El Oro de Mefisto (57 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Lienart estudió las dos películas. La primera presentaba un grano grueso y aparecía arañada. La segunda presentaba unos colores más vivos. En la primera aparecía Hitler y Martin Bormann en el curso de una celebración nazi en la ciudad de Núremberg. En la segunda podía verse a un clásico granjero alemán en la orilla de un afluente del río Amazonas. Las tres figuras presentaban detalles similares en cuanto a gestos, detalles o movimientos. Mirando con atención, era casi imposible sincronizar los movimientos de aquellos dos hombres vestidos con camisas pardas y con el brazo levantado saludando a una muchedumbre armada con antorchas con el campesino tocado con un inmaculado sombrero panamá blanco. No era fácil encontrar similitudes.

—¿Qué es esto? —preguntó sin mucho interés el operador, rompiendo los pensamientos del religioso.

—Mi pasado, mi pasado… —replicó Lienart sin que el operador llegase a oírle.

Le iba a llevar varias horas estudiar el segundo filme. El primer rollo de película había sido rescatado después de la guerra en uno de los escondites de los Alpes bávaros. La segunda película, de origen y autor desconocidos, podía haber sido realizada hacía tan sólo pocos años.

Pero ¿por qué su padre le había entregado aquellas dos latas de película? ¿Qué pretendía con ello? En aquella oscuridad, con el único sonido de los ventiladores de los proyectores como ruido de fondo, el religioso comenzó a comprender.

Itaituba, Brasil

El calor era incluso más pegajoso que el de La Habana, pero en la ribera del Amazonas los mosquitos eran aún más agresivos. Al menos, las lluvias habían dejado de azotar la zona. Itaituba, incrustada en pleno corazón del estado de Pará, se encontraba a casi doscientos cincuenta kilómetros al sur de Santarem, pero llegar hasta allí no era del todo fácil. Un inestable hidroavión le había dejado en mitad del río. Una embarcación debería recogerle y dejarlo en el muelle de una estancia, alejada de ojos indiscretos.

El padre August Lienart intentaba mantener el equilibrio en aquella estrecha canoa que se deslizaba sobre las oscuras aguas del río Tapajós mientras intentaba matar a los insectos que se pegaban a las venas de su cuello. Finalmente, el indígena que conducía la embarcación entró en un pequeño brazo del río y se acercó hasta un muelle. Dos hombres fuertemente armados salieron a su paso. El indígena los conocía, así que levantó la mano para pedirles que sujetasen el cabo con el que amarrar la embarcación.

Lienart dio un salto y puso sus pies en el muelle de madera. Allí, uno de los hombres le pidió que le siguiese con claro acento alemán. Era joven, alto, robusto. Seguro que ni siquiera habría vivido la guerra, o si la había vivido, habría sido en las Juventudes Hitlerianas.

—Espere aquí, padre —ordenó el joven armado.

Desde un gran salón decorado con insignias del Partido Nacionalsocialista y una bandera con la esvástica colocada sobre una columna, el padre August Lienart podía divisar el cuidado jardín que rodeaba la casa principal.

Un anciano jardinero encorvado trabajaba lentamente en un pequeño huerto. A su lado se encontraba una mujer cercana a los cuarenta y cinco años, con el pelo suelto, gafas de sol oscuras y un sombrero de paja. Estaba leyendo un ejemplar de
Vogue.

—¿Cómo ha ido su viaje desde Cuba? —preguntó el propietario de la finca.

—¡Oh, perdone…! No le había visto entrar —respondió Lienart—. Bien, pero esos aviones son bastante incómodos e inseguros.

—Por cierto, ¿cómo está su padre?

—Ha muerto —respondió August Lienart, lacónico.

—Vaya, no sabía que estuviese enfermo.

—No lo estaba. Alguien lo mató en su hotel de La Habana.

—¡Qué curioso! No había oído nada al respecto.

—Lo sé. Sucedió ayer mismo, por eso no se ha enterado todavía. Creo que he corrido más aprisa que las noticias de Odessa —precisó August.

El propietario de la estancia miró al cielo e hizo un gesto como olisqueando el ambiente.

—Hace muy buen día y parece que hoy por fin no va a llover. Paseemos —dijo.

Los dos hombres salieron al jardín y comenzaron a pasear por un sendero abierto artificialmente. A medida que se iban acercando, Lienart volvió a fijarse en el jardinero y en cómo la mujer había abandonado la lectura para ayudarle a levantarse. Al quitarle el sombrero, un mechón de pelo blanco cayó sobre su rostro, húmedo por el sudor. Lienart descubrió en él al hombro al que había ayudado a escapar tan sólo trece años atrás. Ahora, era solamente una caricatura del que había sido el destructor de naciones, el conquistador de Europa, el aniquilador de pueblos, el máximo responsable de la muerte de más de sesenta millones de personas. Aquel líder que hipnotizaba a sus seguidores durante las concentraciones del Partido Nacionalsocialista en el Campo Zeppelín de Núremberg era ahora un anciano de casi setenta años, con el pelo y el pequeño bigote blanco y con un cuerpo temblequeante debido al avanzado estado del Parkinson.

—¡Dios mío…! —exclamó Lienart—. Ese hombre es el Führer.

—Lo fue, amigo mío, lo fue un día —respondió Martin Bormann.

—Yo pensé que…

—Que estaba muerto… Pues no, mi querido amigo. El Führer y su esposa sobrevivieron gracias a usted y a nuestra querida Odessa. Nuestra idea era convertirlo en el nuevo Mesías de un mayor, más grandioso y más poderoso Cuarto Reich, pero su mente nos dejó hace ya muchos años. Nuestro Führer ya no está entre nosotros. Ahora su sueño de una gran Alemania, de una gran Germania, se reduce tan sólo a este pequeño huerto de verduras.

—¿Cómo llegó hasta aquí? —preguntó intrigado el padre Lienart.

—Tras acompañarle usted hasta la ciudad noruega de Kristiansand, fue recogido por el U-977. El 4 de mayo, al finalizar la guerra en el mar, el U-977 se encontraba a la altura de la costa noruega. Ignorando la orden de rendición, puso rumbo oeste, hacia el Atlántico, hacia Argentina. Tras sesenta y seis días de navegación en inmersión, utilizando el snorkel, la condición de la nave y de su tripulación era ya lamentable. El U-977 siguió su viaje navegando en superficie y al cabo de ciento cinco días arribó a Mar del Plata el 17 de agosto de 1945. Tras conseguir desembarcar al Führer y a su esposa en una zona asegurada por Odessa, el U-977 y su tripulación se rindieron en Argentina para posteriormente ser entregados a Estados Unidos.

—¿Siguió usted la misma ruta? —preguntó Lienart.

—Yo llegué antes a Argentina. Cuando escapé del búnker de la Cancillería, pocos días después del supuesto suicidio de nuestro Führer, me dirigí hacia Berchtesgaden para continuar mi ruta hacia Bad Gastein y finalizarla en San Girolamo, bajo la protección de nuestros buenos amigos el obispo Hudal y el padre Draganovic. Me facilitaron la documentación necesaria para poder llegar sano y salvo a la ciudad de Flensburg. Desde allí alcancé la ciudad danesa de Lakolk y pude embarcarme en el U-530, que me trajo hasta Argentina.

Pero esos submarinos no fueron los únicos, ¿no?

—Ni mucho menos, joven. El gran almirante Dönitz, al hacerse cargo del gobierno como legítimo heredero del Führer, no estaba dispuesto a que alguno de nosotros pudiera arrebatarle el poder en el futuro, así que prefirió embarcarnos al mayor número de líderes del partido en unidades de la flota submarina de la Kriegsmarine.

—No sabía que hubieran destinado más unidades a Odessa.

—Por supuesto, querido joven. No sólo fueron el U-530 y el U-977. También participaron en las rutas de evasión de Odessa el U-325, el U-400, el U-1021 y muchos otros.

—¿Por qué se instalaron en Brasil? —preguntó August interrumpiendo el relato de Bormann.

—Yo ya me había instalado aquí, porque Argentina se puso demasiado interesante para los judíos y aliados que nos buscaban. Me encontré con demasiados rostros conocidos, como Eichmann, Barbie, Mengele y Stangl, así que decidí instalarme aquí. Durante un tiempo, el Führer y su esposa vivieron en la isla de Huemul, en el corazón de las cumbres de Bariloche. Permanecieron protegidos por Odessa hasta que en 1950 estuvieron a punto de ser localizados por los servicios de inteligencia británicos. Eso nos obligó a tener que trasladarlos aquí, a Itaituba, en donde han vivido desde entonces. Esta finca será para ambos el último rincón del mundo que verán sus ojos.

—Siempre pensé que usted también…

—¿Que habría muerto…? Pues ya ve, estoy vivo y sano, y en este lugar no siempre es fácil. Caminemos —le invitó Bormann.

—¿Cuántos días estuvo en San Girolamo? —preguntó Lienart.

—Estuve muy poco tiempo. Creo recordar que tan sólo permanecí allí unos tres días, hasta que la Oficina Vaticana para los Refugiados me facilitó documentos falsos con los que pasar inadvertido. Lo que esos americanos no sabían es que mi hijo Adolf Martin llevaba años estudiando en el colegio Teutónico, preparándose para el sacerdocio bajo la protección del obispo Hudal. El problema era que Génova y sus alrededores estaban demasiado vigilados por los servicios de inteligencia aliados. Muchos de los nuestros habían huido por ese puerto a través de Odessa, o intentaban hacerlo. Yo preferí viajar hacia el norte, hacia Dinamarca, y desde allí crucé el Atlántico con el submarino.

—¿Cómo es posible que usted llegase antes en el U-530 que el Führer en el U-977? —preguntó intrigado Lienart.

—El capitán Heinz Schäffer, al mando del U-977, perdió demasiado tiempo ayudando a su propia tripulación. Treinta de sus tripulantes estuvieron de acuerdo en ir a Argentina, pero dos querían ir a España y dieciséis, la mayoría con familia, regresar a Alemania. Estos últimos desembarcaron a la noche siguiente cerca de Bergen, dejando al U-977 sin la mayor parte de sus tripulantes más experimentados. Por eso el U-530, al mando del capitán Otto Wermuth, en el que yo navegaba, llegó antes que el U-977 a Argentina. Yo llegué el 10 de julio y el U-977 arribó cinco semanas después.

—Lo que no entiendo es por qué mi padre estaba tan interesado en que yo me entrevistase con usted. Aún no lo entiendo.

—Yo siempre digo que hice mi trabajo correctamente, eso es todo. Un trabajo corriente en un lugar de trabajo corriente para un jefe corriente —dijo Bormann—, pero, antes de continuar con nuestra conversación, me imagino que deseará asearse y descansar. El regreso al Vaticano será largo. Después de la cena le explicaré por qué su padre quería que usted hablase conmigo.

Los dos hombres se separaron durante unas horas.

Tras darse una larga ducha de agua fría bajo un rústico sistema de cañerías, Lienart permaneció apoyado contra la pared, bajo el chorro de agua, intentando recordar las últimas palabras pronunciadas por su padre. Su mayor miedo era poder mirar a los ojos a su madre, que esperaba noticias en la residencia familiar en Venecia. Una voz le indicó que Bormann deseaba reunirse nuevamente con él.

—Padre Lienart, el Reichsleiter Bormann está esperándole en el comedor principal —indicó el mismo joven que le había escoltado desde el muelle aquella mañana.

En el salón se alzaba una mesa repleta de comida típicamente alemana —jabalí, conejo, corzo y salchichas— regada con vinos y cervezas también alemanas.

Una voz procedente del otro lado de la estancia retumbó en la habitación.

—Coma, mi querido amigo, coma estos manjares que me traen semanalmente desde la mismísima Alemania.

—Es increíble probar todo esto en un lugar así… —dijo August.

—Si uno tiene poder, dinero y medios, todo es posible, mi querido amigo Lienart —respondió Bormann.

—¿El Führer y la señora Hitler no cenan con nosotros?

—Ya hace mucho tiempo que nuestro Führer no está entre nosotros, como ha podido comprobar. Ellos hacen su propia vida, siempre sin salir de esta estancia. No podemos arriesgarnos a que alguien descubra su identidad. Eso sería peligroso para muchos de nosotros. ¿No le parece?

August Lienart no respondió. Tan sólo se limitó a servirse un poco de carne y ensalada en su plato, en el que podía verse grabada la insignia del partido.

—Vayamos al porche. Estaremos más frescos a esta hora —invitó Bormann.

—¿Pudo usted hablar con el Führer sobre lo que ocurrió en Alemania? —pregunto el padre Lienart con interés.

—A un dictador no se le deben recordar nunca sus errores. Es una necesidad psicológica. De otro modo, perdería la confianza en sí mismo —precisó el antiguo secretario de Hitler—. Déjeme decirle que cuanto más absurdas eran la ideas del Führer, más entusiasmo mostrábamos hacia ellas los que le rodeábamos. Todo lo que había que hacer era presentar unos preparativos espectaculares y seguir teniendo la seguridad de que sus planes se desarrollaban con total rapidez. Luego, gradualmente, poco a poco, se sembraban rumores que indicaban que ese plan tendría que postergarse por problemas externos hasta llegar a desplazar la gloriosa idea del Führer. Hablar de aplazamientos inducía al autor del proyecto a indagar sobre sus primeros entusiasmos. Poco a poco, se va arrinconando la idea hasta casi olvidarla por completo, y eso sucedía con el Führer.

—¿Cree usted realmente que podría existir un Hitler II? ¿Un heredero? ¿Un reflejo del Führer que sea capaz de traer al mundo un Cuarto Reich? —preguntó Lienart.

—Déjeme decirle algo, amigo Lienart, y créalo de la misma forma en que usted y yo estamos aquí ahora mismo. Debo señalarle que un Hitler II se parecería tan poco a nuestro Führer como Napoleón III a Napoleón Bonaparte —respondió Bormann mientras daba un largo sorbo a su cerveza—. Un hombre fuerte y que pudiera ser un digno sucesor del Führer no tendría intención de hacerse cargo de un papel ya hecho, y en eso tenemos experiencia.

—¿Quiere decir que sería imposible un nuevo Hitler sin haberse criado junto al Führer original? —preguntó el religioso.

Bormann se quitó el sombrero panamá de la cabeza y, con un pañuelo que sobresalía del bolsillo trasero de su pantalón de lino, se secó el sudor de la calva.

—Evidentemente, amigo Lienart, ese nuevo Hitler debería haber sido miembro del partido, pero sin haber desempeñado una parte activa en la persecución de los judíos. Debería haber estado lo suficientemente cerca de Hitler como para beneficiarse con el sello de su legitimidad, pero, al mismo tiempo, haberse hallado lo suficientemente lejos como para no haber sido contaminado por el olor nauseabundo de los hornos crematorios.

—Eso va a ser difícil para los hombres de su generación. De una u otra forma, participamos en mayor o menor medida. Desde los que lanzaban el Ziklon B en los conductos de las cámaras de gas hasta los que ayudamos a huir a muchos de ustedes a cambio de oro y riquezas —precisó Lienart.

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