El excéntrico matemático Ian Malcolm, quien sobrevivió a los eventos de la primera novela (
Parque Jurásico
), y el ingeniero de materiales Jack «Doc» Thorne reciben una llamada satelital de un paleontólogo, Richard Levine, diciendo que se encuentra atrapado en una isla llamada Enclave B y necesita ayuda. Ellos organizan una operación de rescate con ayuda del mecánico Eddie Carr y se dirigen a Isla Sorna, luego de determinar que ese es el sitio llamado Enclave B. Con ellos viajan escondidos R.B. «Arby» Benton, un niño genio de once años y Kelly Curtis, de trece años y amiga de Arby. La isla es una instalación secreta de la empresa InGen, que se encuentra en bancarrota, donde mantenían los dinosaurios antes de transferirlos al Parque Jurásico.
Michael Crichton
El mundo perdido
Parque Jurásico 2
ePUB v1.5
Perseo27.05.12
Título original:
The Lost World
Michael Crichton, 1995
Traducción: Carlos Milla Soler
Diseño/retoque portada: Perseo
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.5)
Corrección de erratas: Perseo, EditorB y EditorC
ePub base v2.0
A Carolyn Conger
Lo que realmente me interesa es si Dios tuvo alguna elección en la creación del mundo.
A
LBERT
E
INSTEIN
En lo más profundo del régimen caótico los pequeños cambios en la estructura causan casi siempre enormes cambios en el comportamiento. Un comportamiento complejo controlable es, por lo visto, imposible.
S
TUART
K
AUFFMAN
Las consecuencias son intrínsecamente imprevisibles.
I
AN
M
ALCOLM
En las últimas décadas del siglo XX ha crecido notablemente el interés científico por la extinción.
No es en absoluto un tema nuevo; ya en 1786, poco después de la Guerra de la Independencia norteamericana, el barón Georges Cuvier había demostrado que las especies se extinguen. Por lo tanto, el hecho de la extinción era ya aceptado por los científicos tres cuartos de siglo antes de que Darwin formulase su teoría de la evolución. Y después de Darwin las innumerables controversias generadas en torno de su teoría no atañían por lo general a los problemas de la extinción.
Por el contrario, la mayoría de los científicos no otorgaba mucha más importancia al fenómeno de la extinción que al hecho de que un automóvil se quedase sin combustible. La extinción demostraba simplemente la incapacidad de adaptación. El modo en que se adaptaban las especies era objeto de profundos estudios y acalorados debates; pero la circunstancia de que alguna especie fracasase apenas se tomaba en consideración. ¿Qué podía decirse al respecto? Sin embargo, a principios de la década del 70, dos nuevos datos concentraron el interés en la extinción.
El primero fue la toma de conciencia del enorme crecimiento demográfico y de que la superpoblación estaba provocando alteraciones en el planeta a un ritmo muy rápido: la eliminación de los hábitats tradicionales, la deforestación, la contaminación del aire y el agua, y quizás incluso cambios en el clima global. Simultáneamente se extinguían muchas especies animales. Algunos científicos dieron la voz de alarma; otros sobrellevaron en silencio su desasosiego. ¿Acaso era demasiado frágil el ecosistema terrestre? ¿Había incurrido la especie humana en un comportamiento que causaría finalmente su propia extinción?
Nadie lo sabía con certeza. Dado que la extinción no se había estudiado sistemáticamente, existía poca información acerca de sus índices en otras eras geológicas. De manera que los científicos empezaron a estudiar detenidamente la extinción en el pasado con la esperanza de disipar las inquietudes en cuanto al presente.
El segundo dato guardaba relación con la muerte de los dinosaurios. Se sabía que todas las especies de dinosaurios se habían extinguido en un tiempo relativamente breve al final del período Cretácico, hace unos sesenta y cinco millones de años. Exactamente a qué ritmo se había producido tal extinción era tema de discusión desde hacía mucho tiempo: algunos paleontólogos sostenían que había sido catastróficamente acelerado; otros pensaban que los dinosaurios habían desaparecido de un modo más gradual, a lo largo de un período que oscilaba entre diez mil y diez millones de años, es decir, no precisamente muy deprisa.
Pero en 1980, el físico Luis Álvarez y tres colaboradores suyos descubrieron altas concentraciones de iridio en rocas formadas a finales del Cretácico y principios del terciario, el llamado límite K-T (El Cretácico se abrevió como “K” para evitar confusiones con el cámbrico y otros períodos geológicos.) El iridio es un elemento poco común en la Tierra; en cambio, abunda en los meteoritos. Según el equipo de Álvarez, la presencia de tal cantidad de iridio en las rocas del límite K-T indicaba que un meteorito gigante, con un diámetro de muchos kilómetros, había entrado en colisión con la Tierra en esa época. Plantearon la teoría de que el polvo y los cascotes resultantes oscurecieron el cielo, imposibilitaron la fotosíntesis, exterminaron plantas y animales y pusieron fin al reinado de los dinosaurios.
Esta sensacional teoría cautivó la imaginación de los medios de comunicación y el público. Dio origen a una controversia que se ha prolongado durante muchos años. ¿Dónde estaba el cráter abierto por ese meteorito? Se propusieron varias posibilidades. En el pasado se produjeron básicamente cinco períodos de extinción, ¿fueron los meteoritos la causa de todos ellos? ¿Acaso esta catástrofe sobreviene cíclicamente cada veintiséis millones de años? ¿Espera el planeta en estos momentos otro impacto devastador?
Después de más de una década estas preguntas seguían sin respuesta. El debate continuó en plena efervescencia hasta agosto de 1993, cuando en un seminario semanal del Instituto Santa Fe un matemático iconoclasta llamado Ian Malcolm anunció que estas cuestiones carecían de importancia y que la discusión acerca del impacto meteórico era «una especulación frívola y ajena al problema».
—Consideren las cifras —decía Malcolm, inclinado en el podio y mirando a su auditorio—. En nuestro planeta conviven actualmente cincuenta millones de especies entre plantas y animales. Aunque esto nos parezca una notable diversidad, no es nada en comparación con la que ha existido anteriormente. Calculamos que han pasado cincuenta mil millones de especies por este planeta desde que surgió la vida. Eso significa que de cada mil especies que existieron queda sólo una. Por lo tanto, casi el ciento por ciento de todas las especies que han vivido alguna vez se hallan ahora extintas. Y las grandes matanzas sólo dan cuenta de un cinco por ciento de ese total. La abrumadora mayoría de las especies ha muerto una por una.
El hecho, explicó Malcolm, era que la vida en la Tierra estaba marcada por un ritmo de extinción continuo y estable. En general, el promedio de vida de una especie era de cuatro millones de años. En el caso de los mamíferos se reducía a un millón de años. Transcurrido ese tiempo la especie desaparecía. De modo que el desarrollo de cualquier especie se ajustaba a un mismo patrón: surgimiento, pujanza y extinción en unos cuantos millones de años. A lo largo de la historia de la vida en la Tierra, se había extinguido una especie al día en promedio.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Malcolm—. ¿Qué provoca la aparición y el ocaso de las especies terrestres en un ciclo de cuatro millones de años?
»La respuesta es, en parte, que no somos conscientes de que nuestro planeta permanece en continua actividad. Sólo en los últimos cincuenta mil años (apenas un abrir y cerrar de ojos desde el punto de vista geológico) las selvas tropicales se han contraído significativamente y luego han vuelto a crecer. Las selvas no son un elemento inalterable del planeta; de hecho, son muy recientes. Hace tan sólo diez mil años, cuando había ya cazadores humanos en el continente americano, una masa de hielo flotante se extendió hasta lo que hoy en día es la ciudad de Nueva York. Muchos animales se extinguieron durante esa época.
»De manera que en su mayor parte la historia de la Tierra muestra animales que viven y mueren en un entorno extremadamente activo. Esto explica probablemente el noventa por ciento de las extinciones. Si el mar se seca o aumenta su salinidad, como es lógico el plancton morirá. Pero no ocurre lo mismo con los animales complejos, como los dinosaurios, ya que éstos se aíslan, literal y figurativamente, de tales cambios. ¿Por qué se extinguen los animales complejos? ¿Por qué no se adaptan? Físicamente parecen aptos para la supervivencia. En apariencia no existe razón alguna para que mueran. Y sin embargo, mueren.
»Mi planteamiento es que los animales complejos no se extinguen a causa de un cambio en su adaptación física al medio ambiente, sino de su propio comportamiento. Me atrevería a afirmar que las recientes conclusiones derivadas de la teoría del caos, o dinámica no lineal, ofrecen interesantes indicios de cómo se produce esta situación.
»Nos revelan que el comportamiento de los animales complejos puede modificarse muy rápidamente, y no siempre para bien. Revelan que el comportamiento puede dejar de ser una respuesta al medio ambiente y conducir, en cambio, al ocaso y la muerte. Revelan que los animales pueden renunciar a la adaptación. ¿Es esto lo que ocurrió con los dinosaurios? ¿Es ésta la verdadera causa de su desaparición? Puede que nunca lo sepamos. Pero no es casualidad que los seres humanos muestren tanto interés en la extinción de los dinosaurios. El ocaso de los dinosaurios posibilitó el desarrollo de los mamíferos, incluida la especie humana. Y eso nos lleva a preguntarnos si la desaparición de los dinosaurios va a repetirse tarde o temprano en nosotros, si en el nivel más profundo la culpa no recae en el ciego destino (en un feroz meteorito procedente del cielo), sino en nuestro comportamiento. Por el momento no tenemos respuesta.
En ese momento sonrió y añadió:
—Pero yo tengo algunas sugerencias.
El Instituto Santa Fe, en la ciudad del mismo nombre, ocupaba una serie de edificios de Canyon Road que habían sido antiguamente un convento, y los seminarios del instituto se dictaban en una sala utilizada en otro tiempo como capilla. En aquel momento Ian Malcolm, de pie en el podio e iluminado por un haz de sol, hizo una pausa retórica antes de proseguir con su conferencia.
Malcolm tenía cuarenta años y era un asiduo visitante en el instituto. Estaba entre los primeros defensores de la teoría del caos, pero su prometedora carrera se había visto truncada por las graves heridas sufridas durante un viaje a Costa Rica; de hecho, varios noticiosos lo habían dado por muerto. «Aunque lo lamenté mucho, tuve que interrumpir las celebraciones en los departamentos de matemáticas de todo el país —declararía más tarde—, pero resultó que sólo estaba levemente muerto. Los cirujanos han hecho maravillas, como ellos mismos enseguida les contarán. Así que he vuelto… en mi siguiente iteración, podría decirse».
Vestido totalmente de negro y apoyado en un bastón, Malcolm ofrecía una imagen de rigidez. En el instituto se lo conocía por la originalidad de su análisis y por su tendencia al pesimismo. La charla de aquel agosto, titulada
La vida al borde del caos
, era un ejemplo característico de su pensamiento. En ella, Malcolm presentaba su análisis de la teoría del caos aplicado a la evolución.