El Oro de Mefisto (27 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Soy el capitán Peter Baumgart de la Luftwaffe. Vengo en misión secreta —gritó el piloto.

—Soy August Lienart y él es el sargento Ulrich Müller. Se nos ha ordenado viajar con ustedes hasta el siguiente punto. Debo asegurarme de que sus pasajeros son evacuados sin peligro.

—Perfecto —respondió Baumgart—. Déjeme que apague el motor. Creo que mis pasajeros van a necesitar su ayuda para salir del aparato.

Hasta ese momento, los dos pasajeros, un hombre embutido en un gran abrigo y una joven de unos treinta años con el pelo recogido bajo una gorra del 136° Regimiento de Cazadores de Montaña Gebirgsjäger con un edelweiss prendido en un lado permanecían sentados en la oscura e incómoda cabina en absoluto silencio.

—Pueden ustedes bajar del avión si lo desean. Aquí están a salvo —dijo Lienart a los dos pasajeros a los que, debido a la oscuridad, aún no había conseguido verles el rostro.

Una mano temblorosa comenzó a salir del avión dando paso a un tipo enclenque embutido en un abrigo demasiado pesado para aquel cuerpo.

—Déjeme. Yo le ayudaré —dijo la mujer saliendo rápidamente del avión, apartando a Lienart.

Bajo el foco de luz blanca, Lienart y Müller pudieron observar atentamente los rostros del hombre y de la mujer que habían llegado en aquel avión. Müller se puso firme, juntó los tacones sonoramente y levantó el brazo.

—Heil, mein Führer —
saludó.

—No, por favor, no. No es necesario que nos saluden así —rogó Eva Braun.

—Mi Führer, es un honor verle aquí, sano y salvo. Igual que a usted, distinguida señorita Braun —dijo Lienart aún balbuceando por la sorpresa.

Lienart recordaba la última vez que había visto al Führer. Había sido durante una visita familiar que habían hecho al Berghof hacía siete años, justo un año antes de la invasión alemana de Polonia, el desencadenante de la Segunda Guerra Mundial. Él era tan sólo un adolescente de dieciséis años al que le importaba bien poco la política. Recordaba aún haber jugado con
Blondie
, el perro de Hitler, haber dado un largo paseo con alguno de los hijos de los Goebbels, e incluso haber estado hablando de arquitectura con el ministro Speer.

—Llámeme señora Hitler, o mejor, Llámeme Eva —pidió la esposa del Führer.

—Por favor, les hemos preparado un lugar donde podrán comer algo caliente hasta que el capitán Baumgart tenga preparado el avión para reemprender el vuelo —anunció Müller.

—Sargento Müller, avísenos cuando esté todo listo para partir nuevamente.

—De acuerdo, Herr Lienart. Les avisaré cuando todo esté preparado.

Müller volvió a ponerse firme ante el Führer.

—El vuelo será largo hasta nuestro nuevo destino —anunció Lienart a Hitler y Eva Braun—. Es mejor que descansen un poco y coman algo. El viaje puede ser duro y peligroso. Aunque las fuerzas alemanas aún controlan el suelo de Noruega, es la RAF la que se ha apoderado de sus cielos.

—¿Cuál es nuestro destino? Me gustaría saberlo para preparar el avión —apuntó el capitán Baumgart.

—Nuestro destino final será el puerto noruego de Kristiansand. Allí el Führer y su esposa serán recogidos por un submarino y llevados a un lugar seguro.

—¿Cuál será ese lugar? —preguntó el piloto.

—No es necesario que usted lo sepa. Cuanta menos gente lo sepa, menos peligro habrá de que nuestro Führer sea localizado por los Aliados. Tan sólo acate órdenes y ocúpese de llevarnos sanos y salvos hasta Kristiansand. Sólo eso —dijo Lienart—. Y ahora, vaya a preparar el avión. No tenemos mucho tiempo.

Junto a aquel joven seminarista, Hitler daba la impresión de mostrar una serenidad melancólica y hablaba de la muerte como si de una liberación se tratase.

—¿Conoce usted la expresión
menetekel
? —le preguntó Hitler.

—No, señor.

—Es una palabra alemana que se podría traducir como «signo misterioso». Está tomada de la Biblia —dijo el Führer—, de Daniel 5:25. Cuando el rey Baltasar de Babilonia ve escritas en las paredes las misteriosas palabras «
Mene tnene tequel ufasrin
» que le anuncian que sus días están contados.

Durante las horas siguientes, Hitler permaneció en un silencio absoluto. Vestido con la misma ropa con la que se había escapado del búnker de Berlín, se mantenía caliente con el largo y pesado abrigo gris, que no había descolgado de sus hombros. Aquel abrigo parecía a los ojos de Lienart que pesaba una tonelada viendo cómo caía sobre aquel cuerpo encorvado, rendido y derrotado. De repente, Hitler retomó la palabra con otro discurso incoherente.

—Yo soy el Führer y tal vez debería haber convencido a los americanos de que sólo había una única persona en situación de pararles los pies a los bolcheviques, y ése era yo, y el partido y el actual estado alemán.

Lienart permaneció en silencio ante aquel anciano de ojos vidriosos.

—Si el destino lo decide de esta manera, yo desapareceré como un oscuro fugitivo del escenario de la historia. Pero me parecería mil veces cobarde suicidarme. Mi destino, joven, es guiar a las generaciones venideras hacia un Cuarto Reich y ésa será mi misión a partir de ahora —sentenció Hitler.

—Mi Führer, ¿cree que los ingleses terminarán haciendo la guerra contra los comunistas? —preguntó Lienart.

—Sin duda. Sólo una alianza germano-británica podría haberlo impedido. Año tras año, Alemania estuvo haciendo la corte al Imperio Británico, persiguiendo con ello la idea de mantener alejados de los asuntos del Viejo Mundo a Rusia y a Estados Unidos. Yo soy el Führer y soy, o mejor dicho, era, la última oportunidad para Europa. Europa no puede ser conquistada con simpatía y persuasión. Eso ya lo intenté a finales de los años treinta. A Europa hay que violarla para conseguirla. La meta de mi vida y de las generaciones venideras será la causa del exterminio del bolchevismo. Ese estúpido pomposo de Mussolini, ese inepto italiano dio al traste con mis planes. Su estúpida invasión de Grecia demoró seis semanas el comienzo de nuestra campaña contra Rusia y, ¿qué provocó?, la catástrofe invernal a las puertas de Moscú. ¡Todo habría sido distinto si me hubiera hecho caso! Los italianos y su improvisación. El paseo triunfal que Mussolini pensaba dar en tierras griegas se transformó en una pesadilla que casi culmina en una catástrofe militar si no llegamos a intervenir nosotros —explicó Hitler mientras no dejaba de golpear con su puño cerrado la mesa de madera que se encontraba frente a él—. Los griegos opusieron una tenaz resistencia y, después de unos días de combate, rechazaron a las tropas italianas más allá de la frontera con Albania, hasta conquistar Coriza. De invadidos, los griegos pasaron a ser los invasores, y de no haber intervenido nosotros, los griegos hubieran terminado paseando por las calles de Roma. Todos los refuerzos que teníamos preparados para la campaña contra Rusia tuvimos que desviarlos a Grecia si no queríamos que los Balcanes cayeran en manos aliadas. Si caía Grecia, caían los Balcanes, y si caían los Balcanes, caía Italia. Que estúpido fue. ¿Qué habrá sido de él?

—Mi Führer —interrumpió Lienart para llamar la atención de aquel hombre que no paraba de temblar debido al Parkinson—, el Duce fue ejecutado hace dos días. Su cuerpo y el de su amante, Clara Petacci, fueron colgados en una plaza de Milán a la vista de todos. Los fusilaron sin ni siquiera tener un juicio justo.

—¿Están muertos? ¿Cómo pueden estar muertos? ¿Cómo pueden estar muertos…? —repitió Hitler sin acabarse todavía de creer lo que le había revelado el joven Lienart.

—Sí, señor. Están muertos. Lo siento, mi Führer.

—No puede ser, tengo que hablar con él, debo reunirme con él en Roma… —dijo Hitler fijando su mirada en el vacío mientras se sujetaba su mano derecha, en constante movimiento.

Eva Braun, a su lado, le cogió la mano cariñosamente y le dijo algunas palabras en alemán, dulces y afectuosas, al oído, con el fin de tranquilizarlo.

—Mi Führer —dijo Lienart—, a usted no le pasará eso. Esté tranquilo. Odessa se ocupará de ponerle a salvo junto a su esposa en un lugar seguro. Usted sólo cuídese y nada más. Déjenos el resto a nosotros. Ya ha hecho bastante.

El silencio quedó roto repentinamente por la voz del capitán Baumgart.

—Todo listo,
mein Führer
. ¿Señora Hitler? Todo está preparado para partir —anunció el oficial de la Luftwaffe.

—Müller y yo también iremos con usted —dijo Lienart.

—Vamos a tener que hacer un hueco. No es un avión de pasajeros, sino un bombardero —protestó Baumgart.

—Me da igual lo que sea ese cacharro. Nos llevará con el Führer hasta Kristiansand. Ésas son mis órdenes y son los deseos del Führer.

El oficial de la Luftwaffe entendió que poco podía hacer discutiendo con aquel joven francés tan soberbio, así que dio media vuelta y se dirigió hacia el avión, estacionado en la pista.

—Es la hora, mi Führer. Debemos irnos ya —dijo Lienart mientras le ayudaba a levantarse de la silla en la que estaba sentado. Eva Braun, tocada aún con la gorra del regimiento de montaña, sujetaba a Hitler por el otro brazo para ayudarle también y caminar los pocos metros que les separaban del avión en la pista del aeródromo.

A pocos kilómetros de allí y cuando el Arado Ar 34 levantaba ya el vuelo sobre los tejados de Tønder con los importantes pasajeros a bordo, los dos agentes de la OSS decidieron entrar en la casa de Dagmar Jørgensen.

Nolan Chills, armado con una Walther con silenciador, entró por la puerta trasera, y John Cummuta lo hizo por la puerta principal. No se oía nada. Cummuta alcanzó el pequeño salón, donde había una estufa de hierro encendida en un rincón. Notaba el calor. Chills entró en la cocina y observó una taza de café sobre la mesa y un cigarrillo que aún desprendía humo. Tras tocar el recipiente, comprobó que estaba caliente. Los dos agentes de la OSS se encontraron en el estrecho pasillo, situado junto a la escalera.

—Esta zona está limpia —murmuró Chills mientras señalaba con su arma el piso superior.

Los dos agentes aliados comenzaron a ascender por la escalera. Al llegar al descansillo, se separaron. Chills se dirigió hacia el dormitorio principal y Cummuta, cuchillo en mano, al dormitorio de invitados. El yugoslavo se sentía más seguro con una hoja de su Fairbairn-Sykes entre las manos que con una pistola.

Al entrar, vio una gabardina mojada sobre la cama. Palpó los bolsillos para comprobar si el propietario había olvidado alguna documentación. A continuación, se acercó al armario. Cuando se disponía a abrirlo, la puerta se abrió violentamente golpeándole en la frente y obligándole a retroceder. Jørgensen se situó frente a él armado con un hacha.

—Te voy a cortar tu puta cabeza —gritó el danés.

—Antes tendrás que alcanzarme —respondió el espía al mismo tiempo que le propinaba a Jørgensen una fuerte patada en la ingle.

Los dos hombres comenzaron a lanzar cuchilladas y hachazos en el aire mientras el contrincante detenía el ataque y se lanzaba inmediatamente al contraataque.

—Soy un soldado de las SS y ya verás lo que hacemos con tipos como tú —fanfarroneó el danés.

—Ya verás lo que hacemos los yugoslavos con un cerdo colaboracionista como tú —respondió Cummuta.

Los dos hombres se lanzaron al ataque y sus cuerpos fueron a dar bruscamente contra el espejo del armario. Al caer, la cara de Dagmar Jørgensen cambió de expresión. Sus ojos se volvieron vidriosos. Cummuta tenía hundida la hoja de su cuchillo en la nuca del danés y la mantuvo allí hasta que comprobó que había dejado de respirar. Mientras le extraía la hoja, le iba hablando al cadáver de Jørgensen:

—Cerdo, veo que aunque seas un puto traidor, sangras como cualquiera de nosotros. Muérete, hijo de puta.

Tras escupir sobre el cadáver, Cummuta limpió la hoja con la sangre de Jørgensen en la gabardina que había sobre la cama. Sin dejar de estar alerta, se dirigió hacia el fondo de la casa, por donde había ido Chills minutos antes.

—¿Chills? —preguntó Cummuta casi susurrando.

Antes de entrar oyó una tos seca que partía del dormitorio. Sentado en el suelo y recostado contra la cama, Chills tenía las manos sobre su vientre. Las tenía llenas de sangre. Rudolf Creutz había conseguido herirle de muerte antes de huir. La vida del antiguo gánster se iba apagando poco a poco entre los brazos de Cummuta.

—¿Qué te parece? He conseguido salir vivo de tiroteos con la banda de Capone y voy a morir en este lugar cuyo nombre no soy siquiera capaz de pronunciar —dijo Chills intentando no atragantarse con su propia sangre.

—No te preocupes. Conseguiré sacarte vivo de aquí.

—No lo creo, John… no lo creo…

A continuación, Chills expiró. Su compañero le cerró los ojos, tapó su rostro con una chaqueta y fue en busca de Creutz.

De un salto, alcanzó el piso de abajo y corrió hacia la puerta trasera. Estaba abierta. Aún con el cuchillo en la mano, permaneció en el exterior en completo silencio a la espera de poder oír algún movimiento. Repentinamente, como si de un sexto sentido se tratase, se puso en guardia y esquivó el primer ataque de Creutz, que no paraba de reír con una risa chillona.

—Te voy a matar… Te voy a matar… Te voy a matar como he matado a tu amigo. Sentí cómo el cuchillo se hundía en sus tripas. Sentí verdadero placer —dijo Creutz.

Cummuta se giró sobre sí mismo y golpeó en la nuca a Creutz cuando éste intentaba apuñalarlo en el costado. El SS quedó aturdido en el suelo embarrado. Desarmado, Cummuta agarró a Creutz y lo arrastró por un pie hasta la casa.

—Aquí no nos molestará nadie para la conversación que vamos a tener tú y yo —avisó.

Dentro de la casa, el agente observó entre las tablas del suelo, en parte tapadas por una alfombra, un pequeño haz de luz que procedía de la planta baja. Apartó la alfombra de una patada y quedó a la vista una trampilla que daba a un oscuro sótano. La abrió y arrojó el cuerpo de Creutz, que aún se reía histéricamente, a pesar de sus heridas. Era el lugar en el que Jørgensen fabricaba licor clandestino.

—Yo he sufrido a manos soviéticas lo inimaginable cuando me hicieron prisionero. Tú no les llegas ni a la suela del zapato a los torturadores del NKVD.

—Ya veremos, amigo. Ya veremos —murmuraba Cummuta acordándose de la muerte de su amigo Chills.

Tras atar al SS a una robusta silla de madera, comenzó a hacerle preguntas.

—Dime quién eres.

—No pienso decírtelo, cerdo yanqui.

—Mala contestación, amigo —dijo Cummuta al mismo tiempo que mojaba un trapo.

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