El Oro de Mefisto (55 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Poco después, Hörst Schumann aparecía por la estrecha escalera con un café caliente en la mano y una bolsa de bollos entre los dientes. Estaba buscando las llaves en uno de sus bolsillos. Ése era el momento. Hausmann sacó un grueso alambre unido a dos asas de madera. Con un rápido movimiento, rodeó el cuello de Schumann y lo estranguló. Cuando cayó muerto en el suelo, observó una expresión de sorpresa en su rostro.

El asesino necesitaba borrar su rastro, así que cargó el cadáver, lo metió en el maletero del Ford rojo y lo introdujo en la compactadora de chatarra. Cuando la potente prensa se detuvo, el vehículo era un perfecto cubo multicolor del que salían pequeños hilos de sangre de su interior.

Finsbury Park, Londres

Bertha Oberhaser había conseguido introducirse en la vida del doctor Daniel Bergman, usando la identidad de la señora Cadweld, una estricta ama de llaves. Era atractiva, cocinaba de maravilla, mantenía toda la casa y la consulta en perfecto orden y al doctor Bergman le recordaba su vida algo lejana en Alemania.

En realidad, aquel adorable pediatra había estado destinado en el campo de exterminio de Birkenau, donde había comenzado a estudiar el color de ojos de los niños. Al final de la guerra había conseguido recoger cientos de globos oculares pertenecientes a niños de diferentes razas y países. Poco después, su interés se centró en los gemelos, mellizos y trillizos. Allí, el doctor Daniel Bergman, o mejor dicho, el doctor Janku Veckler, trasplantaba órganos y miembros de un gemelo a otro para comprobar el rechazo a éste, castraba niños sin anestesia o les inoculaba fiebres tifoideas para saber cuánto tiempo resistían vivos sin recibir tratamiento médico. El doctor Veckler reconfortaba a sus pequeños pacientes entregándoles un dulce y preguntándoles: «¿A quién quieres más? ¿A papá o a mamá?», algo que también solía hacer el prestigioso pediatra de Londres, el doctor Daniel Bergman.

Sobre las cinco de la tarde, Oberhaser recibió una llamada de Helen, la enfermera de Veckler, indicándole que esa noche el doctor cenaría en casa.

Horas después, el doctor Veckler subía a su estudio con el fin de repasar los historiales de varios pacientes.

Oberhaser tocó la puerta con los nudillos y entró con una bandeja en la mano.

—Buenas noches, señora Cadweld. ¿Qué me ha preparado hoy para cenar? —preguntó.

—Caldo de pollo. Y le he calentado un poco de estofado de carne que sobró ayer —respondió la mujer.

El doctor se colocó la servilleta de hilo blanco sobre las rodillas y colocó la bandeja sobre la mesa. Media hora después, Bertha Oberhaser oyó cómo el médico arrojaba la bandeja al suelo esparciendo la comida por la alfombra.

—¿Qué me ha puesto usted en la comida? ¿Quién es usted? ¿Por qué…? ¿Por qué…? —dijo antes de caer de bruces sobre los restos de comida y vómito.

La asesina de Odessa enviada por Edmund Lienart puso dos dedos sobre el cuello del doctor Janku Veckler para comprobar si estaba muerto. La antigua criminal de guerra comprobó que no había signos vitales en el antiguo médico de las SS. El segundo objetivo estaba muerto.

Oulu, Finlandia

Desde hacía años, Ulrich Müller servía bajo las órdenes directas del padre August Lienart, destinado en la Secretaría de Estado Vaticano.

Su esposa, Henrietta, había sido contratada por la familia Lienart como gobernanta en Villa Mondragone. Sólo de vez en cuando le llamaban desde Odessa para cumplir alguna misión y ésta era una de esas ocasiones.

Müller llegó a la hora correcta a la estación de Oulu, a pesar de las fuertes nevadas que azotaban esa zona de Finlandia desde hacía semanas. Sin duda, estaba acostumbrado a aquellas bajas temperaturas. Aún recordaba cuando sirvió diez años atrás como sargento SS en el Einsatzgruppe A, en el Báltico. Müller era capaz de permanecer durante horas acostado sobre la fría nieve esperando divisar un partisano a través de la mira de su rifle. Aquella sensación, esperando a su presa, le excitaba, pero, al mismo tiempo, le provocaba una curiosa tranquilidad.

Estaba claro que el doctor Boris Derig había conseguido pasar desapercibido en aquellos páramos helados, rodeado de bosques y lagos.

Vestido como si fuera un trabajador de astillero, Müller se dirigió hacia un bar en el que un hombre se dedicaba a pasar lista para los que deseasen trabajar en el astillero aquella noche. Al final de la barra, el asesino de Odessa divisó a un hombre que llevaba los distintivos del servicio de correos finlandés. Su identificación indicaba que se trataba de S. Törni. Sin duda, era el mismo hombre que el de la fotografía que Müller llevaba en su bolsillo.

Aquel tipo que se hacía pasar por funcionario de correos se había ganado una buena reputación como médico de Auschwitz. El doctor SS Boris Derig adquirió tan buena fama por su habilidad con el bisturí que consiguió un permiso especial de las SS para realizar ovariotomías a mujeres. Llevó a cabo este tipo de experimentos en cientos de prisioneras de edades comprendidas entre los seis y los cincuenta años.

Müller observó cómo Derig se despedía del camarero y salía del local. Debido a la cantidad de nieve que se amontonaba a ambos lados del camino, pudo seguirle fácilmente a pie. El paseo finalizó en una pequeña y humilde cabaña de madera. A lo lejos observó cómo el antiguo médico jugaba con un gran perro huskie que correteaba a su alrededor. Mientras le observaba a través de la mira de su rifle, Müller pudo haber disparado, pero prefirió no hacerlo tan cerca de una población. El sonido del disparo podía levantar sospechas, a pesar de ser una zona de caza.

Boris Derig se detuvo en pleno bosque sin hacer el más mínimo sonido. De repente, desapareció del campo de visión de Müller. Un pequeño sobresalto llevó al asesino de Odessa a tener que fijar su vista en la zona en la que le había perdido.

Un pequeño movimiento entre unas ramas indicó a Müller que su objetivo se encontraba tumbado. En silencio, buscó una zona alta y se dispuso a detectar a su presa a través de la mira del rifle. Durante unos segundos, la mira hizo un recorrido sobre un escenario completamente blanco. De repente, Müller divisó un punto negro. Derig lo había detectado a él también. Con milésimas de segundo de diferencia, sonaron dos disparos. El de Boris Derig impactó en un árbol a pocos centímetros del rostro de Müller. El de Ulrich Müller impactó en el cráneo de Derig. El tercer objetivo de Odessa estaba muerto. Las órdenes expresas dadas por Edmund Lienart habían sido cumplidas una vez más.

La Habana

Cuba, escribía un cronista, se había convertido en un país de sorpresas. Aquí todo estaba manipulado, escamoteado.

Sus calles se veían azotadas por la pasión del juego como una tempestad. El porvenir de La Habana resultaba siempre muy prometedor para los grandes negocios y Edmund Lienart y Odessa lo sabían. El general Fulgencio Batista se había convertido en dueño absoluto del poder. A pesar de la tiranía impuesta, ciertos negocios marchaban viento en popa, sobre todo aquellos que estaban amparados por los más exclusivos hoteles y casinos, restaurantes y cabarés.

En la zona del puerto crecían como setas los más sórdidos locales nocturnos. Las llamadas casas de camas en la calle Zanja se extendían con rapidez. Realmente, en aquella ciudad no había un sitio vital en el que no hubiese drogas, una mesa de juego, un apuntador y cientos de prostitutas.

Fascinantes y elegantes hoteles-casino se levantaban con increíble velocidad; se abrían nuevas y hermosas avenidas; se construían edificios destinados a aquel gobierno delictivo. Incluso se podía cruzar por debajo de la bahía, a través del túnel de La Habana, enlazando la capital con las playas del Este. Aquél era el gran vértice de inversiones de la mafia estadounidense, desde la ribera del Jaimanitas a los blancos arenales de Varadero.

Todo en aquella isla de un millón de habitantes era negocio y juego, juego y negocio, lodo organizado, todo calculado. Mientras, tres cuartas partes de la población se encontraban en el más absoluto desamparo. Ejércitos de mendigos, huérfanos, enfermos, viciosos y putas deambulaban por unas calles invadidas por escaparates de la bolita, billetes de lotería, bingos y las siete y media.

En aquellos días de extremo calor, los negocios prosperaban con increíble rapidez y se ganaba dinero a espuertas, así que ¿por qué preocuparse de ese barbudo de Fidel Castro que había iniciado una guerra en Oriente justo un año antes? En los casinos y grandes hoteles se sabía que había desembarcado, pero habían sido casi aniquilados. Pocos sabían que algunos de ellos, incluido el propio Fidel, habían conseguido internarse con doce hombres en los montes de la Sierra Maestra. Pero para los grupos de la mafia e incluso de Odessa que operaban desde los grandes hoteles, como el Nacional, los primeros, y el Sevilla Biltmore, los segundos, los acontecimientos que se desarrollaban al otro lado de la isla no representaban ningún peligro.

El Lockheed L-1049G Super Constellation de Iberia aterrizaba en hora en la isla caribeña después de un largo viaje desde la Ciudad del Vaticano, con escala en Madrid, Dakar y Bermudas. Al descender por la escalerilla, el padre Lienart sintió una fuerte bofetada de calor y humedad que ya no se le despegaría del cuerpo hasta que no abandonase el país. Policías, militares, maleteros, carteristas y prostitutas se arremolinaban en la terminal del Aeropuerto Internacional de Rancho Boyeros de La Habana. Unas jovencitas de muslos firmes y faldas cortas daban al visitante un vasito de ron Matusalén como bienvenida. Para el religioso recién llegado del Vaticano, aquella ciudad era el más vivo ejemplo de una Sodoma y Gomorra caribeña, pero para los mañosos, e incluso para su padre, La Habana era el París del Caribe y el prostíbulo más deslumbrante de América.

—¿Necesita un taxi, padre? —preguntó un desconocido.

—Sí.

—¿Dónde vamos?

—Al hotel Sevilla Biltmore, en Trocadero.

—Sé donde está —dijo el taxista—. Debe de ser usted un buen amigo del señor Battisti para alojarse allí. Ya verá qué mujeres. Aunque siendo usted religioso, no creo que se fije demasiado en esas cosas, ¿no, padre?

—Cierre la boca y conduzca —ordenó August.

Mientras el vehículo se dirigía hacia el centro de la ciudad, en la radio sonaba la voz de Lucy Fábregas.

—¿Va a querer visitar la noche de La Habana, padre? —preguntó el conductor.

—No.

—Si quiere, puedo llevarle al Capri, en la esquina de las calles N y 21. Lo dirige ese gánster de las películas, George Raft. Allí baila cada noche Naja Kajamura. Cuando vea usted a esa brasileña moviendo las caderas, tendrá ganas de arrancarse ese alzacuellos que lleva.

—No vengo a La Habana a divertirme —dijo Lienart de forma lacónica con el fin de cortar la insoportable cháchara del taxista.

Lienart bajó la ventanilla del vehículo con el deseo de que algo de brisa marina refrescase el interior, sin demasiado éxito. Por fin, el vehículo enfiló el paseo del Prado y giró a la izquierda en mitad del bulevar, hacia Trocadero. Finalmente, el taxi se detuvo en la puerta del hotel. Un portero vestido con levita blanca y gorra se acercó hasta él y abrió la puerta trasera.

—¿Me hago cargo de su equipaje, señor? —preguntó.

—No. Déjelo en el taxi. Que no se mueva de aquí —ordenó Lienart—. No tardaré mucho.

—Bien, padre. No se preocupe. Vigilaré al taxista para que no se vaya.

August Lienart ascendió la escalera de mármol blanco que desembocaba en un gran hall de columnas estilo colonial. El religioso se dirigió hacia la recepción, situada a un lado del patio árabe.

—Buenos días. Vengo a ver al señor Edmund Lienart.

—¿A quién debo anunciar? —dijo la joven de recepción.

—Dígale que su hijo está aquí.

—¿Desea una bebida mientras espera, padre?

—No, muchas gracias. Tengo prisa —respondió August.

Mientras esperaba junto al patio morisco, Lienart observó a un tipo vestido con un traje blanco de lino y tocado con un borsalino que saboreaba un mojito. Al verlo, el desconocido levantó su copa en señal de saludo.

—¿Padre Lienart? Su padre está esperándolo en la suite 615.

August se dirigió en dirección a los ascensores.

—¿Qué planta? —preguntó el ascensorista.

—Sexta.

Cuando se abrieron las puertas, apareció una gran terraza rodeada de puertas blancas numeradas. August se dirigió a la suite 615 y llamó levemente con los nudillos. Poco después, una jovencita medio desnuda abría la puerta. Desde el fondo de la estancia oyó la familiar voz de su padre.

—Pasa, hijo, pasa…

Un recibidor con dos habitaciones a ambos lados daba acceso a un gran salón y a un dormitorio más amplio. Desde éste se podía salir a una gran terraza con vistas al castillo del Morro y a los tejados de La Habana vieja.

—¿Sabes que toda esta planta, la sexta, fue alquilada en los años veinte por Al Capone para él y sus guardaespaldas? —aseguró Edmund Lienart.

—Tal vez esos tipos aún sigan por aquí —respondió August sin dejar de observar a las dos jóvenes mulatas que no se despegaban de su padre y que no tendrían más de dieciséis años.

—¿Te escandaliza ver a tu padre con estas jovencitas? —preguntó mientras aspiraba su cigarro habano y acariciaba las nalgas desnudas por debajo de las faldas de las dos cubanas—. Te diré una cosa, hijo mío… Si una mujer te dice que tiene veinte años y parece que sólo tiene dieciséis, cuidado… sólo tiene doce. Si una mujer, en cambio, te dice que tiene veintiséis y parece que sólo tiene veintiséis, cuidado… seguro que tiene más de cuarenta.

August Lienart ni siquiera hizo la más mínima mueca ante aquel comentario. Veía a su padre con aquellas adolescentes y llegaban a su mente recuerdos de su madre sola, en la villa familiar de Venecia, cuidando primorosamente de las propiedades de la familia, ahora que su padre no podía pisar Europa.

—Cuidado, padre, alguien dijo un día que el placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma.

—¡Ah, hijo… tú y tu filosofía religiosa! Lo cierto es que, a mi edad, estas jovencitas pueden provocarme un buen infarto, pero, entre dos cosas malas, elijo siempre lo que no haya probado antes. Bueno, cuéntame. Vestido así, entiendo que no has venido a Cuba a divertirte.

—He notado cierta intranquilidad en La Habana y en el aeropuerto he visto a mucha gente huyendo —dijo August mientras observaba las avenidas desde la ventana.

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