El paladín de la noche (15 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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»Me sacó de los campos y me colocó entre sus tropas. Mi vida allí no fue fácil, pues yo era diferente, un extranjero, y ellos hacían cuanto podían para probarme. Pero devolví golpe por golpe y por fin me gané su respeto y el de mi general. Éste me hizo miembro de su guardia personal y combatí a su lado durante dos años.

Achmed abrió unos ojos asombrados al oír esto, pero Qannadi parecía haberse olvidado ya de la presencia del muchacho.

—El general era un gran soldado, un hombre noble y de honor. Yo lo quise como nunca he querido a ningún otro, antes o después. Murió en el campo de batalla. Yo mismo vengué su muerte y se me concedió el honor de colocar la cabeza de su enemigo a sus pies mientras yacía en el lecho fúnebre. Arrojé mi antorcha encendida a la pira de madera empapada de aceite y rogué para que su dios acogiera su alma en cualquiera que fuese el paraíso en el que él creyese. Entonces me marché.

Qannadi hablaba ahora casi en susurros. El joven tuvo que inclinar la cabeza hacia adelante para poder oírlo.

—Caminé durante muchos meses hasta que llegué a mi tierra de nuevo. Nuestro glorioso emperador por entonces sólo era rey. Yo comparecí ante él y coloqué mi espada a sus pies.

Suspirando, el amir retiró sus ojos de la ventana y se volvió para mirar a Achmed.

—Es una pieza curiosa, aquella espada. Espada ancha de dos manos, la llaman en el norte. Hacen falta dos manos para manejarla. La primera vez que me dieron una, ni siquiera podía levantarla del suelo. Todavía la tengo, si te apetece verla.

Los oscuros ojos del joven lo miraron con hosco recelo.

—¿Por qué me estás contando esta historia? —preguntó rehusándose deliberadamente a emplear la forma de tratamiento apropiada.

El amir, pese a darse cuenta, no dijo nada.

—He venido porque no soporto el desperdicio. En cuanto a por qué te he contado mi historia, no estoy seguro. —Qannadi hizo una pausa y continuó en voz baja—. Te hieren en una batalla y la herida puede sanar completamente y no volver a molestarte. Hasta que, años más tarde, ves a un hombre herido en el mismo lugar y, de repente, el dolor vuelve… tan agudo y penetrante como en el momento en que el acero mordió tu carne. Cuando te he mirado a la cara, Achmed, he sentido el dolor…

Los hombros del joven cayeron de golpe. El orgullo y la cólera que lo habían mantenido vivo abandonaron su cuerpo como la sangre en una herida mortal. Al mirar a Achmed, Qannadi tuvo uno de esos raros destellos de iluminación que algunas veces, en la noche oscura del vagabundeo a través de esta vida, atraviesan las nubes y muestran el alma de otro.

Tal vez estaba viendo de nuevo en su mente a Khardan y Achmed juntos, de pie ante su trono; un hermano apuesto y orgulloso, el otro mirando a éste con total y absoluta adoración. Tal vez recordaba al imán, contándole la extraña historia de la supuesta huida de Khardan del campo de batalla. Tal vez provenía del interior del propio amir y el recuerdo de su hambrienta niñez y el padre que lo había abandonado.

Lo que quiera que fuese, Qannadi sintió de pronto que conocía mejor a Achmed que a ninguno de sus propios hijos, que lo conocía tan bien como había llegado a conocerse a sí mismo.

Vio al joven ante sí privado de la luz del amor y orgullo de un padre, creciendo a la sombra proyectada por un hermano mayor. En lugar de dejar que ello lo amargara, Achmed sencillamente había transferido el amor por su padre a su hermano mayor quien, Qannadi sabía, le había correspondido cálidamente. Pero ahora Khardan lo había traicionado, si no con un acto de cobardía (y al amir le resultaba difícil creer tan descabellada historia), al menos muriendo. El muchacho se había quedado solo; su padre, su hermano, todos se habían ido.

Acercándose hasta Achmed, Qannadi le puso la mano en el hombro. Sintió cómo el joven se encogía, pero no se apartó del contacto del amir.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho —fue la ahogada respuesta—. Recién cumplidos.

«Y nadie se acordó», pensó Qannadi.

—Yo tenía la misma edad cuando fui capturado por los hammadis.

Lo cual era mentira. El amir tenía veinte años, pero eso no era importante.

—¿Eres tú acaso un perro apaleado, Achmed? ¿Vas a tumbarte sobre la sepultura de tu amo y morir? —El muchacho se estremeció—. ¿O vas a vivir tu propia vida? Te he dicho que no puedo soportar el desperdicio. ¡Tú eres un joven extraordinario! ¡Ya me gustaría que mis propios hijos se pareciesen más a ti!

Un toque de amargura invadió su voz. Qannadi se quedó callado, dominando sus emociones. Achmed estaba demasiado preocupado con las suyas como para apreciarlo, aunque más tarde lo recordaría.

—He venido aquí para hacerte una oferta —continuó Qannadi—. Yo presencié la batalla del Tel. Mis hombres son buenos soldados, pero hicieron falta cuatro de ellos por cada uno de vosotros para conquistar a vuestro pueblo. No es que vosotros seáis más diestros en el manejo de las armas, creo yo, sino en el manejo de vuestros caballos. Quar nos ha dado monturas mágicas pero, al parecer, no ha considerado necesario entrenarlas en el arte de la contienda. En lugar de destrozar vuestros corazones en esta prisión, yo os doy la oportunidad de ganaros vuestra libertad.

El cuerpo de Achmed se mantuvo rígido por un momento. Muy despacio, levantó la cabeza para mirar a Qannadi directamente a los ojos.

—¿Todo lo que tenemos que hacer es adiestrar a los caballos?

—Sí.

—¿No nos obligarías a unirnos a tu ejército, a luchar contigo?

—No, no a menos que lo deseéis.

—¿Los caballos que adiestremos no lucharán contra nuestro pueblo?

—Hijo mío —dijo Qannadi utilizando inconscientemente la expresión, sin darse cuenta de que la había pronunciado hasta que vio los párpados del muchacho caer bruscamente—, tu pueblo ya no existe. No te digo esto para intentar engañarte o desmoralizarte. Estoy diciendo la verdad. Si no puedes oírla en mi voz, escucha tu propio corazón.

Achmed no respondió; permaneció sentado, con la cabeza gacha y las manos aferrándose espasmódicamente a la lisa superficie de la tosca mesa de madera, como buscando en vano algo a lo que agarrarse.

—No os obligaré a convertiros a nuestros dios —añadió el amir con suavidad.

Al oír esto, Achmed levantó la cabeza y miró, no a Qannadi, sino hacia el este, hacia el desierto que no se podía ver por los muros de la prisión.

—No hay dios —respondió el joven con voz apagada.

Capítulo 5

Los nómadas del desierto de Pagrah creían que el mundo era plano y que ellos se encontraban en su centro. La enorme y espléndida ciudad de Khandar, tan distante en sus mentes como una estrella remota, brillaba en alguna parte hacia el norte de ellos y, más allá de Khandar, estaba el borde del mundo. Hacia el oeste estaba la ciudad de Kich, las montañas, el gran océano de Hurn y, por fin, la otra orilla del mundo.

Se rumoreaba entre las tribus nómadas que los habitantes de la ciudad hablaban de la existencia de otro gran mar hacia el este, más allá del Yunque del Sol, y al que inclusive se le había dado un nombre, mar de Kurdin. Los nómadas se mofaban de esta creencia —¿qué podía esperarse de un pueblo que levanta murallas en torno a sus vidas?— y hablaban del mar de Kurdin con un desprecio burlón, refiriéndose a él irónicamente como las Aguas de Tara-kan y considerándolo el mayor embuste que hubiesen oído desde que cierto demente
marabout
de Quar se había aventurado por el desierto una generación atrás, predicando que el mundo era redondo como una naranja.

También se rumoreaba que había una ciudad perdida en alguna parte del Yunque del Sol, una ciudad de fabulosas riquezas enterrada bajo las dunas. A los nómadas les gustaba bastante esta idea y conservaban viva la tradición de Serinda, utilizándola para ilustrar a sus hijos sobre la mutabilidad de todas las cosas hechas por las manos del hombre.

Los djinn podrían haber contado a sus amos la verdad de este asunto. Podrían haberles dicho que había un mar hacia el este, que
había
habido una ciudad en el Yunque del Sol, que Khandar
no
se elevaba en la cima del mundo ni el desierto de Pagrah era su centro. Los seres inmortales sabían todo esto y mucho más, pero no facilitaban esta información a sus amos. Los djinn tenían una norma sagrada: «mientras estéis al servicio de los humanos, vosotros, que todo lo sabéis, no sabéis nada, y ellos, que no saben nada, todo lo saben. »

Para ser justo con los nómadas, el ciudadano corriente de Kich, Khandar o Idrith concebía el mundo considerablemente más pequeño. Aunque los
madrasahs
enseñaran algo muy distinto, y aunque el imán predicase acerca de llevar a los
kafir
que vivían en tierras apartadas el conocimiento del Verdadero Dios, para el quincallero, el tejedor, el panadero, el tintorero o el vendedor de lámparas, el centro del mundo eran las cuatro paredes de su vivienda, su corazón el
souk
donde vendía su artesanía o sus productos y su confín la muralla que rodeaba a la ciudad.

Nacido y criado en la corte de un instruido emperador, el imán conocía la verdad acerca del mundo. También la conocía el amir quien, aunque no era un hombre educado, había visto lo bastante de él con sus propios ojos como para creer que siempre había algo más detrás de la siguiente colina. Los eruditos de la corte imperial enseñaban que el mundo era redondo, que la tierra de Sardish Jardan no era más que una de las muchas tierras que flotaban sobre las aguas de varios grandes océanos y que gentes de distintos aspectos y distintas creencias poblaban dichas tierras, gentes a las que había que traer ineludiblemente a los brazos de Quar. De este modo, cuando el imán oyó hablar a Meryem sobre un loco que aseguraba haber venido del otro lado del mar, consideró esta noticia lo bastante interesante como para transmitírsela a su dios.

El imán se preparó para la sagrada audiencia con un ayuno de dos días y una noche durante los cuales sus labios sólo tocaron agua y en cantidad moderada. Semejante abstinencia no constituía un duro sacrificio para Feisal, quien otrora había ayunado durante meses enteros con el fin de demostrar que el cuerpo podía ser sometido y disciplinado por el espíritu. Este corto ayuno lo llevó a cabo para purgar la indigna morada de su espíritu de toda influencia externa. Durante este tiempo, el imán se reservó estrictamente para sí mismo, rechazando todo contacto con el exterior (en particular con Yamina), que podía desviar sus pensamientos del cielo. Sólo en dos ocasiones rompió su autoimpuesta restricción: una para hablar de nuevo con Meryem y otra para interrogar al nómada Saiyad.

Cuando llegó la noche de la audiencia, Feisal tomó un baño de agua enfriada con nieve traída desde las cimas de las montañas, nieve que se utilizaba en palacio para enfriar el vino y el imán empleaba para mortificar su carne. Hecho esto, untó su indigno cuerpo con aceites perfumados para hacerlo más agradable a su dios. A medianoche, cuando las fatigadas mentes y cuerpos de los demás mortales encontraban en el sueño el solaz de sus penas, Feisal se despojó de todas sus ropas excepto de aquella que envolvía sus partes íntimas. Tembloroso y extasiado de fervor sagrado, entró en el templo interior. Con sumo cuidado y reverencia, golpeó tres veces el pequeño gong de cobre y latón que descansaba sobre el altar. Después se tendió boca abajo en el suelo ante la dorada cabeza de carnero y esperó con la piel estremecida por la excitación y el frío del aire.

—Has llamado, mi sacerdote, y yo he venido. ¿Qué quieres de mí?

La voz lo acarició. El imán contuvo su aliento, extasiado. Anhelaba perderse en aquella voz, elevarse de aquel cuerpo con su escasa necesidad de comida y agua, sus groseros hábitos, sus impuras lascivias y sus paganos deseos. El imán tuvo que hacer un esfuerzo para recordarse a sí mismo lo que Quar le había dicho cuando era joven: era a través de su indigno cuerpo como el imán podría servir mejor a su Señor. Debía utilizarlo, pero debía luchar constantemente para no dejarse utilizar por él.

Consciente de esto y consciente también de que tenía que forzar a su alma a desistir de la paz que anhelaba alcanzar en el cielo para volver a los trabajos del mundo, el imán levantó una daga de plata y, con consumada destreza, clavó la hoja entre sus costillas. Había muchas cicatrices semejantes en el cuerpo del imán; cicatrices que él mantenía cuidadosamente ocultas, pues el conocimiento de aquella tortura autoinfligida había sorprendido al propio Sumo Sacerdote. El dolor, el conocimiento de su mortalidad, la sangre corriendo por su piel untada de aceite…, todo esto obligaba a Feisal a caer de golpe del cielo y lo capacitaba para tratar los asuntos humanos con su dios.

Apretando la mano contra su costado, sintiendo la sangre caliente deslizarse entre sus dedos, Feisal se incorporó lentamente hasta colocarse de rodillas ante el altar.

—Tal como me recomendaste, he estado en contacto con los nómadas y he oído, oh, Muy Sagrado Quar, una cosa muy extraña. Hay, o había, un hombre viviendo entre los seguidores de Akhran que afirmaba haber venido del otro lado del mar y, lo que es más, que afirmaba poseer la magia de Sul.

El propio aire en torno al sacerdote se estremeció de tensión. Sin sentir dolor alguno por su herida, Feisal se regocijó con la sensación de saber que, tal como había esperado, esta información era bien recibida por su dios.

—¿Es de fiar tu informante?

—Sí, Sagrado Señor, sobre todo porque ella considera que el asunto no tiene ninguna importancia. El hombre es tomado por loco.

—Descríbelo.

—Es un joven de unos dieciocho años, con el pelo de color de fuego y cara y pecho sin vello. Se disfraza con ropas de mujer para ocultar su identidad. Mi informante no lo vio practicar magia, pero la sintió dentro de él… o al menos creyó sentirla.

—¿Y dónde está ese hombre?

—Ésa es la parte más extraña del asunto,
hazrat
Quar. El hombre escapó a la captura de los soldados durante el saqueo del campamento y se interfirió en nuestros planes de traer al más peligroso de esos nómadas, Khardan, bajo nuestra custodia. Tanto el loco como Khardan han desaparecido en misteriosas circunstancias. Sus cuerpos no se han encontrado y, sin embargo, según aquellos a quienes he interrogado, nadie los ha visto. Y lo que es aun más extraño es que mi informante, una diestra maga, sabe que Khardan sigue vivo pero, cuando hace uso de su magia para buscarlo, su mística visión se ve ennegrecida por una nube de impenetrable oscuridad.

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