La visión de aquel hombre fue lo bastante interesante como para secar las lágrimas de Achmed y hacerle olvidar el dolor de su cuerpo y de su alma. Era joven, tal vez unos veinticinco años, alto y esbelto y con una piel tan blanca como las fuentes de mármol. Su cabeza estaba envuelta en un turbante cuyo tejido de seda resplandecía con piedras preciosas y lentejuelas de oro. Su atavío era igualmente suntuoso. Unos pantalones de seda a su medida perfecta, coloreados en tonos azules, verdes y dorados, ondulaban en torno a sus piernas, mientras se movía entre las hermosas aves. Un fajín dorado ceñía su delgada cintura. Sus pies se acomodaban en un elegante par de babuchas doradas con las puntas encorvadas. Llevaba una camisa de amplias mangas, abierta por la garganta, cubierta con un chaleco dorado decorado con bordados verdes en forma de rizos y nudos que terminaban en una hilera de flecos de seda que se balanceaban al más ligero movimiento que hacía. Los párpados del hombre estaban pintados de verde y contorneados de
kohl
. Hermosas joyas chisporroteaban en aquellos dedos que arrojaban grano a las aves, mientras el oro colgaba de los lóbulos de las orejas.
Achmed observaba boquiabierto. Jamás había visto a nadie de aspecto tan verdaderamente magnífico.
—¿Es ése el emperador?
Hasid comenzó a reírse con una risa ronca y silbante, lo que hizo que el hombre del jardín volviese la cabeza y los mirara con desaprobación. Limpiándose las manos, se alejó, pasando por delante de la gorgoteante fuente con estudiada gracia y elegancia, mientras los pavos reales caminaban tras él con paso afectado.
—¿El emperador? —dijo Hasid luchando por contener su risa—. Si el emperador viniese, ¿dónde crees que estaríamos nosotros, muchacho? Nos echarían a la calle, seguramente. Este lugar no sería lo bastante grande para albergar a todas sus esposas, por no hablar de sus
wazires
, sacerdotes, altos cargos, escribas, sirvientes, camareros, lavapiés y lameculos que lo rodean desde el momento en que se despierta por la mañana hasta que entra en una de sus centenares de alcobas por la noche. ¡El emperador! —se rió el veterano sacudiendo la cabeza.
—¿Quién es entonces? —preguntó irritado Achmed sintiendo de nuevo el martilleo en su cabeza.
—La respuesta a tu pregunta —repuso Hasid observándolo con astucia—. El hijo mayor de Abul Qasim Qannadi.
Achmed lo miró estupefacto. Volviéndose de nuevo hacia la ventana, vio al hombre coger una orquídea y comenzar a arrancarle los pétalos con aire aburrido, para luego arrojarlos ociosamente a los pájaros.
—Fue criado en la corte del emperador y vive en el palacio de Khandar. Yamina, su madre, es una de las hermanas del emperador y se encargó de que su hijo gozara de todas las ventajas de ser educado en la casa real. Qannadi apenas veía al muchacho —explicó Hasid encogiéndose de hombros—. Su propia culpa, quizás. Él siempre estaba lejos, conquistando más ciudades en nombre del emperador. Hace un mes que mandó llamar a su hijo para enseñarle el arte de la guerra. Iba a llevárselo al sur con él. El joven dijo que se sentiría honrado de ayudar a su padre, pero necesitaría una litera cubierta en la que viajar, ya que por nada del mundo montaría a caballo y tampoco se atrevía a permanecer al sol durante mucho tiempo porque ello arruinaría su piel. Y… que si sería posible hacerse acompañar de varios de sus amigos, ya que no podía soportar estar en compañía de vulgares soldados… Y quería su propio médico personal también, ya que era bastante probable que se desmayase ante la vista de la sangre… El joven —añadió secamente Hasid— regresa a Khandar mañana.
Achmed se había quedado sin aliento por completo. Se sentía como aquel hombre que ordenó a su djinn traerle una bola de plata y se encontró de pronto sosteniendo la luna en sus manos. Como dijo el hombre al djinn: «Es hermosa y de incalculable valor, pero no sé muy bien qué hacer con ella».
El jardín se disolvió de pronto ante los ojos de Achmed. Miró a través de la ventana, pero ya no vio los árboles ornamentales, ni las colgantes orquídeas, ni la rosa de color rojo sanguíneo. Vio el desierto, las inmensas y vacías dunas bajo aquel cielo inmenso y vacío, las altas hierbas con cabeza de borla combándose bajo el incesante soplo del viento, las palmeras aferrándose a la vida en torno a una agotada charca de agua, la reseca y hedionda planta cuyo nombre ahora encerraba para el muchacho una terrible y amarga ironía…, la Rosa del Profeta.
—Tenías razón —dijo en voz queda Hasid—. Esto no tiene nada que ver con el adiestramiento de caballos. Qannadi desearía verte. ¿Quieres acompañarme hasta él?
Achmed apartó sus ojos de la ventana.
—Sí —dijo—. Voy.
El dios Quar se hallaba de pie en medio de la oscuridad perfumada de incienso de su templo en la ciudad de Kich. Su mano descansaba sobre la dorada cabeza de carnero de su altar. Era obvio que el dios estaba a la espera y que lo hacía con evidente mala gana. De vez en cuando, sus dedos repiqueteaban nerviosamente sobre la cabeza de carnero. Más de una vez su mano había levantado el mazo para golpear el pequeño gong que descansaba sobre el altar pero, tras un momento de vacilación y un gruñido de impaciencia, terminaba retirándola.
Acostado en un catre sobre el frío suelo de mármol enfrente del dios, el imán de Quar musitaba y gemía sumido en un sueño febril. La herida que se había infligido no había sanado limpiamente y, alrededor de ella, la carne se había hinchado y calentado; una serie de líneas de color rojo encendido se extendían desde ella hacia fuera. Yamina había intentado atender al sacerdote, como lo habían hecho todos los médicos de la corte, pero Feisal rechazaba toda ayuda.
—¡Esto es… entre mi dios… y yo! —jadeaba agarrando la mano de Yamina con dolorosa intensidad, mientras apretaba su otra mano contra los vendajes que aparecían mojados de sangre y pus de la rezumante herida—. ¡He hecho algo que a él no le ha gustado! ¡Éste… es mi castigo!
Apretando la demacrada mano de Feisal contra sus labios, Yamina suplicaba, llamándolo con cuantos apelativos cariñosos le venían a la mente. Suave pero firmemente, él le pidió que se retirase. Con gran aflicción, ella hizo lo que le pedía, con la secreta intención de deslizarse de nuevo en la habitación cuando él estuviese dormido y utilizar su magia para curarlo sin que él se diese cuenta.
Pero, para Feisal, Yamina era tan transparente como el agua del
hauz
de palacio. Sintiendo disminuir sus fuerzas, el imán ordenó a su sirviente que no permitiese entrar a nadie, forzándolo con las más terribles amenazas a asegurar su obediencia. El sirviente había de cerrar las puertas del templo interior y sellarlas. Ni siquiera al amir se le permitiría la entrada. El último sonido que oyó Feisal antes de sumirse en una maraña de enfebrecidos y delirantes sueños, fue el hueco resonar de las grandes puertas al juntarse y el estrépito metálico de la barra de hierro al caer a través de ellas.
Entrando y saliendo del delirio, el imán fue vagamente consciente de la llegada del dios a su templo. Al principio, Feisal dudó de sus sentidos, temiendo que no fuese más que un sueño febril. Combatiendo el dolor y el fuego que estaba consumiendo su cuerpo, luchó por aferrarse a la conciencia y entonces supo que Quar se hallaba verdaderamente con él. Con el alma radiante de gozo, el sacerdote intentó levantarse para rendir homenaje a Quar, pero su cuerpo estaba más débil que su espíritu y se dejó caer de nuevo sobre el lecho, jadeando y sin aliento.
—Dime…, ¿qué he hecho… para incurrir en tu ira, oh Sagrado Señor? —murmuró Feisal con voz desfallecida ex tendiendo una mano temblorosa hacia su dios.
Quar no respondió; ni siquiera miró en la dirección de su sufriente sacerdote. Paseándose de un lado a otro delante del altar, escrutó con creciente irritación en la oscuridad. Feisal carecía del suficiente aliento para repetir su pregunta. Se tuvo que limitar a mirar fijamente a su dios con ojos de adoración. Hasta el dolor y el tormento que estaba soportando parecían benditos: una llama que limpiaba su alma y su cuerpo de cualesquiera pecados que hubiese podido cometer. Si moría abrasado por ella, que así fuese. Comparecería ante su dios con un espíritu purgado de toda infección.
De repente, el gong sonó tres veces. Quar se volvió ansiosamente hacia él. El gong permaneció en silencio por el espacio de siete golpes antes de sonar de nuevo tres veces. Una nube de humo tomó de pronto forma humana en torno al gong, y se materializó en un
'efreet
de tres metros de altura.
Vestido con unos pantalones de seda roja ceñidos por un fajín también rojo alrededor de su inmensa barriga, el
'efreet
ejecutó el
salaam
apretando sus manos contra la frente. Feisal observaba en silencio, sin asombro ninguno.
—Y bien, ¿dónde está? —preguntó Quar.
—Te suplico que me perdones, efendi —dijo el
'efreet
con una voz semejante al bajo retumbar de un trueno lejano—, pero no lo he encontrado.
—¿Qué? —La cólera del dios sacudió la oscuridad—. ¡No puede haber ido lejos! ¡Es un extraño en esta tierra! ¡Bah! ¡Lo has perdido, Kaug!
—Sí, efendi, lo he perdido —respondió Kaug imperturbable—. Pero, si me permites contarte algo…
Volviendo la espalda al
'efreet
, el dios hizo un gesto irritado.
—Tal como tú suponías, mi Sagrado Señor, el así llamado loco era uno de los
kafir
que vinieron en barco a través del océano de Hurn y naufragaron cerca de la ciudad de Bastine. Inmediatamente después de tocar tierra, los sacerdotes y magos de Promenthas…
—… se encontraron con un grupo de celosos seguidores míos que los pasaron a cuchillo —interrumpió con impaciencia el dios—. ¡Todo eso ya lo sé! ¿Qué… ?
—De nuevo te pido perdón, efendi —interrumpió el
'efreet—
, pues al parecer estábamos equivocados. No fueron tus seguidores quienes masacraron a los
kafir
.
El dios guardó silencio por unos momentos y, después, dijo escépticamente:
—Continúa.
—Considéralo, Majestad del Cielo; si hubiesen dado muerte a los infieles en tu nombre, habrías tenido algún derecho a sus almas.
—Estaban protegidas por sus ángeles guardianes…
—Yo he luchado antes con los ángeles de Promenthas, efendi, como sabes —dijo el
'efreet
.
—Sí, y esta vez luchaste contra ellos y perdiste, y no me lo dijiste —replicó fríamente Quar.
—Ésta vez no luché contra ellos. Nunca los vi. No se me llamó para combatir a los ángeles.
Quar se volvió y miró a Kaug con los ojos semicerrados.
—Estás diciendo la verdad.
—Desde luego, efendi.
—Entonces, es la Muerte la que nos ha fallado.
—No, efendi. Los ángeles de Promenthas entregaron a sus protegidos sin ofrecer resistencia. Según la Muerte, los
kafir
fueron aniquilados en el nombre de un dios del Mal, un dios demasiado débil para reclamarlos.
Quar inhaló profundamente; la piel que adornaba su etéreo ser se tornó pálida.
—¡Zhakrin!
—¡Sí, efendi! Se ha escapado.
—¿Cómo es posible? Estaba custodiado, junto con Evren, en el templo de Khandar; mis más poderosos sacerdotes los guardaban. Nadie sabía que los dioses estaban allí…
—Alguien lo sabía, efendi. En cualquier caso, ni Zhakrin ni Evren se encuentran ya allí. Uno de tus poderosos sacerdotes, al parecer, estaba en realidad al servicio de Zhakrin. Por algún medio desconocido por nosotros, consiguió liberar a los dioses y llevárselos lejos.
—¿Qué se sabe de él? ¿Adónde ha ido?
—Creo que es el mismo hombre que exterminó a los adoradores de Promenthas. Se hace pasar por un mercader de esclavos, pero en realidad es un Paladín Negro, un devoto seguidor de Zhakrin. Apareció por primera vez en Ravenchai, donde capturó un gran número de nativos y los trajo a vender a Kich. Tiene una tropa de
goums
bajo sus órdenes y fueron ellos quienes aniquilaron a los sacerdotes y magos de Promenthas. Pero una persona quedó viva. Un joven de extraordinaria belleza que fue tomado por una mujer. Pensando conseguir una alta ganancia por semejante trofeo, el mercader de esclavos lo trajo consigo a Kich. El joven, manteniendo su disfraz de mujer, estaba siendo puesto a subasta sobre la tarima justo cuando Khardan y sus nómadas aterrorizaban la ciudad. A Khardan se le metió en la cabeza rescatar a aquella hermosa mujer.
—¡Se le metió en la cabeza! ¡Ja! —rugió Quar—. Veo la mano de Promenthas en todo este asunto. ¡Se ha unido a Akhran para luchar contra mí!
—Sin duda, oh Sagrado Señor —dijo Kaug inclinándose—. El joven fue llevado al campamento de los nómadas. Allí, según esa mujer, Meryem, estuvo a punto de ser ejecutado por el enfurecido hombre que deseaba tomar a la hermosa «mujer» como concubina. Khardan salvó la vida al joven declarándolo loco. Meryem cree que fue este «loco» quien truncó sus planes de traer a Khardan a Kich.
—Entonces, ambos están juntos.
—Presumiblemente, efendi.
—¡Presumiblemente!
La rabia de Quar hizo estremecerse las paredes del templo. En sus calenturientas imaginaciones, Feisal creyó ver los bloques de mármol comenzar a derretirse bajo el calor.
—¡Yo soy divino! ¡Soy omnisciente, omnividente! ¡Ningún mortal puede ocultarse a mi vista o a la vista de mis sirvientes!
—No un mortal, Sagrado Señor —dijo Kaug bajando la voz—. Pero sí otro dios. Una nube oscura los esconde de mi vista y de la de tus magas.
—Una nube oscura. Lenta e inexorablemente, el poder de mis enemigos crece.
Quar guardó silencio, meditabundo. El inmenso cuerpo del
'efreet
se estremeció en el aire, o quizá fue la evanescente vista de Feisal lo que hizo que el inmortal apareciera como si fuese un espejismo, resplandeciendo trémulamente sobre la arena.
—No me atrevo a esperar más tiempo —concluyó Quar.
El dios volvió su atención hacia su moribundo sacerdote. Deslizándose sobre el negro suelo de mármol, con sus silenciosas zapatillas de seda y sus vestiduras de seda emitiendo un brillo blanco, frío y luminoso en la oscuridad, se acercó hasta el lecho de Feisal.
Incapaz de moverse, el imán levantó los ojos para mirar la cara del dios con una adoración que desterro todo dolor y fiebre de su cuerpo. El imán vio su propia alma elevándose a sus pies, dejando atrás la frágil envoltura de su carne y extendiendo sus manos hacia el dios igual que un niño extiende las suyas hacia la madre. Satisfecho, extasiado, Feisal sintió cómo la vida lo abandonaba. El nombre del dios se hallaba en sus labios para ser pronunciado con su última exhalación.