Por la tarde, cuando los aldeanos volvían del campo, sudorosos y cubiertos de tierra, se cruzaban con el Guapo Laba que caminaba en dirección contraria, pisando cuidadosamente el tramo más sólido del camino para no ensuciarse los zapatos, ajustándose la corbata y sacando brillo a su reloj con un pañuelo rosado.
Por la noche, le enviaban carruajes tirados por caballos y Laba iba a las recepciones, que se celebraban a menudo a decenas de kilómetros de allí. Labina se quedaba en casa, medio muerta de cansancio y humillación, cuidando la granja, el caballo y los tesoros de su marido. Para el Guapo Laba se había detenido el tiempo, pero Labina envejecía rápidamente: su piel estaba ajada y sus muslos se estaban volviendo fláccidos.
Transcurrió un año.
Un día de otoño, Labina volvió del campo pensando que encontraría a su marido en el desván con todos sus tesoros. El desván era el coto privado de Laba y la llave del enorme candado que aseguraba la puerta la llevaba sobre el pecho, junto con un medallón de la Santa Virgen. Pero esta vez la casa se hallaba sumida en un silencio total. No brotaba humo de la chimenea, y no se oía cantar a Laba como lo hacía habitualmente al ponerse uno de sus trajes.
Labina entró corriendo en la cabaña, asustada. La puerta del desván estaba abierta. Subió y el cuadro que apareció ante sus ojos la dejó helada. El arcón descansaba sobre el suelo, con la tapa arrancada y el fondo blancuzco a la vista. Sobre él se mecía un cuerpo. Ahora su marido pendía del enorme gancho donde acostumbraba a colgar sus trajes. El Guapo Laba oscilaba como un péndulo a punto de detenerse, con el cuello ceñido por una corbata floreada. En el techo había un agujero por donde el ladrón había sacado el contenido del baúl. Los finos rayos del sol poniente iluminaban el rostro pálido del Guapo Laba y la lengua azulada que asomaba de su boca. A su alrededor zumbaban las moscas iridiscentes.
Labina adivinó lo sucedido. Cuando Laba había vuelto de bañarse en el lago para ponerse uno de sus trajes lujosos, encontró el agujero en el techo y el arcón vacío. Todas sus lujosas prendas habían desaparecido. Sólo quedaba una corbata, caída como una flor sobre la paja pisoteada.
La razón de vivir de Laba se había esfumado junto con el contenido del arcón. Ese era el fin de las bodas donde nadie miraba al novio, el fin de los entierros donde el Guapo Laba acaparaba las miradas reverentes de la multitud mientras se empinaba junto a la tumba abierta, el fin de las orgullosas exhibiciones en el lago y de las caricias de ávidas manos femeninas.
Con un esmero y una pulcritud que nadie en la aldea podía imitar, Laba se había puesto la corbata por última vez. Después había acercado el arcón vacío y se había alzado hasta el gancho del techo.
Labina nunca descubrió cómo había conseguido su esposo esos tesoros. Jamás le había contado nada sobre el período de su ausencia. Nadie sabía dónde había estado, ni qué había hecho, ni qué precio había pagado por todas esas riquezas.
Lo único que se conocía en la aldea era lo que le había costado la pérdida de sus bienes.
Tampoco descubrieron al ladrón, ni ninguno de los objetos robados. Mientras yo aún estaba allí circularon rumores de que el ladrón había sido un esposo o un novio engañado. Otros creían que el robo lo había perpetrado una mujer enloquecida por los celos. Muchos aldeanos sospechaban de la misma Labina. Cuando ella oía esta acusación palidecía, le temblaban las manos y de su boca brotaba un rancio olor de amargura. Se le agarrotaban los dedos y quería abalanzarse sobre el acusador, y quienes se hallaban presentes debían separarlos. Labina volvía a casa, se emborrachaba hasta aturdirse y me estrujaba contra su pecho, llorando y gimoteando.
Durante una de estas peleas su corazón reventó. Cuando vi que varios hombres se acercaban a la choza transportando su cadáver, comprendí que debía huir. Llené mi cometa con rescoldos, me apoderé de la preciosa corbata que Labina había escondido bajo la cama, la misma con que el Guapo Laba se había ahorcado y me fui. Era creencia generalizada que la cuerda de un suicida traía buena suerte. Esperaba no perder nunca la corbata.
Casi había terminado el verano. Las gavillas de trigo estaban agrupadas en montones en los campos. Los labriegos trabajaban muy duramente, pero no tenían suficientes caballos ni bueyes para realizar la cosecha rápidamente.
Un alto puente ferroviario unía las márgenes escabrosas de un ancho río próximo a la aldea. Estaba protegido por grandes cañones instalados en casamatas de hormigón.
Por la noche, cuando los aviones que volaban a gran altura bordoneaban en el cielo, todo se oscurecía sobre el puente. Por la mañana recomenzaba la vida. Los soldados con cascos manejaban los cañones, y en el ápice del puente flameaba al viento la forma angulosa de la esvástica, tejida en la bandera.
En el curso de una noche calurosa se oyeron disparos a lo lejos. Los estampidos amortiguados reverberaban sobre los campos, alarmando a hombres y pájaros. Los fogonazos parpadeaban a mucha distancia. La gente se congregaba frente a las casas. Los hombres, que fumaban sus pipas de zuro, observaban los relámpagos que provocaban los hombres y comentaban:
—El frente se acerca. Otros agregaban:
—Los alemanes están perdiendo la guerra. Se desataban muchas discusiones.
Algunos campesinos decían que cuando llegaran los comisarios soviéticos, distribuirían la tierra equitativamente entre todos, quitando a los ricos para dar a los pobres. Ese sería el fin de los terratenientes explotadores, de los funcionarios corrompidos y de los policías brutales.
Otros discrepaban vehementemente. Jurando sobre sus cruces sacrosantas, gritaban que los soviéticos lo nacionalizarían todo, incluyendo las esposas y los niños. Miraban el resplandor del cielo oriental y vociferaban que cuando llegaran los rojos el pueblo volvería la espalda al altar, olvidaría las enseñanzas de sus antepasados, y se entregaría a la vida pecaminosa, hasta que la justicia de Dios los convirtiera a todos en pilares de sal.
Los hermanos luchaban entre sí, los padres blandían hachas contra sus hijos delante de las madres. Una fuerza invisible dividía a la población, desmembraba las familias, confundía los pensamientos. Sólo los ancianos conservaban la cordura y corrían de un bando a otro, suplicando a los combatientes que depusieran su hostilidad. Gritaban con sus voces chillonas que había suficientes guerras en el mundo sin necesidad de desencadenar otra en la aldea.
El trueno que resonaba en el horizonte se aproximaba. Su retumbar enfriaba las disputas. La gente se olvidó súbitamente de los comisarios soviéticos y de la ira divina, en su prisa por cavar pozos en los graneros y sótanos.
Los campesinos escondían grandes reservas de mantequilla, carne de cerdo y de ternera, centeno y trigo. Algunos teñían en secreto las sábanas de rojo para usarlas como banderas cuando llegara el momento de dar la bienvenida a los nuevos amos, en tanto que otros ocultaban en lugar seguro los crucifijos, las imágenes de Jesús y María, y los iconos.
Yo no entendía nada de esto, pero intuía la gravedad de la situación que flotaba en el aire. Ya nadie me prestaba atención. Vagaba entre las chozas y oía el ruido de las excavaciones, los susurros nerviosos y las plegarias. Cuando me tendía en los campos con la oreja pegada al suelo, oía un ruido atronador.
¿Era el ejército rojo que avanzaba? La tierra palpitaba como si fuera un corazón. Me preguntaba por qué, si Dios podía transformar tan fácilmente a los pecadores en pilares de sal, ésta era tan cara. ¿Y por qué El no convertía a algunos pecadores en carne o azúcar? Ciertamente, los aldeanos necesitan estos productos tanto como la sal.
Yacía boca arriba mirando las nubes. Pasaban flotando tal como yo mismo parecía flotar. Si era cierto que las mujeres y los niños pasarían a ser propiedad común, entonces cada niño tendría muchos padres y madres, e incontables hermanos y hermanas. Era pretender demasiado. ¡Pertenecer a todos! Fuera a donde fuere, muchos padres me acariciarían la cabeza con manos firmes, reconfortantes, muchas madres me estrecharían contra sus pechos y muchos hermanos mayores me defenderían de los perros. Y yo debería cuidar a mis hermanos y hermanas menores. No veía ningún motivo para que los campesinos tuvieran tanto miedo.
Las nubes se fusionaban entre sí, y a ratos parecían más oscuras y a ratos más claras. Muy por encima de ellas, Dios lo gobernaba todo. Ahora entendía por qué El apenas podía disponer de tiempo para una pulguita negra como yo. Debajo de El combatían ejércitos descomunales, infinitos hombres, animales y máquinas. El debía resolver quién triunfaría y quién caería derrotado; quién sobreviviría y quién moriría.
Pero si Dios decidía realmente qué era lo que iba a ocurrir, ¿por qué los campesinos se inquietaban por su fe, por las iglesias y por el clero? Si los comisarios soviéticos verdaderamente tenían el propósito de destruir las iglesias, profanar los altares, matar a los sacerdotes y perseguir a los fieles, el ejército rojo no tendría la más remota posibilidad de ganar la guerra. Ni siquiera el Dios más atareado podía pasar por alto semejante amenaza contra Su pueblo. ¿Pero acaso eso no significaba que entonces los vencedores serían los alemanes, que también demolían iglesias y asesinaban gente? Desde el punto de vista de Dios, lo más sensato habría sido que todos perdieran la guerra, puesto que todos perpetraban asesinatos.
«La propiedad común de las esposas y los hijos», decían los campesinos. La idea era un poco desconcertante. De todas maneras, pensé, con un poco de buena voluntad tal vez los comisarios soviéticos me incluirían entre los segundos. Aunque era más esmirriado que la mayoría de los niños de ocho años, ahora ya tenía casi once, y temía que los rusos me clasificaran como adulto o que no me consideraran un niño. Para colmo, era mudo. También tenía problemas con los alimentos, que a veces regurgitaba sin haberlos digerido. Sin duda, merecía convertirme en propiedad común.
Una mañana observé una actividad desacostumbrada en el puente. Los soldados con cascos pululaban en él, desmantelando los cañones y las ametralladoras, arriando la bandera alemana. Mientras grandes camiones partían rumbo al oeste desde el otro extremo del puente, se apagaba el ronco clamor de las canciones alemanas.
—Huyen —decían los campesinos.
—Han perdido la guerra —susurraban los más audaces.
Al mediodía del día siguiente, una partida de jinetes llegó a la aldea. Eran cien, o quizá más. Parecían estar fusionados a sus caballos: montaban con maravillosa soltura, sin ningún orden establecido. Usaban uniformes alemanes verdes con botones brillantes y quepis calados hasta los ojos.
Los campesinos los reconocieron instantáneamente. Gritaron aterrorizados que venían los calmucos y que las mujeres y los niños deberían esconderse para no ser raptados por ellos. Durante meses, en la aldea se habían contado historias sobrecogedoras acerca de estos jinetes, a los que en general se designaba con el nombre de calmucos. Los campesinos decían que cuando el hasta entonces invencible ejército alemán había ocupado un vasto territorio soviético, se le habían sumado muchos calmucos, la mayoría de ellos voluntarios, y desertores del ejército ruso. Como odiaban a los soviéticos se aliaron a los alemanes, que les permitían saquear y violar según lo estipulado por sus costumbres guerreras y sus tradiciones varoniles. Por eso enviaban a los calmucos a las aldeas y ciudades a las que querían castigar por alguna transgresión, y sobre todo a aquellas que se levantaban en los lugares por donde debía pasar en su avance el ejército rojo.
Los calmucos cabalgaban a galope tendido, aplastados contra sus monturas, hincando las espuelas y lanzando alaridos roncos. Debajo de los uniformes desabrochados dejaban ver su piel morena. Algunos no usaban sillas y otros llevaban grandes sables colgados del cinto.
Una confusión delirante se apoderó de la aldea. Era demasiado tarde para huir. Yo miré a los jinetes con mucho interés. Todos tenían una cabellera negra y aceitosa que brillaba bajo el sol. Casi negro azulada, era aún más oscura que la mía, al igual que sus ojos y su tez cetrina. Tenían dientes grandes y blancos, pómulos altos y caras anchas que parecían hinchadas.
Por un momento, mientras los miraba, me sentí muy orgulloso y satisfecho. Al fin y al cabo, estos altivos jinetes eran morenos, de ojos negros y piel oscura. Diferían de los habitantes de la aldea como la noche del día. La llegada de estos calmucos morenos casi había hecho enloquecer de miedo a los aldeanos rubios.
Mientras tanto, los jinetes detuvieron sus caballos entre las casas. Uno de ellos, un hombre rechoncho con el uniforme totalmente abrochado y tocado con una gorra de oficial, rugió las órdenes. Saltaron de los caballos, los ataron a las cercas, y extrajeron de las sillas trozos de carne que se habían cocinado con el calor de caballos y jinetes. Comían esta carne gris azulada sirviéndose de las manos y bebían de calabazas, tosiendo y escupiendo mientras tragaban.
Algunos ya estaban borrachos. Se precipitaron al interior de las cabañas y se apoderaron de las mujeres que no se habían escondido. Cuando los hombres intentaron defenderlas, un calmuco partió a uno de ellos con un solo mandoble. Otros trataron de huir pero fueron detenidos a tiros.
Los calmucos se dispersaron por toda la aldea. El aire estaba poblado de alaridos que partían de todos lados. Me zambullí en medio del matorral de frambuesas que crecía en el centro mismo de la plaza, y me aplasté como un gusano.
Mientras miraba con atención, la aldea fue presa del pánico. Los hombres trataban de defender las casas donde ya se habían introducido los calmucos. Sonaron más estampidos y un hombre herido en la cabeza corrió en círculos, cegado por su propia sangre. Un calmuco lo partió en dos. Los niños se desbandaron frenéticamente, tropezando con las zanjas y las cercas. Uno de ellos se metió en el matorral donde yo me había escondido, pero al verme escapó nuevamente y fue pisoteado por los caballos que pasaban al galope.
En ese momento los calmucos sacaban de una casa a una mujer semidesnuda que se debatía, gritaba y se esforzaba en vano intentando golpear las piernas de quienes la maltrataban. Unos jinetes risueños arreaban con sus látigos a un grupo de mujeres y muchachas. Los padres, maridos y hermanos de las mujeres corrían suplicando misericordia, pero eran alejados con los látigos y los sables. Un granjero corría por la calle mayor con una mano amputada. La sangre saltaba a chorros del muñón mientras él seguía buscando a su familia.