Authors: Eric Frattini
—Espere, espere, señorita Elisabetta. No dispare. Soy amigo suyo.
Debido a los nervios, Elisabetta descargó un segundo disparo, que se incrustó en el espejo del baño.
—Espere, por favor, no dispare más —intentó decir Müller—. Me envía el señor Lienart para protegerla.
Antes de que pudiese volver a disparar, Müller consiguió desarmar a la joven tras descargarle un fuerte golpe en la mandíbula.
—Lo siento, señorita Elisabetta, pero no quiero que vuelva a dispararme —dijo.
La joven, aún desnuda, permanecía inconsciente sobre el suelo húmedo del baño. Müller cogió una bata que estaba colgada en la puerta y le cubrió el cuerpo, la levantó y la depositó en la cama. Antes de abandonar el piso, cogió el teléfono y marcó un número de Frasca ti.
—¿Herr Lienart?
—Sí, soy yo. ¿Quién es? ¿Müller?
—Sí, soy Müller. Le llamo desde la residencia de la señorita Elisabetta…
Al escuchar el nombre de su amada, Lienart comenzó a mostrar signos de nerviosismo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado? No le habrá hecho nada, ¿verdad? ¡Si ha tocado uno solo de sus cabellos, le mataré con mis propias manos! —gritó Lienart.
—No, Herr Lienart. Le he salvado la vida.
—¿Cómo?
—Alguien la atacó mientras se duchaba. Creo que es el asesino de mujeres. El mismo tipo que mató a esa agente de la OSS.
—Muy bien, Müller —dijo Lienart mucho más tranquilo—. Quiero que siga las siguientes instrucciones que voy a darle.
—Dígame, Herr Lienart. Estoy a sus órdenes.
—Quiero que coja a ese tipo y lo traiga hasta Villa Mondragone. No quiero que lo toque hasta que yo no lo interrogue. ¿Me ha entendido?
—Alto y claro, Herr Lienart. Alto y claro —respondió Müller justo antes de cortar la comunicación.
Poco después, cuando la joven recuperó el conocimiento, descubrió que alguien la había acomodado en la cama y le había puesto una bata para cubrirle el cuerpo. Aún con dolor en la mandíbula debido al golpe que le había propinado Müller, Elisabetta se dirigió al baño. No había nadie. Tan sólo los efectos de la lucha entre Müller y el desconocido y las marcas dejadas por los dos disparos que había realizado. Ambos hombres habían desaparecido.
Mientras, Müller conducía un vehículo rumbo al sureste, atravesando la ciudad de Roma. Su destino era Villa Mondragone. Tras recorrer unos veinticinco kilómetros con aquel tipo en el maletero, Müller se detuvo ante una gran cancela. Al detener el motor y descender del vehículo para abrirla, pudo oír cómo el asesino había recobrado el conocimiento y pataleaba en el interior, intentando abrirlo.
El asesino de Odessa penetró en un pequeño bosque y comenzó a ascender por el estrecho camino de tierra hasta la cumbre donde se encontraba la villa. El vehículo giró a la derecha, rodeando el edificio principal y deteniéndose finalmente en la zona baja de la casa. Allí se levantaba un pequeño almacén en donde se guardaban las herramientas de jardinería.
Müller abrió el maletero, agarró al asesino y lo arrastró por los pies hasta el almacén. Allí, lo levantó en volandas y lo acomodó en una silla de hierro a la espera de la llegada de su jefe.
—Suéltame, nazi hijo de perra. Yo no he hecho nada.
Müller agarró un palo de madera y le golpeó violentamente la rodilla a la altura del menisco, haciendo gritar de dolor al atacante de Elisabetta.
El sonido de unos pasos anunciaron la llegada de August. Al entrar, descubrió el rostro del asesino de Claire bajo un amasijo de carne y sangre seca.
—Pero… —balbuceó al ver el rostro de Luigi.
—Señorito August, yo no he hecho nada. Este alemán me odia y pretende hacerle creer que yo podría hacer daño a la bella señorita Elisabetta.
Müller le golpeó el rostro con el palo, haciéndole saltar varios dientes.
—Deténgase, Müller. Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia —ordenó Lienart—. Necesito saber quién le ordenó matar a Claire y a Elisabetta. No quiero que se desmaye. Todavía.
Lienart se acercó a Luigi.
—Dígame, mi buen Luigi, ¿quién le ordenó matar a Claire y a Elisabetta?
—Yo no sé nada de eso. Créame. No sé nada —respondió el chófer entre sollozos.
Lienart se dirigió a la mesa que se encontraba al fondo del almacén. Müller había depositado allí una cuerda, igual que la utilizada para atar a Claire Ashford, y una daga M33, fabricada por Cari Eickhorn para los miembros de las SS. Lienart arrojó la daga sobre la mesa e hizo una señal a Müller. Este colocó una viruta afilada de madera bajo la uña del dedo pulgar de Luigi y, de un golpe, se la metió hasta dentro, dejando la uña levantada. Seguidamente, cogió una tenaza y se la arrancó de cuajo. El chófer no paraba de gritar.
—Vamos, vamos, amigo mío —dijo Lienart—, estoy seguro de que no es para tanto. Quiero saber quién le ordenó matar a Claire y a Elisabetta.
—Por favor… por favor… tengo esposa y tres hijos… yo no he hecho nada… —suplicaba Luigi entre lágrimas.
Lienart volvió a hacer una señal a Müller, que llevaba ya otra viruta de madera en su mano. Con habilidad, volvió a clavarla bajo la uña del dedo índice de Luigi y con la tenaza la arrancó de cuajo. Los gritos de dolor del chófer podían oírse a cientos de metros de allí, pero donde estaban, en medio de la oscuridad de Villa Mondragone, nadie acudiría en su ayuda.
—Vamos, vamos, querido amigo… no llore más. Ya sabe que el verdadero valor consiste en saber sufrir y mi querido Müller sabe cómo conseguir ese sufrimiento —dijo Lienart con el fin de consolar a Luigi—. Y ahora, volveré a preguntárselo. Quiero saber quién es usted y quién le envió a matar a Claire y Elisabetta.
—Le repito que no sé nada, señorito August. No sé nada.
—Vamos, amigo —dijo Müller acercándose al oído del desdichado—, sólo te he arrancado dos uñas de las manos. Si no respondes a Herr Lienart, te arrancaré todas las uñas de las manos y de los pies, y si continúas con tu posición de no responder a sus preguntas, te meteré las manos en guantes untados en sal.
—Ya les he dicho que no sé nada de esa Claire ni de la señorita Elisabetta.
—Entonces ¿qué hacías en su piso? —preguntó Lienart.
—Estaba siguiendo a Müller. Él es el asesino.
—Lo dudo mucho, amigo Luigi, porque fui yo quien le ordenó que protegiese a la señorita Darazzo. Así que vamos a comenzar de nuevo con las preguntas, pero antes Müller va a arrancarte otra uña.
Müller volvió a clavar una astilla de madera bajo el dedo corazón y le arrancó la uña.
—Ahora sólo te quedan diecisiete para arrancarte —advirtió Müller.
—¿Y bien, querido Luigi? ¿Vas a responder a mis preguntas? —inquirió Lienart.
—Sí… sí… pero, por favor, aparte de mí a este animal… No permita que me arranque más uñas… No deje que me golpee más…
—Muy bien, amigo Luigi, muy bien. El lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios, así que primero quiero saber quién eres y quién te ordenó contactar conmigo aquel día en la estación de ferrocarril.
—Me llamo Luigi Russo. Durante la guerra fui agente de la OVRA.
—¿Qué es eso de la OVRA? —preguntó Lienart.
—La Organizzazione per la Vigilanza e la Repressione dell'Antifascismo. La policía política de Mussolini —respondió Müller.
—Así que era mentira que fueras comunista, amigo Luigi. Eso me alegra, pero lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer más en ti, mi querido Luigi —advirtió Lienart—. Quiero saber en qué más me has mentido.
—En nada más, créame señorito August, en nada más —repetía una y otra vez con tres dedos de la mano en carne viva—. Se me ordenó que me juntase a usted nada más salir de la estación y que no le perdiese de vista durante toda su estancia en Roma. No sé quién me contrató. Nunca vi su rostro. Todas las órdenes me eran dadas vía telefónica.
—Ya sabes que si no me respondes, dejaré que Müller use su eficaz sistema contigo. Dime, amigo Luigi, ¿por qué mataste a Claire?
—Me lo ordenaron, señorito August. Me lo ordenaron.
—¿Quién te lo ordenó?
—No puedo decírselo.
Lienart hizo un gesto a Müller, que se disponía a arrancar una nueva uña a Luigi.
—Está bien… está bien… Se lo diré… Pero, por favor, no me arranque más uñas —suplicó el conductor—. Yo no sé el motivo. Nunca me lo dan. Sólo me indican a quién debo matar.
—¿Era necesaria toda esa violencia con Claire? —preguntó August.
—Tenía que hacer creer que había sido torturada por un asesino de mujeres que estaba operando en Roma.
—¿Por qué mataste a esa prostituta?
—Yo no he matado a ninguna prostituta —respondió el chófer de Lienart.
En ese momento, Müller interrumpió el interrogatorio.
—Perdóneme, Herr Lienart. Fui yo.
El rostro de Lienart se transformó en una mueca de sorpresa.
—¿Por qué? ¿Por qué tuviste que matar a esa mujer?
—Para ayudarle —dijo—. Estaba usted siendo vigilado por ese comisario de policía, Di Cario. La única forma que se me ocurrió para quitarle de encima a esos agentes era matando a una mujer de la misma forma que este tipo mientras le vigilasen a usted. Y dio resultado.
—Volvamos a nuestro amigo Luigi —ordenó Lienart dirigiendo su mirada a su chófer, que se había orinado encima—. Quiero saber quién te ordenó matar a Claire y a Elisabetta.
—Ya le he dicho, señorito August, que no sé quién está detrás de esas órdenes. Yo recibo el nombre de la persona a la que hay que asesinar y no hago preguntas. Me pagan después de realizar el trabajo y se acabó —respondió Luigi.
—¿Cómo informas de que has llevado a cabo el asesinato? ¿Cómo recibes el pago?
—Tengo un número de teléfono de Ginebra. Creo que es un hotel o algo parecido. Cuando informo de que he ejecutado el trabajo, recibo un pago a través de un banco suizo.
—¿Recuerdas el nombre del hotel? —preguntó Lienart.
—No, pero tiene un extraño nombre… algo parecido a Bella Rivera, o algo así…
—Beau Rivage —dijo Lienart.
—Sí, ése es. Efectivamente. Ése es el nombre del hotel —respondió Luigi.
En ese instante, Lienart supo quién había dado órdenes de asesinar a Claire Ashford y a Elisabetta Darazzo. En ese instante, August perdió el velo de inocencia que había estado cubriendo su rostro desde hacía tantos años. Tras reponerse del efecto de las palabras pronunciadas por Luigi, hizo una señal a Müller y salió del almacén. Necesitaba respirar aire fresco.
Mientras Lienart observaba la ciudad de Roma a lo lejos, el antiguo sargento de las SS cogió un cable y, con un rápido movimiento, rodeó el cuello de Luigi con él.
—Despídete de este mundo, cerdo italiano —dijo mientras el chófer sacaba la lengua fuera de la boca intentando llevar aire hasta sus pulmones. Segundos después estaba muerto.
Müller salió del almacén y se dirigió hacia donde estaba Lienart.
—Ya está hecho, Herr Lienart. ¿Qué hago con él?
—Métalo en el maletero de su vehículo y abandónelo cerca de una comisaría. Pondremos una nota para nuestro amigo el comisario Di Cario.
—Bien, Herr Lienart, así lo haré.
—Ah, Müller… limpie antes el almacén. Huele a esa basura y no quiero ningún rastro de esa escoria en Villa Mondragone.
—De acuerdo, Herr Lienart. Lo haré inmediatamente —respondió Müller dejando a Lienart a solas en plena oscuridad.
A la mañana siguiente apareció un vehículo aparcado en una calle junto a una comisaría del Cuerpo de Carabinieri. Uno de los policías se acercó para intentar ver su interior. Sentado al volante y aún con un cable rodeando su cuello, apareció el cadáver de un hombre. En la bragueta de su pantalón alguien había colocado un sobre a nombre del comisario Angelo di Cario. El agente abrió el sobre y comenzó a leer:
La justicia, aunque anda cojeando, rara vez deja de alcanzar al criminal en su carrera, así que he decidido tomarme la justicia por mi propia mano. Justicia es el hábito de dar a cada cual lo suyo, así que aquí le dejo el cuerpo de esta escoria, responsable del asesinato de la joven Claire Ashford y de la prostituta de la pensión en la Via Gaspare Spontini. Es un regalo para usted. Firmado: un amigo.
Unos días después, August había decidido encontrarse con Elisabetta en el callejón cerca de la Via de Monte Giordano. Aquel pequeño callejón lleno de árboles, flores y luz le traía agradables recuerdos de la primera cita con ella. Aún recordaba a Elisabetta luchando con su helado a punto de derretirse en su mano e intentando no mancharse el vestido.
August permanecía sentado en el banco de piedra mientras veía acercarse a Elisabetta. Desde lejos, pudo ver su rostro. Mostraba una gran sonrisa al verle.
—Hola, August —saludó.
—Hola, Eli, ¿cómo estás?
—Mucho mejor gracias a tu amigo alemán. Lo que es el destino. Uno de ellos mató a mi familia y otro me salva la vida años después. El destino es curioso a veces.
—Es una gran verdad que el destino es una ley cuyo significado se nos escapa, porque nos faltan una inmensidad de datos. Tal vez eso te suceda ahora a ti —dijo Lienart.
—Dale las gracias y pídele disculpas de mi parte. Creo que le disparé en tres ocasiones.
—En dos… No llegaste a realizar el tercer disparo. Müller te golpeó antes de que lo matases.
—Ahora entiendo el dolor en la barbilla al despertar —dijo Eli tocándose el mentón—. ¿Por qué quiso asesinarme tu chófer?
—Aún no lo sabemos —mintió Lienart—. Estamos intentando saber quién lo envió a matarte. Al parecer, la orden procedió del extranjero.
—¿Quién podría tener interés en matarme? Yo no trabajo para ninguna organización. Ni siquiera tengo ya relación con los grupos políticos surgidos de los partisanos, como los comunistas. No entiendo por qué era necesario asesinarme —planteó Elisabetta.
August se levantó del banco de piedra, dando la espalda a Eli.
—No es por ti —dijo—. Es por mí.
—¿A qué te refieres? ¿Qué quieres decir?
—Voy a decirte algo que no debes repetir a nadie —dijo Lienart mirándola directamente a los ojos—. Sólo puedo decirte que trabajo para una organización muy poderosa, con tentáculos en muchos países. Tal vez han sido ellos los que intentaron asesinarte. De cualquier forma, lo averiguaré.
—¿A qué organización te refieres? ¿A qué se dedica?
—Es mejor que no lo sepas. Cuanta menos información tengas, más a salvo estarás —dijo August.