En el bosque también era posible encontrar fusiles rotos. Los chicos les arrancaban los cañones, los fraccionaban en secciones más cortas, y les colocaban culatas fabricadas con ramas, para convertirlos en pistolas. Con ellas disparaban balas de fusil, que también proliferaban entre la maleza. Para detonar el fulminante utilizaban un clavo ceñido a una tira de caucho.
Estas pistolas, aunque muy primitivas, podían ser letales. En una ocasión, dos chicos de la aldea se hirieron gravemente cuando en el curso de una disputa se atacaron con esas armas. Otra pistola de fabricación casera estalló en la mano de un niño, arrancándole todos los dedos y una oreja. El caso más patético era el del hijo paralítico y lisiado de uno de nuestros vecinos. Alguien le había hecho objeto de una broma pesada, introduciendo varios proyectiles en el fondo de su cometa. Cuando el chico encendió el cometa por la mañana, sin sospechar nada, y lo meció entre sus piernas, el fuego detonó los proyectiles.
Otro método de disparar era el de la «pólvora arriba». Se quitaba la bala del casquillo y se extraía un poco de pólvora. Luego se introducía profundamente el plomo en el casquillo semivacío, y se colocaba el resto de la pólvora arriba, cubriendo la bala. El cartucho alterado de esta manera se enterraba en el suelo casi hasta la punta, o se insertaba en la ranura de una tabla, apuntándolo entonces hacia el blanco. A continuación se encendía la pólvora de arriba. Cuando el fuego llegaba al fulminante, la bala salía disparada hasta una distancia superior a los siete metros. Los expertos en «pólvora arriba» organizaban competiciones y apostaban cuál era la bala que llegaría más lejos y cuál era la proporción de pólvora que se debía colocar arriba y abajo. Para impresionar a las muchachas, los más temerarios disparaban la bala mientras sostenían el cartucho con la mano. A menudo, la cápsula del cartucho o el fulminante alcanzaba a uno de los muchachos o a algún espectador. El chico más apuesto de la aldea tenía uno de estos detonadores incrustado en un lugar del cuerpo cuya sola mención provocaba la hilaridad general. Generalmente andaba solo, evitando las miradas de las mujeres que le dedicaban risitas burlonas.
Pero estos accidentes no acobardaban a nadie. Tanto los adultos como los jóvenes intercambiaban constantemente municiones, «jabones», cañones de fusiles y cerrojos, después de pasar muchas horas explorando cada centímetro de las tupidas malezas.
Los detonadores de acción retardada eran tesoros muy codiciados. Uno de ellos estaba valorado en una pistola casera con culata de madera y veinte balas. Dichos detonadores eran indispensables para fabricar minas con los «jabones». Bastaba hincar la espoleta en el pan de «jabón», encender la mecha, y alejarse corriendo del lugar de la explosión, que haría temblar las ventanas de todas las casas de la aldea. Antes de los bautismos y las bodas se producía una gran demanda de espoletas. Los estallidos constituían una gran atracción adicional, y las mujeres chillaban excitadas mientras aguardaban la detonación de las minas.
Nadie sabía que yo guardaba en el granero una espoleta de acción retardada y tres «jabones». Los había encontrado en el bosque mientras recogía tomillo silvestre para la esposa del granjero. La espoleta era casi nueva y tenía una mecha muy larga.
A veces, cuando nadie rondaba por las proximidades, sacaba los «jabones» y la mecha y los sopesaba en la mano. Esos fragmentos de sustancia extraña tenían una cualidad prodigiosa. Los «jabones» no ardían muy bien por sí solos, pero cuando uno introducía la espoleta y la encendía, la llama no tardaba mucho en deslizarse a lo largo de la mecha para producir una explosión capaz de demoler una granja íntegra.
Trataba de imaginar a las personas que habían inventado y fabricado esas espoletas y esas minas. Tenían que ser, seguramente, alemanes. ¿No decían, acaso, en las aldeas, que nadie podía resistirse a los alemanes porque se alimentaban con cerebros de polacos, rusos, gitanos y judíos?
Me preguntaba de dónde sacaba la gente la capacidad necesaria para inventar semejantes artefactos. ¿Por qué los campesinos de la aldea no estaban en condiciones de hacerlo? También me preguntaba cuál era la razón que otorgaba tanto poder sobre sus prójimos a los hombres que poseían determinado color de ojos y de pelo.
Los arados, las guadañas, los rastrillos, los tornos de hilar y las ruedas de molino accionadas por caballos indolentes o bueyes enfermizos eran tan sencillos que incluso el hombre más estúpido podía inventarlos y entender su manejo y funcionamiento. Pero desde luego, la invención de una espoleta capaz de inyectarle a la mina una potencia tan descomunal escapaba a las posibilidades del granjero más inteligente.
Si era verdad que los alemanes estaban en condiciones de conseguir semejantes inventos, y que también estaban resueltos a barrer del mundo a todos los seres de tez morena, ojos oscuros, nariz larga y pelo negro, entonces era obvio que yo tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Tarde o temprano volvería a caer en sus manos, y quizá no tendría tanta suerte como la primera vez.
Recordé al alemán de gafas que me había permitido huir al bosque. Era rubio y ojizarco, pero no, me había parecido excepcionalmente listo. ¿Qué sentido tenía acampar en una estación pequeña y descampada, y perseguir a seres insignificantes como yo? Si era verdad lo que había dicho el campesino que gobernaba la aldea, ¿quién iba a ocuparse de todas las invenciones mientras los alemanes estaban atareados custodiando minúsculas estaciones de ferrocarril? Me parecía que ni siquiera el hombre más portentoso podría inventar muchas cosas en una estación tan miserable.
Me adormecí pensando en los inventos que me habría gustado realizar. Por ejemplo, una espoleta para el cuerpo humano que, una vez encendida, trocara la piel vieja por otra nueva y alterara el color de los ojos y el cabello. Una espoleta que, insertada entre materiales de construcción, pudiera edificar en un día una casa más bella que cualquiera de las de la aldea. Una espoleta que sirviera para proteger a todo el mundo del mal de ojo. De esa forma, nadie me temería y mi existencia sería más fácil y agradable.
Los alemanes me intrigaban. Qué desperdicio. ¿Valía la pena pretender dominar un mundo tan pobre y cruel?
Un domingo, un grupo de niños campesinos que volvían de la iglesia me descubrieron en el camino. Era demasiado tarde para escapar, así que fingí indiferencia y procuré disimular mi pánico. Al pasar junto a mí, uno de ellos me embistió y me arrojó dentro de un charco profundo y fangoso. Otros me escupieron en los ojos, riendo cada vez que daban en el blanco. Me exigieron que les enseñara algunos «trucos gitanos». Yo intenté librarme de ellos y echar a correr, pero el círculo se estrechó en torno a mí. Más altos que yo, me aprisionaban como una red viviente cerrada sobre un pájaro. Me asustaba pensar en lo que podrían hacer conmigo. Al mirar sus pesados zapatones de los domingos, comprendí que, como yo estaba descalzo, podía correr más velozmente. Elegí al más corpulento, cogí una piedra y la estrellé contra su cara. Sus facciones se crisparon y se desencajaron por obra del impacto, y cayó sangrando. Sus camaradas retrocedieron, atónitos. En ese momento salté sobre el caído y corrí a campo traviesa en dirección a la aldea.
Cuando llegué a la casa de mi granjero lo busqué para contarle lo que había sucedido y para pedirle protección. Pero aún no había regresado de la iglesia con su familia. El único ser viviente que se paseaba por el patio era la anciana suegra desdentada.
Sentí que las piernas se me aflojaban. Una multitud de hombres y niños se acercaba desde la aldea. Blandían palos y garrotes y avanzaban a grandes pasos.
Ese sería mi fin. Seguramente el padre o los hermanos del niño herido formaban parte de la turba, y yo no podía esperar compasión. Entré en la cocina, eché unas brasas dentro de mi cometa, y corrí al granero, cerrando la puerta detrás de mí.
Mis pensamientos se dispersaban como gallinas asustadas. La muchedumbre no tardaría en atraparme.
De pronto me acordé de la espoleta y las minas. Las desenterré rápidamente. Con dedos temblorosos inserté el detonador entre los «jabones» fuertemente ceñidos, y lo encendí con el cometa. El extremo de la mecha chisporroteó, y el punto rojo empezó a reptar lentamente a lo largo de ella en dirección a los «jabones». Metí el artefacto debajo de una pila de arados y rastros rotos que se levantaba en un ángulo del cobertizo, y arranqué frenéticamente una tabla de la pared trasera.
La turba ya estaba en el patio y oí sus gritos. Cogí el cometa y me escurrí por el agujero para desembocar en el tupido trigal. Me zambullí en él y comencé a correr agazapado para que no me vieran, abriéndome paso como un topo en dirección al bosque.
Estaba quizás en la mitad del campo cuando la explosión sacudió el suelo. Miré hacia atrás. Lo único que quedaba del granero eran dos paredes que se apoyaban tristemente la una contra la otra. Entre ellas giraba un torbellino de tablas astilladas y de heno arremolinado. Una nube de polvo en forma de hongo se elevaba hacia el cielo.
Descansé después de llegar al linde del bosque. Me alegró ver que la granja de mi amo no se había incendiado. Sólo oía el fragor de las voces. Nadie me siguió.
Sabía que jamás podría volver allí. Seguí internándome en el bosque, escudriñando atentamente las malezas donde aún podría encontrar muchos cartuchos, «jabones» y espoletas.
Peregriné varios días por los bosques, intentando acercarme a las aldeas. En la primera tentativa, vi que la gente corría de una casa a otra, vociferando y agitando los brazos. Ignoraba qué había sucedido, pero me pareció más prudente mantenerme alejado. En la aldea siguiente oí disparos, lo que significaba que los guerrilleros o los alemanes estaban cerca. Descorazonado, seguí vagando durante otros dos días. Al fin, famélico y exhausto, resolví arriesgarme a entrar en la próxima aldea, que me pareció bastante tranquila.
Al salir de los matorrales casi tropecé con un hombre que roturaba un campo pequeño. Era un gigante con manos y pies enormes. Tenía la cara cubierta por una barba rojiza, casi hasta los ojos, y su pelo largo y desgreñado se erizaba como una maraña de juncos. Sus ojos grises claros me miraron con recelo. Tratando de imitar el dialecto local, le dije que a cambio de un rincón para dormir y un poco de comida le ordeñaría las vacas, le limpiaría el establo, apacentaría el ganado, cortaría leña, armaría trampas para cazar y practicaría toda clase de hechizos contra las enfermedades humanas y animales. El campesino me escuchó atentamente y luego me llevó a su casa sin decir una palabra.
No tenía hijos. Su esposa, después de discutir con unos vecinos, accedió a acogerme. Me mostraron el lugar donde dormiría en el establo y enumeraron mis obligaciones.
La aldea era pobre. Las chozas estaban construidas con troncos revocados por ambos lados con arcilla y paja. Las paredes estaban profundamente asentadas en el suelo y sostenían techos de bálago coronados por chimeneas de mimbre y arcilla. Sólo unos pocos campesinos tenían graneros, y a menudo éstos habían sido construidos con los fondos pegados, para ahorrar una pared. Ocasionalmente, soldados alemanes de una estación de ferrocarril próxima venían a la aldea para rapiñar todos los víveres que encontraban.
Cuando los alemanes se acercaban y era demasiado tarde para correr al bosque, mi amo me escondía en un sótano hábilmente camuflado debajo del granero. La entrada era muy estrecha y tenía por lo menos tres metros de profundidad. Yo mismo había ayudado a excavarlo, y nadie, excepto el hombre y su mujer, conocía su existencia.
Tenía una despensa bien provista, con grandes trozos de mantequilla y queso, jamones ahumados, ristras de salchichas, botellas de licor casero, y otros manjares. El fondo del sótano siempre estaba frío. Mientras los alemanes corrían por toda la casa buscando comida, arreando cerdos hacia los campos, deslomándose torpemente al intentar cazar los pollos, yo permanecía allí sentado, aspirando los deliciosos aromas. A menudo los soldados pisaban la tabla que cubría la entrada del sótano. En tanto escuchaba su extraña jerigonza, me apretaba la nariz para no estornudar. Y apenas se perdía en la distancia el rugido de los camiones militares, el hombre me sacaba del sótano para que reanudara las tareas habituales.
Había empezado la estación de los hongos. Los aldeanos hambrientos la recibieron con alborozo y salieron a los bosques para recoger su rica cosecha. Todas las manos eran pocas y mi amo siempre me llevaba consigo. Grupos numerosos de campesinos de otras aldeas merodeaban por los bosques en busca de los pequeños criaderos. Mi amo sabía que yo tenía aspecto de gitano, y por temor a que lo denunciaran a los alemanes, me rasuró el pelo negro. Cuando salíamos, me encasquetaba una enorme gorra vieja que me cubría la mitad de la cara y me hacía menos conspicuo. A pesar de ello, no dejaban de inquietarme las miradas recelosas de los otros campesinos, de modo que siempre trataba de mantenerme cerca de mi amo. Sentía que era para él lo suficientemente útil como para que intentara retenerme durante un tiempo.
Para ir a cosechar los hongos cruzábamos la vía de ferrocarril que atravesaba el bosque. Varias veces al día pasaban grandes locomotoras resollantes arrastrando largos convoyes de mercancías. Las ametralladoras asomaban sobre los techos de los vagones y también estaban instaladas en una plataforma delante de la locomotora. Los soldados provistos de cascos escudriñaban el cielo y los bosques con sus prismáticos.
Hasta que apareció un nuevo tipo de tren. En los vagones para ganado, herméticamente cerrados, se amontonaban personas vivas. Algunos de los hombres que trabajaban en la estación trajeron las noticias a la aldea. Esos trenes transportaban judíos y gitanos, que habían sido capturados y sentenciados a muerte. En cada vagón viajaban doscientos de ellos, hacinados como tallos de maíz, con los brazos en alto para ocupar menos espacio. Viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños, incluso lactantes. A menudo los campesinos de la aldea vecina trabajaban durante un tiempo en la construcción de un campo de concentración y contaban extrañas historias. Nos decían que cuando los judíos se apeaban del tren, los dividían en varios grupos, y que luego los desnudaban y les quitaban cuanto llevaban. Les cortaban el pelo, aparentemente para rellenar colchones. Los alemanes también les miraban los dientes, y si tenían alguno de oro se lo arrancaban inmediatamente. Las cámaras de gas y los hornos no daban abasto ante la gran afluencia de gente: miles de los que perecían por efecto del gas no eran incinerados sino simplemente sepultados en fosos que rodeaban el campo.