—¿Y Khardan?
—Desapareció, imán. No sé. Yo no me desperté hasta que me hallé en palacio. Pero, cuando interrogué a los soldados, ellos no habían visto el menor rastro de él.
—Y su cuerpo no se descubrió jamás —murmuró el imán.
—No, no se descubrió —musitó Meryem volviendo a cubrirse el rostro con su velo y manteniendo sus ojos bajos.
—¿Y por qué crees que ese loco te despojó de tus ropas?
—Con todos los respetos, imán, ¿no resulta obvio? Para hacer lo que quisiera conmigo, naturalmente.
—¿En medio de una encarnizada batalla? ¡Desde luego, debía de estar completamente loco!
Meryem seguía con la mirada en el suelo.
—Yo supongo, imán, que se vio interrumpido en su sucia acción…
—Mmmm —hizo Feisal inclinándose hacia adelante—. ¿Te sorprendería si te dijera que vieron a Khardan huir del campo de batalla disfrazado de mujer?
Meryem levantó los ojos.
—¡De… desde luego! —balbuceó.
—¡No mientas!
—¡De acuerdo! —gritó ella medio enloquecida, estampando su pequeño pie contra el suelo—. No lo sabía, pero lo sospechaba. ¡Era la única manera de escapar de los soldados! Había muchas viejas abandonadas en el campamento. Si los soldados vieron a Khardan vestido como una mujer, es probable que lo hayan dejado marchar.
—¡Y Khardan vive todavía! —dijo Feisal en voz baja—. ¡Tú lo sabes y estás esperando que vuelva!
—¡Sí!
—¿Cómo lo sabes?
—El encantamiento continuará funcionando, preservándolo de todo daño mientras lleve encima el medallón.
—Pero puede que alguien se lo haya quitado. Tal vez el loco —dijo Feisal arrellanándose de nuevo en su sillón—. Si es de verdad un mago…
—¡Eso es absurdo! —lo interrumpió Meryem acaloradamente—. ¡Sólo las mujeres poseen magia! Todo el mundo sabe eso.
—Y, sin embargo… —repuso Feisal, al parecer perdido en sus pensamientos. Enseguida, encogiéndose de hombros, volvió al asunto presente—. ¡Tú no supones que puede estar vivo, Meryem! ¡Tú
sabes
que está vivo! Tú sabes dónde está y por eso tienes miedo. Porque crees que en cualquier momento volverá a desafiar al amir, el cual comenzará entonces a sospechar que hay una serpiente escondida en su cesta de higos…
—¡No! Te juro…
—Cuéntamelo, Meryem —dijo Feisal agarrándole la mano—. O preferirías tal vez contárselo al Alto Ejecutor mientras te arranca la piel de estos delicados huesos…
Meryem retiró de un tirón su mano. El velo, manchado de sudor y lágrimas, se le adhería a la cara.
—Yo… yo consulté en el cuenco mágico —murmuró la muchacha—. Si… si estuviese muerto, yo vería su… su cuerpo.
—¿Pero no lo viste?
—¡No!
Su voz salía ahogada.
—¡Lo viste vivo!
—¡No, tampoco!
—¡Me estoy cansando de todas estas evasivas! —gritó el imán con una voz quebrada, y Meryem se estremeció.
Las palabras cayeron sobre ella como un látigo.
—¡No estoy mintiendo ahora, imán! —exclamó, arrojándose al suelo y elevando su suplicante mirada hacia él—. Él está vivo, pero una nube de oscuridad lo envuelve ocultándolo de mi vista. Es… magia, supongo. ¡Pero una magia que no he visto jamás! ¡Desconozco su significado!
Hubo un silencio en la cámara del templo, un silencio tan profundo, denso y reverente que Meryem ahogó sus sollozos, conteniendo la respiración para no perturbarlo, ni tampoco al imán, cuyos ojos almendrados miraban fija y perdidamente hacia las sombras.
Por fin, el imán se movió.
—Tienes razón. Estás en peligro en el palacio.
Levantando la cabeza, Meryem lo miró con recelo, con una incrédula esperanza amaneciendo en sus ojos.
—Y, lo que es más, se te está desperdiciando. Voy a sugerir al amir que te envíen a vivir a la ciudad, con los nómadas. La madre de Khardan, según creo, está entre los que capturaron y trajeron a Kich.
—Pero ¿qué voy a decirles? —preguntó Meryem sentándose, de rodillas, sobre sus talones—. ¡Ellos creen que soy la hija del sultán! ¡No entenderán por qué el amir no me ha ejecutado!
—Una experta en mentiras como tú no tendrá dificultad en inventar una historia que ablande sus corazones —observó Feisal—. El amir iba a ordenar que te arrojasen desde la Torre de la Muerte, pero entonces sucumbió a tus encantos. Te rogó que fueras su esposa, pero tú, leal a tu príncipe nómada, te negaste. Él te envió a las mazmorras y te tuvo a pan y agua. Te golpeó. Pero tú permaneciste fiel. Por fin, sabiendo que nunca te podría tener, te arrojó a las calles de la ciudad…
Los labios de Meryem se quedaron pegados mientras sus ojos azules danzaban destellos.
—Marcas de látigo y moraduras —dijo—. Los guardias deben arrojarme fuera al mediodía, cuando haya una multitud…
—Será como desees —interrumpió el imán súbitamente impaciente por que la muchacha se fuese y lo dejara solo con sus pensamientos.
Con una palmada, hizo aparecer al sirviente.
—Vuelve al serrallo. Haz tus preparativos. Yo hablaré con el amir esta tarde y lo persuadiré de la necesidad de volver a apostar a nuestra espía entre los nómadas —dijo, despachándola con un gesto de su mano—. Levántate. No tienes que agradecérmelo. Estás sirviendo a Quar, como tú has dicho. Y, Meryem…
La muchacha estaba ya levantándose para marcharse.
—¿Sí, imán?
—Cualquier cosa que descubras relacionada con Khardan, cualquier cosa por pequeña que sea, ven a informarme.
—Sí, imán —respondió ella solícita.
Demasiado solícita. Feisal se inclinó hacia adelante en su sillón de
saksaul
.
—Recuerda esto, mi pequeña. Si oigo su nombre de boca de otra persona antes que de la tuya, haré que te arranquen la lengua. ¿Entendido?
—Sí, imán.
Toda solicitud en su tono había desaparecido.
—Muy bien. Puedes irte. Que la bendición de Quar te acompañe.
Cuando la joven y el sirviente se hubieron ido, Feisal se hundió de nuevo en su sillón. Con el codo descansando sobre la dura y labrada superficie del apoyabrazos, el imán dejó caer la cabeza sobre su mano como si el peso de sus reflexiones fuese excesivo para que su cuello pudiera sostenerlo. Los nómadas…, Khardan…, el amir…, Achmed… Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza como piedras en la rueda de pulir de un joyero. Sólo uno de ellos le resultaba áspero, sin pulir, perturbador.
El loco…
Los guardias de la prisión estaban sentados a la exigua sombra proporcionada por el cuadrado y achaparrado puesto de entrada, con sus espaldas encorvadas apoyadas contra el fresco muro que todavía no había sido caldeado por el sol. Era casi mediodía y la sombra disminuía rápidamente. Pronto el calor de la tarde los empujaría al interior de la caseta, cosa que evitaban tanto tiempo como les era posible. Entrar en aquel pequeño edificio de adobe era lo mismo que meterse en un horno. Pero, aunque el calor en el interior era intenso, tenía al menos la ventaja de proporcionar cobijo contra el sol abrasador. Cuando el último vestigio de sombra se estaba desvaneciendo, los guardias se pusieron en pie refunfuñando. Uno de los más jóvenes dio un codazo a otro más viejo, su superior, y señaló:
—Soldados.
Aguzando la vista bajo la deslumbrante luz del sol, el suboficial escrutó en dirección a los
souks
en busca de algún cambio, siempre bienvenido, dentro de la monotonía de su vigilancia. Varios de los soldados del amir, espléndidos con sus coloreados uniformes, azuzaban a sus caballos a través de la muchedumbre que pululaba en el bazar. La gente se dispersaba a su paso, las madres cogían a sus niños y los mercaderes retiraban a toda prisa de la vista sus más valiosos artículos y empujaban a sus hijas hacia la parte trasera de las cortinas de trastienda. Cuando la multitud se hallaba densamente apretada y los caballos no podían atravesarla, los jinetes se abrían camino eficazmente a latigazos con sus fustas, haciendo caso omiso de las maldiciones y los gritos de cólera que terminaban dando paso a un sobrecogedor silencio cuando la multitud reconocía al hombre que cabalgaba detrás de los soldados.
—El amir —murmuró el suboficial.
—Parece que viene hacia aquí —dijo el guardia más joven.
—¡Baf! —El viejo suboficial escupió en el suelo, pero su mirada estaba fija en la pequeña partida que se abría camino a través de los bazares—. Creo que tienes razón —comentó parsimoniosamente tras un momento de pausa.
Dando media vuelta, comenzó a vocear órdenes. Los adormecidos guardias se pusieron en pie y, a tropezones, acudieron a la llamada de su suboficial.
—¿Qué ocurre con Hamd? —vociferó, observando que uno de los guardias no respondía—. ¿Bebido otra vez? ¡Metedlo en la caseta! ¡Rápido! ¡Y vigilad vuestros uniformes! ¿Qué es eso? ¿Sangre? ¿Tuya, también? Dile que es del ladrón. ¿Qué dices? ¿Que el hombre murió hace dos días? ¡Qué mala pata! ¡Escóndete por ahí, pues! ¡Los demás… tratad de parecer alertas, hijos de cerda! ¡Ahora, vamos, volved a vuestros puestos!
Musitando imprecaciones contra todos y cada uno, desde el amir hasta el aletargado Hamd, cuyo fláccido cuerpo estaban arrastrando sin miramiento alguno hasta la caseta, el suboficial comenzó a empujar a sus hombres hacia sus posiciones, ayudando a algunos de los más lentos con sonoros golpes de su recia cachiporra.
El trapaleo de los cascos de los caballos se oía cada vez más cerca. Tragando saliva y sudando con profusión, el suboficial echó una última mirada en torno a la prisión. Al menos, pensó con gran alivio, los prisioneros habían sido devueltos a sus celdas tras el ejercicio del mediodía. En la oscuridad de la Zindam, las hinchadas mejillas, labios partidos y ojos amoratados no resultarían evidentes. Ni tampoco las manchas de sangre de las túnicas. Por si acaso, la entorpecida mente del suboficial comenzó a barajar excusas que justificasen el haber ido contra las órdenes expresas del amir de que los prisioneros, particularmente los nómadas, no sufriesen abuso físico alguno. Justo en ese momento se hallaba el suboficial inventando un motín a gran escala que lo había obligado a emplear la fuerza, cuando el guardia más joven interrumpió sus torpes pensamientos.
—¿Por qué viene el amir aquí? ¿Acostumbra hacerlo?
—¡No, por Sul!
Ambos estaban de pie ante la caseta, en actitud vigilante, y el suboficial, con la mirada fija en el frente y una falsa sonrisa de bienvenida, se vio obligado a hablar por la comisura de sus labios.
—El viejo sultán jamás se aproximaba a menos de mil pasos de este lugar si podía evitarlo. Y, cuando se veía obligado a pasar por delante, lo hacía en una silla cubierta con las cortinas herméticamente cerradas y sosteniendo junto a su nariz una naranja acribillada de clavos aromáticos para guardarse del olor.
—Entonces, ¿por qué supones que viene el amir?
—En el nombre de Quar, ¿cómo voy a saberlo? —gruñó el suboficial enjugándose subrepticiamente la cara con su manga—. Algo que ver con esos condenados nómadas, sin duda. Ya es bastante con tener al sacerdote merodeando y metiendo sus narices en todo. Que Quar me perdone —añadió el militar, mirando con ojos cansados al cielo—, pero me alegraré cuando se lleven de aquí a todos ellos.
—¿Cuándo será eso?
—Cuando se conviertan, naturalmente.
—Antes se morirán.
—Tanto me da —dijo el suboficial, encogiéndose de hombros—. Sea como sea, no creo que tarde demasiado. ¡Chsss!
Los hombres se callaron. El suboficial se movía inquieto, ansioso por volver la cabeza y mirar atrás para ver si todo estaba en orden, pero sin atreverse a mostrar su nerviosismo. Detrás de él pudo oír la ebria voz de Hamd elevarse de repente en una desentonada canción. Al suboficial comenzó a agolpársele la sangre en las sienes, pero entonces se oyó un ruido como de alguien que abriese de un golpe un melón pasado; luego, un quejido ahogado… y el canturreo cesó.
Los soldados a caballo trotaron hasta la verja. A una orden de su jefe, se desplegaron en perfecta formación y se mantuvieron en tiesa posición de firmes en sus sillas mientras sus mágicos caballos se erguían tan estáticos como si hubiesen vuelto a convertirse en la madera de la cual habían sido creados. El capitán levantó su espada con un floreo. Qannadi, quien había estado cabalgando a una pequeña distancia por detrás de su tropa, avanzó hasta colocarse delante de ésta. Tras devolver el saludo a su capitán, desmontó de su caballo. Recorriendo con la mirada la prisión y sus patios, se aproximó lentamente al sudoroso suboficial. El capitán lo siguió.
En otro tiempo, si al sultán le hubiera dado por visitar la prisión, lo que era tan poco probable como que le diese por volar a la luna, dicha visita jamás habría tenido lugar sin la compañía de cientos de guardias que rodearan su sagrada persona, esclavos que transportaran su silla y desenrollaran alfombras de terciopelo ante él para que no manchara sus zapatos de seda con el indigno suelo, varias literas más con sus esposas favoritas, quienes escudriñarían curiosas por las rendijas de las cortinas, sujetándose el velo sobre la boca, y más esclavos con enormes abanicos de plumas para mantener alejadas a las moscas, para quienes la prisión ofrecía un verdadero festín.
El sultán habría permanecido en ella cuatro minutos, cinco a lo más, antes de que el tórrido sol, el hedor y lo desagradable del lugar lo apremiaran a regresar al abrigo sedoso y perfumado de su palanquín. Cuando vio al amir caminar con pasos largos y decididos sobre el ardiente suelo, con su gesto frío y sereno y sin arrugar siquiera la nariz, el suboficial echó de menos los días de antaño.
—¡Oh, Poderoso Rey! —exclamó el viejo soldado aplastando la barriga contra el suelo abrasador y ofreciendo, en esta rebajada actitud, una apariencia de sapo que no contribuía por cierto a mejorar el deplorable aspecto de su uniforme—. Tan grande honor…
—¡Levántate! —ordenó Qannadi, disgustado—. No tengo tiempo para esto. Estoy aquí para ver a uno de tus prisioneros.
El suboficial se puso en pie con cierto esfuerzo, pero dejó su corazón tirado sobre el pavimento. ¿Qué prisionero? Confiaba en que no hubiera sido castigado con demasiada severidad…
—¡Sucios miserables, oh rey, indignos de tal atención! Te ruego…
—¡Abre la verja!
El suboficial no tuvo más remedio que obedecer. Sin embargo, sus manos temblaban de tal modo, que no lograba insertar la llave en la cerradura, y Qannadi hizo una señal. El capitán del amir se adelantó y, quitándole las llaves al asustado guardia, abrió la verja que giró sobre sus goznes con un penetrante chirrido. Pasando impetuosamente por delante del balbuciente suboficial, el amir entró en el recinto de la prisión.