El silencio del dios zumbaba en torno al imán, o tal vez era un zumbido en sus oídos. Feisal sentía que la cabeza se le iba. Con gran esfuerzo, se aferró a su conciencia hasta que su dios no tuviera más necesidad de él.
—Has obrado bien, mi servidor, como de costumbre —habló por fin Quar—. Si descubres u oyes alguna cosa más acerca de ese hombre del otro lado del mar, ven a comunicármelo enseguida.
—Sí, Sagrado Señor —murmuró extasiado Feisal.
La oscuridad se hizo de pronto fría y vacía sin la presencia del dios en el templo interior. La sagrada inspiración abandonó el cuerpo del imán. Estremeciéndose de dolor, se puso en pie tambaleándose y se arrastró hasta su lecho, situado sobre el frío suelo de mármol. Con rodillas flaqueantes, se dejó caer sobre él y palpó con mano temblorosa en busca de un rollo de tela suave que había escondido bajo el lecho. Sacándolo de allí, Feisal ató apretadamente el vendaje en torno a su herida con sus últimas fuerzas.
Su conciencia lo abandonó y se desplomó sobre el lecho ensangrentado. El ovillo de gasa se desprendió de su mano y rodó, deshaciéndose, por el suelo helado y oscuro.
«No pegamos al perro apaleado… ¿Vas a tumbarte sobre la sepultura de tu amo y morir?» Acurrucado en su lúgubre celda, Achmed se repetía mentalmente las palabras del amir. Era verdad. ¡Todo cuanto había dicho el amir era verdad!
«¿Cuánto tiempo he estado en prisión? ¿Dos semanas? ¿Dos meses? ¿Es de día o de noche? —Achmed sacudió la cabeza con desesperación. No tenía idea—. ¿Me han dado hoy de comer o es la comida de ayer la que recuerdo haber tomado? ¡Ya no oigo los gritos! ¡Ya no siento el hedor!»
Achmed se llevó las manos a la cabeza y se encogió de miedo. Recordaba haber oído hablar de un castigo que había privado a un hombre de sus cinco sentidos. Primero le cortaron las manos para arrebatarle el sentido del tacto. Después, le sacaron los ojos, le arrancaron la lengua, le cercenaron la nariz y le arrancaron las orejas. ¡Aquel lugar era su verdugo! La muerte que él estaba sufriendo era más horrible que ninguna tortura. La miseria le gritaba, pero él había perdido los oídos para escucharla. Hacía ya tiempo que había dejado de molestarle el olor de la prisión, y ahora sabía que era porque el hedor se había hecho suyo. Horrorizado, se dio cuenta de que estaba llegando a disfrutar de las palizas de los guardias. El dolor lo hacía sentirse vivo…
Presa de pánico, Achmed se puso en pie de un brinco, se arrojó contra la puerta de madera y la golpeó con sus puños suplicando a gritos que lo dejasen salir. La única respuesta fue una maldición voceada desde otra celda cuyo ocupante acababa de ser bruscamente despertado de una siesta. Ningún guardia acudió. Estaban acostumbrados a semejantes perturbaciones. Deslizándose puerta abajo, Achmed se dejó caer en el suelo. Su enloquecido estado lo sumió en un sopor.
Entonces se vio a sí mismo yaciendo en una tumba poco profunda y sin marcar, excavada en la arena. Se levantó un viento terrible que arrastró la arena y amenazó con dejar el cuerpo al descubierto. Una ola de repulsión y terror sacudió a Achmed. No podía soportar ver el cadáver pudriéndose y corrompiéndose. Desesperado, comenzó a echar arena sobre el cuerpo, cogiéndola a puñados con ambas manos y arrojándola al interior de la tumba. Pero, cada vez que levantaba un puñado, el viento lo cogía y lo estampaba contra su cara, acribillando sus ojos y sofocándolo. Frenéticamente, continuó la tarea, pero el viento no le daba respiro. Poco a poco, el rostro del cadáver emergía: una cara de hombre con su marchitada piel cubierta por un velo de seda de mujer…
El áspero rozar de la tranca de madera al ser levantada de la puerta arrancó a Achmed de su sueño con un sobresalto. El arrastrarse de los prisioneros mientras eran conducidos en rebaño al exterior y los gritos distantes de mujeres y niños le dijeron al joven akar que era la hora de visita.
Tomada ya su decisión, Achmed se puso lentamente en pie.
Al salir a la deslumbrante luz del sol, Achmed cerró dolorido los párpados para protegerse contra el resplandor. Cuando por fin pudo ver, escrutó con esfuerzo entre la multitud apiñada contra las barras de la verja. Badia estaba allí, haciéndole señas. De mala gana, Achmed atravesó el recinto y se detuvo delante de ella. Los ojos de la mujer, por encima del velo, aparecían ensombrecidos de preocupación.
—¿Cómo está mi madre? —preguntó Achmed.
—Sofía está bien y te envía su amor. Pero ha estado muy preocupada —dijo Badia examinando al joven atentamente—. Hemos oído que el amir reclamó tu presencia. Que habló contigo… a solas.
—Estoy bien —dijo Achmed encogiéndose de hombros—. No fue nada.
—¿Nada? ¿El amir te manda llamar para nada? Achmed —los ojos de Badia se estrecharon—, dicen que el amir te ofreció un puesto en su ejército.
—¡Habladurías! —respondió con impaciencia el joven apartando los ojos de la intensa mirada de la mujer—. Eso es todo.
—Achmed, tu madre…
—… no debería preocuparse. Volverá a caer enferma. Badia —dijo Achmed cambiando bruscamente de tema—, he oído lo de Khardan.
Ahora fueron los oscuros ojos de la mujer los que miraron al suelo; sus largas pestañas rozaron el ribete dorado del velo. Achmed vio la mano de Badia deslizarse hasta tu corazón y comprendió ahora la pena que ella le había ocultado la última vez que lo había visitado.
—Badia —preguntó con vacilación el joven, tragando saliva—, ¿tú lo crees… ?
—¡No! —exclamó ella con determinación, y levantó los ojos para mirar directamente a Achmed—. Ese rumor acerca de él es un embuste…, una mentira fabricada por ese cerdo de Saiyad. Así lo afirma Meryem. Ella dice que Saiyad ha odiado a Khardan desde el incidente con el loco y que haría lo que fuera…
—¿Meryem? —interrumpió sorprendido Achmed—. ¿Es que no fue capturada? La hija del sultán…, ¡sin duda el amir habría acabado con ella!
—Iba a hacerlo, pero se enamoró de ella y no fue capaz de hacerle daño. Le pidió que se casara con él, pero Meryem se negó. ¿No comprendes, Achmed? —dijo Badia con ansiedad—, ¡ella se negó porque sabe que Khardan está vivo!
—¿Cómo?
Achmed se mostró escéptico. Meryem era ciertamente maravillosa. El joven podía recordar su grácil y esbelta figura deslizándose como la brisa del atardecer a través del campamento, ocupada en sus tareas; recordaba sus largas pestañas tímidamente caídas hasta que uno se hallaba cerca de ella y, de pronto, aquellos ojos azules lo estaban mirando a uno directamente al corazón. Khardan se había zambullido de cabeza en el estanque de aquellos ojos azules. Achmed intentaba imaginarse a Qannadi, con su rostro severo, su pelo cano y su cuerpo lleno de cicatrices sumergiéndose en la misma agua. Parecía imposible. Aunque, Achmed no pudo por menos de admitir, lo que un hombre hace en su tienda durante la noche lo cubre la manta de la oscuridad.
—… ella dio a Khandar un talismán —estaba contando Badia.
Achmed lanzó una risotada burlona.
—¡Magia de mujeres! A Abdullah también le dio su esposa un talismán. Lo enterraron con lo que quedaba de él.
Badia se estiró cuan larga era, lo que la situó a la altura de la barbilla de Achmed, y miró a éste con la afilada mirada con que a menudo había intimidado al alto Majiid.
—¡Cuando hayas conocido a una mujer, entonces podrás burlarte de su magia y de su amor si te atreves! ¡Pero no mientras seas todavía un muchacho!
Herido, Achmed respondió con acritud.
—¿Es que no lo entiendes, Badia? Si Khardan está vivo, ¡significa que lo que Saiyad dijo es verdad! Que huyó del campo de batalla… ¡como un cobarde! ¡Y ahora se esconde en la vergüenza… !
Pasando la mano por entre las rejas, Badia lo abofeteó. El golpe de la mujer, con el brazo estorbado por las barras de hierro, no fue ni duro ni doloroso. Sin embargo, hizo brotar amargas lágrimas de los ojos del joven.
—¡Que Akhran te perdone por hablar así de tu hermano! —susurró Badia a través de su velo.
Y, volviéndose, se marchó.
Achmed se lanzó sobre las barras y las sacudió con tanta violencia que los guardias que vigilaban dentro del recinto dieron unos pasos hacia él.
—¡Akhran! —gritó el joven con una amarga risotada—. ¡Akhran es como mi padre… un viejo acabado, sentado en su tienda, añorando una forma de vida que está tan muerta como su hijo! ¿Es que no puedes entenderlo, mujer? ¡Akhran es el pasado! ¡Mi padre es el pasado! ¡Khardan es el pasado!
Con las lágrimas cayendo torrencialmente por sus mejillas, Achmed se agarraba a las barras sin dejar de agitarlas y de gritar.
—¡Yo… Achmed! ¡Yo soy el futuro! ¡Sí, es cierto! ¡Me uno al ejército del amir! ¡Yo… !
Una mano lo agarró por el hombro y lo hizo girar con brusquedad.
Achmed vio la cara de Sayah desencajada de odio.
—¡Traidor!
Un puño se estrelló contra la mandíbula de Achmed y lo lanzó de espaldas contra las rejas. Los rostros de los demás hombres se apiñaron a su alrededor. Centelleantes ojos flotaban sobre olas de aliento caliente y dolor. Un pie se hundió con violencia en su estómago. Doblado por el dolor se desplomó al suelo. Unas manos lo agarraron entonces del cuello de su vestidura y lo obligaron a ponerse en pie. Otro golpe, esta vez en la boca. Una horrible quemazón en la ingle se extendió por todo su cuerpo y arrancó un grito de sus labios. De nuevo, se encontró en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos, intentando protegerse de las miradas, los pies, el odio, la palabra…
—¡Traidor!
Era tarde, y Qannadi estaba sentado en sus aposentos privados. Se encontraba solo. Sus esposas y concubinas habían de resignarse a la decepción, pues ninguna sería escogida aquella noche. Habían llegado mensajes, traídos por los emisarios del sur, y el amir había informado a su personal de que no quería ser molestado. A la luz de una lámpara de aceite que ardía sobre su mesa, Qannadi leía los informes de sus espías y dobles agentes, hombres que había infiltrado en los gobiernos de las ciudades de Bas y que trabajaban para derrocarlos desde el interior. Tras estudiar éstos, los comparó con los informes de sus comandantes de campaña, cabeceando de vez en cuando para sí con satisfacción.
Las ondas provocadas por la piedra arrojada a los nómadas todavía se estaban extendiendo a través de la charca. Qannadi se había asegurado de que sus hombres divulgaran públicamente que el amir había hecho a Bas un tremendo favor librándolos de la lanza que durante mucho tiempo había estado apuntando a sus gargantas. No importaba que hubiesen pasado siglos desde que los nómadas habían atacado Bas y que dicho ataque hubiese tenido lugar en un tiempo en que las recién emergidas ciudades eran consideradas como una clara amenaza para los nómadas y su modo de vida. Tan devastadoras habían sido las batallas libradas en aquel entonces que seguían estando presentes en leyendas y oraciones, y bastaba tan sólo con mencionar a los temibles
spahis
, los crueles jinetes del desierto con sus negros hábitos y sus negras máscaras, para dejar sin sangre las rollizas mejillas de muchos senadores.
Gobernado por un régimen democrático que permitía a todos los hombres con propiedades (excluidas las mujeres, esclavos, jornaleros, soldados y extranjeros) hacer igual uso del voto, el pueblo de Bas había vivido en una paz relativa durante muchos años. Una vez que habían establecido sus ciudades-estados, se dedicaron a su ocupación favorita: la política. Su dios, Uevin, cuyos tres preceptos eran Ley, Paciencia y Realidad, se deleitaba con todo cuanto era nuevo y moderno, despreciando cualquier cosa que fuese vieja o anticuada. Su visión de la vida era materialista. Lo que contaba era el aquí y ahora, lo que podía verse y tocarse. La gente de Bas insistía en tener cada momento de sus vidas controlado, y había tantas ordenanzas y leyes en sus ciudades que el caminar por el lado erróneo de la calzada o en un día impar del calendario podían bastar para poner a uno en prisión por un mes. El gran gozo de sus vidas era congregarse en masa en las cámaras del Senado y escuchar durante horas interminables arengas sobre puntos triviales de sus numerosas constituciones.
El segundo gran disfrute de los seguidores de Uevin era crear maravillas de moderna tecnología que los capacitase para mejorar la calidad de sus vidas en este mundo. Enormes acueductos recorrían sus ciudades en todas las direcciones, bien suministrando agua a sus hogares o bien llevándose los residuos de ellos. Sus edificios eran inmensos y de moderno diseño, sin adornos frivolos y equipados con ingenios mecánicos de todas las formas y descripciones imaginables. Habían desarrollado nuevos métodos de cultivo: bancales en las laderas, riego y rotación de cultivos para barbechar el suelo. Inventaron nuevas formas de explotar las minas de oro y plata y, según se rumoreaba, habían incluso descubierto una roca negra que ardía.
Aunque la mayoría de los pobladores de Bas creían en Uevin, se consideraban a sí mismos ilustrados y animaban a creyentes en otros dioses a establecerse en sus ciudades (más que nada, se creía, por los debates que ello fomentaba). Los seguidores de Kharmani y Benario eran numerosos en Bas. La gente exportaba sus cosechas, sus ingenios tecnológicos, sus minerales y metales, y llevaban por lo general una vida acomodada. Su fe en Uevin jamás había flaqueado.
Hasta ahora.
Cuando Uevin tuvo que decidir cómo sus inmortales podrían servirle mejor a él y a sus seguidores, rechazó la noción de djinn y ángeles utilizada por otros dioses y diosas e ideó un sistema más moderno, uno que pudiera ser completamente controlado y no estuviese sujeto al capricho de los volubles humanos. Designando a sus inmortales como «deidades menores», puso a cada uno a cargo de un área específica de la vida humana. Había un dios de la guerra, una diosa del amor, un dios de la justicia, una diosa del hogar y de la familia, una diosa de las cosechas y la agricultura, un dios de las finanzas; y así sucesivamente. Se construyeron pequeños templos donde moraba cada una de estas deidades menores y sus sacerdotes y sacerdotisas humanos. Cada vez que un humano tenía un problema sabía exactamente a qué deidad consultar.
Este sistema funcionó bien hasta que, uno por uno, los inmortales de Uevin comenzaron a desaparecer.
La primera en desaparecer había sido la diosa de las cosechas y la agricultura. Sus sacerdotisas acudieron un día a consultarla y no oyeron su voz en respuesta. Una sequía azotó la zona. Los pozos se secaron. El agua de los lagos y charcas disminuyó. Las cosechas se marchitaron y murieron en los campos. Uevin ordenó al dios de la justicia solucionar la desesperada situación, pero éste no apareció por ninguna parte. El sistema de gobierno se desmoronó. La corrupción se generalizó; el pueblo perdió su fe en los senadores y los destituyó de su cargo. En tan grave coyuntura, Uevin perdió también a su dios de la guerra. Los soldados desertaron o se manifestaron masivamente por las calles, exigiendo un aumento de su paga y una mejora en el trato. Tras el dios de la guerra fue la diosa del amor. Los matrimonios naufragaron, un vecino se volvió contra el otro, familias enteras se dividieron en facciones adversas.