Los campesinos escuchaban estas historias con talante pensativo. Decían que el castigo del Señor por fin había alcanzado a los judíos. Hacía mucho tiempo que lo merecían, desde el momento en que crucificaron a Cristo. Dios nunca olvidaba. Aunque hasta ese momento no había castigado los pecados de los judíos, no los había perdonado. Ahora Dios se valía de los alemanes como instrumento de justicia. A los judíos se les debía negar el privilegio de la muerte natural. Debían perecer por el fuego, sufriendo en la tierra los tormentos del infierno. Estaban recibiendo ni más ni menos el merecido castigo por los crímenes oprobiosos de sus antepasados, por haber rechazado la única Fe Verdadera, por haber matado despiadadamente niños cristianos y por haber bebido su sangre.
Los aldeanos comenzaron a mirarme con expresión más aviesa. «Gitano judío —chillaban—. Aún has de arder, bastardo, aún has de arder». Yo simulaba que nada de eso me incumbía, incluso cuando unos pastores me atraparon e intentaron arrastrarme hasta una fogata y tostarme los talones, como Dios lo quería. Me resistí, arañando y mordiendo. No estaba dispuesto a morir quemado en una simple hoguera cuando otros eran incinerados en hornos especiales y refinados, construidos por los alemanes y equipados con máquinas más potentes que las de las mayores locomotoras.
Por la noche permanecía despierto preguntándome si Dios me castigaría también a mí. ¿Era posible que la ira de Dios sólo estuviera reservada para las gentes con pelo y ojos negros, que recibían el nombre de gitanos? ¿Por qué mi padre, a quien aún recordaba bien, era rubio y de ojos azules, en tanto que mi madre era morena? ¿Qué diferencia existía entre un gitano y un judío, si ambos tenían tez oscura y estaban condenados a sufrir el mismo fin? Probablemente después de la guerra en el mundo sólo quedarían individuos rubios, de ojos azules. ¿Qué les sucedería entonces a los hijos de las personas rubias que nacieran morenos?
Cuando los trenes que transportaban judíos pasaban durante el día o al anochecer, los campesinos se alineaban a ambos lados de la vía y saludaban alegremente al maquinista, al fogonero y a los pocos guardias que escoltaban el cargamento. A través de los ventanucos cuadrados que se abrían en la parte superior de los vagones cerrados, a veces se vislumbraba un rostro humano. Esos individuos debían de haber trepado sobre los hombros de los otros para ver hacia dónde se dirigían y para averiguar a quiénes correspondían las voces que llegaban desde afuera. Al observar los ademanes cordiales de los campesinos, los ocupantes de los vagones debían de pensar que era a ellos a quienes saludaban. Entonces los rostros judíos desaparecían y una multitud de brazos flacos y pálidos hacían señales con ademanes desesperados.
Los campesinos miraban los trenes con curiosidad, escuchando atentamente el raro murmullo del rebaño humano, que no era un gemido, ni un grito, ni una canción. El tren seguía su marcha, y a medida que se alejaba aún alcanzábamos a ver contra el oscuro telón de fondo del bosque los brazos humanos descarnados que saludaban incansablemente desde los ventanucos.
A veces, por la noche, los seres que viajaban en esos trenes rumbo a los crematorios arrojaban a sus criaturas por las ventanillas con la esperanza de salvarles la vida. Ocasionalmente, conseguían arrancar las tablas del piso, y algún judío más atrevido se deslizaba por el agujero y se estrellaba contra el balastro de piedra triturada, contra los rieles, o contra el cable tenso que controlaba las agujas. Sus troncos mutilados, amputados por las ruedas, rodaban barranco abajo hasta los matorrales.
Los campesinos que marchaban a lo largo de los rieles durante el día encontraban esos despojos y les arrancaban rápidamente las ropas y los zapatos. Cautamente, para no mancharse con la sangre contaminada de los no bautizados, desgarraban los forros de las prendas de las víctimas en busca de objetos de valor. Estallaban muchas disputas y riñas por el botín. Más tarde, los cuerpos desnudos eran abandonados sobre la vía, entre los rieles, donde los encontraba la vagoneta automóvil alemana que pasaba una vez por día. Los alemanes vertían gasolina sobre los cadáveres contaminados y los incineraban en el acto, o los sepultaban cerca de allí. Un día llegó a la aldea la noticia de que por la noche habían pasado varios trenes cargados de judíos, uno tras otro. Los campesinos terminaron la recolección de hongos más temprano que de costumbre y luego nos encaminamos todos hacia la vía. Marchamos a ambos lados de ella, en fila india, escudriñando las malezas, buscando rastros de sangre en los cables de las agujas y sobre el borde del terraplén. No encontramos nada en un trayecto de varios kilómetros. Entonces una de las mujeres descubrió unas ramas quebradas en un arbusto de rosas silvestres. Alguien abrió el matorral y vimos a un niño de unos cinco años despatarrado sobre el suelo. Tenía la camisa y los pantalones hechos jirones. Su cabellera negra era larga y sus cejas oscuras estaban arqueadas. Parecía estar dormido o muerto. Uno de los hombres le pisó la pierna. El niño dio un respingo y abrió los ojos. Al ver que había gente inclinada sobre él intentó decir algo, pero lo único que brotó de su boca fue una espuma rosada que chorreó lentamente por su mentón y su cuello. Sus ojos negros asustaron a los campesinos, que se apartaron rápidamente, santiguándose.
El niño oyó voces a sus espaldas e intentó volverse. Pero debía de tener los huesos rotos porque se limitó a gemir y de sus labios asomó una gran burbuja sanguinolenta. Se dejó caer hacia atrás y cerró los ojos. Los campesinos lo miraron con desconfianza desde lejos. Una de las mujeres se adelantó sigilosamente, cogió los zapatos gastados que calzaba el niño, y se los arrancó. La criatura se movió, se quejó, y escupió más sangre. A continuación volvió a abrir los ojos y descubrió la presencia de los campesinos, que desaparecieron corriendo de su campo visual mientras se persignaban aterrorizados. Cerró nuevamente los ojos y quedó inmóvil. Dos hombres lo cogieron por las piernas y le dieron la vuelta. Estaba muerto. Lo despojaron de la chaqueta, la camisa y los pantalones cortos, y lo transportaron al medio de la vía. Lo dejaron allí para que no pasara inadvertido a la vagoneta automóvil de los alemanes.
Nos volvimos para regresar a casa. Mientras marchábamos, miré hacia atrás. El niño yacía sobre la grava blanca del balastro. Sólo se distinguía su melena negra.
Traté de imaginar cuáles habrían sido sus pensamientos antes de morir. Sin duda, al arrojarlo del tren, sus padres o sus amigos le habían asegurado que encontraría seres humanos que lo ayudarían y lo salvarían de una muerte horrible en el horno gigantesco. Probablemente se había sentido defraudado, engañado. Habría preferido aferrarse a los cuerpos tibios de su padre y su madre en el vagón abarrotado, sentir la presión y los olores ácidos y calientes, la presencia de otras personas, con la convicción de que no estaba solo, oyéndoles decir a todos que ese viaje no era más que una equivocación.
Aunque me apenaba la tragedia del niño, en el fondo de mi mente experimentaba una secreta sensación de alivio por el hecho de que estuviera muerto. Pensé que su presencia en la aldea no habría beneficiado a nadie. Habría puesto en peligro la vida de todos nosotros. Si los alemanes hubieran descubierto la existencia de un expósito judío, habrían convergido sobre la aldea. Habrían registrado todas las casas, habrían encontrado al niño, y también me habrían hallado a mí en el sótano. Probablemente habrían llegado a la conclusión de que yo también había caído del tren, y nos habrían matado a los dos juntos, en el acto, para luego castigar a toda la aldea.
Me encasqueté bien la gorra de tela sobre la cara, arrastrando los pies en el último puesto de la fila. ¿No sería más fácil modificar los ojos y el pelo de las personas en lugar de construir grandes hornos y atrapar luego a los judíos y gitanos para quemarlos en ellos?
Ahora la recolección de hongos era una faena cotidiana. Se secaban en canastos, por todas partes, en tanto que otros cestos llenos quedaban ocultos en los desvanes y los graneros. En el bosque, se multiplicaban. Todas las mañanas los aldeanos se internaban en la espesura, con las cestas vacías. Las abejas sobrecargadas, que transportaban néctar desde las flores mustias, zumbaban perezosamente bajo el sol otoñal en medio de la placidez de la tupida maleza, que preservaban los árboles inmensos.
Los aldeanos, inclinados para recoger los hongos, intercambiaban gritos alegres cada vez que descubrían un sector feraz. Les contestaba la dulce cacofonía de los pájaros que gorjeaban desde los bosquecillos de avellanos y enebros, desde las ramas de los robles y los carpes. A veces se oía el grito siniestro de un búho, pero quedaba invisible en la oquedad profunda y oculta de algún tronco. Era posible ver algún zorro rojo que se escabullía entre los espesos matorrales después de haberse dado un festín de huevos de perdiz. Las serpientes reptaban nerviosas, silbando para darse coraje. Una liebre voluminosa saltaba entre la maleza con grandes brincos.
Sólo el resoplido de una locomotora, el traqueteo de los vagones, el chirrido de los frenos, rompía la sinfonía del bosque, todos permanecían quietos, mirando en dirección a la vía. Los pájaros enmudecían y el búho se acurrucaba en un rincón aún más profundo de su hueco, envolviéndose solemnemente en su capa gris. La liebre se detenía, con las orejas erguidas, y luego, apaciguada, reanudaba los brincos.
Durante las semanas siguientes, hasta que concluyó la temporada de los hongos, dábamos frecuentes caminatas a lo largo de las vías. Alguna que otra vez pasábamos frente a pequeños montones oblongos de cenizas negras y algunos huesos chamuscados, rotos y pisoteados entre la grava. Los hombres se detenían y miraban con los labios apretados. Muchos temían que incluso los cadáveres incinerados de quienes habían saltado del tren pudieran contaminar a hombres y animales, y se apresuraban a cubrir las cenizas con tierra que empujaban con los pies.
En una oportunidad simulé recoger un hongo que había caído de mi cesta, y cogí un puñado de ese polvo humano. Se quedó pegado a mis dedos y olía a gasolina. Lo estudié concienzudamente pero no encontré ningún vestigio de humanidad. Sin embargo, esa ceniza tampoco se parecía a la que quedaba en los hornos de las cocinas donde la gente quemaba madera, turba seca y musgo. Me asusté. Mientras frotaba el puñado de ceniza entre mis dedos, tuve la impresión de que el fantasma de la persona incinerada flotaba sobre mí, observándonos y recordándonos a todos. Sabía que posiblemente el espectro no me abandonaría nunca, que quizá me seguiría, me atormentaría durante la noche, e infiltraría la enfermedad en mis venas y la locura en mi cabeza.
Después del paso de cada tren, veía batallones de fantasmas que venían al mundo con rostros sobrecogedores y vengativos. Los campesinos decían que el humo de los crematorios subía directamente al cielo hasta formar una mullida alfombra a los pies de Dios, sin siquiera ensuciarlos. Yo me preguntaba por qué se necesitaban tantos judíos para compensarle a Dios la muerte de Su Hijo. Quizás el mundo no tardaría en convertirse en un inmenso incinerador para quemar seres humanos. ¿Acaso el cura no había dicho que estábamos todos condenados a perecer, a ir «del polvo al polvo»?
A lo largo del terraplén, entre los rieles, encontrábamos incontables trozos de papel, libretas de anotaciones, calendarios, fotografías de familia, documentos personales impresos, viejos pasaportes y diarios íntimos. Las fotografías eran, por supuesto, los objetos más codiciados, porque en la aldea pocos sabían leer. Muchos de los retratos correspondían a personas mayores, rígidamente sentadas y ataviadas con ropas peculiares. En otras instantáneas, los padres elegantemente vestidos estaban en pie, con los brazos apoyados sobre los hombros de sus hijos, todos sonrientes y vestidos con prendas que ninguno de los aldeanos había visto jamás. A veces encontrábamos fotos de muchachas bonitas o de jóvenes guapos. Había fotos de ancianos, que parecían apóstoles, y de ancianas con sonrisas desvaídas. En algunas de ellas se veían niños jugando en un parque, críos llorando o recién casados besándose. Sobre el dorso había algunas despedidas, juramentos o textos religiosos garabateados con un pulso que temblaba obviamente por efecto del miedo o del movimiento del tren. A menudo las palabras habían sido lavadas por el rocío matutino o blanqueadas por el sol.
Los campesinos coleccionaban ávidamente todos estos artículos. Las mujeres lanzaban risitas y susurraban entre ellas al mirar las fotografías de los varones, en tanto que los hombres murmuraban chistes y comentarios obscenos acerca de las fotos de las muchachas. Los aldeanos guardaban estos retratos, los canjeaban, y los colgaban en sus chozas y graneros. En algunas casas había una imagen de Nuestra Señora en una pared, una de Cristo en otra, un crucifijo en la tercera, y fotos de incontables judíos en la cuarta. Los granjeros encontraban a sus hijos intercambiando fotos de muchachas, mirándolas excitados y jugando indecentemente entre ellos. Y se decía que una de las jóvenes más guapas de la aldea se había enamorado tan locamente del retrato de un hombre apuesto, que ya no volvió a mirar a su prometido.
Un día, un muchacho volvió de la recolecta de hongos con la noticia de que junto a la vía del ferrocarril habían encontrado a una joven judía. Estaba viva, y sólo tenía un hombro dislocado y algunas contusiones. Aparentemente se había dejado caer por un agujero del piso cuando el tren aminoró la marcha en una curva, y gracias a ello se había salvado de sufrir lesiones más graves.
Todo el mundo salió a ver esa maravilla. La muchacha se tambaleaba, sostenida a medias por algunos hombres. Su rostro demacrado estaba muy pálido. Tenía cejas tupidas y ojos negros. Su pelo largo y lustroso, estaba atado con una cinta y le caía sobre la espalda. Tenía el vestido desgarrado, y alcancé a ver hematomas y rasguños sobre su blanco cuerpo. Con el brazo sano trataba de sujetar el que se había lastimado. Los hombres la condujeron a la casa del jefe de la aldea. Se congregó una multitud de curiosos, que la estudiaban detenidamente de arriba abajo. La joven parecía no entender nada. Cada vez que uno de los hombres se acercaba a ella, juntaba las manos en actitud de súplica y balbuceaba algo en una lengua que nadie entendía. Aterrorizada, miraba en todas direcciones con sus ojos de escleróticas blanco azuladas y pupilas renegridas. El jefe conferenció con algunos de los patriarcas de la aldea, y también con el individuo apodado Arco Iris, que era quien había hallado a la judía. Se resolvió que, tal como estipulaban los reglamentos oficiales, sería enviada al día siguiente al puesto alemán.