Authors: Eric Frattini
—Las ratas abandonan el barco —dijo Lienart—. Esto ya lo viví cuando el Tercer Reich desapareció de Europa. Las ratas más grandes, corruptas y enormes son las primeras en abandonar el barco.
—A veces los actos desesperados nos hacen convertirnos en bestias —dijo August—. ¿No tienes miedo a no poder salir de aquí? Se dice que esos barbudos comunistas están ya muy cerca de La Habana.
—He puesto los fondos de Odessa a salvo. No permitiré que esos revolucionarios se hagan con un dinero que no es suyo —dijo Lienart—. He ordenado transferir los fondos de la organización desde los bancos Gelats, Financiero y Atlántico hacia otros bancos de Argentina y Brasil. Ese estúpido taquígrafo paleto de Batista continúa asegurando a todo el mundo que esos barbudos de Castro están a punto de ser derrotados y cada vez más se pueden oír, desde las afueras de La Habana, los combates entre el ejército y esos comunistas. Ya nadie cree en Batista. Ya nadie escucha a ese sargento. A este país y a Batista les queda ya poco tiempo.
—¿Y por qué permaneces aún aquí? —preguntó August—.Tienes suficiente dinero como para poder marcharte a donde te plazca con los bolsillos llenos.
—Tal vez mi destino esté ligado a este lugar. Llevo ya trece años huyendo de un lado a otro del mundo desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial. Primero, en Suiza, y después en Cuba, pero de aquí no me marcharé. Si esos comunistas malolientes de Castro quieren encontrarme, lo harán en esta suite junto a dos bellas mulatas adolescentes de piel firme y emborrachándome con una buena botella de Bollinger —respondió Lienart.
—Tal vez sea ése el destino que nos espera a todos. Tal vez seamos como Fausto, sólo que nosotros vendimos nuestra alma al Partido Nacionalsocialista, a Bormann, a Hitler, para alcanzar dinero y gloria.
Lienart se levantó de la tumbona en la que se encontraba tumbado para servirse una copa de champán y, de repente, comenzó a recitar unos versos.
—¡Oro! ¡Precioso metal, amarillo y brillante! ¡Oh, dioses, no deseo frivolidades, sino principios, cielos serenos! Un poco de oro bastaría para volver blanco al negro; bello al feo; justo al injusto; noble al infame; joven al viejo; valiente al cobarde. ¡Ven! Polvo maldito, ramera del mundo que siembra la discordia entre los pueblos…
—¿Edmund Lienart? —dijo August.
—No, hijo mío… William Shakespeare, en
Timón de Atenas…
—¿Y ha conseguido ese oro convertirte en blanco, bello, justo, noble, joven y valiente?
—¡Ah, hijo, cuán cruel puedes llegar a ser, sin entender que todo esto lo hice por ti! Algún día lo entenderás. Eres un elegido, pero tendrás que descubrirlo tú mismo. Cuanto más vivas, mas descubrirás —dijo Lienart.
—Déjame decirte algo, padre. Mientras más verdades le pongas a una mentira, menos mentira será. En el origen de todas las fortunas hay cosas que hacen temblar, así que es mejor que no pregunte nunca de dónde viene la nuestra.
—Vamos, vamos, hijo… Todos somos un poco Faustos y un poco Mefistos. El destino pinta la historia de aquellos que no tienen la suficiente fuerza como para levantar el pincel. Como Mefisto, me convertí en un subordinado fiel de Lucifer, representado por Hitler. Me convertí en su capturador de almas, en el protector de su oro, de sus riquezas… y, por lo tanto, en uno de sus más fieles seguidores. Tú, hijo mío, al igual que Fausto, te acercaste más a Mefisto que a cualquier otro. En el aspecto gráfico, Mefistófeles ha sido representado como la imagen más refinada del mal, utilizando ropas fastuosas dignas de un personaje de la nobleza, tal y como a mí me ocurrió. Viéndote a ti ahora, ahí de pie, vestido con tu principesca y elegante sotana negra y el alzacuellos y esa gran cruz de oro, plata y piedras preciosas que cuelga de tu cuello en esa gran cadena eres, sin duda, más parecido a Mefisto que a Fausto. A Mefistófeles se le suele representar como un ser racional, altamente frío y con un alto nivel de lógica, la misma que utilizarás tú para poder atrapar mentalmente a las personas y hacer que sigan tus oscuros designios. Realmente, tú naciste Fausto y te has convertido en Mefistófeles —sentenció Lienart levantando la copa de champán para brindar por su hijo.
—No, padre. Ése del que hablas era tu amigo el Führer, a quien ayudamos a huir —respondió August—. Quizás yo me acerqué más al personaje de Fausto, el mago que proclamaba que había vendido su alma al diablo para obtener sabiduría. Tal vez, en lugar de sabiduría, lo que obtuvimos fue dinero y riquezas para otros y ése será nuestro castigo.
—«Mefistófeles no es tu nombre,/ pero sé que te propones lo mismo que él./ Escucharé atentamente tu enseñanza/ y verás que da su fruto,/ sígueme,/ ven y ve/la infinidad, la eternidad».
Tal vez seas tú ese nuevo Mefistófeles. Tal vez seas tú el elegido sin que lo sepas.
—¿No te arrepientes de lo que hicimos? —preguntó August.
—No me arrepiento de nada. El que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente miserable. Vale más actuar exponiéndose a arrepentirse de ello que arrepentirse de no haber hecho nada. Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestras tumbas, la tuya y la mía, hijo, serán las de aquellas palabras no dichas y las de las obras inacabadas —respondió Lienart mientras daba un largo sorbo a su copa.
—Ni siquiera lo hicimos por patriotismo. Eso, al menos, tienen de ventaja los criminales a los que ayudamos a escapar. ¿Es que no necesitas buscar una explicación para reconfortar tu conciencia? —preguntó August.
—No, hijo, eso es estúpido —dijo Edmund al mismo tiempo que soltaba una sonora carcajada—. ¿Conciencia, dices? Conciencia es sólo una palabra educada para hablar de cobardía. Ningún hombre civilizado y educado renuncia nunca a la riqueza, al placer de la riqueza, y nosotros lo hicimos por esa razón. Yo, por lo menos. Tal vez sea el momento en el que debas buscar respuestas.
—Tal vez no necesite buscar respuestas. Tal vez me baste con el pasado.
—El pasado puede enseñarnos algunas lecciones con cierta precisión si nosotros conocemos también con exactitud qué es lo que ocurrió tiempo atrás. Piénsalo, hijo —dijo Lienart mientras acariciaba la suave piel de una de las jóvenes mulatas—. El grupo de hombres y mujeres que ostentaron tan inmenso poder que estuvieron a punto de lograr su objetivo de gobernarnos a todos mediante la aplicación de reglas bestiales no se desvaneció, no podía desvanecerse de la noche a la mañana. Piensa qué habría pasado si Alemania hubiera desarrollado la bomba atómica antes que Estados Unidos. Las teorías nazis que ahora rechazamos como fruto de cerebros insanos habrían prevalecido entre nosotros. Hoy, aquí.
—Tal vez por pensar en eso nos quedamos sin alma —aseguró August.
—Tener alma, hijo mío, es una experiencia terrible. Yo procuro no pensarlo.
Antes de que August abandonase la suite de su padre, éste le miró y le dijo lacónicamente:
—Recuerda, hijo, cuando los padres han construido todo, a los hijos sólo les queda derrumbarlo. Esa, tal vez, debería ser ahora tu tarea.
August se acercó a su padre y le besó en la mejilla, algo que no hacía desde que tenía seis años.
—La traición la emplean únicamente aquellos que no han llegado a comprender el gran tesoro que se posee siendo dueño de una conciencia limpia, y eso nos ocurre a los miembros de la familia Lienart —sentenció el jefe de Odessa sin dejar de mirar a su hijo, que se alejaba hacia la puerta de la suite sin ni siquiera volverse.
Cuando el padre Lienart se encontraba esperando el ascensor, oyó que unos pasos de pies descalzos se acercaban hacia él. Era una de las jóvenes mulatas.
—Debo entregarle esto —dijo en un mal francés mientras le daba una bolsa con lo que parecían ser dos latas de película.
—¿Qué es esto? —preguntó Lienart.
—Su padre sólo me ha dicho que se lo entregue y que le diga que en estas películas está su destino —dijo la adolescente antes de regresar corriendo hacia la suite.
Con el paquete bajo el brazo, entró en la cabina del ascensor. Observó cómo los números iban descendiendo desde el seis al cero, hasta que un pequeño frenazo indicó que habían llegado a la recepción. Sin dejar de caminar hacia la salida, su mirada volvió a cruzarse con la del desconocido de traje blanco que aún se encontraba sentado en el patio morisco del hotel.
En ese momento, el hombre se levantó de la mesa, arrojó un billete encima y se dirigió hacia los ascensores.
—A la quinta planta, por favor —indicó al ascensorista.
Al llegar, el desconocido subió hasta la sexta planta por la escalera interior para no ser visto. Una camarera se entretenía doblando toallas y sábanas. Ni siquiera le vio correr hasta la puerta de la suite 615. Con sumo cuidado, sacó una pequeña ganzúa con la que abrió la puerta. Ya en el recibidor, sacó de su chaqueta un silenciador y una pequeña pistola Browning.
Sin hacer el más mínimo ruido, casi de puntillas, se dirigió hacia la habitación principal. Dos certeros disparos acabaron con la vida de las dos adolescentes.
Un ruido hizo que el asesino se dirigiese al baño principal de la suite. Al entrar, descubrió a Edmund Lienart sumergido en un baño de agua caliente con una toalla húmeda sobre el rostro.
—Buenas noches —saludó Lienart sin quitarse la toalla de la cara.
—Buenas noches —saludó el desconocido.
—Imagino que habrá acabado con la vida de mis dos jóvenes amigas.
—Lo siento. Eran testigos incómodos —dijo el asesino disculpándose.
—¿Y bien? —preguntó el magnate.
—He venido a matarle.
—Alguien en esta misma situación y en una bañera llegó a decir: «Las revoluciones empiezan por la palabra y concluyen por la espada» —sentenció Lienart sin moverse.
—Estúpida expresión para alguien que se encuentra en una bañera desnudo, desarmado y a punto de morir.
—Eso mismo diría Jean-Paul Marat cuando lo apuñaló en la bañera esa víbora de Charlotte Corday —dijo Lienart—. Pero, al menos, me gustaría saber por qué voy a morir.
—Por venganza —dijo el asesino.
Lienart intentaba calmar al asesino sin dejar de hablarle.
—Vengándose, uno se iguala a su enemigo. Perdonándolo, se muestra superior a él, dijo Francis Bacon.
—Sí, pero Francis Bacon dijo también que una persona que quiere venganza guarda sus heridas abiertas y yo llevo catorce años con las mías abiertas —dijo el desconocido sin dejar de apuntarle.
—Mucha gente desea venganza, pero pocos la consiguen. Así que, si usted va a conseguir su objetivo, me gustaría al menos saber su nombre y el motivo de su venganza —pidió Lienart—. Considérelo la última petición de un condenado.
—Mi nombre es John Cummuta. Durante la guerra fui agente de la OSS. Mi misión era evitar que muchos criminales de guerra nazis pudieran escapar de la justicia. Sé que usted ordenó matar a mis amigos Nolan Chills y Claire Ashford. Así que he venido hasta aquí para cumplir una sentencia de muerte.
—Lo sé, querido amigo, pero no sé quiénes eran esas personas. De cualquier forma, déjeme decirle que la muerte de sus amigos sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida. Eso es lo único que queda ya de sus amigos… Créame. Sus amigos eran simples peones. No tienen, ni tenían, ninguna importancia en la partida que jugamos los que tuvimos el privilegio de mover las piezas del gran tablero de ajedrez en que se convirtió la Europa de posguerra.
Tal vez en aquel preciso instante Edmund Lienart llegó a comprender aquel beso que le había dado minutos antes en la mejilla su propio hijo. Aquel beso que tenía sabor amargo, el sabor de la traición, como siglos antes sucedió entre Judas Iscariote y su maestro o Brutus con Julio César. Lo comprendió… en aquellos últimos segundos.
—Dueños de sus destinos son los hombres. La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nuestros vicios. Ya puede llevar a cabo su misión —dijo Lienart fríamente sin dejar de mirar la boca del cañón del arma que portaba Cummuta.
Un sonido seco salió de la Browning. El rostro de Lienart permaneció sin expresión, como si hubiera sabido en aquel preciso instante, justo antes de morir, quién le había entregado. A continuación, el asesino salió del hotel y se perdió en medio de una manifestación junto al Palacio Presidencial.
El cine Novedades, con su fachada pintada en rosa y su letrero luminoso azul, aparecía decorado con un gran cartel de la película
La gata sobre el tejado de zinc
. Una Elizabeth Taylor deslumbrante, vestida con un ceñido vestido blanco y tendida sobre una cama, observaba desde unos profundos ojos violetas a los transeúntes que caminaban por Reparto San José. Al entrar, August Lienart sintió un extraño y profundo olor a humedad en toda la sala. Más de setecientas butacas de terciopelo rojo se alineaban ante una gran pantalla cubierta ahora por un telón rojo y oro.
—¿Qué desea? El cine está cerrado —dijo una voz desde el fondo de la sala.
—Quería pedirle un favor —dijo August.
—Yo sólo hago favores por un par de Grants —dijo la voz refiriéndose al presidente que aparecía en los billetes de cincuenta dólares.
—Confórmese con dos Jacksons —respondió August haciendo referencia al presidente que aparecía en los billetes de veinte dólares.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el hombre. Debía de ser el operador de cámara del local—. ¿Qué favor es ése?
—Necesito ver esta película de treinta y cinco milímetros. ¿Sería posible? —preguntó August.
—Me imagino que sí, si está en buenas condiciones de revelado.
La única luz en la sala era la que procedía de la lente del proyector Bell & Howell. El padre Lienart ocupó una butaca y observó la pantalla blanca durante unos segundos. Inmediatamente después comenzaron a aparecer una serie de números que iniciaban una cuenta atrás. Lienart observó atentamente la imagen de la robusta figura que se situaba en la plataforma posterior de Hitler. Después, se desplazaba a un lado para mezclarse con un grupo de generales con lustrosas botas negras, como queriendo esconderse del objetivo.
—¿Puede volver atrás? —preguntó al operario.
—Sí, cómo no, padre.
—¿Puede poner en marcha los dos proyectores a la vez?
—Sí. No hay problema.
En otra pantalla aparecieron tres personajes por un sendero de la selva. Uno de ellos, un hombre grueso cercano a los cincuenta, tal vez incluso a los sesenta, destacaba como una figura dominante al lado de las otras dos personas.