El Oro de Mefisto (52 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Espere aquí a ser llamado —dijo.

Durante casi una hora, Lienart permaneció en silencio en aquel frío salón. Lo único que se oía era su pie dando pequeños golpecitos contra el mármol del suelo. Se puso la mano sobre el muslo para acabar con aquel signo de nerviosismo. Para él, el nerviosismo era un signo de debilidad, y para su familia, la más peligrosa y despreciable de todas las debilidades era el temor de parecer débil. De vez en cuando, un miembro de la Guardia Noble papal abría la puerta para comprobar que aún seguía esperando y volvía a cerrarla.

Una hora y diez minutos después entró en la sala de espera el secretario Leiber.

—Su Santidad está esperándole —dijo.

August Lienart siguió al jesuita por un pasillo decorado con frescos renacentistas. Al llegar hasta una gran puerta vigilada por cuatro soldados de la Guardia Noble, le indicó que esperase. El padre Leiber asomó la cabeza por la puerta.

—¿Santidad? Su visita está aquí.

A August le pareció fría esa presentación. Se dio cuenta de que nadie dentro de los muros vaticanos deseaba dar a conocer aquella audiencia. Todo debía permanecer en el más absoluto secreto.

Una voz al otro lado de la puerta indicó al secretario que Lienart podía entrar. El despacho del Santo Padre mostraba un aspecto austero, sin ningún tipo de decoración. Tan sólo una pequeña y sencilla cruz de madera colgaba de una pared situada tras una gran mesa de despacho. A August le llamaron la atención los documentos que se apilaban de forma ordenada a ambos lados de la mesa. Un gran ventanal con vistas a la plaza de San Pedro iluminaba la estancia. Lienart se dirigió hacia el Santo Padre, que se había levantado al ver entrar al seminarista.

—Santidad —saludó Lienart mientras se inclinaba y besaba el escudo de armas que el Papa portaba en el Anillo del Pescador, una paloma sujetando en el pico una rama de olivo bajo una tiara y dos llaves, una dorada y otra plateada, que representaban el poder temporal y el poder celestial.

Aquel hombre delgado, con gafas y cara seria había sido elegido Sumo Pontífice el 2 de marzo de 1939, hacía ya nueve años, justo cuando tenía sesenta y tres años.

—Sentémonos aquí, joven —indicó el Papa señalando un grupo de sillones de color verde que rodeaban una pequeña mesa con revistas políticas y religiosas y ejemplares atrasados del
L'Osservatore Romano.

Lienart se mantuvo en pie mientras el pontífice se dirigía hacia una jaula en cuyo interior aleteaba un pequeño canario. El Papa la abrió dejando que el pájaro revolotease por la estancia. Seguidamente, levantó el brazo, como si de un hábil cetrero se tratase y el canario se posó en su mano.

—¿Le gustan los pájaros, Santidad? —preguntó Lienart.

—Para mí, este pájaro es tan sólo un símbolo. Cada mañana, cuando le abro la jaula y vuelve a ella después, me demuestra que quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad —respondió Pío XII.

—Mi padre dice siempre que la libertad es un lujo que no todos pueden permitirse.

—Su padre debe de ser un hombre muy sabio, joven. Eso mismo decía Otto von Bismark —precisó el Papa mientras ponía alpiste en un pequeño cuenco dentro de la jaula—. La libertad no es simplemente un privilegio que se otorga, sino un hábito que ha de adquirirse, y en los tiempos que corren, muchos jóvenes han decidido vivir en la seguridad de una jaula.

—Estoy de acuerdo con usted, Santidad. Las cadenas solamente atan las manos, Santo Padre —respondió Lienart—. Es la mente lo que hace al hombre libre o esclavo. Un gran poeta italiano dijo que si no tienes libertad interior, ¿qué otra libertad esperas poder tener? Y yo estoy de acuerdo con ello. Nadie merece su libertad si la mente es esclava.

—Pero a veces los hombres entienden mal la libertad, ¿no le parece? —dijo el Papa.

—Sí, Santidad. El hombre es el único ser sensible que se destruye a sí mismo en estado de pura libertad, y eso nos hace ser más peligrosos —respondió.

—Me gusta usted, joven, me gusta de verdad. La gente joven siempre está convencida de que está en posesión de la verdad y, desgraciadamente, cuando logran imponerla, ya ni son jóvenes ni la verdad es real —dijo el Papa mientras se sentaba en un sillón junto a su invitado—. Los jóvenes de hoy en día son tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida y les faltan al respeto a sus maestros, a los ancianos, pero veo que sabe escuchar y eso dice mucho de usted.

—Siempre digo que la verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia —dijo Lienart.

—Muy bien, joven, muy bien, me gusta ese Sócrates que cita.

—Santidad… —dijo Lienart acercándose al Papa—, si me ofreciesen la sabiduría con la condición de guardarla para mí sin comunicarla a nadie, no la querría, pero sé muy bien que si pudiera quedarme aquí en el Vaticano, junto a Su Santidad, los conocimientos que me transmitiría como maestro serían muy apreciados por mí, como su fiel discípulo.

—Cuanto más numerosas son las cosas que quedan para aprender, menos tiempo queda para hacerlas. Por eso permitiré que se forme usted aquí, en nuestra Santa Sede, en nuestros brazos, bajo nuestra protección.

—Muchas gracias, Santidad, seré un gran discípulo —dijo Lienart con muestras de agradecimiento.

—Querido joven, el verdadero discípulo es el que supera a su maestro. No puede impedirse el viento, pero podemos construir molinos. Y eso es lo que haremos con usted, joven amigo. Construiremos molinos para dejar que su fuerza recorra estos solitarios y oscuros corredores. Tal vez, algún día, traiga usted la luz a esta Iglesia tan necesitada, pero hasta que ese día llegue, deberá prepararse.

La presencia de sor Pasqualina en el salón hizo que la conversación quedara bruscamente interrumpida.

—Dígame, sor Pasqualina, ¿qué desea? —preguntó el Papa.

—Santidad, debe usted tomar su té y sus pastillas. ¿Desea el joven un té también?

—No, muchas gracias, hermana —respondió Lienart.

El Papa era un auténtico hipocondríaco, lo que provocaba verdaderos dolores de cabeza a los médicos del Vaticano. Temía incluso que las moscas comunes le transmitiesen alguna enfermedad, por eso en todas las instalaciones del Vaticano se habían colocado trampas para estos insectos. Sufría mentalmente de dolor de muelas crónico, arritmias cardíacas, cólicos, anemia, etcétera. Cuando la religiosa abandonó el despacho papal, el Sumo Pontífice retomó la conversación en voz baja.

—Mi secretario, el padre Leiber, me ha indicado que no ha finalizado sus estudios en el seminario…

—Así es, Santidad. La guerra impidió que pudiese acabar mis estudios en Fontfroide. Después, las misiones encomendadas por mi padre tras el fin de la guerra me han impedido continuar con ellos, aunque espero retomarlos en breve —explicó Lienart.

—Mi secretario el padre Leiber, los subsecretarios monseñores Montini y Tardini, y el padre Bibbiena me han hablado ya de su vital servicio a la Iglesia en el asunto de Venecia —dijo Pío XII, aún en voz más baja refiriéndose al envío de oro nazi y su transformación en lingotes legales en los hornos de la isla de Murano—. Creo que sólo conozco dos tipos de personas razonables: las que aman a Dios de todo corazón porque le conocen, porque le han encontrado, y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen y todavía no le han encontrado. Usted, joven amigo, ha servido a la Iglesia con decisión en unos momentos en los que ésta necesitaba de hombres valientes como usted. Por esta razón, he ordenado ya al prefecto de la Congregación para el Clero que prepare los documentos necesarios para establecer una licencia papal con la que pueda usted ser aceptado en nuestra Iglesia e investido con los votos sacerdotales.

—Pero, Santidad… Aún no he finalizado mis estudios en el seminario… —replicó Lienart.

—Aunque Séneca decía que sin estudiar el alma enfermaba, creo que sus servicios aquí, en la Santa Sede, serán mucho más valiosos para nosotros, joven Lienart, que en un lejano seminario de Francia.

Lienart se arrodilló, mostrando una falsa humildad, y besó la mano del Papa con suma devoción en señal de agradecimiento.

—Vamos, vamos, joven —dijo mientras tocaba la cabeza de Lienart—. Levántese. Uno debe ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad, pero la función esencial de la adulación es adular a las personas por las cualidades que no poseen. Vamos, levántese y siéntese aquí, a mi lado.

—Sé que aprenderé mucho entre estas paredes, Santidad. Se lo prometo.

—La multitud por sí sola nunca llega a nada si no tiene un líder que la guíe —dijo el Papa—. Deberá usted prepararse para saber cómo liderar a esa multitud.

—Aprenderé, Santidad, aprenderé cómo hacerlo.

—Recuerde, joven, que aprender sin reflexionar es malgastar la energía. Aprenda mucho de aquellos seres que le quieren, pero aprenda mucho más de aquellos que le odian. Ésa será su principal defensa cuando intenten derribarlo, pero recuerde también, joven Lienart, que el poder arbitrario constituye una tentación natural para un príncipe, como el vino o las mujeres para un hombre joven, o el soborno para un juez, o la avaricia para un anciano. Si lo consigue dominar, será un buen líder. No lo olvide nunca.

—No lo olvidaré, Santidad —respondió Lienart ante la misteriosa apreciación del Sumo Pontífice.

—De acuerdo, hijo mío. Es la hora de nuestras oraciones. Debo retirarme ya para prepararme —dijo el Papa poniéndose en pie y dando así por terminada la audiencia con aquel joven seminarista francés al que una licencia papal acababa de convertir en sacerdote.

Mientras se dirigía hacia la puerta del despacho tras besar el Anillo del Pescador, Lienart mantuvo una gélida sonrisa en su rostro. Acababa de ascender el primer escalón hacia un prometedor futuro. En ese momento se le pasó por la mente la frase que siempre le había dicho su padre: «Después del poder, nada hay tan excelso como saber tener dominio de su uso». El iba a saber cómo dominar ese poder. Sin duda alguna, iba a saber cómo hacerlo.

Capítulo XIV

Roma

La joven caminaba por la calle sin darse cuenta aún de que la seguían a poca distancia. Atardecía y algunas calles comenzaban a quedar casi desiertas. La mujer caminó a lo largo de la Via Santamaura y se detuvo bruscamente en una bodega en la esquina de la Via Giordano Bruno. El desconocido pensó por un momento que la joven le había detectado, pero ésta continuó su camino. Elisabetta iba cargada con varias bolsas y periódicos bajo el brazo, posiblemente para el padre Bibbiena. Al entrar en el edificio de la Via Tommaso Campanella, saludó a la portera.

—Buenos días, doña Rosa.

—Buenos días, señorita Elisabetta. ¿Quiere que la ayude a subir la compra?

—No, muchas gracias. Es usted muy mayor y es mejor que no haga esfuerzos. Ya puedo yo sola.

La joven subió los dos pisos hasta llegar a la puerta de la casa. Con dificultad, sacó la llave de un pequeño bolso que llevaba colgado y la abrió. Mientras tanto, el desconocido permaneció en la calle, hasta que la portera dejó de vigilar la entrada del edificio. En ese momento, se dirigió rápidamente hasta la escalera y subió hasta el piso en donde se encontraba la residencia del jefe de los servicios secretos vaticanos.

Sacó una ganzúa del bolsillo, la introdujo en la cerradura y, con una pequeña patada en la parte de abajo de la puerta, la abrió sin mucha dificultad. Elisabetta había olvidado poner la cadena de seguridad a los cerrojos.

Una fotografía del papa Pío XII y un crucifijo decoraban la entrada de la casa. El desconocido recorrió silenciosamente el pasillo y traspasó la puerta de la cocina. Elisabetta estaba colocando los alimentos en las repisas de un mueble. Escuchó un extraño ruido en el pasillo. Sin pensarlo, cogió un cuchillo de cocina y se dirigió con paso firme hacia donde procedía el ruido, pero no había nadie.

Tras colocar los artículos, se deshizo de su abrigo y se dirigió al ala norte de la vivienda, en donde se encontraba su dormitorio. Delante del espejo, se desabrochó el vestido y lo dejó caer a sus pies. Elisabetta admiró su cuerpo. Sin duda, había engordado algo, pero sus pechos seguían siendo firmes y duros. «No han caído ni un ápice», pensó.

La joven se sentó en un pequeño banco y se desabrochó el liguero. Con manos firmes, fue enrollando las medias desde los muslos hasta los pies con cuidado para no romperlas. En aquellos días, las medias eran prendas muy apreciadas y difíciles de conseguir. Tras soltarse la larga cabellera negra, se dirigió al baño y abrió el grifo para dejar correr el agua fría.

A través de una rendija del armario, Ulrich Müller observaba cómo la bella joven iba desnudándose ante el espejo. No era la primera vez que la veía. Ya la había visto paseando junto a su jefe, August Lienart. Realmente, era una mujer muy hermosa.

Elisabetta terminó de desnudarse y se dirigió al baño, de donde salía una nube de vapor caliente. Con cuidado para no resbalar, metió los pies en la bañera y dejó que el agua comenzase a correr por su cuerpo, provocándole una sensación de tranquilidad.

Müller permanecía dentro del armario, observando el pequeño montón de ropa que había quedado desparramada por el suelo de la habitación. De repente, escuchó unos pasos que procedían del pasillo de la casa.

Sin dejar de vigilar, vio que alguien había entrado en el dormitorio de Elisabetta y se dirigía al baño. El desconocido llevaba en la mano una pequeña porra. Atravesó silenciosamente la gran nube de vaho, con la porra aún en la mano, dispuesto a atacar. En ese momento, corrió la cortina, sorprendiendo a la joven, que estaba bajo el chorro de agua caliente intentando aclararse el jabón que tenía en los ojos. Cuando se disponía a golpearla, Müller apareció a su espalda y detuvo su brazo en el último momento.

La joven saltó ágilmente sobre los dos hombres, que habían comenzado a luchar en el baño. Müller, mucho más fuerte y ágil, consiguió arrebatar la porra al atacante, que luchaba con resistencia, dando golpes y patadas en el aire. El SS decidió lanzarse al ataque y descargó un fuerte cabezazo en el pecho del desconocido, dejándolo casi sin aliento. Una vez que estuvo en el suelo, indefenso, echó la pierna derecha hacia atrás y descargó una potente patada en la cara del desconocido, dejándolo inconsciente. Elisabetta, que había conseguido hacerse con un arma, entró en el baño aún desnuda y disparó al guardaespaldas de August Lienart.

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