Muchas horas más tarde, al amanecer, cuando la luna de blancura ósea dejaba paso al sol mortecino, el carpintero venía en mi busca y me llevaba de regreso a la choza.
Una tarde tormentosa el carpintero se enfermó. Su mujer rondaba en torno de él preparando brebajes amargos y no pudo tomarse el trabajo de conducirme fuera de la aldea. Cuando retumbaron los primeros truenos, me escondí en el granero, debajo del heno.
En seguida el granero fue sacudido por un estruendo alucinante. Poco después se incendió una pared, y las altas llamas centellearon a través de las tablas empapadas en resina. Avivado por el viento, el fuego lamía la madera ruidosamente, y los extremos de sus largas alas se prolongaban hasta la choza y el establo.
Salí velozmente al corral, muy azorado. En las cabañas vecinas, la gente se agitaba en la oscuridad. La aldea bullía de actividad y se oían gritos en todas direcciones. Una multitud abigarrada y atónita corrió hacia la choza incendiada del carpintero, enarbolando hachas y rastrillos. Los perros aullaban y las mujeres con críos en brazos se esforzaban por bajarse las faldas, que el viento hacía flamear desvergonzadamente sobre sus caras. Todos los seres vivientes habían salido a la calle. Las vacas mugientes, azuzadas por los mangos de las hachas y las hojas de las palas, corrían furiosas, levantando la cola en tanto que los terneros de patas flacas y trémulas trataban en vano de prenderse a las ubres de sus madres. Los bueyes embestían con la testuz baja, derribando las vallas, rompiendo las puertas de los establos, y chocaban, aturdidos, contra las paredes invisibles de las casas. Las gallinas enloquecidas se dispersaban por los aires.
Después de un momento eché a correr. Pensaba que mi pelo había atraído el rayo sobre el granero y las cabañas y que la turba seguramente me mataría si me veía. Luchando contra el ululante vendaval, tropezando con las piedras, cayendo en las zanjas y los fosos inundados, llegué al bosque. Cuando alcancé la vía de ferrocarril que lo atravesaba, la tempestad ya había amainado y en su lugar reinaba la noche poblada por el ruido de las enormes gotas que restallaban al caer. En un matorral próximo encontré un agujero abrigado. Me acurruqué en su interior y escuché las confesiones de los musgos, sin moverme de allí durante el resto de la noche.
Al amanecer debía pasar un tren. El ferrocarril servía sobre todo para transportar madera de una estación a otra, en un trayecto de veinte kilómetros. Una locomotora pequeña y lenta arrastraba los furgones cargados de troncos.
Cuando se aproximó el tren, corrí un trecho paralelo al último vagón, salté sobre un estribo bajo, y me dejé llevar al interior del bosque, donde estaría a salvo. Al cabo de un rato descubrí un tramo de terraplén llano, y salté del tren, internándome en la densa maleza sin que me viera el guardia que viajaba en la locomotora.
Comencé a caminar a través del bosque y descubrí un camino de adoquines alfombrado de hierbajos y evidentemente abandonado desde hacía mucho tiempo. Desembocaba en una casamata militar abandonada, con gruesas paredes de hormigón reforzado.
Reinaba un silencio total. Me escondí detrás de un árbol y arrojé una piedra contra la puerta cerrada. Rebotó. El eco reverberó en seguida y después se hizo nuevamente el silencio. Caminé en torno de la casamata, pisando cajas rotas de municiones, fragmentos de metal y latas vacías. Trepé a una terraza superior del montículo, y después hasta el mismo tope, donde encontré latas abolladas y, un poco más lejos, una ancha abertura. Cuando me asomé sobre la abertura me llegó un hedor de podredumbre y humedad, y escuché unos chillidos amortiguados. Cogí un viejo casco y lo dejé caer por la abertura. Los chillidos se multiplicaron. A continuación empecé a arrojar rápidamente al interior terrones, seguidos por trozos de flejes metálicos de los cajones y fragmentos de hormigón. Los chillidos aumentaron de volumen: había animales que vivían y se hacinaban allí.
Descubrí una lámina de metal liso y reflejé hacia el interior un rayo de sol. Entonces lo vi claramente: varios metros más abajo se encrespaba, ondulando y replegándose, un mar negro y efervescente de ratas. Esta superficie se agitaba con un ritmo desigual, y en ella fulguraban infinitos ojos. La luz mostraba lomos mojados y colas peladas. Una y otra vez, docenas de largas ratas escuálidas embestían la pulida pared interior de la casamata, como la espuma de una ola, saltando espasmódicamente, sólo para volver a caer sobre los espinazos de sus compañeras.
Escudriñé la masa fluctuante y vi cómo las ratas se mataban y se devoraban entre sí, abalanzándose las unas sobre las otras, arrancando trozos de carne y jirones de piel con furiosas dentelladas. Los surtidores de sangre atraían nuevas legiones de ratas hacia el fragor de la pelea. Todas ellas pugnaban por escapar de esa masa viviente, disputándose un lugar en lo alto, u otro intento de trepar a lo largo de la pared, u otro pingajo de carne.
Cubrí rápidamente la abertura con una lámina de hojalata y me apresuré a reanudar la marcha por el bosque. En el trayecto comí mi ración de bayas. Alimentaba la esperanza de llegar a una aldea antes de que oscureciera.
Al anochecer, cuando ya se ponía el sol, vi las primeras construcciones de una granja. Me acerqué, pero en ese momento unos perros traspusieron una valla y me acometieron. Me acuclillé frente a la cerca, agitando las manos vigorosamente, saltando como una rana, aullando y arrojando piedras. Los perros se detuvieron, atónitos, sin saber quién era yo ni cómo debían reaccionar. De pronto, un ser humano había adquirido dimensiones insólitas para ellos. Mientras me miraban, desconcertados, con el hocico ladeado, monté sobre la cerca.
Sus ladridos y mis chillidos hicieron salir al propietario de la choza. Cuando lo vi, comprendí que por un infortunado capricho del azar me hallaba de nuevo en la misma aldea de donde había huido la noche anterior. La cara del campesino me resultaba conocida, demasiado conocida: la había visto a menudo en la choza del carpintero.
Me reconoció inmediatamente y le gritó algo a un gañán, que corrió en dirección a la choza del carpintero, mientras otro mozo me vigilaba, reteniendo a los perros por sus traíllas. El carpintero apareció seguido por su esposa.
La primera bofetada me hizo caer de la cerca directamente a sus pies. Me levantó y me sostuvo para que no volviera a caer, y me aplicó una sucesión de reveses. Luego, cogiéndome por el pescuezo como si fuera un gato, me arrastró hasta su cabaña, hacia el olor a chamusquina de las ruinas humeantes de su establo. Una vez allí me lanzó sobre un montón de estiércol. Me aplicó otro golpe en la cabeza que me hizo perder el sentido.
Cuando recuperé el conocimiento, el carpintero estaba cerca, preparando un saco de considerables dimensiones. Recordé que acostumbraba a ahogar a los gatos enfermos en sacos como ése. Me dejé caer a sus plantas, pero el campesino me alejó de un puntapié, sin pronunciar una palabra, y continuó con su trabajo.
Recordé súbitamente que el carpintero le había hablado en una oportunidad a su esposa de los guerrilleros que escondían sus trofeos y provisiones en antiguas casamatas. Me arrastré nuevamente hacia él, jurando, esta vez, que si no me ahogaba le mostraría un lugar lleno de viejas botas, uniformes y cinturones militares, que había descubierto durante mi huida.
El carpintero quedó intrigado, aunque fingió no creerme. Se arrodilló junto a mí, y me apretó con fuerza. Repetí la oferta, y procuré convencerle, con la mayor calma posible, de que se trataba de objetos muy valiosos.
Al amanecer, unció un buey al carromato, me sujetó a su mano mediante una cuerda, cogió un hacha enorme, y sin decir nada a su esposa ni a sus vecinos, partió conmigo.
En el trayecto me devané los sesos buscando la forma de conseguir la libertad, pero la cuerda era demasiado resistente. Cuando llegamos, el carpintero detuvo el carromato y caminamos hacia la casamata. Nos subimos sobre el techo caliente, y durante un rato simulé haber olvidado en qué dirección se hallaba la abertura. Finalmente la encontramos. El carpintero empujó ávidamente a un lado la lámina de hojalata. La fetidez nos azotó las narices, y las ratas chillaron desde el interior, enceguecidas por la luz. El campesino se asomó por la abertura, pero al principio no vio nada porque sus ojos no estaban acostumbrados a la oscuridad.
Me desplacé lentamente hasta el lado opuesto de la abertura, que ahora me separaba del carpintero, y la cuerda que me tenía sujeto se puso tensa. Sabía que si no lograba escapar en cuestión de segundos, el campesino me mataría y me arrojaría al agujero.
Despavorido, tiré súbitamente de la cuerda, con tanta fuerza que me cortó la muñeca hasta el hueso. Mi salto brusco arrastró al carpintero hacia adelante. Intentó levantarse, gritó, agitó la mano, y cayó por el hueco con un ruido sordo. Afirmé los pies contra el borde desigual de hormigón sobre el cual había descansado la lámina. La cuerda se puso más tensa, frotó el borde áspero de la abertura y luego se rompió. Al mismo tiempo oí desde abajo el alarido y el clamor entrecortado y balbuciente de un hombre. Una ligera vibración estremeció los muros de hormigón de la casamata. Me arrastré, aterrorizado, hasta la abertura, y dirigí hacia el interior un rayo de sol reflejado sobre otra lámina de hojalata.
Sólo se veía parcialmente el cuerpo fornido del carpintero. Su cara y la mitad de sus brazos habían desaparecido bajo la superficie del mar de ratas, y sucesivas oleadas de roedores corrían sobre su vientre y sus piernas. El hombre desapareció por completo y el océano de ratas se agitó con más violencia aún. Los lomos movedizos de los animales se mancharon de sangre rojo pardusca. Ahora los animales pugnaban por el cuerpo, resollando, agitando sus colas, con los dientes centelleando en los hocicos entreabiertos, en tanto el sol se reflejaba sobre sus ojillos como si fueran las cuentas de un rosario.
Observé el espectáculo como si estuviera paralizado, sin poder arrancarme del borde de la abertura, sin la fuerza necesaria para cubrirla con la lámina de hojalata. De pronto se abrió el mar ondulante de ratas y una mano huesuda, con los dedos también huesudos totalmente estirados, se elevó lenta, parsimoniosamente, como si estuviera nadando, seguida luego por todo el brazo. Permaneció un momento inmóvil sobre las ratas que se arremolinaban abajo, pero de pronto el ímpetu de la acometida animal sacó a flote todo el esqueleto azulado del carpintero, parcialmente descarnado y parcialmente cubierto por jirones de piel rojiza y ropa gris. Entre las costillas, bajo las axilas, y en el lugar donde estaba el vientre, los roedores flacos se disputaban ferozmente los colgajos restantes de músculo e intestino. Enloquecidos por la gula, se arrancarían unos, a otros tiras de ropa y de piel, y trozos informes del tronco. Se zambullían en el centro del cuerpo del hombre sólo para asomar después por otro agujero mordisqueado. El cadáver se sumergió por efecto de nuevas embestidas. Cuando volvió a aflorar a la superficie de la ensangrentada y convulsionada marea, sólo era ya un esqueleto totalmente pelado.
Cogí desesperadamente el hacha del carpintero y huí. Llegué jadeando al carromato, cuyo buey desprevenido yacía plácidamente. Salté sobre el pescante y tiré de las riendas, pero el animal no quiso moverse al no registrar la presencia de su amo. Miré hacia atrás y, convencido de que en cualquier momento la legión de ratas saldría a perseguirme, azucé al buey con el látigo. Volvió la cabeza, incrédulo, y titubeó, pero una nueva tanda de azotes lo convencieron de que no esperaríamos al carpintero.
El carromato se zarandeaba furiosamente sobre los baches del largo e intransitado camino, y las llantas arrancaban los arbustos y trituraban las malezas que crecían sobre el terreno. Yo no estaba familiarizado con el camino y mi único deseo consistía en alejarme lo más posible de la casamata y de la aldea del carpintero. Nos desplazábamos a una velocidad desusada por los bosques y calveros, eludiendo los ramales donde se observaban huellas recientes de tránsito campesino. Cuando cayó la noche oculté el carromato entre el follaje y me tendí a dormir sobre el pescante.
Pasé los dos días siguientes viajando, y en una oportunidad me faltó poco para tropezar con un grupo militar, en un aserradero. El buey enflaqueció y sus flancos se comprimieron. Pero seguí hostigándolo, hasta estar seguro de que nos habíamos alejado bastante.
Nos aproximamos a una pequeña aldea. Entré tranquilamente en ella y detuve el carromato frente a la primera choza que encontré, donde un campesino se persignó al verme. Le ofrecí el carromato y el buey, a cambio de techo y comida. Se rascó la cabeza, consultó a su esposa y sus vecinos, y por fin accedió, después de examinar recelosamente los dientes del buey… y los míos.
La aldea estaba lejos del ferrocarril y del río. Tres veces al año llegaban destacamentos de soldados para recoger los víveres y materiales que los campesinos debían suministrar al ejército, obligatoriamente.
Yo estaba alojado en la choza de un herrero que era también el líder de la aldea. Los vecinos lo respetaban y estimaban mucho. Por esta razón, allí me trataban mejor. Sin embargo, alguna que otra vez, cuando habían bebido, los campesinos decían que yo sólo podía acarrear desgracias a la comunidad, y que si los alemanes descubrían al golfo gitano castigarían a toda la aldea. Pero nadie se atrevía a decir semejantes cosas en presencia del herrero, y en general no me molestaban. Es cierto que al herrero le gustaba abofetearme cuando estaba achispado y yo me cruzaba en su camino, pero no había otras consecuencias. Los dos mozos asalariados preferían pegarse entre ellos, en lugar de zurrarme a mí, y el hijo del herrero, famoso en la aldea por sus proezas entre las muchachas, no estaba casi nunca en la granja.
A primera hora de la mañana, la esposa del herrero me servía un vaso de
borscht
caliente y un mendrugo rancio que, untado en el
borscht
, ganaba sabor con la misma presteza con que el brebaje lo perdía. A continuación encendía el fuego de mi cometa y arreaba el ganado hacia los prados adelantándome a los otros boyeros.
Por la noche, la mujer del herrero recitaba sus oraciones, él roncaba apoyado contra el horno, los jornaleros se ocupaban del ganado, y el hijo del dueño de casa merodeaba por la aldea. La esposa del herrero acostumbraba a darme la chaqueta de su marido para que la despiojara. Yo me sentaba en el lugar mejor iluminado de la estancia, plegaba la prenda varias veces a lo largo de las costuras, y cazaba los insectos blancos, lerdos y ahítos de sangre. Los pillaba, los colocaba sobre la mesa, y los aplastaba con la uña. Cuando había cantidades exorbitantes de piojos, la esposa del herrero se sentaba conmigo a la mesa y hacía rodar una botella sobre los insectos apenas yo había depositado varios de ellos. Los piojos reventaban con un ruido crepitante, y sus cuerpecitos quedaban estampados en medio de pequeños charcos de sangre oscura. Los que caían sobre el piso de tierra huían en todas direcciones. Era casi imposible aplastarlos con el pie.