Authors: Eric Frattini
—Pase dentro, por favor —le invitó.
Su esposa les ofreció un té. Eichmann preguntó a Müller por su ruta de escape.
—En primer lugar, le trasladaré a Venecia, a una casa al norte del Gran Canal. Allí esperará hasta que le consigamos papeles falsos y un pasaporte del Comité Internacional de la Cruz Roja. Cuando tengamos en nuestro poder la documentación necesaria, le trasladaremos hasta Génova o Nápoles y, desde allí, en barco hasta Argentina.
—¿No puedo ir a Egipto?
—No es el mejor momento. El rey Faruq tiene ya suficientes problemas con los militares de su país como para preocuparse de dar asilo a miembros de las SS —dijo Müller—. Permanecerá en Venecia. Desde allí será trasladado a Roma bajo la protección del obispo Alois Hudal y el Pasillo Vaticano. Esperamos que no tenga que permanecer mucho tiempo allí hasta que podamos enviarlo fuera de Europa.
—¿A quién pertenece la casa de Venecia?
—A un amigo suyo —respondió Müller.
—No sé a qué amigo se refiere. En los tiempos que corren, los que combatimos por un ideal hemos dejado de tener amigos —precisó Eichmann.
—Su amigo y protector se llama Lienart.
—¿Lienart? ¿Edmund Lienart?
—Así es.
—Le conocí en Estrasburgo en agosto del 44. Mantuvimos una reunión interesante con varios magnates alemanes presidida por Martin Bormann, ese maldito campesino de Sajonia —dijo Eichmann—. ¿Cómo es que se ha metido en Odessa?
—Podrá usted preguntárselo personalmente un día de éstos. Mientras tanto, es mejor que no haga tantas preguntas y obedezca mis órdenes si quiere mantener su cuello alejado de la horca —dijo Müller.
—¿Cuando nos iremos de aquí? —preguntó nerviosamente sin dejarse de morder el labio inferior.
—Calculo que en una semana… dos a lo sumo.
Mientras los dos antiguos SS hablaban y planeaban la ruta de evasión, entró en la sala Vera Liebl, la esposa de Eichmann. La mujer tenía el rostro descompuesto en una expresión de pánico.
—Está subiendo un vehículo militar por el camino —anunció.
—¿Cuántos son? —preguntó Müller poniéndose en pie y acercándose a la ventana.
—Deben de ser tres o cuatro.
—Bien, señora Eichmann, no se ponga nerviosa —dijo Müller mientras la sujetaba por los hombros para tranquilizarla—. No creo que vengan a realizar un registro. Tan sólo vendrán a hacerle un interrogatorio de rutina. Esté tranquila y no muestre ningún nerviosismo delante de ellos. Ignoran que su esposo y yo estamos aquí, así que cálmese.
El sonido del vehículo que se acercaba llegó hasta los ocupantes de la casa.
—Escóndanse en el altillo. Es un viejo almacén. No lo registrarán.
Los dos SS ascendieron por una pequeña y estrecha escalera hasta el almacén. Desde una pequeña trampilla ambos podían ver lo que sucedía en el piso de abajo.
Un golpe en la puerta indicó a Müller y a Eichmann que los miembros de la patrulla habían llegado.
—Ya voy, ya voy. Dejen de golpear —protestó Vera Eichmann.
Al abrir la puerta, aparecieron dos oficiales estadounidenses pertenecientes al Cuerpo de Contrainteligencia del Ejército o CIC.
—Buenos días, señora. Soy el capitán Hubbard, del CIC —se presentó el primer oficial mientras mostraba una placa—. ¿Es usted la señora Liebl? ¿La señora Vera Liebl?
—Sí —respondió—. ¿Qué desean?
—Permítanos entrar —dijo el segundo oficial poniendo el pie en la puerta para que la mujer no pudiera cerrarla—. Queremos hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente.
—Ustedes, los americanos, siempre avasallando. ¿Qué hemos hecho los alemanes para que nos traten así? —protestó la mujer con lágrimas en los ojos.
—¿Organizar una guerra mundial? ¿Matar a cientos de miles de personas en campos de exterminio? ¿Apoyar el gobierno más sanguinario de la historia? —respondió el oficial, que tenía aún puesto su pie en el marco de la puerta.
El capitán Hubbard puso la mano en la puerta y la empujó violentamente, obligando a Vera Eichmann a dar varios pasos atrás para evitar que la puerta le diese en la cara.
—Sabemos quién es usted, señora —afirmó Hubbard mientras se acercaba a la mesa para apoyar un maletín de cuero y sacar una carpeta del interior.
—Tenemos aquí un informe del interrogatorio al que se sometió la señora Henriette Hoffmann, esposa del criminal de guerra Baldur von Schirach e hija de Heinrich Hoffmann, fotógrafo personal de Hitler. La señora Hoffman declaró el 21 de octubre de 1946 que Adolf Eichmann estaba viviendo en el número 8 de Fischerndorf, en la región de Altaussee. Cuando investigamos esa afirmación, descubrimos que quien vivía aquí era Vera Liebl, que es usted y que, realmente, detrás de ese nombre, se encuentra el de Veronika Liebl Eichmann. Usted es la esposa de Adolf Eichmann, responsable de la organización de la logística de transportes a los campos de exterminio y uno de los responsables máximos de la muerte de millones de personas —precisó el oficial.
—Mi ex esposo está muerto —dijo Vera Liebl.
—¿Ex esposo? —preguntó Hubbard algo sorprendido.
—Nos divorciamos en marzo de 1945. Después, no supe nada más de él, hasta que me informaron que cuando regresaba a Alemania desde Praga, fue detenido e identificado por guerrilleros checos y ejecutado en noviembre de ese mismo año.
—¿Está usted sola en esta casa? —preguntó el segundo oficial.
—Sí.
—Si está usted sola, ¿a quién pertenecen esas dos tazas? —dijo el militar mientras acercaba su mano a una de las tazas para comprobar que aún estaba tibia.
—No sé a qué se refiere —respondió Vera Eichmann.
En ese momento, el oficial abrió su cartuchera y sacó una Colt 45.
—¡Esté alerta! —gritó el oficial al soldado armado con una ametralladora que estaba sentado en el todoterreno fumando un cigarrillo.
El capitán Hubbard se levantó de la silla y la empujó violentamente hacia atrás con la pierna mientras abría su pistolera. En ese momento, la pesada trampilla que daba acceso al desván se abrió violentamente golpeándole en el hombro. Müller saltó arma en mano y disparó a Hubbard, que se encontraba en el suelo, aún afectado por el golpe. El primer disparo en el pecho lo mató. Vera Liebl saltó sobre el segundo oficial hasta que fue alcanzado de un disparo por el propio Eichmann.
El soldado que se encontraba fuera entró a la carrera con la ametralladora montada. Antes de que pudiera apretar el gatillo, Müller agarró el cañón con una mano y le disparó a bocajarro en el corazón con su propia arma. Aún afectados por la refriega y por los tres cadáveres tendidos en el suelo del salón en medio de un gran charco de sangre, Müller, Eichmann y su esposa decidieron emprender la huida.
—Lo siento, señora Eichmann, pero si viene con nosotros, lo único que conseguirá es retrasarnos. No puede venir. Además, es mucho más seguro para usted. Si nos detienen, es mejor para su esposo que permanezca usted en libertad.
—Pero yo quiero… —intentó decir Vera Eichmann.
—Querida… querida… —le interrumpió su esposo—, es mejor que hagas caso al sargento Müller. Te necesito en libertad por si me detienen, por nuestros hijos, Klaus, Horst y Dieter. Ellos te necesitan. Necesitan a su madre. Son muy pequeños y tienes que estar con ellos. Cuando consiga establecerme en un lugar seguro, me pondré en contacto contigo a través de Odessa para indicarte dónde estoy y para que os reunáis conmigo. Hasta que llegue ese momento, deberás ser paciente.
—¿Y qué le digo a los niños? —preguntó Vera Eichmann.
—Diles que he muerto en la guerra hasta que llegue el momento de nuestro reencuentro. Si esos tipos del CIC se enteran de que no he muerto, lo más seguro es que te vigilen y no te dejarán vivir. Es mejor que durante un tiempo largo vivas como si fueras una sencilla viuda de guerra —dijo Eichmann.
—¿Cuándo podremos reunimos? —preguntó Vera Eichmann a Müller.
—No puedo asegurárselo. Lo mejor es que haga caso a su marido. Nosotros nos pondremos en contacto con usted. Lo único que le pedimos es que sea discreta. La vida de su esposo está desde este momento en sus manos —afirmó.
—De acuerdo. Me iré a vivir a casa de mi hermana, a Múnich. Allí esperaré noticias.
Dos semanas después, tras un largo viaje de casi trescientos kilómetros atravesando las principales líneas de control aliadas, caminando de noche y escondiéndose de día, Müller y su protegido, el teniente coronel Eichmann, consiguieron llegar a Venecia, la ciudad de los canales. Durante los dos meses siguientes, el Casino de los Espíritus, propiedad de la familia Lienart, sería su escondite hasta que Odessa pudiera confinarle en alguna institución controlada por el Pasillo Vaticano. Un ser monstruoso, responsable de la muerte de millones de personas, residiría en aquella casa del siglo XVI gracias a la todopoderosa red Odessa.
Ginebra
A mediados de 1948, Edmund Lienart se estaba convirtiendo en un personaje ciertamente incómodo para las autoridades helvéticas. Francia intentaba presionar al gobierno suizo para que le extraditara o le expulsase de su territorio. Otros franceses estaban siendo juzgados por alta traición y colaboración con los alemanes, y gran parte puestos ante un pelotón de fusilamiento. Entre ellos se encontraban René Bousquet, secretario general de la policía francesa entre 1941 y 1943; Maurice Papón, secretario general de la prefectura de Gironde y organizador de convoyes para la deportación de judíos franceses a los campos de exterminio; y el mismísimo mariscal Philippe Pétain.
El nombre de Edmund Lienart había aparecido por vez primera en una lista de colaboracionistas franceses en septiembre de 1945. Lienart acusaba a los servicios de inteligencia del general De Gaulle de conspirar contra él. Dos años después, las nuevas autoridades del gobierno del presidente Jules-Vincent Auriol reclamaban a Suiza la entrega de Edmund Lienart para ser juzgado por un tribunal de Francia para responder por cargos de alta traición, colaboracionismo y realizar actividades de inteligencia para una nación enemiga. El propio Lienart sabía que si sus compatriotas le ponían las manos encima, lo más seguro es que sufriera la degradación nacional y la confiscación de sus bienes y que sería condenado a muerte.
Lo positivo de todo aquello es que, durante los últimos años del conflicto y de forma discreta, Lienart había traspasado todas sus propiedades y bienes en suelo francés y colonias a su esposa Magda y a su hijo, August. Todo debía quedar bien atado y, en eso, él era un experto.
Lo cierto es que Lienart aborrecía Suiza, a sus banqueros y a su falso discurso democrático. Aunque no le faltaban ocasiones para burlarse del país, al que calificaba despectivamente como «nación de tenderos», Lienart era un hombre hábil y solapado y sabía que éstos eran más amantes de las comisiones y los beneficios que de sentirse indignados u ofendidos por sus comentarios. Eso hizo también que de simples banqueros de los nazis se convirtieran en encubridores de Hitler y los suyos. Los guardianes del oro, los gnomos suizos, no habían actuado por adhesión al Partido Nacionalsocialista ni por simpatía hacia su ideología o a su Führer, sino, sencillamente, por los beneficios. Hitler sabía que sin divisas circulando en el mercado internacional, era imposible comprar materias primas; y los banqueros suizos, entre ellos el propio Lienart, sabían que, sin materias primas, no existiría la Wehrmacht. Los dirigentes del Banco Nacional, los ministros, los funcionarios superiores, los abogados, los grandes industriales se habían hecho ricos gracias a su peligroso socio del otro lado de la frontera, el Tercer Reich.
Aquella mañana los grandes diarios suizos eran unánimes en sus portadas. El bloqueo soviético terrestre de la capital alemana era el principal protagonista. Como respuesta, Estados Unidos y Gran Bretaña anunciaban que abastecerían la ciudad mediante un puente aéreo. Los servicios de inteligencia se esperaban la reacción soviética desde el mes de marzo, cuando los rusos establecieron controles en todas las carreteras para evitar fugas masivas de ciudadanos hacia las zonas controladas por estadounidenses, británicos y franceses. Estaba claro que los enemigos eran ahora otros, y la presencia de Lienart en Ginebra, una verdadera molestia para las buenas relaciones entre Berna y París. El bloqueo de Berlín podía ser un gran negocio para los banqueros suizos, pero también sabían que mientras Lienart permaneciese en suelo helvético, aquel rentable negocio podía peligrar.
En pocas horas tenía previsto reunirse con diversos banqueros con los que continuar manteniendo abiertas las líneas de negocio para la organización Odessa; con abogados, para establecer y registrar nuevas empresas en el extranjero con las que dar cobertura a los protegidos de la organización; y con la amplia red de falsificadores, con el fin de conseguir lo más rápidamente posible los documentos necesarios para ayudar a evadirse fuera de Europa a personajes como Josef Mengele, Franz Stangl, Alois Brunner o Adolf Eichmann, todos ellos refugiados en organizaciones del Pasillo Vaticano. También debía contactar con su hijo August aquella mañana.
El sonido de alguien golpeando la puerta de su suite hizo que abandonase la lectura de los titulares y la taza de café que saboreaba.
Un botones del hotel Beau Rivage le entregó un mensaje. Lienart abrió el pequeño sobre y desplegó una carta. El texto estaba firmado por Andreas Masson, jefe del servicio secreto suizo, que le convocaba a un encuentro secreto en una casa abandonada en Pas de l'Echelle, a unos cinco kilómetros al sur de Ginebra y muy cerca de la frontera con Francia. Aquello le pareció bastante extraño, pero no podía rechazar la invitación de uno de los hombres más poderosos de la Confederación.
Masson era un fascista antisemita de la peor clase, es decir, de la más cultivada. Durante unos años, había estado ligado a la extrema derecha a través de la Liga Valdense. Sus miembros veneraban a Hitler y despreciaban el parlamentarismo y la soberanía popular. Era un intelectual mediocre, algo que molestaba a Lienart más que sus ideas fanáticas. Masson y sus amigos no fueron peligrosos hasta 1940, cuando las tropas de Hitler desfilaron bajo el Arco del Triunfo y el anciano Pétain firmó la sumisión de Francia. Masson y la Liga habían instigado un golpe de Estado con el apoyo de oficiales del ejército. La idea era destituir al gobierno, suprimir el Parlamento y abolir la Constitución y el sufragio popular. Como gobierno, claramente pronazi, se establecería un triunvirato formado por un gobernador general, posiblemente Philippe Etter; un ministro de Exteriores, el coronel Andreas von Sprecher; y un ministro militar que mantendría el control absoluto sobre el ejército, la policía y los servicios secretos. El más firme candidato para ocupar ese tercer sillón era Andreas Masson.