El jornalero era huérfano, y ésa era su primera temporada de trabajo en la hacienda del molinero. Se trataba de un joven alto, plácido, con una cabellera rubia que habitualmente debía echar hacia atrás cuando le caía sobre la frente traspirada. El molinero sabía que los aldeanos chismorreaban acerca de su esposa y el muchacho. Se decía que ella se transformaba cuando miraba los ojos azules del mozo. Indiferente al riesgo de que la viera su marido, se recogía impulsivamente la falda por encima de las rodillas con una mano, y con la otra bajaba el escote del vestido para exhibir sus pechos, sin dejar de mirar los ojos del muchacho.
El molinero regresó con el jornalero, cargando sobre el hombro un saco con un gato macho que le había prestado un vecino. La cabeza del gato era tan grande como un nabo, y estaba provisto de una cola larga y fuerte. La hembra aullaba enardecida en el sótano. Cuando el molinero la soltó, se puso en el centro de la estancia. Los dos gatos empezaron a rondarse con desconfianza, jadeando, acercándose cada vez más el uno al otro.
La molinera sirvió la cena, que comieron en silencio. El molinero estaba sentado en el medio, con su esposa a un lado y el mozo al otro. Yo comía mi ración en cuclillas junto al horno, admirando el apetito de los dos hombres: engullían trozos enormes de carne y pan que empujaban con tragos de vodka, como si fueran avellanas.
La mujer era la única que masticaba su comida parsimoniosamente. Cuando inclinaba la cabeza sobre la escudilla, el jornalero echaba una mirada rápida como un relámpago a su escote henchido.
De pronto, la gata arqueó el lomo en el centro de la estancia, mostró los dientes y las garras, y le tiró un zarpazo al macho. Este se detuvo, estiró el cuerpo, y lanzó un espumarajo directamente en los ojos inflamados de la hembra. La gata describió un círculo alrededor del macho, saltó sobre él y luego le arañó el hocico. Entonces el gato la estudió cautelosamente, olfateando su olor embriagante. Arqueó la cola e intentó acometerla por atrás. Pero la hembra no se lo permitió: aplastó el vientre contra el suelo y giró como una rueda de molino, rozándole el hocico con las zarpas rígidas y estiradas.
El molinero y sus dos acompañantes contemplaban la escena fascinados, mientras comían. La mujer tenía el rostro congestionado e incluso su cuello se estaba ruborizando. El jornalero levantó la vista, sólo para volver a bajarla en seguida. El sudor le chorreaba por el pelo corto, que apartaba constantemente de su frente enfebrecida. Sólo el molinero comía plácidamente, mirando los gatos, y observando ocasionalmente a su esposa y su huésped.
Repentinamente el gato se decidió. Sus movimientos se hicieron más ágiles. Avanzó. La hembra simuló retroceder, juguetona, pero el macho saltó por el aire y cayó montado sobre ella. Le clavó los dientes en el pescuezo y la penetró con una acometida segura, tensa, directa, sin ningún preludio. Cuando quedó saciado y exhausto, se relajó. La gata, aplastada contra el suelo, lanzó un agudo chillido y se zafó de él. Saltó sobre el horno apagado y se revolcó como un pescado, trenzando las zarpas sobre su cuello, frotando la cabeza contra la pared caliente.
La molinera y el muchacho dejaron de comer. Se miraron, con la boca abierta y llena. La mujer respiraba agitadamente, y se cubrió los pechos con las manos y los apretó. Era evidente que no tenía conciencia de sus propios actos. El jornalero miró sucesivamente los gatos y a la mujer, se lamió los labios secos, y tragó la comida con dificultad.
El molinero engulló su último bocado, echó la cabeza hacia atrás y vació bruscamente su vaso de vodka. Aunque borracho, se puso en pie, y empuñando su cuchara de hierro y golpeándola, se acercó al muchacho, que estaba desconcertado en su asiento. La mujer recogió su falda y empezó a atizar el fuego.
El molinero se inclinó sobre el joven y le susurró algo en la oreja enrojecida. El mozo saltó como si lo hubieran pinchado con un cuchillo y negó algo. Entonces el molinero le preguntó en voz alta si deseaba a su esposa. El jornalero se ruborizó pero no contestó. La mujer les volvió la espalda y siguió fregando las ollas.
El molinero señaló al gato que se paseaba por la estancia y volvió a susurrarle algo al joven. Este se apartó trabajosamente de la mesa, decidido a marcharse de allí. El molinero avanzó, derribando su taburete, y antes de que el muchacho pudiera tomar conciencia de lo que ocurría lo empujó súbitamente contra la pared, le apretó el cuello con un brazo, y le clavó la rodilla en el estómago. El joven no podía moverse. Aterrorizado, resollando ruidosamente, balbuceó algo.
La mujer corrió hacia su marido, implorando y gimiendo. La gata montada sobre el horno se despertó y contempló el espectáculo, mientras el gato asustado saltaba sobre la mesa.
El molinero quitó de en medio a su esposa con un solo puntapié. Y ejecutando un movimiento rápido, semejante al que ejecutan las mujeres para extirpar los puntos podridos de las patatas, hundió la cuchara en una de las cuencas oculares del muchacho y la hizo girar.
El ojo saltó de la cara como la yema del interior de un huevo roto, y cayó al suelo después de rodar sobre la mano del molinero. El muchacho aullaba y chillaba, pero el brazo del molinero le tenía inmovilizado contra la pared. Entonces la cuchara ensangrentada se hundió en el otro ojo, que saltó aún más rápidamente. El ojo descansó un momento sobre la mejilla del jornalero, como si no supiera con certeza qué se esperaba que hiciera a continuación, pero finalmente cayó al suelo rebotando a lo largo de su camisa.
Todo había sucedido en un instante. Yo no podía creer lo que había visto. Por mi mente cruzó fugazmente la esperanza de que los ojos desencajados volverían a ocupar sus respectivas cavidades. La esposa del molinero gritaba como una loca. Corrió a la habitación contigua y despertó a sus hijos, que también rompieron a llorar aterrorizados. El jornalero lanzó un alarido y después se calló, cubriéndose la cara con las manos. Entre sus dedos se filtraban hilos de sangre que le chorreaban por los brazos y goteaban lentamente sobre la camisa y los pantalones.
El molinero, aún furioso, lo empujó hacia la ventana, como si no se diera cuenta de que estaba ciego. El muchacho trastabilló, gritó, y estuvo a punto de derribar una mesa. El molinero lo cogió por los hombros, abrió la puerta con el pie y lo echó a patadas. El muchacho volvió a gritar, salió tambaleándose y se desplomó en el corral. Los perros empezaron a ladrar, aunque ignoraban lo que había ocurrido.
Los globos oculares descansaban sobre el suelo. Caminé alrededor de ellos, observando su mirada fija. Los gatos se acercaron tímidamente al centro de la estancia y empezaron a jugar con los ojos como si fueran ovillos de hilo. Sus propias pupilas se estrecharon hasta reducirse a dos ranuras, por efecto de la luz del quinqué. Los gatos hicieron rodar los ojos, los olfatearon, los lamieron, y se los pasaron recíprocamente con sus zarpas acolchadas. Ahora tenía la impresión de que los ojos me miraban desde todos los rincones de la estancia, como si hubieran adquirido vida y movimiento.
Los observaba fascinado. Si el molinero no hubiera estado allí, yo mismo los habría cogido. Seguramente aún podían ver. Los guardaría en el bolsillo y los sacaría cuando fuese necesario, colocándolos sobre los míos. Así vería el doble, y quizás aún más. Tal vez podría adherirlos a la parte posterior de mi cabeza y me permitirían conocer, aunque no sabía muy bien cómo, qué pasaba a mis espaldas. Mejor aún, dejaría los ojos en algún lugar y más tarde me contarían lo que había ocurrido durante mi ausencia.
Quizá los ojos no estaban dispuestos a servir a nadie. Les resultaría fácil evadirse de los gatos y salir rodando por la puerta. Vagarían por los campos, los lagos y los bosques, viendo cuanto les rodeaba, libres como pájaros a los que acaban de abrirles la trampa. Ya no morirían, porque eran libres, y gracias a su pequeño tamaño podrían ocultarse fácilmente en diversos lugares y espiar a la gente en secreto. Excitado, resolví cerrar la puerta silenciosamente y hacerme con los ojos.
El molinero, evidentemente molesto por el jugueteo de los gatos, los alejó a puntapiés y aplastó los ojos con sus pesadas botas. Algo reventó debajo de la gruesa suela. Un espejo maravilloso, capaz de reflejar la totalidad del mundo, se había roto. Sobre el suelo sólo quedaba un poco de gelatina prensada. Experimenté una terrible sensación de pérdida.
El molinero, que no me prestaba atención, se sentó en un banco y empezó a balancearse lentamente a medida que se adormecía. Me levanté cautelosamente, recogí del suelo la cuchara ensangrentada, y me dediqué a recoger los platos. Mi trabajo consistía en mantener ordenada la estancia y el suelo barrido. Mientras limpiaba tuve la precaución de no acercarme a los ojos aplastados, pues no sabía qué hacer con ellos. Finalmente miré en otra dirección y empujé rápidamente la gelatina dentro del cubo y la arrojé al horno.
Por la mañana me desperté temprano. Oí que el molinero y su esposa roncaban en la habitación de abajo. Llené cuidadosamente un zurrón con víveres, cargué el cometa con rescoldos calientes, y después de sobornar al perro guardián con un trozo de salchicha, huí de la choza.
El jornalero yacía al pie del parapeto del molino, junto al establo. Al principio me había propuesto pasar rápidamente junto a él, pero cuando comprendí que no veía, me detuve. Aún estaba aturdido. Se cubría el rostro con las manos, gemía y sollozaba. Tenía sangre coagulada sobre la cara, las manos y la camisa. Quise hablarle, pero temí que me preguntara por sus ojos, porque entonces debería decirle que se olvidara de ellos, porque el molinero los había pisoteado hasta reducirlos a pulpa. Le compadecía inmensamente.
Me pregunté si la pérdida de la vista implicaba también la del recuerdo de todo lo anteriormente visto. Si era así, el ciego ya ni siquiera podía ver en sueños. Pero si no era así, si al menos podía seguir viendo con la memoria, la cosa no era tan grave. El mundo parecía ser más o menos igual en todas partes, y aunque las personas eran distintas entre sí, lo mismo que los animales y los árboles, uno debía de conocerlas bastante bien después de haberlas visto durante años. Yo había vivido sólo siete años, pero recordaba muchas cosas. Cuando cerraba los ojos, evocaba muchos detalles de forma aún más vivida. Quien sabe, quizás ahora que no tenía ojos, el jornalero empezaría a ver un mundo totalmente nuevo, más fascinante.
Oí algunos ruidos que procedían de la aldea. Ante el temor de que el molinero se despertara, seguí mi camino, y de vez en cuando me llevaba la mano a los ojos. Ahora marchaba con más precauciones, porque sabía que los ojos no tenían raíces muy sólidas. Cuando uno se agachaba, colgaban como manzanas del árbol, y era fácil que se desprendieran. Resolví saltar los cercos con la cabeza erguida, pero en el primer intento tropecé y me caí. Me llevé los dedos a los ojos, asustado, para verificar si todavía estaban allí. Después de comprobar concienzudamente que se abrían y se cerraban como correspondía, observé con deleite el vuelo de las perdices y los tordos. Volaban a mucha velocidad pero mi vista podía seguirlos e incluso alcanzarlos a medida que planeaban bajo las nubes, hasta quedar reducidos a un tamaño menor que el de las gotas de lluvia. Me prometí que recordaría todo lo que viera, y si alguien me arrancaba los ojos, conservaría, mientras viviese, la memoria de todo lo que había visto.
Mi ocupación consistía en armar trampas para Lej, que vendía pájaros en varias aldeas vecinas. Nadie podía competir con él en esto. Trabajaba solo. Si me empleó fue únicamente porque yo era muy pequeño, delgado y ligero. Esto me permitía colocar trampas en lugares a los que ni siquiera Lej podía llegar: en las ramas endebles de los árboles, en espesos matorrales de ortigas y cardos, en los islotes anegados de las marismas y ciénagas.
Lej no tenía familia. Su choza estaba llena de toda clase de aves, desde el gorrión común hasta el búho sabio. Los campesinos intercambiaban alimentos por los pájaros de Lej, de modo que éste no tenía que preocuparse por lo esencial: leche, mantequilla, requesón, quesos, pan, salchichas caseras, vodka, frutas e incluso tela. Todo esto lo conseguía en las aldeas cercanas donde exhibía sus pájaros enjaulados y alababa su belleza y sus virtudes cantoras.
Lej tenía una cara llena de granos, pecosa. Los campesinos afirmaban que las suyas eran las facciones típicas de quienes roban huevos de los nidos de golondrina, pero Lej, por su parte, argüía que eso era consecuencia de haber escupido descuidadamente en el fuego durante su juventud, y agregaba que su padre era un escriba de aldea que quería verle convertido en sacerdote. Mas a él le atraían los bosques. Estudiaba las costumbres de las aves y envidiaba de ellas su capacidad de volar. Un día se fugó de la choza de su padre y se dedicó a peregrinar de aldea en aldea, de bosque en bosque, como un pájaro silvestre y abandonado. Al cabo de un tiempo empezó a cazar pájaros. Observaba los prodigiosos hábitos de la codorniz y la alondra, sabía imitar el canto despreocupado del cuclillo, el chillido de la urraca, el ulular del búho. Conocía las costumbres galantes del pinzón real; la furia celosa de la zancuda de los maizales, que gira en torno del nido abandonado por su hembra; y la pena de la golondrina cuyo nido ha sido cruelmente destruido por los niños. Descifraba los secretos del vuelo del halcón, y admiraba la paciencia de la cigüeña para cazar ranas. Se admiraba del canto del ruiseñor.
Así había pasado la juventud entre pájaros y árboles. Ahora estaba perdiendo rápidamente el pelo, se le careaban los dientes, la piel de su rostro colgaba en pliegues fláccidos, y se estaba volviendo ligeramente miope. De modo que se instaló definitivamente en una choza que construyó con sus propias manos. El ocupaba un rincón y el resto de la chabola estaba lleno de jaulas. En el fondo de una de ellas reservó un reducido espacio para mí.
Lej hablaba a menudo de sus pájaros y yo le escuchaba ávidamente. Aprendí que las bandadas de cigüeñas siempre llegaban el día de San José desde el otro lado de océanos lejanos, y se quedaban en la aldea hasta que San Bartolomé hacía que todas las ranas se zambulleran en el lodo. El fango taponaba las bocas de las ranas, y las cigüeñas, al no oírlas croar, tampoco podían cazarlas y por tanto debían irse. Las cigüeñas traían buena suerte a las casas sobre las cuales anidaban.
Lej era el único hombre de la comarca que sabía preparar con antelación un nido de cigüeña, y sus nidos jamás quedaban desocupados. Cobraba una tarifa muy alta por la construcción de dichos nidos, y sólo los más ricos podían pagar sus servicios.