte se lo lleve! —clamó un inmortal de Uevin, el dios de la guerra.
—¡La Muerte! ¡La Muerte! —coreó todo el
arwat
, poniéndose todo el mundo en pie y llevándose las manos hacia las empuñaduras de sus armas.
—¿Liberar? ¿He dicho liberar? —vaciló Pukah con el sudor goteando por debajo de su turbante—. Escucha, podemos discutir esto…
—¡Basta! —interrumpió la Muerte levantando las manos—. Acepto tus condiciones, Pukah. Si sigues vivo mañana al ponerse el sol…
Abucheos y aullidos de irrisión saludaron estas palabras. Apretando y levantando sus puños, la Muerte ordenó silencio.
—… juro por Sul que el conjuro que actúa sobre la ciudad de Serinda quedará roto. Pero si, por el contrario, la evanescente luz del sol proyecta sus rayos sobre tu cuerpo mientras éste yace en su ataúd, Pukah, entonces tu amo, Khardan, será mío. Y su final
será
verdaderamente terrible —continuó la Muerte mirando a Asrial—, porque será aniquilado por alguien en quien confía, alguien que le debe la vida.
Asrial se quedó mirando a la Muerte horrorizada.
—No…
No pudo terminar.
—Me temo que sí, pequeña. Pero, como he dicho, hablaremos de eso más tarde. ¡Oídme! —dijo la Muerte levantando la voz, y pareció que toda la ciudad de Serinda se quedaba en silencio—. Yo no debo lealtad a dios ni diosa alguno. No tengo favoritos. Aparte de todo cuanto se pueda decir de mí, soy imparcial. Yo tomo tanto a los muy jóvenes como a los muy viejos. Ni el bueno ni el pecador se me escapan. El rico, con todo su dinero, no puede evitar que me acerque a sus puertas. Los magos, con toda su magia, no tienen un conjuro que pueda derrotarme. Y tampoco tendré favoritos aquí. Pukah dispondrá de esta noche para preparar su defensa. La gente de Serinda tendrá también esta noche para preparar su ataque.
»Pukah, esta noche puedes seguir conservando tu amuleto y caminar libremente por la ciudad. Cualesquiera armas que encuentres serán tuyas. Mañana al amanecer, en el templo de la plaza de la ciudad, me entregarás el amuleto y comenzará el desafío. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo el djinn a través de unos labios que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, temblaban. No se atrevía a encontrarse con los desesperados ojos de Asrial.
La Muerte asintió con la cabeza y el público reanudó sus frenéticas actividades, haciendo cada uno ansiosos preparativos para la mortal competición del día siguiente.
—Y ahora, pequeña, ¿quieres ver lo que está ocurriendo en el mundo de los humanos? —preguntó la Muerte.
—¡Sí, oh sí! —exclamó Asrial.
—Entonces, ven conmigo.
El cabello de la Muerte se elevó como si hubiese sido agitado por un viento caliente. Flotando en torno a ella, envolvió al ángel como una mortaja.
—¿Pukah? —dijo Asrial, vacilando.
—Ve con ella —repuso el djinn intentando sonreír—. Yo estaré bien, al menos por un rato todavía.
—Volverás a verlo, pequeña —aseguró la Muerte rodeando a Asrial con su brazo y llevándosela del lugar—. Volverás a verlo…
Las dos desaparecieron. Pukah se dejó caer en una silla cercana sin hacer caso de los rugidos y las hostiles miradas. Tragando saliva ante la vista de dagas, cuchillos, espadas y demás cubertería que estaba de repente haciendo su aparición, volvió la cabeza para mirar por la ventana. Pero tampoco fue muy animadora la vista de un diablillo empujando una gran piedra de afilar a lo largo de la calle; el demonio se vio sitiado de pronto por una muchedumbre de inmortales blandiendo armas para afilar.
Viendo su propio reflejo en la ventana, Pukah encontró bastante más consolador mirar su propia cara zorruna.
—Yo soy más astuto que la Muerte —se dijo tratando de animarse.
Su imagen, inusitadamente sombría, no dio ninguna respuesta.
Lejos del mar de Kurdin, donde el barco de los ghuls navegaba en medio de su propia tormenta, lejos del lugar donde Mateo luchaba contra su oscuridad interna, lejos de Serinda, donde un djinn se enfrentaba contra la Muerte, otro joven libraba su propia batalla, aunque en un terreno muy distinto.
La
jihad
de Quar había comenzado. Con el primer clarear del alba, la ciudad de Meda, en el norte de Bas, caía bajo las tropas del amir sin oponer más resistencia de la que era necesaria para que los ciudadanos pudieran mirarse el uno al otro a la cara y decir: «Luchamos, pero fuimos derrotados. ¿Qué podíamos hacer? Nuestro dios nos abandonó».
Y parecía como si esto fuese verdad. En vano los sacerdotes de Uevin invocaron al dios de la guerra para que apareciese en su carroza y condujera la batalla contra los ejércitos del emperador. En vano las sacerdotisas de la diosa de la tierra oraron para que el suelo se abriese y tragase a los soldados del amir. No hubo ninguna respuesta. Los oráculos habían estado silenciosos durante muchos meses. Los inmortales de Uevin habían desaparecido y dejado a sus suplicantes humanos elevando sus ruegos a oídos sordos.
Los oídos de Uevin no eran sordos, aunque él deseaba a menudo que lo fueran. Los gritos de su gente le desgarraban el corazón, pero no podía hacer nada. Privado de sus inmortales, y perdiendo la fe de su gente, el dios se fue debilitando por días. En su memoria estaba siempre la visión de Zhakrin y Evren, de sus escuálidos y demacrados cuerpos retorciéndose en el plano celestial y, después, desintegrándose como polvo al viento. Uevin sabía ahora, aunque demasiado tarde, que Akhran, el Dios Errante, tenía razón. Quar se proponía convertirse en el Primero y Único. Uevin se escondía en su morada de muchas columnas, esperando oír en cualquier momento la voz de Quar llamándolo a su destino. El dios, temblando de miedo, sabía que nada podía hacer para detener a Quar.
El ejército de Meda, muy superado en número, debilitado por la disensión entre sus filas y consciente de que su gobernador se apresuraba a empaquetar sus riquezas y huir por la muralla trasera de la ciudad mientras ellos se preparaban para defenderla en el frente, luchó con poco entusiasmo y, cuando fue invitado a rendirse, lo hizo con tal prontitud que el amir señaló secamente a Achmed que debían de haber avanzado con banderas blancas en sus alforjas.
Achmed no tuvo ocasión de luchar, cosa que le hizo arder la sangre de decepción. Tampoco habría podido hacerlo aquel día, de todos modos. El joven montaba con la caballería y ésta no sería utilizada todavía a menos que los medanos se revelasen más obstinados de lo que se esperaba. Irritado por la inacción, esperaba sentado en su caballo mágico en la cima de un cerro que dominaba la llanura donde los dos ejércitos se precipitaban el uno contra el otro como enjambres de langostas.
Achmed se movía inquieto sobre su silla dirigiendo su mirada a cada arbusto o peñasco, esperando ver a algún osado medano emerger de su escondrijo con arco y flecha preparados, intentando dar fin a la guerra asesinando a su general. Achmed se imaginaba a sí mismo arrojándose para interponer su propio cuerpo delante del amir (después de que los guardias personales del rey hubiesen huido, ¡los cobardes!). Hasta pudo ver cómo volaba la flecha y sentirla rozar su carne (nada serio). Se vio a sí mismo sacando la espada y despachando al medano. Después de cortarle al hombre la cabeza, se la presentaría al amir. Y, rechazando toda asistencia, diría con los ojos modestamente bajados: «¿La herida? Un arañazo, mi señor. Me dejaría contento atravesar por un millar de flechas si en ello presto servicio a mi rey».
Pero los medanos se negaban egoístamente a cooperar. Ningún asesino se ocultaba en los arbustos ni se arrastraba por entre las rocas. Cuando Achmed se imaginaba ya transportado sobre un escudo, los medanos estaban arrojando sus propios escudos al suelo y entregando sus armas a los vencedores.
Cuando la batalla hubo terminado, el amir cabalgó a lo largo de la larga línea de prisioneros que se extendía fuera de las murallas de la ciudad. La mayoría de los medanos permanecía con la cabeza gacha y en un silencio hosco y temeroso. Pero, de vez en cuando, Achmed, que cabalgaba al lado de Qannadi, veía alguna cabeza levantarse y algún hombre mirar al general por el rabillo del ojo. El rígido y severo rostro del amir nunca cambiaba de expresión, pero sus ojos se encontraban con los del prisionero y había un reconocimiento y una promesa en aquella mirada. El hombre volvía a bajar la cabeza, y Achmed sabía que acababa de ver a alguien pagado por Qannadi, a un gusano a quien el amir había comprado para roer el fruto desde dentro.
Achmed podía oír los murmullos de desprecio de los guardias personales del amir, que cabalgaban tras él. También ellos conocían el significado de aquel intercambio de miradas. Como la mayoría de los soldados, no sentían la menor consideración por los traidores, aun cuando éstos estuviesen de su lado.
La cara del joven ardió de vergüenza, y dejó caer la cabeza. Él sentía la misma repulsión por aquellos que habían traicionado a su propia gente y, sin embargo, todo cuanto pudo preguntarse a sí mismo fue: «¿Cuál es la diferencia entre ellos y yo?».
Terminada la inspección, Quannadi anunció que el imán quería dirigir unas palabras a los prisioneros. El amir y su séquito se retiraron a un lado. Todavía obsesionado con el mismo pensamiento, Achmed ocupó su lugar al lado de Qannadi, unos pasos más atrás.
Un crujido en la silla de cuero del amir y una ligera tos hicieron que Achmed levantara la cabeza y mirara a su tutor. Por un breve instante, una cálida sonrisa titiló en aquellos ojos oscuros.
«Viniste a mí por amor, no por dinero», era el silencioso mensaje.
¿Cómo había adivinado Qannadi lo que estaba pensando? Poco importaba. Aquélla no era la primera vez que sus pensamientos habían cabalgado juntos por la misma senda. Sintiéndose reconfortado, Achmed se permitió a sí mismo aceptar la respuesta. Sabiendo que en parte ésta era verdad, consiguió sentirse satisfecho con ella y rechazó firmemente cualquier esfuerzo de su conciencia por seguir poniéndola en tela de juicio.
Durante el mes que habían estado juntos, Achmed había llegado a amar y respetar a Qannadi con la devoción de un hijo, dedicándole al amir el afecto que habría querido dedicar a su propio padre si éste hubiese estado mínimamente interesado en aceptarlo. Cada uno de ellos llenaba a la perfección el vacío que había en el corazón del otro. Achmed había encontrado un padre, Qannadi el hijo que el haber estado demasiado ocupado en sus guerras no le había permitido criar.
El amir tenía sumo cuidado de no dejar que su creciente afecto por el muchacho resultara evidente, pues sabía que Yamina lo vigilaba celosamente. Su propio hijo era el presunto heredero de la posición y riqueza del amir, y ni ella ni el remilgado pavo real de su hijo habrían vacilado en enviar un obsequio de almendras garrapiñadas con azúcar envenenada a cualquiera que constituyese una amenaza a sus aspiraciones. Una hermosa y joven esposa de quien Qannadi había estado especialmente encariñado y que debía haber alumbrado un niño para la misma fecha que Yamina, había muerto de forma similar. Tales cosas no eran demasiado inusitadas en la corte, y Qannadi lo aceptaba. Pero quizá por ello no volvió a mostrar gran afecto por ninguna de sus esposas.
El amir otorgó a Achmed el rango de capitán de la caballería, lo puso a cargo del adiestramiento tanto de hombres como de animales pertenecientes a dicho cuerpo y tuvo buen cuidado de hablar con él, mientras se hallaban en la corte, exactamente igual a como lo hacía con cualquier otro soldado de su ejército. Si pasaba gran parte del tiempo con la caballería, era perfectamente natural, ya que ésta era la clave de la victoria en numerosos casos y requería mucho entrenamiento con vistas a la guerra contra Bas. El único y celoso ojo de Yamina no veía nada que pudiera preocuparla, y ella envió de nuevo a su hijo a la esplendorosa corte de Khandar, contentos ambos con el conocimiento de que a menudo los generales se encuentran con accidentes fatales.
Ni el propio Qannadi se hacía ilusiones al respecto. A él le habría gustado hacer a Achmed su heredero, pero temía que el joven no durase ni siquiera un mes en el palacio del emperador. Lealtad, honestidad…, éstas eran cualidades que un rey raramente veía en aquellos que lo servían. Cualidades que el amir veía en Achmed. El amir no intentó instruir al joven en las peligrosas maquinaciones de la intriga cortesana. La mezcla de bruto salvajismo e ingenua inocencia propia de los nómadas le encantaba a Qannadi. Achmed no habría vacilado en despedazar a un rival a hachazos en una lucha limpia, pero antes dejaría que lo devorasen las hormigas que asesinar taimadamente a ese mismo rival. Y, lo que era peor, Achmed creía con todo su corazón que todo hombre digno de llamarse hombre se regía por el mismo código de honor. No, él no duraría mucho en la corte de Khandar.