El pájaro pintado (12 page)

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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: El pájaro pintado
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La esposa del herrero no me permitía matar todos los piojos y chinches. Cada vez que descubría un insecto particularmente grande y vigoroso, lo atrapaba cuidadosamente y lo arrojaba al interior de un cuenco reservado para ese fin. Generalmente, cuando el número de dichos insectos llegaba a la docena, la mujer los sacaba y los utilizaba para hacer un amasijo. Entonces añadía un poco de orina de hombre y de caballo, una gran cantidad de estiércol, una araña muerta y una pizca de excremento de gato. Se suponía que este preparado era el mejor remedio para el dolor de barriga. Cuando el herrero padecía su empacho periódico, debía tragar varias bolas del mejunje. La ingestión producía vómitos y, según argumentaba la mujer, el resultado era la superación definitiva de la enfermedad, que se apresuraba a abandonar el organismo. Extenuado por los vómitos y temblando como un junco, el herrero yacía sobre la estera al pie del horno, resollando como un fuelle. Entonces le daban agua tibia y miel, y eso le calmaba. Pero cuando el dolor y la fiebre no cedían, su esposa preparaba más medicamentos. Pulverizaba huesos de caballo hasta reducirlos a una delgada harina, agregaba una taza de chinches mezcladas con hormigas negras —que empezaban a pelear entre sí—, mezclaba todo con varios huevos de gallina, y agregaba un chorrito de petróleo. El paciente debía tragarlo de un golpe y recibía como recompensa un vaso de vodka y un trozo de salchicha.

Periódicamente al herrero le visitaban unos jinetes misteriosos, que iban armados con rifles y revólveres. Registraban la casa y después se sentaban a la mesa con él. En la cocina, la mujer del herrero y yo preparábamos botellas de vodka casero, ristras de salchichas condimentadas con especias, quesos, huevos duros y costillas de cerdo asadas.

Los hombres armados eran guerrilleros. Se presentaban en la aldea con frecuencia, sin aviso previo. Lo que era peor, peleaban entre ellos. El herrero le explicaba a su esposa que los guerrilleros se habían dividido en facciones: los «blancos», que querían combatir a los alemanes y los rusos, y los «rojos», deseosos de ayudar al ejército soviético.

Por la aldea circulaban distintos rumores. Los «blancos» también querían salvaguardar la propiedad privada, manteniendo en su lugar a los terratenientes. Los «rojos», apoyados por los soviéticos, luchaban por la reforma agraria. Ambas facciones exigían a las aldeas que les prestaran cada vez más ayuda.

Los guerrilleros «blancos», que colaboraban con los terratenientes, se encarnizaban con todos aquellos a los que acusaban de cooperar con los «rojos». Los «rojos» socorrían a los pobres y castigaban a las aldeas que prestaban ayuda a los «blancos». También perseguían a las familias de los campesinos ricos.

La aldea también era registrada por las tropas alemanas, que interrogaban a los campesinos acerca de las visitas de los guerrilleros y fusilaban a uno o dos vecinos a modo de escarmiento. En esas ocasiones el herrero me escondía en el sótano de las patatas, mientras él se esforzaba por apaciguar personalmente a los comandantes alemanes, prometiéndoles entregas puntuales de víveres y de cargamentos adicionales de granos.

A veces las facciones guerrilleras se atacaban y se mataban en el curso de su visita a la aldea. Entonces ésta se convertía en un campo de batalla: tableteaban las ametralladoras, estallaban las granadas, las chozas se incendiaban, las vacas y los caballos abandonados hacían oír su protesta y resonaban los chillidos de los niños semidesnudos. Los campesinos se ocultaban en los sótanos y abrazaban a sus mujeres, en tanto éstas se entregaban a la oración. Las ancianas cegatas, sordas y desdentadas, que balbuceaban plegarias y se persignaban con manos artríticas, se encaminaban de frente hacia el fuego de las ametralladoras, maldiciendo a los combatientes y clamando venganza al cielo.

Después de la batalla la aldea volvía lentamente a la vida. Pero los campesinos y los jóvenes se disputaban las armas, los uniformes y las botas que habían abandonado los guerrilleros, y también surgían discusiones acerca de quiénes deberían sepultar a los muertos y cavar las tumbas. Las querellas no tenían fin, y entretanto los cadáveres se descomponían, olfateados por los perros durante el día y roídos por las ratas durante la noche.

Una noche me despertó la esposa del herrero, exhortándome a escapar. Apenas había saltado del lecho, cuando se oyeron voces masculinas y el entrechocar de armas en torno de la choza. Me escondí en el desván, cubierto con un saco echado y me pegué a una rendija de las tablas, a través de la cual podía ver una buena extensión del patio.

Una enérgica voz masculina le ordenó al herrero que saliese. Dos guerrilleros armados lo arrastraron, semidesnudo, hasta el patio, donde se enderezó temblando de frío y sosteniendo sus pantalones flojos. El jefe de la banda, que vestía un quepis y ostentaba charreteras tachonadas de estrellas sobre los hombros, se aproximó al herrero y le formuló una pregunta. Capté el fragmento de una frase: «… has ayudado a los enemigos de la Patria».

El herrero levantó las manos, jurando en nombre del Hijo y de la Santísima Trinidad. El primer puñetazo lo arrojó al suelo. Siguió negando, mientras se levantaba lentamente. Uno de los hombres arrancó una estaca de la empalizada, la blandió por el aire y le pegó al herrero en la cara. Cayó nuevamente y los guerrilleros empezaron a patearle en todas partes con sus pesadas botas. El herrero gemía, retorciéndose de dolor, pero sus agresores no cejaban. Se inclinaron sobre él, retorciéndole las orejas, pisoteándole los órganos genitales, rompiéndole los dedos con los tacones. Cuando dejó de gemir y su cuerpo se distendió, los guerrilleros sacaron de la casa a los dos jornaleros, a la esposa del herrero y a su hijo, que forcejeaban desesperadamente. Abrieron de par en par las puertas del granero y atravesaron a la mujer y a los hombres sobre la lanza de un carromato, de manera tal que, con el madero debajo de sus vientres, colgaban como sacos de grano caídos. A continuación los guerrilleros desgarraron las ropas de sus víctimas y les ataron las manos a los pies. Se arremangaron y, utilizando varas de acero que procedían de los cables de las señales ferroviarias, empezaron a flagelar los cuerpos convulsionados.

Los azotes restallaban fuertemente sobre las nalgas tensas, mientras las víctimas se retorcían, comprimiéndose y expandiéndose, y ululando como una jauría de perros maltratados. Yo temblaba y sudaba de miedo.

Los zurriagazos llovían sin cesar. Sólo la esposa del herrero continuaba aullando, mientras los guerrilleros intercambiaban comentarios jocosos sobre sus muslos flacos y arqueados. Como la mujer no cesaba de quejarse, la volvieron cara al cielo, con sus pechos blanquecinos colgando a ambos costados. Los hombres la pegaron vehementemente, y el crescendo de azotes desgarró el torso y el vientre de la mujer, ahora oscurecidos por hilos de sangre. Los cuerpos atravesados sobre la lanza ya estaban fláccidos. Los torturadores se pusieron las chaquetas y entraron en la choza, destrozando los muebles y saqueando todo lo que veían.

Irrumpieron en el desván y me encontraron. Me alzaron por el cuello, haciéndome girar, asestándome puñetazos, tirándome del pelo. Supusieron inmediatamente que yo era un expósito gitano. Discutieron en voz alta qué convenía hacer conmigo, hasta que uno de ellos aconsejó que me llevaran al puesto avanzado alemán más próximo, que estaba a unos veinte kilómetros de la aldea. Frente a esta iniciativa, el comandante alemán desconfiaría menos de la aldea, que ya estaba atrasada en la entrega de las gabelas. Uno de sus compañeros aprobó la idea, y se apresuró a agregar que los alemanes podrían incendiar toda la aldea si descubrían la presencia de un solo bastardo gitano.

Me ataron de pies y manos y me sacaron afuera. Los guerrilleros convocaron a dos campesinos, a los que les dieron una explicación minuciosa mientras me señalaban. Los aldeanos escucharon con expresión sumisa, asintiendo servilmente. Me colocaron sobre un carromato y me amarraron a un travesaño. Los campesinos subieron al pescante y partimos.

Los guerrilleros cabalgaron varios kilómetros a la par del carromato, zangoloteándose despreocupadamente sobre sus sillas, compartiendo las provisiones del herrero. Cuando entramos en la zona más tupida del bosque hablaron nuevamente a los campesinos, fustigaron sus cabalgaduras y desaparecieron en la espesura.

Cansado por el sol y por la posición incómoda, me quedé amodorrado. Soñé que era una ardilla agazapada en el hueco oscuro de un árbol y miraba irónicamente el mundo de abajo. Súbitamente me convertiría en un saltamontes de patas largas y elásticas, que me ayudaban a sobrevolar largos tramos de terreno. Alguna que otra vez escuchaba las voces de los campesinos, el relincho del caballo y el chirrido de las ruedas, como si me llegaran a través de la bruma.

A mediodía llegamos a la estación de ferrocarril e inmediatamente nos rodeó un grupo de soldados alemanes, con uniformes descoloridos y botas maltrechas. Los campesinos los saludaron con reverencias y les entregaron un mensaje escrito por los guerrilleros. Mientras un guardia iba a buscar a un oficial, varios soldados se aproximaron al carromato y me miraron, intercambiando comentarios. Uno de ellos, un hombre bastante maduro, obviamente fatigado por el calor, usaba gafas que la transpiración había empañado. Se recostó contra el carromato y me estudió atentamente, con ojos desapasionados, azules y aguachentos. Le sonreí pero eso no provocó en él ninguna reacción. Le miré fijamente a los ojos y me pregunté si podría arrojarle un maleficio. Pensé que tal vez se enfermaría, pero luego bajé la vista, compadecido.

Un joven oficial salió del edificio de la estación y se aproximó al carromato. Los soldados se estiraron rápidamente los uniformes y se cuadraron. Los campesinos, que no sabían muy bien cómo comportarse, trataron de imitar a los soldados y también se empinaron obsecuentemente.

El oficial le ordenó algo, lacónicamente, a uno de los soldados, y éste se apartó de la fila, se acercó a mí, me palmeó la cabeza bruscamente, me miró los ojos mientras me levantaba los párpados, e inspeccionó las cicatrices de mis rodillas y mis pantorrillas. Luego rindió su informe al oficial. Este se volvió hacia el soldado maduro, de gafas, le espetó una orden y se fue.

Los soldados se alejaron. Desde el edificio de la estación llegaba el sonido de una alegre melodía. Los centinelas se ajustaban los cascos sobre la alta atalaya, con su nido de ametralladoras.

El soldado de gafas se aproximó a mí, desató en silencio la cuerda con la que me habían amarrado al carromato, se ciñó un extremo alrededor de la muñeca, y con un movimiento de la mano me ordenó que lo siguiera. Volví un momento la cabeza para mirar a los dos campesinos: ya estaban sobre el carromato, fustigando al caballo. Pasamos frente al edificio de la estación. En el trayecto, el soldado se detuvo en una barraca, donde le entregaron una pequeña lata con gasolina. Luego echó a andar a lo largo de la vía en dirección al bosque amenazante.

Yo estaba seguro de que el soldado tenía orden de pegarme un tiro, de empapar mi cuerpo en gasolina y de quemarlo. Había presenciado esa escena muchas veces. Recordaba cómo los guerrilleros habían matado a un campesino acusado de ser un delator. En aquella ocasión le ordenaron a la víctima que cavara un hoyo, donde arrojaron luego su cadáver. Recordaba también cómo los alemanes habían rematado a un guerrillero herido que huía al bosque, y cómo más tarde de su cadáver se había desprendido una alta llamarada.

Le temía al dolor. Ciertamente el tiro sería muy doloroso, y la incineración con gasolina más aún. Pero no podía hacer nada para evitarlo. El soldado empuñaba un fusil, y tenía ceñida a la muñeca la cuerda que me sujetaba la pierna.

Yo estaba descalzo y las traviesas recalentadas por el sol me quemaban los pies. Saltaba sobre los fragmentos puntiagudos de balasto que separaban las traviesas. Varias veces intenté caminar sobre el riel pero, por alguna razón que ignoro, la cuerda atada a mi pierna me impedía conservar el equilibrio. Me resultaba difícil acomodar mis pasos cortos a las zancadas largas y medidas del soldado.

El me miró y sonrió vagamente al observar mi fallida acrobacia sobre el riel. La sonrisa fue demasiado fugaz para que pudiera tener significado: iba a matarme.

Habíamos abandonado la zona de la estación y en ese momento pasamos frente a la última aguja. Oscurecía. Nos acercamos al bosque y el sol ya se ocultaba detrás de las copas de los árboles. El soldado se detuvo, dejó en el suelo la lata de gasolina y pasó el fusil al brazo izquierdo. Se sentó a la vera de la vía y, después de lanzar un profundo suspiro, estiró las piernas sobre el talud. Se quitó parsimoniosamente las gafas, se limpió con la manga el sudor de las espesas cejas, y desenganchó la pauta que colgaba de su cinturón. Extrajo un cigarrillo del bolsillo delantero, lo encendió, y apagó escrupulosamente la cerilla.

Observó en silencio mi tentativa de aflojar la cuerda, que me estaba despellejando la pierna. Luego sacó del bolsillo del Pantalón una pequeña navaja, la abrió y, acercándose, asió mi pierna con una mano mientras con la otra cortaba cuidadosamente la cuerda. La enrolló y la arrojó más allá del terraplén con un amplio movimiento del brazo.

Sonreí con la intención de expresar mi gratitud, pero él no devolvió la sonrisa. Ahora estábamos sentados, y él aspiraba el humo de su cigarrillo mientras yo seguía con la mirada las volutas azuladas de humo.

Empecé a pensar en las muchas maneras de morir. Hasta ese momento sólo me habían impresionado dos de ellas.

Recordaba muy bien el día en que, al comenzar la guerra, una bomba cayó sobre una casa situada frente a la de mis padres. Nuestras ventanas volaron. Nos vimos asaltados por el derrumbe de las paredes, el estremecimiento de la tierra sacudida, los gritos de desconocidos agonizantes. Vi cómo se desplomaban al vacío las superficies marrones de las puertas, de los techos, de los muros a los que aún se adherían desesperadamente los retratos. Cual un alud descerrajado sobre la calle se sucedían los majestuosos pianos de cola que abrían y cerraban sus tapas en el aire, los enormes y pesados sillones, los taburetes y escabeles traviesos. Los perseguían las arañas que se desarticulaban estrepitosamente, los calderos y las marmitas relucientes, los orinales de aluminio fulgurante. Caían las páginas de libros despanzurrados, aleteando como bandadas de pájaros despavoridos. Las bañeras se desprendían lenta y deliberadamente de las tuberías, enredándose mágicamente en los nudos y volutas de barandas, pretiles y canalones.

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