—¿Dónde está la celda de Achmed, el nómada?
—En… en el piso inferior, la tercera a la izquierda. ¡Pero no ofendas tu honorable espíritu entrando en la Casa de los Malditos, majestad! —jadeó el suboficial mientras se apresuraba en seguir los rápidos pasos del amir—. Mis ojos están acostumbrados a la vista de estos desechos de humanidad. Permíteme traer al
kafir
ante tu Ensalzada Presencia, oh rey.
Qannadi vaciló. Su intención había sido entrar en la prisión y hablar con Achmed en su propia celda. Pero, ahora que se hallaba ante aquel horrible edificio sin ventanas, ahora que podía sentir el olor de la miseria y desesperación humanas, ahora que podía oír los desmayados gemidos de dolor y desesperanza procedentes del interior, el coraje del general, cuya llama jamás había flaqueado en el campo de batalla, vaciló y se oscureció. Estaba acostumbrado a la muerte y la desgracia de la guerra, no a la muerte y la desgracia donde los hombres permanecían enjaulados como bestias.
—La caseta resulta bastante confortable a estas horas del día, oh Magnífico Rey —suspiró el suboficial al ver dudar al amir.
—Muy bien —dijo bruscamente Qannadi volviendo sobre sus pasos e intentando pasar por alto el audible resoplido de alivio que dejó escapar el suboficial.
—¡Adelántate! —gritó el suboficial al joven guardia que permanecía clavado en el lugar mirando al amir con ojos estupefactos—. ¡Y prepara la caseta para Su Majestad!
Por medio de varios movimientos frenéticos de su mano a espaldas del amir y una serie de muecas amenazadoras, el suboficial consiguió transmitir al anonadado soldado órdenes de asegurarse de que el embriagado Hamd no se hallaba a la vista. Captando el mensaje, el joven guardia salió disparado y Qannadi entró en las bochornosas sombras de aquel cuarto de ladrillo desnudo justo a tiempo para oír un sonido de arrastre y ver las suelas de las botas del desafortunado Hamd desaparecer en la oscuridad del cuarto trasero antes de que una puerta se cerrara de golpe.
Poniendo en pie una silla volcada, el capitán de la guardia del amir la colocó junto a una tosca mesa y se la ofreció a Qannadi, pero éste prefirió pasearse por el limitado espacio de la caseta. Momentos después, apareció por la puerta el suboficial, jadeante.
—¿Y bien? —dijo Qannadi mirando con aire amenazador al hombre—. ¡Ve y tráeme el prisionero!
—¡Sí, oh rey!
El suboficial se había olvidado por completo de este pequeño asunto y desapareció precipitadamente. Observando por una pequeña ventana, Qannadi vio al hombre correr a través del recinto con su prenda de cabeza agitándose al compás de sus movimientos. El amir miró al capitán y elevó las cejas. El capitán sacudió en silencio la cabeza.
—Haz que salga todo el mundo —ordenó Qannadi señalando con un gesto hacia el cuarto trasero.
El capitán se dispuso al instante a ejecutar sus órdenes y, cuando el suboficial regresó empujando a un reacio y poco dispuesto Achmed a través del recinto, la caseta había sido desalojada de todos sus ocupantes, incluido un aturdido y ensangrentado Hamd. El capitán de la guardia se apostó fuera, junto a la puerta.
Entre jadeos y resoplidos, el suboficial apareció de nuevo en la entrada. Cogiendo a Achmed por el brazo, lo hizo entrar de un tirón en la caseta. El nómada, de pie en el frescor de la sombra, miraba confuso y parpadeante a su alrededor.
—¡Inclínate! ¡Inclínate ante el amir, perro infiel! —voceó enfadado el suboficial.
Qannadi advirtió que el deslumbrado joven no tenía idea de que hubiese amir ni persona alguna en aquella habitación. Pero, al ver que Achmed no respondía lo bastante rápido a su mandato, el suboficial asestó al joven una dolorosa patada en la parte trasera de las rodillas para obligarlo a doblar las piernas. Agarrándolo por el dorso de su túnica, el viejo militar empujó la cabeza de Achmed hasta hacerla golpear el suelo.
—Te pido disculpas por los malos modos de este perro, oh rey…
—¡Fuera de aquí! —dijo fríamente Qannadi—. Quiero hablar con el prisionero en privado.
El suboficial miró con inquietud a Achmed, que yacía postrado en el suelo, y extendió sus manos en actitud suplicante.
—Jamás me atrevería a desobedecer una orden de mi rey, pero estaría descuidando mi deber si no informase a Su Majestad de que estos
kafir
son bestias salvajes…
—¿Insinúas acaso que yo, general de los ejércitos del Escogido de Quar, no voy a poder valérmelas con un muchacho de dieciocho años? —preguntó suavemente Qannadi.
—¡No! ¡No! ¡Desde luego que no, oh rey! —se apresuró a asegurar el suboficial sudando de tal manera que parecía que iba a derretirse en el sitio.
—Entonces, márchate. El capitán de mi guardia montará vigilancia ahí fuera. En caso de encontrarme en algún peligro, siempre puedo lanzarle un grito y él acudirá en el acto a mi rescate.
Sin saber exactamente qué decir, el atontado suboficial balbució que, siendo así, su espíritu se quedaba mucho más tranquilo. Molesto, Qannadi volvió la espalda al guardia de la prisión y se quedó mirando con magnífico aplomo a través de una ventana cuadrada. Con el rostro oculto tras los pliegues de su
haik
, el amir podía volver ligeramente la cabeza para ver por el rabillo del ojo lo que estaba sucediendo tras él. Lanzando una rápida y temerosa mirada hacia su rey, el suboficial propinó una salvaje y rápida patada a Achmed, que acertó dolorosamente al muchacho en el pliegue de la rodilla. Con la cara oculta en la oscuridad, el suboficial levantó el puño amenazador hacia su prisionero y, después, subiendo y bajando la cabeza y el tronco como el mono de un mendigo, retrocedió hacia la puerta, lanzando fervientes alabanzas al amir, al emperador, a Quar, al imán, a las esposas del amir y a cuantos en ese momento le vinieron a la cabeza.
Conteniendo el deseo de sacar su espada y librar al mundo de aquel espécimen, Qannadi mantuvo vuelta la espalda hasta que un ruido de confusión, el sonido de la voz de su capitán y un gemido lo cercioraron de que el suboficial había sido empujado fuera.
Pero Qannadi siguió sin volverse.
—Levántate —ordenó al joven con brusquedad—. Detesto ver a un hombre arrastrarse.
Pudo oír la profunda inhalación cuando Achmed se irguió sobre la pierna lesionada, pero aun este indicio de debilidad fue rápidamente sofocado por el joven. Qannadi se volvió justo a tiempo para ver al nómada enderezarse, en toda su altura, y mirar al amir con desafío.
—Siéntate —dijo Qannadi.
Sorprendido, viendo tan sólo una silla libre y sabiendo, por bárbaro que fuese, que nadie se sentaba jamás en presencia del rey, Achmed permaneció de pie.
—¡He dicho que te sientes! —repitió Qannadi con irritación—. ¡Es una orden, joven, y, te guste o no, no estás en situación de desobedecer mis órdenes!
Despacio, y con el rostro cuidadosamente impasible, Achmed tomó asiento en la silla, apretando los dientes para contener el gemido de dolor que pugnaba por salir de su boca.
—¿Te están maltratando los guardias? —preguntó de golpe Qannadi.
—No —mintió el joven.
El amir volvió de nuevo la cabeza hacia la ventana para ocultar la emoción de su rostro. Aquel «no» no había sido dicho con miedo, sino con orgullo. Qannadi se acordó de pronto de otro joven que casi había muerto de una herida de flecha infectada porque era demasiado orgulloso para admitir que lo habían herido.
El amir se aclaró la garganta y se volvió otra vez hacia el muchacho.
—Te dirigirás a mí como «rey», o «Su Majestad» —le dijo.
Paseando hasta la puerta, echó una mirada hacia afuera y vio a sus hombres, montados a caballo, esperando pacientemente bajo el sol abrasador. Sabía que sus hombres permanecerían allí sin la menor queja hasta que se cayeran al suelo pero, mágicos o no, los animales estaban comenzando a resentirse. Maldiciéndose a sí mismo, consciente de que en su preocupación se había olvidado de ellos, el amir ordenó al capitán dispersar la guardia y asegurarse de que se abrevara a los caballos. El capitán se retiró a cumplir sus disposiciones, y el amir y el joven se quedaron solos.
—¿Cuánto tiempo llevas encerrado aquí? —preguntó Qannadi acercándose al muchacho.
Achmed se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—¿Un mes? ¿Dos? ¿Un año? ¿No sabes? Ah, bien. Eso significa que estamos empezando a romperte.
El joven levantó rápidamente la mirada; sus ojos centellearon.
—Sí —continuó imperturbable Qannadi—. Requiere espíritu, un esfuerzo de voluntad, el llevar la cuenta del tiempo que transcurre cuando se encuentra uno en una situación en que cada día de miseria se funde con una noche de desesperación, hasta que ambos parecen la misma cosa. Tú has visto a los miserables que han estado aquí durante años. Has visto cómo viven solamente para el momento en que reciben su agusanado pan y su copa de agua rancia. Menos que animales, ¿no es verdad? Muchos se olvidan de hablar.
Qannadi vio que el miedo oscurecía los ojos del joven y sonrió para sí con íntima satisfacción.
—Yo lo sé bien, ¿sabes? Yo también pasé un tiempo en prisión. No era mucho mayor que tú cuando combatí con los guerreros de las Grandes Estepas. Son grandes luchadores, esos hombres de Hammah. Sus mujeres luchan codo con codo con ellos. Juro por Quar que es verdad —añadió gravemente Qannadi al ver la incrédula mirada de Achmed—. Es una raza de hombres grandes con recios y fuertes huesos. Las mujeres son tan grandes como los hombres. Cuando luchan, lo hacen en parejas, marido y mujer o parejas prometidas en matrimonio. El hombre se sitúa a la derecha blandiendo espada y lanza; la mujer se coloca a su izquierda sosteniendo un enorme escudo que protege a ambos. Si el marido resulta muerto, la esposa continúa luchando hasta que ha vengado su muerte o hasta que cae también ella junto a su cuerpo. Y… ay del hombre que termine con la vida de una escudera —concluyó Qannadi.
Olvidado el dolor, Achmed escuchaba con ojos maravillados. Satisfecho, Qannadi se detuvo un momento para disfrutar de tan atento oyente. Había contado aquella historia a sus propios hijos y sólo había recibido disimulados bostezos o aburridas y soñolientas miradas como respuesta.
—Yo tuve suerte —sonrió con ironía Qannadi—. No tuve oportunidad de matar a ninguna. Fui desarmado y golpeado a la primera embestida y caí al suelo inconsciente. Me cogieron prisionero y me arrojaron a sus mazmorras, que están excavadas en la roca, bajo las laderas de las montañas. Al principio, yo era como tú. Pensaba que mi vida había acabado. Maldecía mi mala suerte por no haber caído junto a mis camaradas. Los hammadis, sin embargo, son un pueblo justo. Nos ofrecieron a todos la oportunidad de trabajar para reducir nuestra condena, pero yo era demasiado orgulloso. Me negué. Me senté en mi celda y me fui hundiendo en la miseria día tras día, ciego a lo que me estaba sucediendo. Entonces, ocurrió algo que me hizo abrir los ojos.
—¿Qué? —dijo Achmed anticipándosele la palabra al pensamiento.
Sonrojándose, se mordió el labio y apartó la mirada.
Qannadi mantuvo el gesto de la cara cuidadosamente sereno e impasible.
—Cuando los hammadis me capturaron, al principio me golpeaban cada día. Tenían un poste plantado en medio del patio de la prisión y te ponían contra él así —el amir hizo un ademan demostrativo—, encadenándote las manos al extremo superior. Después te desnudaban la espalda y te azotaban con una recia tira de cuero. Aún llevo las cicatrices —dijo Qannadi con inconsciente orgullo.
No estaba observando a Achmed ahora, sino mirando con la mente al pasado.
—Entonces, un día no me golpearon. Y otro pasó, y otro y otro y continuaron dejándome en paz. A mis camaradas, los que aún vivían, los seguían castigando. Pero no a mí. Un día oí a otro prisionero preguntar a un guardia por qué sólo a mí se me eximía de dicho mal trato. ¿Te imaginas cuál fue la respuesta? —preguntó el amir mirando a Achmed con atención.
El joven negó en silencio.
—«No pegamos al perro apaleado».
Se hizo un silencio en la caseta. Como hacía muchos años que Qannadi no pensaba en aquel episodio, no se había dado cuenta de que el dolor, la vergüenza y la humillación se albergaban todavía dentro de él como una infección, tal como aquella herida de flecha de antaño.
—«No pegamos al perro apaleado» —repitió con amargura—. Entonces vi que me había convertido en un simple animal, un objeto digno de lástima que ni siquiera merecía su desprecio.
—¿Y qué hiciste?
Las palabras salieron a la fuerza a través de unos dientes apretados. El joven mantuvo los ojos fijos en sus manos, firmemente apretadas contra las rodillas.
—Fui y me ofrecí a ellos como su esclavo.
—¿Trabajaste para tu enemigo? —preguntó Achmed levantando sus ojos negros hacia él con un brillo de desprecio.
—Trabajé para mí mismo —respondió el amir—. Habría podido pudrirme de orgullo hasta morir en su prisión. Créeme, joven; en aquel momento de mi vida, la muerte habría sido la salida fácil. Pero yo era un soldado. Me tuve que recordar a mí mismo que había sido capturado; yo no me había entregado. Y morir en su sucia prisión habría sido admitir la derrota. Además, uno nunca sabe los caminos que dios ha designado para él.
El amir lanzó una mirada de reojo a Achmed mientras decía esto último, pero la cabeza del joven volvía a estar inclinada, con la mirada fija en sus apretados puños.
—Y, como se pudo comprobar, Quar había elegido sabiamente. Fui enviado a trabajar a la granja de un gran general del ejército hammadi. Sus ejércitos no son como los nuestros —continuó Qannadi mirando fijamente hacia la ventana, como si no estuviera viendo los multitudinarios
souks
de Kich, sino las vastas y onduladas llanuras de las Grandes Estepas—. Los ejércitos allí se hallan bajo el control de ciertos hombres ricos y poderosos que contratan y adiestran a sus soldados a sus propias expensas. En tiempo de guerra, el rey llama a estos ejércitos a la lucha para la defensa de la tierra. Naturalmente, siempre existe la posibilidad de que el general pueda volverse demasiado poderoso y decida que desea ser rey, pero ése es un riesgo que todo gobernante debe afrontar.
»Así que me pusieron a trabajar en los campos de aquel hombre. Al principio, lamenté no haber muerto en la prisión. Estaba flaco, demacrado. Mis músculos se habían atrofiado durante mi larga reclusión. Más de una vez, me dejaba caer entre las hierbas con la sensación de que jamás me volvería a levantar. Pero me levanté. A veces, el látigo del capataz me ayudaba a hacerlo. Otras, luchaba por ponerme en pie yo mismo. Y, con el paso del tiempo, fui recobrando mi fuerza y mi forma física. Mi interés por la vida y, lo que es más importante, mi interés por la milicia volvió. Mi amo ejercitaba constantemente a sus tropas y, cada momento que podía escaparme de mis labores, lo pasaba observando. Él era un excelente general y las lecciones que aprendí de él me fueron de gran ayuda en mi vida. Estudié en particular el arte de la lucha de infantería, ya que en esto aquella gente era verdaderamente hábil. Por fin, él terminó notando mi interés. Lejos de ofenderse, como yo temía, se mostró complacido.