El Oro de Mefisto (54 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Pues muy a salvo no me he sentido con un tipo en mi baño intentando golpearme con una porra para después matarme, ni con un tipo con una daga luchando con otro en mitad de mi baño. Como puedes ver, no es muy seguro darse una ducha en Roma estos días —dijo Elisabetta con una sonrisa sarcàstica.

—No quiero que te hagan daño, tan sólo eso —dijo August mientras le daba la mano.

—Todas las cosas que llegan y nos alcanzan acaban haciéndonos daño y después se van. Quizás me ha pasado eso contigo. Hubiera preferido que ese tipo, ese tal Luigi, me hubiese torturado. Al fin y al cabo, sabía cuál era su objetivo desde el principio. Tú, en cambio, prefieres llegar, golpearme, hacerme daño y apartarme de tu camino. Eso me parece más cruel. Debías haberme dejado pasar. No haberme dejado entrar en tu vida —aseguró Eli mientras retiraba su mano de la de August.

—¿Crees que no sería más fácil para mí continuar contigo?

—En la vida no hay premios ni castigos, sino consecuencias. Tú fuiste quien me buscó. Yo sólo estaba ahí —protestó Elisabetta—. ¿Por qué no revisas los textos de San Agustín, ya que vas a ser sacerdote? Dijo que los hombres están siempre dispuestos a curiosear sobre las vidas ajenas, pero les da pereza conocerse a sí mismos y corregir su propia vida. Tal vez deberías intentar conocerte un poco mejor.

—¿Y qué quieres que haga? Quizás seguir contigo, con nuestra relación, haga que los dos estemos satisfechos, pero podría ponerte en peligro, y eso es lo que no deseo.

—¿Sabes? El padre Bibbiena me dijo un día que es al separarse cuando se siente y se comprende la fuerza con que se ha amado, y eso tal vez nos ocurra a nosotros. Pero cuando llegue ese momento, mirarás atrás y yo ya no estaré. No lo olvides, August. No lo olvides nunca —dijo Elisabetta mientras comenzaba a caminar hacia la salida del callejón para perderse en una esquina sin mirar siquiera hacia atrás.

August permaneció sentado en el banco de piedra, perdido en aquella ciudad, sin saber qué hacer. Acababa de cerrar una página importante de su vida. Había aprendido a amar a aquella joven y había aprendido a renegar de su amor. «¿Qué mayor prueba de amor?», pensó mientras se perdía por las estrechas calles de Roma rumbo al Vaticano. Bajo aquella gran cúpula, una nueva vida le estaba esperando y Elisabetta era, sin duda, una traba en aquella nueva carrera de ambición que iba a iniciar. Para August, Eli había sido sólo una estación más.

Al cruzar el puente de Sant'Angelo, en su camino hacia la ciudad del Vaticano, Lienart divisó la oronda figura del comisario Angelo di Cario, junto a un vehículo policial estacionado justo en la puerta del castillo de Sant'Angelo.

—Buenas tardes, comisario —saludó Lienart.

—Buenas tardes, señor Lienart, le estaba esperando.

—Padre. Puede llamarme padre Lienart —precisó August.

—Vaya, vaya… Veo que ha ascendido usted desde la última vez que nos vimos.

—El Santo Padre ha tomado la decisión de firmar una licencia papal que me convierte en sacerdote gracias a los servicios prestados a la Iglesia.

—¿Y qué servicios son ésos? —preguntó el policía.

—¿Servicios…? Orar a Dios, ayudar a otras personas…

—¿Incluso cuando esas personas no merecen ser ayudadas? —inquirió Di Cario.

—Incluso cuando no merecen ser ayudadas… —respondió Lienart.

—Caminemos —propuso Di Cario mientras cogía a Lienart del brazo y se dirigían hacia un pequeño puesto situado en Lungotevere—. ¿Le apetece un café?

—No, muchas gracias, comisario.

—Sólo quería verle para expresarle mi agradecimiento por su particular regalo —dijo Di Cario sin dejar de mirar a los ojos a aquel joven sacerdote.

—No sé a qué se refiere. Yo no le he hecho ningún regalo —respondió Lienart.

—¿No? Pues me sorprende no ver a su chófer, ese tal Luigi, con usted.

—No le he visto desde hace días. Debe de estar emborrachándose en algún lugar de mala muerte.

—No lo creo, querido amigo —precisó el comisario.

—¿Por qué no lo cree?

—Tal vez porque lo encontramos muerto en su coche. Alguien lo ha estrangulado.

—¡Qué horror, comisario! Ya no se puede pasear tranquilo por esta ciudad —dijo Lienart con cara de falsa sorpresa.

—Sí, así es. Está llenándose de extranjeros indeseables a los que preferiríamos no tener por aquí, mi querido padre Lienart.

—Estoy de acuerdo con usted. Cada vez es más difícil no encontrarse en Roma con ese tipo de gente. Nos obligará a tener que aprender a defendernos por nosotros mismos —aseguró Lienart.

—Eso está bien, siempre y cuando no nos convirtamos en parte del problema —dijo Di Cario mientras daba un pequeño sorbo a su café.

—La mayoría de las personas gastan más tiempo y energías en hablar de los problemas que en afrontarlos. Yo soy de los que prefieren no gastar energías en hablar de ellos y resolverlos. ¿Usted qué prefiere, comisario? ¿De qué es más partidario?

—La finalidad del castigo es asegurarse de que el culpable no reincidirá en el delito. Yo soy partidario de esto, pero manteniendo siempre un orden en la ejecución de ese mismo castigo. Si no, nos convertimos en Dios —respondió Di Cario.

—¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre? —precisó Lienart mirando cómo el sol se ponía en las cercanas colinas que rodeaban la ciudad—. El primer castigo del culpable es que su conciencia lo juzga y no lo absuelve nunca. Después, ya habrá alguna mano que se ocupe de impartir esa justicia que muchos desean, pero que pocos se atreven a llevar a cabo.

—Habla usted como esos justicieros de las novelas baratas, padre Lienart. ¡Triste época la nuestra! ¡Triste época la que nos ha tocado vivir a usted y a mí! Si la justicia existe, tiene que ser para todos; nadie puede quedar excluido, de lo contrario, ya no sería justicia. Sería injusticia, y la última vez que alguien dirigió una sociedad injusta, murieron millones de personas en una guerra mundial.

—Está usted muy filosófico, comisario Di Cario, y eso a veces impide ver el horizonte real —apuntó Lienart.

—Puede, padre, puede que tenga usted razón, pero sin duda ya hay muchos que no dejaremos de vigilar a todos aquellos que deseen gobernar una sociedad injusta. Tenemos que estar atentos.

—Comisario, debo irme. Espero que algún día venga usted a visitarme al Vaticano. Le invito a que venga con su familia.

—Muchas gracias, padre Lienart, pero ya sabe cómo somos los italianos. Entramos en casa de uno y conseguimos hacernos con el control de la cocina —dijo el policía con una amplia sonrisa mientras estrechaba la mano del religioso—, y no creo que eso guste mucho a Su Santidad. Imagínese a toda una familia romana cocinando en el Vaticano.

—Comisario Di Cario, espero volver a verle algún día —dijo mientras le estrechaba la mano.

—Téngalo por seguro, mi querido y joven padre Lienart. Nos volveremos a ver. No lo dude.

Mientras August se alejaba caminando hacia la Via della Conciliazione, comenzó a pensar en que aquella mañana de diciembre de 1948 iba a convertirse en el primer día del resto de su vida. El Vaticano se encontraba esos días revuelto por la detención en Hungría del cardenal primado Joseph Mindszenty. Sin duda, los comunistas se habían convertido en los nuevos enemigos a los que combatir y, en las décadas siguientes, los criminales de guerra nazis dejarían de ser los objetivos prioritarios a los que perseguir.

Capítulo XV

Diez años después...

La habana, 1.958

Entre 1674 y 1797, La Habana se extendía desde la muralla para proteger a sus habitantes de los ataques piratas. El vértice de esa protección era el paseo del Prado, núcleo principal de la vida social habanera ya en aquella época. Dentro de la vida social actual, el hotel Sevilla Biltmore era uno de sus mayores símbolos desde que se había inaugurado en marzo de 1922. Su centro social y de conspiraciones, a las mismas puertas del Palacio Presidencial, era el patio de estilo morisco con sus arcadas y mosaicos inspirado en el Patio de los Leones de la Alhambra de Granada.

En esos días, este símbolo del lujo estaba bajo el mando de Amleto Battisti, un simpático y poderoso corso amigo de gánsteres como Lucky Luciano, Bugsy Siegel, Meyer Lansky, Santo Trafficante o Al Capone, pero también de otros famosos que pasaban por el establecimiento, como las actrices Josephine Baker, Merle Oberon o Gloria Swanson; el boxeador Joe Louis; los jugadores de béisbol Ted Williams y James Roy; o el cantante Enrico Caruso. Battisti se preciaba de que cada mes pasaba por su hotel una nueva remesa de prostitutas para goce exclusivo de sus huéspedes.

El sonido del teléfono despertó a los tres cuerpos desnudos que dormían en el gran dormitorio de la suite 615.

—¿Herr Lienart? —dijo una voz al otro lado del teléfono.

—Sí —respondió Lienart con tono aún somnoliento—. ¿Quién es?

—Soy Walther Hausmann, Herr Lienart.

—¿Y qué quiere a esta hora?

—Tenemos un problema de seguridad.

—¿Qué problema?

—Con tres protegidos.

¿A qué protegidos se refiere? —preguntó Lienart.

—A Derig, Schumann y Veckler —respondió Hausmann.

—¿Y cuál es el problema?

—Hemos sabido que uno de ellos ha estado en contacto con los americanos, posiblemente con sus servicios de inteligencia, para negociar su seguridad futura en caso de ser descubierto a cambio de dar nombres de nuestra organización.

—¿Cómo hemos sabido que es uno de ellos? —preguntó Lienart.

—Nuestro informador, muy bien situado en el nuevo gobierno alemán, nos ha confirmado que es un antiguo médico de las SS y Odessa sólo situó a tres. Los doctores Boris Derig, Hörst Schumann y Janku Veckler.

—Y Josef Mengele. No lo olvide —precisó Lienart.

—No lo olvido, Herr Lienart pero el doctor Mengele está escondido bajo nuestra protección en una casa de Odessa en el barrio de Vicente López, en Buenos Aires. Estamos seguros de que el traidor debe de ser Derig, Schumann o Veckler. Uno de ellos está negociando su propia seguridad con los estadounidenses a cambio de nombres, direcciones, rutas de evasión… —precisó Hausmann.

—Pero sólo Schumann fue instalado en Estados Unidos… —apuntó Lienart.

—Sí, pero la oferta de información fue realizada en la Embajada de Estados Unidos en Estocolmo, así que no es fácil saber quién de los tres es. Necesito una autorización de sanción.

—¿Para los tres?

—Para los tres, Herr Lienart —dijo el asesino de Odessa.

—¿Por qué no esperamos para confirmar quién es el traidor? —propuso el magnate francés.

—No hay tiempo. Cuanto más tiempo dejemos pasar, en mayor peligro se encontrará nuestra organización. O erradicamos el problema, extirpando el tumor, o puede que luego sea ya tarde, Herr Lienart.

—¿Me está pidiendo que sancione a tres hombres para descubrir quién de ellos es un traidor?

—Exacto. Casi diez mil miembros de la Gestapo, de las SS, incluso de la Wehrmacht, fueron sacados de Europa para evitar que cayesen en manos de los Aliados. Muchos de ellos habrían acabado en la horca si Odessa no hubiera conseguido sacarlos de Europa hacia refugios seguros en Estados Unidos, Gran Bretaña, Finlandia, Argentina, Brasil, Paraguay, Siria o Egipto. Si dejamos que uno de ellos se convierta en un traidor, puede poner en peligro a muchos de nuestros protegidos —dijo Hausmann—. Debe decidir una cuestión de matemáticas. Tres o diez mil.

Durante unos segundos Lienart permaneció en absoluto silencio hasta que éste fue roto por una sencilla pregunta.

—¿Quién se ocuparía de la sanción?

—Del doctor Schumann, en Saint Paul, Minnesota, yo mismo. Del doctor Derig, en Oulu, Finlandia, se ocupará Müller. Del doctor Veckler, en Finsbury Park, se ocupará la señora Oberhaser.

—Quiero que el trabajo sea rápido y limpio. Me importa un bledo el traidor, pero los otros dos protegidos no tienen nada que ver con la traición. Quiero, por ellos, que sea lo más rápido posible —ordenó Lienart.

—¿Entonces? —preguntó Hausmann.

Tras unos segundos de duda, Lienart respondió.

—Sanción concedida.

Tras colgar el aparato, volvió a la cama, en donde le aguardaban dos adolescentes mulatas. Habían pasado casi diez años desde que Andreas Masson, el jefe del servicio secreto suizo, le ofreció dos millones de francos suizos en oro por abandonar Suiza. Habían pasado casi diez años desde que llegó en un barco al puerto de La Habana. Habían pasado casi diez años desde que trasladó el centro de operaciones de Odessa a aquel lujoso hotel de La Habana.

Saint Paul, Minnesota

Walther Hausmann seguía de cerca a aquel Ford Fairlane 500 de color rojo. Desde esa distancia podía ver su interior. Dos niños de entre siete y diez años no paraban de jugar en el asiento trasero. Lo conducía un hombre de unos cuarenta y cinco años, con cuidada barba y gafas oscuras para el sol. Se detuvo ante un café llamado Tony's. Allí permanecieron unos tres cuartos de hora. Cuando el conductor bajó del vehículo, el asesino de Odessa comprobó la identidad de Kermit Marzec con la fotografía en blanco y negro que tenía del doctor Hörst Schumann.

El médico estaba especializado en el estudio de los rayos X y su efecto sobre la esterilidad. Schumann había realizado un gran número de estos experimentos en hombres y mujeres durante su estancia en el campo de Auschwitz, aplicándoles grandes dosis de radiaciones en ovarios y testículos. Aquel adorable padre de familia que formaba parte de aquella comunidad de Estados Unidos había conseguido la castración, la total esterilidad de los prisioneros, en tan sólo seis o siete minutos, algo que había alegrado mucho al mismísimo Heinrich Himmler.

El enviado de Odessa siguió de cerca el vehículo de Schumann hasta la puerta de un instituto, donde se apearon los dos niños. Hausmann observó cómo el antiguo médico de las SS se despedía de ellos con un beso en sus cabezas.

Seguidamente, siguió al Ford por Grand Avenue hasta la estatal 35. Hausmann se detuvo en la entrada de un gran puente de hierro que atravesaba el Mississipi. A mitad del puente, observó que el Ford giraba a la derecha y se dirigía hacia un grupo de edificios industriales. En lo alto de uno de ellos podía leerse Marzec's Enterprises Scrap Metal. El antiguo médico de las SS se apeó para abrir una gran reja. No había seguridad o, al menos, no se divisaba desde donde se encontraba el asesino de Odessa. Hausmann bajó del coche y corrió hacia la planta de chatarra, refugiándose en uno de los edificios. Parecían las oficinas centrales. Allí permaneció escondido.

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