El pájaro pintado (7 page)

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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: El pájaro pintado
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El sol se ponía lentamente. Cada vez que la vejiga describía un círculo el sol brillaba directamente en mis ojos y sus reflejos deslumbrantes danzaban sobre la superficie rielante. Se intensificó el frío, y el viento comenzó a soplar con mayor fuerza. La vejiga, impulsada por una nueva ráfaga, se desprendió del remolino.

Estaba a muchos kilómetros de la aldea de Olga. La corriente me arrastró hacia una costa oscurecida por sombras cada vez más espesas. Empecé a vislumbrar las marismas, los altos macizos de juncos ondulantes, los nidos ocultos de patos dormidos. La vejiga se deslizaba lentamente entre las matas dispersas de hierba. Los moscardones zumbaban inquietos a ambos lados. Los cálices amarillos de los lirios susurraban, y una rana asustada saltó de una zanja. De pronto una caña perforó la vejiga y me puse en pie sobre el lecho esponjoso.

Estaba totalmente inmóvil. Desde los bosques de alisos y las ciénagas llegaban voces amortiguadas, de hombres o animales. Tenía el cuerpo doblado en dos a causa de los calambres y se me había puesto la piel de gallina. Escuché atentamente, pero el silencio me rodeaba por todas partes.

3

Me asustaba estar totalmente solo. Pero recordé las dos condiciones que, según Olga, eran indispensables para sobrevivir sin ayuda humana. La primera consistía en conocer las plantas y los animales, en estar familiarizado con los venenos y las hierbas medicinales. La otra era poseer un fuego, o «cometa», propio. La primera condición era la más difícil de cumplir… exigía mucha experiencia. Para satisfacer la segunda, bastaba contar con una lata de conservas de un litro, abierta en un extremo y con muchos agujeritos practicados con clavos en los costados. A la parte superior de la lata se le acopla un metro de alambre que hace las veces de asa, para balancearla como si fuera un lazo o un incensario de iglesia.

Esa estufita portátil podía servir como fuente constante de calor y como cocina en miniatura. Había que llenarla con cualquier tipo de combustible conservando siempre algunas brasas en el fondo. Al agitar enérgicamente la lata, uno hacía circular el aire por los orificios, como el herrero en el fuelle, mientras la fuerza centrífuga retenía el combustible en su lugar. Un buen combustible y un balanceo apropiado permitían producir calor suficiente para diversos fines, en tanto que la alimentación constante impedía que el cometa se apagara. Por ejemplo, para asar patatas, nabos o pescado, se necesitaba un fuego lento de turba y hojas húmedas, en tanto que para cocinar un ave recientemente cazada hacía falta la llama viva que producían las ramitas secas y el heno. Los huevos de pájaro apenas extraídos del nido se cocían estupendamente sobre un fuego alimentado con tallos de patatas.

Para mantener encendido el fuego durante la noche, había que Henar el cometa con una masa compacta de musgo húmedo recogido al pie de árboles altos. El musgo ardía con un fulgor tenue, y su humo ahuyentaba las serpientes y los insectos. En caso de peligro, bastaban unos pocos balanceos para ponerlo al rojo blanco. En los días húmedos o con nieve, había que recargar frecuentemente el cometa con madera o corteza resinosa y seca, y era necesario agitarlo mucho. En los días ventosos o calurosos y secos no hacían falta muchos balanceos, y era posible reducir aún más el ritmo de combustión echándole hierba fresca o rodándolo con un poco de agua.

El cometa también era un elemento indispensable para defenderse de los perros y las personas. Incluso los mastines más feroces se detenían en seco cuando veían un objeto que se zarandeaba locamente y despedía chispas que amenazaban con incendiarles el pelo. Ni siquiera el hombre más osado estaba dispuesto a perder la vista o a dejarse quemar la cara. Un individuo armado con un cometa cargado se convertía en una fortaleza y para atacarlo sin peligro había que emplear una pértiga o arrojarle piedras.

Por ello, la extinción del cometa implicaba un problema muy serio. Podía ocurrir por descuido, por exceso de sueño o por obra de un chaparrón inesperado. En esa comarca escaseaban las cerillas. Costaban mucho y eran muy difíciles de obtener. Quienes las tenían, acostumbraban a partirlas por la mitad para economizarlas.

En consecuencia el fuego se conservaba muy escrupulosamente en las salamandras de las cocinas o en la cavidad de los hornos. Antes de irse a dormir, las mujeres cubrían el fuego con cenizas para asegurarse de que los rescoldos se conservarían por la mañana. Al amanecer, se santiguaban reverentemente antes de soplar para reavivar el fuego. Este, decían, no es un amigo natural del hombre. Por eso hay que complacerlo. También creían que compartir el fuego, y sobre todo pedirlo prestado, sólo podía acarrear desgracias. Al fin y al cabo, es posible que quienes toman prestado el fuego en este mundo tengan que devolverlo en el infierno. Y sacar el fuego de la casa podía secar la leche de las vacas o esterilizarlas. Además, la salida del fuego podía provocar consecuencias desastrosas en caso de parto.

Si el fuego era esencial para el cometa, éste lo era para la vida. El cometa era necesario para aproximarse a los lugares habitados, que siempre estaban protegidos por jaurías de perros salvajes. Y en invierno, la extinción del cometa podía provocar la congelación del individuo, aparte de privarle de alimentos cocidos.

Todos llevaban siempre zurrones sobre la espalda o colgados del cinto, donde almacenaban combustible para los cometas. Durante el día, los labradores que trabajaban en los campos los utilizaban para cocinar hortalizas, aves y pescados.

Cuando caía la noche, los hombres y los chicos que volvían a casa los blandían con todas sus fuerzas y los lanzaban en dirección al cielo, ardiendo furiosamente, como rojos discos voladores. Los cometas describían grandes arcos y sus colas ígneas marcaban su trayectoria. De ese hecho provenía su nombre. Se parecían realmente a los cometas del firmamento, de colas llameantes, cuya aparición, explicaba Olga, presagiaba guerra, peste y muerte.

Era muy difícil conseguir una lata para el cometa. Para encontrarlas había que ir a las vías del ferrocarril por donde circulaban transportes militares. Los campesinos de la región impedían que los forasteros las recogieran y exigían un precio muy elevado por las que ellos encontraban. Las comunidades asentadas a ambos lados de las vías luchaban por las latas. Todos los días enviaban grupos de hombres equipados con sacos para cargar todas las latas visibles y armados con hachas para ahuyentar a los competidores.

Olga me entregó mi primer cometa, que ella había recibido como pago por tratar a un paciente. Lo cuidaba con esmero, martillando los agujeros que amenazaban con ensancharse demasiado, alisando las abolladuras y puliendo el metal. Ante la preocupación de que me robaran mi único tesoro, enrollé a mi muñeca parte del alambre del asa, y nunca me separaba de él. El fuego vivo, centelleante, me llenaba con un sentimiento de seguridad y orgullo. Nunca perdía la oportunidad de cargar en mi zurrón los combustibles adecuados. A menudo, Olga me enviaba al bosque en busca de ciertas plantas y hierbas con propiedades curativas, y yo me sentía perfectamente a salvo porque llevaba el cometa conmigo.

Pero ahora Olga estaba lejos y yo no tenía el cometa. Temblaba de frío y de miedo, y la sangre manaba de los cortes que las hojas agudas de los juncos habían abierto en mis pies. Desprendí de mis muslos y pantorrillas las sanguijuelas que se hinchaban visiblemente a medida que me succionaban la sangre. Sobre el río descendían largas sombras retorcidas, y por las orillas tenebrosas reptaban ruidos ahogados. En los crujidos de las gruesas ramas de las hayas, en el susurro de los sauces que arrastraban sus hojas por el agua, me parecía oír las imprecaciones de los seres místicos de los que me había hablado Olga. Asumían configuraciones insólitas, ofidias y de facciones puntiagudas, con cabeza de murciélago y cuerpo de serpiente. Y se enroscaban en torno a las piernas del hombre, sustrayéndole la voluntad de vivir hasta que se sentaba sobre el suelo, para sumirse en un letargo sin despertar. A veces había visto esas serpientes de formas extrañas en los establos, donde aterrorizaban a los animales y los hacían mugir sobresaltados. Se decía que chupaban la leche de las vacas o que, peor aún, se introducían en ellas y devoraban todo el forraje que éstas habían tragado, hasta hacerlas morir de hambre.

Atravesando los juncos y el césped alto, eché a correr en dirección opuesta al río, abriéndome paso entre barricadas de matorrales enmarañados, agachándome mucho para deslizarme bajo murallas de ramas colgantes, casi clavándome en las cañas y espinas aguzadas.

Una vaca mugió a lo lejos. Trepé rápidamente a un árbol, y al otear desde allí la campiña vi un parpadeo de cometas. Eran los pastores que regresaban a casa desde los campos. Avancé cautelosamente en esa dirección, escuchando a su perro que se acercaba a mí entre la maleza.

Las voces estaban muy próximas. Obviamente había un sendero detrás del espeso follaje. Oí las pisadas de las vacas y los gritos de los jóvenes pastores. De vez en cuando algunas chispas de sus cometas iluminaban el cielo oscuro y luego se perdían zigzagueando en la nada. Los seguí a lo largo de los matorrales, resuelto a atacarlos y a apoderarme de un cometa.

El perro que los acompañaba olfateó mi presencia varias veces. Se internaba en los arbustos, pero evidentemente no se sentía muy seguro en la oscuridad. Cuando yo siseaba como una serpiente retrocedía hasta el sendero, gruñendo esporádicamente. Los pastores intuyeron el peligro, se callaron y permanecieron atentos a los ruidos del bosque.

Me aproximé al sendero. Las vacas casi rozaban con sus flancos las ramas detrás de las cuales me había ocultado. Estaban tan cerca que podía olerías. El perro ensayó una nueva incursión, pero el siseo lo espantó nuevamente.

Cuando las vacas se arrimaron más a mí, pinché a dos de ellas con una vara puntiaguda. Mugieron fuertemente y se echaron a trotar seguidas por el perro. Entonces lancé un aullido largo y vibrante y le pegué en la cara al pastor más próximo. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, le arrebaté el cometa y desaparecí corriendo entre los matorrales. Los otros chicos, asustados por el tétrico alarido y por el pánico de las vacas, huyeron en dirección a la aldea, arrastrando con ellos al pastor aturdido. Yo me interné más profundamente en el bosque, humedeciendo el fuego brillante del cometa con algunas hojas frescas.

Cuando estuve a suficiente distancia, soplé en el interior de la lata. Su resplandor atrajo miríadas de raros insectos desde la oscuridad. Vi brujas colgadas de los árboles. Me miraban fijamente, tratando de desviarme y desorientarme. Oí nítidamente los estremecimientos de las almas errantes que habían abandonado los cuerpos de pecadores penitentes. El fulgor rojizo del cometa me mostró cómo los árboles se encorvaban sobre mí. Oí las voces quejumbrosas y los movimientos extraños de fantasmas y vampiros que pugnaban por salir del interior de los troncos.

De trecho en trecho veía cortes en los troncos de los árboles. Recordé lo que me había dicho Olga: esos cortes los practicaban los campesinos que deseaban lanzar maleficios contra sus enemigos. Al hincar el hacha en la pulpa jugosa del árbol, había que pronunciar el nombre de la persona odiada e imaginar su rostro. Así, el tajo le acarreaba la enfermedad y la muerte. Los árboles que me rodeaban ostentaban abundantes cicatrices. Allí la gente debía de tener muchos enemigos, y ponía mucho empeño en causarles desgracias.

Asustado, balanceé frenéticamente el cometa. Vi sucesiones interminables de árboles que me hacían reverencias obsequiosas, invitándome a internarme cada vez más entre sus apretadas filas.

Tarde o temprano debería aceptar su invitación. Quería mantenerme alejado de las aldeas que se extendían junto al río.

Seguí adelante, firmemente convencido de que los hechizos de Olga terminarían por conducirme de nuevo junto a ella. ¿Acaso no repetía siempre que si yo intentaba huir embrujaría mis pies y los obligaría a caminar hacia ella? No tenía nada que temer. Una fuerza desconocida, que procedía de las alturas o de mi interior, me guiaba inexorablemente hacia la vieja Olga.

4

Ahora vivía en casa del molinero, a quien los aldeanos habían apodado Celoso. Era más taciturno de lo acostumbrado en la comarca. Incluso cuando los vecinos venían a visitarlo, se limitaba a permanecer sentado, bebiendo esporádicamente un sorbo de vodka, y murmurando de vez en cuando una palabra, sumido en sus cavilaciones o mirando una mosca seca estampada contra la pared.

Sólo salía de su ensueño cuando su esposa aparecía en la estancia. Igualmente silenciosa y reticente, siempre se sentaba detrás de su marido, y bajaba púdicamente la vista cuando los hombres entraban en la habitación y le dirigían una mirada furtiva.

Yo dormía en el desván, justamente sobre el aposento matrimonial, y por la noche me despertaban sus disputas. El molinero sospechaba que su esposa coqueteaba y exhibía lascivamente el cuerpo en los campos y el molino delante de un joven jornalero. La mujer no lo negaba, sino que permanecía pasiva y quieta. A veces la disputa no tenía fin. El exasperado molinero encendía velas en el cuarto, se calzaba las botas y azotaba a su esposa. Yo me pegaba a una rendija de las tablas del suelo y miraba cómo el hombre flagelaba con un látigo a su mujer desnuda. Esta se apelotonaba detrás de un edredón de plumas arrancado de la cama, pero el hombre se lo arrebataba, lo arrojaba al suelo, e irguiéndose sobre ella, con las piernas separadas, continuaba fustigando su cuerpo opulento. Después de cada verdugazo, aparecían sobre su delicada piel rojos costurones hinchados de sangre.

El molinero era implacable. Con un amplio desplazamiento del brazo descargaba la correa del látigo sobre sus nalgas y muslos, desgarraba sus pechos y su cuello, laceraba sus hombros y espinillas. La mujer desfallecía y yacía gimiendo como un perrillo. Luego se arrastraba hacia las piernas de su marido implorando perdón.

Finalmente, el molinero dejaba caer el látigo y, después de apagar la vela, se acostaba. La mujer seguía gimiendo. Al día siguiente ocultaba sus heridas, se movía con dificultad, y se limpiaba las lágrimas con las palmas de las manos magulladas y cortadas.

La choza tenía otro habitante: una gata bien alimentada. Un día tuvo un acceso de locura. En lugar de maullar emitía chillidos semiahogados. Se deslizaba a lo largo de las paredes tan sinuosamente como una serpiente, contoneaba sus flancos palpitantes y arañaba las faldas de la molinera. Gruñía extrañamente y gemía, y sus chillidos roncos inquietaban a todo el mundo. Al anochecer la gata comenzó a aullar demencialmente, azotándose el cuerpo con la cola, adelantando el hocico. El molinero encerró a la hembra desenfrenada en el sótano y se fue al molino, comunicándole a su esposa que iba a invitar a cenar al jornalero. Sin decir una palabra, la mujer se afanó en la preparación de la comida y de la mesa.

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