El Oro de Mefisto (51 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—La ley del mundo es aprovecharse de los otros si no queremos que los otros se aprovechen de nosotros y Suiza ha sobrevivido durante siglos gracias a que hemos convertido ese aprovechamiento en algo rentable, en algo de lo que es posible conseguir beneficios —aseguró Masson—. ¿Usted cree que es mejor que nosotros, Herr Lienart? Si es así, se equivoca.

—Usted, Herr Masson, habla de beneficios y de neutralidad, cuando una cosa y otra van en franca competencia. Su Banco Nacional aceptó el oro de todos los países alegando su tan cacareada neutralidad, pero eso también les llevó a aceptar el oro del Reichsbank sin preguntar su origen, así que no me hable de neutralidad. La neutralidad, como principio inmutable, es una prueba de debilidad. Suiza fue la caja fuerte de Hitler.

De repente, Lienart se vio interrumpido por Masson.

—No hemos venido aquí a discutir sobre la política seguida por mi gobierno, Herr Lienart. Lo que hemos venido a discutir aquí es la conveniencia de que usted y su organización continúen operando desde suelo suizo. Eso es lo que hemos venido a discutir.

—Y ustedes saben, Herr Masson, que si caigo en manos francesas, caerán también los cientos de miles de documentos que prueban la estrecha amistad de su gobierno, de sus bancos, de sus abogados, de sus políticos con Berlín, con las SS, con Himmler, con Hitler y con el oro de los judíos asesinados en los campos. Si están dispuestos a jugársela en una mesa de juego, yo estoy dispuesto a sentarme en ella —retó Lienart—. Dígaselo así a sus poderosos amigos. Si ellos me molestan, yo les molestaré a ellos.

—¿Qué estaría dispuesto a aceptar como pago por abandonar voluntariamente el suelo de la Confederación? —propuso Masson.

—Vaya, vaya… amigo Andreas, ahora sí que nos entendemos. Así me gusta. Ver el verdadero rostro de Suiza. Para serle sincero, quiero dos millones de francos suizos en oro sin numerar…

El jefe del servicio de espionaje suizo dio un largo y profundo silbido al oír la cifra del magnate.

—No creo que mi gobierno esté dispuesto a pagar un precio tan elevado por su salida de Suiza.

—¿Y por mi silencio? —preguntó Lienart—. A veces el silencio es más caro que las palabras. Esos dos millones de francos suizos en oro conseguirán apaciguar mi malestar por la invitación que me hace ahora su gobierno para que abandone el país. Comuníqueselo así a sus jefes.

—¿Qué seguridad tendremos de que una vez que salga de Suiza con esos dos millones de francos suizos en oro no entregará esos documentos a los países aliados?

—Confianza, amigo Masson, confianza. Alguien sabio dijo un día que se puede confiar siempre en las malas personas, como usted o yo, porque no cambiamos jamás. Sólo las buenas personas son las que cambian.

—Si mi gobierno aceptase su propuesta, ¿cómo deberíamos realizar el pago?

Aquella pregunta provocó una sonora carcajada en Lienart.

—Discúlpeme, Herr Masson. Perdone esta risa, un signo de tan poca educación hacia usted, pero me ha sorprendido su pregunta. ¿Dónde mejor que en una cuenta numerada en alguno de sus bancos? ¿Dónde puede estar mejor guardado mi dinero? ¿En qué otro lugar del mundo?

—De acuerdo. Una vez que mi gobierno dé una respuesta afirmativa a su oferta, le daré una semana para que abandone la Confederación Helvética. Desde el momento en que tenga usted el sí del gobierno, comenzará la cuenta atrás para su viaje.

—Me gusta usted, amigo Andreas. Sé que siempre hemos sabido entendernos, y eso no es fácil en los tiempos que corren —dijo Lienart mientras caminaba junto al suizo.

Cuando los dos hombres llegaron hasta el BMW de Lienart, éste dijo:

—Es curioso lo que es el destino, querido amigo. A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo. Y eso me ha ocurrido hoy aquí, en Pas de l'Echelle.

Lienart subió a su coche y antes de que Masson se dirigiese hacia el suyo, donde esperaba su chófer, se dirigió al espía suizo.

—Amigo Masson, recuerde lo que voy a decirle. Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos como del estremecedor silencio de los hombres bondadosos. En su neutral Suiza se persiguió incluso a aquellos bondadosos que intentaron gritar, así que usted y yo fuimos parte del grupo de los silenciosos que nos convertimos en aliados del mal, en silenciosos testigos del diablo representado por Hitler y los suyos. Estoy seguro de que ese pensamiento nos acompañará hasta nuestra tumba —dijo.

Tal vez ésas fueran palabras proféticas para muchos hombres de toda una generación. Walther Funk, presidente del Reichsbank, dijo a los jueces en Núremberg: «Sin la blanqueadora suiza de oro, el Tercer Reich no habría sobrevivido más de dos meses». El hecho era exacto.

Ciudad del Vaticano

En aquel comienzo de invierno se respiraba cierto aire de optimismo en toda la ciudad. Los niños jugaban en la plaza de San Pedro ajenos a todas las cuestiones políticas que acosaban a una Europa que intentaba renacer de sus cenizas tras años de guerra. Para August Lienart, aquél iba a ser el día más importante de su vida. Un joven seminarista como él iba a ser recibido en audiencia privada por el papa Pío XII.

La audiencia estaba prevista para la una de la tarde, pero su amigo Bibbiena, ahora poderoso jefe de la Entidad, le había citado horas antes en el Vaticano para mantener una conversación con él. No sabía de qué quería hablarle, pero sentía una gran curiosidad.

Vestido de forma impecable, con un traje negro y un alzacuellos blanco, se dirigió con paso firme hacia la Puerta de Santa Ana. Aquel acceso daba paso a la Ciudad Estado del Vaticano, con sus cinco hectáreas y media. Lo detuvo un miembro de la Guardia Suiza.

—Buenos días, señor. ¿A dónde va? —preguntó.

—Tengo una cita con el padre Bibbiena, en el Gobernatorio, y después una audiencia con el Santo Padre. Soy August Lienart.

—Espere usted un momento. Informaré a la Secretaría del Gobernatorio que está usted aquí —precisó el militar mientras se dirigía a la garita y cogía un teléfono para comunicaciones internas de la Santa Sede.

August permaneció en silencio observando aquel boato que tanto admiraba en la Guardia Suiza.

—¿Señor Lienart? —dijo el alabardero—. Le están esperando. Vendrá a recogerle un miembro de la Secretaría del Gobernatorio.

—Gracias.

Unos minutos después apareció un joven secretario.

—Soy el padre Agostini. Acompáñeme. Le guiaré hasta el despacho del padre Bibbiena.

Los dos hombres caminaron en silencio por una estrecha calle interior del Vaticano, pasando por el edificio del Correo Central. Traspasaron un gran portalón y atravesaron el patio del Belvedere hasta la Biblioteca Vaticana. Nuevamente en la calle, giraron a la izquierda en dirección al Palacio del Gobernatorio, pasando por la parte trasera de la basílica de San Pedro. Dos miembros de la Guardia Noble estaban apostados en la puerta.

—Viene conmigo —dijo el padre Agostini a uno de los suboficiales.

Tras ascender por una amplia escalera de mármol blanco, los dos hombres llegaron hasta unas dependencias en donde se indicaba: Departamento de Servicios Especiales de la Santa Sede. Tras aquellas grandes puertas de maderas nobles se escondían los miembros de la Entidad, ahora a las órdenes de su amigo Hugo Bibbiena tras la misteriosa muerte del anterior prefecto, el cardenal Claudius Munroe.

—Amigo mío, ¿cómo estás? —saludó Bibbiena acercándose a él con los brazos abiertos.

—Estoy muy bien.

—¡Vaya aventuras que pasamos tú y yo en la guerra! ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. Y también me acuerdo de cómo Müller te salvó el trasero de esos partisanos italianos —dijo August entre risas.

—Como ves, he ascendido en el escalafón vaticano, pero ya sabes lo que decía Voltaire, amigo mío: «En el desprecio de la ambición se encuentra uno de los principios esenciales de la felicidad sobre la tierra».

—No creo que seas muy defensor de la felicidad si no va acompañada de la ambición —dijo August.

—Eres cruel conmigo, pero, ven, siéntate y cuéntame qué es de la vida de ese Müller amigo tuyo.

—Aún sigue estando a mi servicio, pero no creo que me hayas hecho llamar tan sólo para hablar de Müller.

—Eres impaciente, amigo August. ¿Por qué aguardas con impaciencia las cosas? Si son inútiles para tu vida, inútil es también aguardarlas. Si son necesarias, vendrán, y vendrán a su tiempo —dijo Bibbiena.

—Tal vez por la misma razón que tú. Soy ambicioso e impaciente. Tal vez sean defectos que compartimos.

Aquello provocó una risa en el poderoso jefe de la inteligencia papal.

—Muy bien, te diré por qué te he hecho venir hasta aquí horas antes de tu audiencia con el Santo Padre. En primer lugar, quería preguntarte si has decidido qué vas a hacer con tu vida. ¿Tienes pensado volver al seminario?

—No lo sé todavía —respondió August pensando en Elisabetta.

—Me interesa saberlo, porque tal vez pueda evitar que tengas que regresar al seminario de la abadía de Fontfroide —aseguró Bibbiena.

—¿Cómo? Sólo el Papa está autorizado mediante una licencia a concederme la ordenación sacerdotal sin haber pasado por el seminario.

—Tal vez podamos hacer algo al respecto si estás dispuesto a continuar tu vida religiosa aquí, en el Vaticano —propuso Bibbiena.

—¿Qué ganaría con ello? —preguntó August.

—Poder. Si queréis conocer a un hombre, revístele de un gran poder.

—El poder es algo en lo que no pienso. Para quienes lo ambicionan, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio. Me gusta la cumbre, pero no me gusta tener una sola probabilidad de caer en el precipicio —afirmó August.

—Yo puedo obtener ese poder para ti, pero es necesario que permitas ser guiado por aquellos hombres que saben cómo transformarte en una herramienta de ese mismo poder —dijo de forma misteriosa Bibbiena—. Después del poder, nada hay tan excelso como saber tener dominio de su uso, y en esto último, te enseñaremos, te entrenaremos. Pero debes permanecer aquí junto a nosotros.

—¿Crees que podrás convencer a Su Santidad para que me conceda la ordenación sacerdotal?

—Tú déjame a mí ese asunto. Cuando te conozca el Santo Padre, querrá mantenerte cerca de nosotros. Tú eres un elegido y, como tal, debes formarte entre estos muros.

—¿A qué te refieres cuando dices que soy un elegido? —preguntó August.

—Déjame que te explique —dijo Bibbiena mientras arrimaba su silla a la de Lienart para hablar más cerca de él—. Cada cincuenta años o cien, nace un elegido. Un día de julio del año 100 antes de Cristo nació un gran militar, un elegido. Se llamaba julio César. Un 27 de febrero de 1756 nació un elegido llamado Mozart. Un 20 de abril de 1889 nació un elegido llamado Hitler. ¿Por qué un 15 de diciembre de 1922 no pudo nacer un elegido que deba liderar en un futuro no muy lejano nuestra Iglesia hasta el lugar que se merece? Ése eres tú, amigo August, un elegido.

—Tengo veintiséis años, ¿cómo sabes que soy el elegido para llevar a cabo osa tarea? —preguntó Lienart.

—Porque lo sé. Porque lo presiento. Porque antes que yo, otros se dieron cuenta de tu destino y de lo que debes hacer en el futuro. Si permaneces junto a nosotros y permites que guiemos tus pasos, conseguirás ocupar el puesto que mereces en el futuro de la Iglesia, de la gran Iglesia que debe llegar y regir el destino del mundo, tal y como merece, tal y para lo que está destinada —dijo Bibbiena mostrando una gran pasión en su voz—. Tú, amigo mío, eres el elegido. Grandes hombres como Julio II, Inocencio X, Alejandro VI sabían cuál era ese destino. Está ahora en tus manos cumplir con tu deber de liderar esa gran Iglesia en el futuro, como si fuera un Cuarto Reich, sólo que, en vez de ser una falsa fe como el nazismo, sería un gobierno de la Iglesia, un gobierno basado en la creencia de Dios y en la palabra de Jesucristo. Tú serías ese gran líder y nosotros, tus caballeros cruzados capaces de blandir la espada en nombre de esa fe.

August se levantó de la silla al escuchar aquellas palabras y se dirigió hacia la ventana. Durante unos segundos se mantuvo en completo silencio, meditando cada palabra, cada frase pronunciada por Bibbiena.

—¿Cuál sería ese primer paso? —preguntó.

—Debes ser aceptado por Su Santidad. Convence al Papa de la necesidad de que permanezcas aquí, junto a nosotros, y las puertas del cielo se abrirán para ti.

La conversación quedó interrumpida bruscamente por uno de los secretarios pontificios.

—Perdone, padre Bibbiena, pero debo acompañar al señor Lienart al Palacio Apostólico para su audiencia con Su Santidad.

—Muy bien. El señor Lienart está dispuesto —dijo Bibbiena sin dejar de mirar a su amigo.

Había sido el papa Nicolás V, en el siglo XV, quien había tenido la idea de crear una mansión digna, nueva y grandiosa para los papas, y a él se debieron los comienzos de una obra de la cual surgiría el Palacio Apostólico, que se elevaba a la derecha de la basílica de San Pedro. Estaba formado por un conjunto de obras, edificaciones, patios y salones, y cada Papa, con ayuda de insignes artistas, había dejado su huella. El actual había renovado la última planta de la edificación de Sixto V, para situar en ella sus apartamentos privados y sus estancias, despacho y sala de audiencias.

—Espere aquí —indicó el secretario papal que lo había escoltado hasta las estancias pontificias—. El secretario Leiber vendrá enseguida para acompañarle ante Su Santidad.

Robert Leiber, jesuita, profesor, historiador, espía y secretario del Papa, y sor Pasqualina Lehnert, la poderosa ayudante de Pacelli durante décadas, a quien apodaban la
Papisa
, eran las dos personas más importantes en la Santa Sede si alguien deseaba llegar hasta el Santo Padre.

—¿Es usted August Lienart? —preguntó un hombre alto, bien parecido y vestido con una sotana negra hasta los pies.

—Sí, padre.

—Espere en este salón hasta que sea llamado. Cuando se encuentre ante Su Santidad, no hable. Espere a que sea él quien le pregunte. El Santo Padre ha ordenado que ningún consejero, secretario o subsecretario de Estado permanezca en el salón de audiencias mientras se encuentre con usted. Eso no ha sentado muy bien en la Secretaría de Estado, pero el Papa es el Papa. ¿No le parece?

—Todo poder humano se forma de paciencia y de tiempo —respondió Lienart.

El secretario ni siquiera miró a aquel joven seminarista francés.

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