El ocho (78 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—No lo entiendo —interrumpí—. Si encomendaron esta misión a su padre y fracasó… eso significa que el equipo blanco consiguió las piezas que él buscaba, ¿no? Entonces, ¿cuándo termina la partida? ¿Cuando alguien reúne todas las piezas?

—A veces pienso que nunca terminará —reconoció Kamel con amargura. Encendió el motor y tomó el largo camino flanqueado de cactus para salir de Sidi Fredj—. En todo caso, la vida de su amiga sí corre peligro de terminar si no llegamos pronto a La Madrague.

—¿Es usted un pez lo bastante gordo para presentarse allí como si tal cosa y exigir que la devuelvan?

Las luces del salpicadero me permitieron ver la fría sonrisa de Kamel. Nos acercamos a la barrera que Lily y yo habíamos visto. El ministro mostró su pase por la ventanilla y el guardia le indicó que podía seguir.

—Lo único que preferiría tener El-Marad en lugar de su amiga —dijo serenamente— es lo que usted afirma tener en su bolso de lona. Y no me refiero al perro. ¿Le parece justo?

—¿Está proponiendo… que le entregue las piezas a cambio de Lily? —pregunté estupefacta. Sin embargo, comprendí que probablemente fuera la única manera de entrar y salir con vida—. ¿No podríamos darle solo una?

Kamel rió y me apretó un hombro.

—Cuando El-Marad sepa que las tiene —dijo—, nos eliminará del tablero.

¿Por qué no habíamos llevado con nosotros algunos soldados… o incluso unos delegados de la OPEP? En ese momento me hubiera venido bien la ayuda del fanático Gadafi con su fusta, para que abatiera él solo a sus enemigos como toda una horda mongola. En su lugar tenía al seductor Kamel, que iba a la muerte con dignidad y compostura… como debió de hacerlo su padre diez años antes.

En lugar de detener el coche frente al bar iluminado, donde estaba todavía aparcado nuestro automóvil de alquiler, Kamel siguió por el puerto y recorrió la única calle del pueblo. Se detuvo al final, donde un tramo de escaleras ascendía por el escarpado acantilado que protegía la pequeña bahía. No se veía un alma y se había levantado viento, que empujaba las nubes a través de la ancha cara de la luna. Salimos del vehículo y Kamel señaló la cima del acantilado, donde había una casita preciosa, rodeada de plantas y encaramada en la pendiente rocosa. Al lado del mar, el acantilado descendía bruscamente unos treinta metros hasta el agua.

—La casa de verano de El-Marad —murmuró Kamel.

Vimos que estaba iluminada y al iniciar el ascenso por las maltrechas escaleras de madera oí un griterío procedente del interior que resonaba en el acantilado. Distinguí la voz de Lily, que se imponía al chapoteo de las olas.

—¡Si me pone la mano encima, asesino de perros —aullaba—, será lo último que haga en su vida!

Kamel me miró sonriendo.

—Tal vez no necesite ayuda —comentó.

—Está hablando a Sharrif —le dije—. Fue el que arrojó a su perro al agua. —Carioca ya estaba haciendo ruidos dentro de mi bolso. Metí la mano y le rasqué la cabeza—. Es hora de que hagas tu numerito, bicho peludo —dije mientras lo sacaba.

—Creo que sería mejor que usted bajara y pusiera en marcha el coche —susurró Kamel tendiéndome la llave—. Yo me encargaré del resto.

—Ni hablar —repliqué, cada vez más furiosa al oír los ruidos sordos que salían de la casa—. Los cogeremos por sorpresa.

Dejé a Carioca en la escalera y empezó a subir como una pelota de ping-pong. Kamel y yo lo seguimos. Yo tenía la llave del coche en la mano.

Se entraba en la casa por unas grandes puertaventanas que daban al mar. Observé que el sendero que conducía a ellas estaba peligrosamente cerca del borde, del que solo lo separaba un muro de piedra cubierto de capuchinas. Tal vez eso nos sirviera.

Cuando llegué a lo alto y eché un vistazo al interior para ver qué pasaba, Carioca ya arañaba las puertas de vidrio con sus pequeñas garras. Había tres matones apoyados contra la pared de la izquierda con las chaquetas abiertas, de modo que podían verse las pistoleras. El suelo era de resbaladizos azulejos azules y dorados. En el centro estaba Lily, sentada en una silla. Sharrif se inclinaba hacia ella. Mi amiga se puso en pie de un salto cuando oyó el jaleo que armaba Carioca, pero Sharrif la obligó a sentarse de un bofetón. Me pareció que Lily tenía un hematoma en la mejilla. Al fondo de la habitación estaba El-Marad, sentado sobre un montón de cojines. Movió una pieza de ajedrez a través del tablero que tenía delante, sobre una baja mesita de cobre.

Sharrif se había vuelto hacia las puertaventanas, donde estábamos nosotros, iluminados por la luz de la luna. Tragué saliva y levanté la cara para que pudiera verme.

—Ellos son cinco; nosotros, dos y medio —susurré a Kamel, que estaba a mi lado, mientras Sharrif avanzaba hacia la puerta indicando por señas a sus hombres que mantuvieran las armas enfundadas—. Usted se ocupa de los gorilas y yo de El-Marad. Creo que Carioca ya ha elegido su presa —agregué.

Sharrif entreabrió la puerta y lanzando una mirada a su menudo enemigo dijo:

—Pasen… pero eso se queda fuera.

Aparté a Carioca para que Kamel y yo pudiéramos entrar.

—¡Lo has salvado! —exclamó Lily con una sonrisa. A continuación, mirando con desprecio a Sharrif, agregó—: Los que amenazan a animales indefensos solo intentan ocultar su impotencia…

Sharrif avanzó hacia ella como si fuera a golpearla otra vez, cuando El-Marad habló suavemente desde su rincón, mirándome con una sonrisa siniestra.

—Mademoiselle Velis —dijo—, es estupendo que haya regresado y con escolta. Pensaba que Kamel Kader sería lo bastante inteligente para no traérmela por segunda vez, pero ahora que estamos todos reunidos…

—¡Dejémonos de gentilezas! —exclamé, dirigiéndome hacia él. Al pasar junto a Lily le puse la llave del coche en la mano y susurré—: A la puerta… ahora. Ya sabe por qué estamos aquí —dije a El-Marad mientras seguía avanzando.

—Y usted sabe lo que yo quiero —repuso él—. ¿Podemos considerarlo una transacción comercial?

Me detuve junto a la mesita baja y miré por encima del hombro. Kamel estaba con los matones y pedía fuego a uno de ellos para encender un cigarrillo. Lily estaba agachada junto a las puertaventanas, con Sharrif a su espalda, y con sus largas uñas rojas tamborileaba sobre el cristal, que Carioca lamía al otro lado. Todos estábamos en nuestros puestos… Había que pasar a la acción.

—Mi amigo el ministro no parece creer que sea usted muy digno de confianza en los tratos comerciales —dije al vendedor de alfombras. Él levantó la mirada y empezó a decir algo, pero lo interrumpí—. Si lo que quiere son las piezas —añadí—, aquí están.

Me quité el bolso del hombro, lo levanté tanto como pude y lo dejé caer con todo su peso sobre la cabeza del anciano. Este puso los ojos en blanco y se desplomó hacia un lado. Me volví para enfrentarme al jaleo que se había desatado detrás de mí.

Lily había abierto una puertaventana, Carioca entraba como un rayo y yo balanceaba la masa en que se había transformado mi bolso mientras corría en dirección a los matones. El primero estaba sacando el arma cuando lo golpeé. El segundo estaba doblado a causa del puñetazo que le había asestado Kamel en el estómago. Cuando el tercero desenfundó su pistola y me apuntó, todos estábamos amontonados en el suelo.

—¡Aquí, imbécil! —chilló Sharrif, apartando a Carioca a patadas.

Lily atravesaba la puerta a la carrera. El matón levantó el arma, apuntó y apretó el gatillo, justo en el momento en que Kamel lo empujaba hacia un lado y lo estampaba contra la pared.

Sharrif ululaba y giraba a causa del impacto de la bala, apretándose el hombro con una mano. Carioca corría en círculos alrededor de él, tratando de morderle la pierna. Kamel estaba detrás de mí, luchando para arrebatar el arma al matón, mientras otro empezaba a incorporarse. Levanté el bolso y lo descargué sobre él, y cayó redondo al suelo. Después golpeé en la nuca al contrincante de Kamel, que mientras el otro caía, le quitó el arma.

Nos precipitábamos hacia la puerta cuando sentí que una mano me cogía y me zafé. Era Sharrif, con el perro aferrado a su pierna. Atravesó la puerta tras de mí, mientras la sangre manaba de su herida. Dos de sus colegas se habían puesto en pie y estaban detrás de él cuando corrí… no hacia las escaleras, sino hacia el borde del acantilado. A la luz de la luna vi a Kamel y a Lily correr hacia su coche en la mitad del tramo de escaleras, volviéndose a mirarme con desesperación.

Sin pensarlo, salté el bajo muro y me tendí boca abajo en el momento en que Sharrif y sus tropas bordeaban la casa y corrían hacia las escaleras. El enorme peso del ajedrez de Montglane colgaba de mi mano dolorida. Estuve a punto de soltarlo. Veía el pie del acantilado treinta metros más abajo, donde las olas golpeaban contra la roca bajo el viento creciente. Contuve la respiración y lentamente tiré del bolso hacia arriba.

—¡El coche! —gritó Sharrif—. ¡Van hacia el coche!

Oí sus fuertes pisadas en los precarios escalones y empecé a incorporarme. Entonces oí algo, me asomé por encima del murete y la larga lengua de Carioca me lamió la cara. Estaba a punto de ponerme en pie cuando las nubes se abrieron y vi al tercer matón, a quien creía haber dejado sin conocimiento, que se dirigía hacia mí frotándose la cabeza. Me agaché, pero era demasiado tarde.

Salté por encima del muro y me tumbé en el suelo cubriéndome la cara con las manos mientras lo oía gritar. A través de los dedos vi que se tambaleaba en el borde del acantilado. Después desapareció. Pasé al otro lado del muro buscando terreno seguro, cogí a Carioca y corrí hacia la escalera.

El viento había arreciado, como si se acercara una tormenta. Horrorizada, vi cómo el coche de Kamel se alejaba en medio de una nube de polvo, mientras Sharrif y sus dos compañeros corrían frenéticamente detrás, disparando a los neumáticos. Entonces, para mi sorpresa, el automóvil dio la vuelta, encendió los faros y se abalanzó sobre los tipos. Los tres se arrojaron a un lado cuando pasó junto a ellos a toda velocidad. ¡Lily y Kamel volvían a buscarme!

Bajé los escalones de cuatro en cuatro, tan rápido como pude, con Carioca en una mano y el bolso con las piezas en la otra. Llegué abajo justo cuando pasaba el coche envuelto en una nube de polvo. La puerta se abrió y salté dentro. Lily arrancó otra vez antes de que pudiera cerrarla. Kamel estaba en el asiento trasero, apuntando con el revólver por la ventanilla. El estruendo de las balas era ensordecedor. Mientras trataba de cerrar la portezuela del coche, vi a Sharrif y sus colegas pasar corriendo en dirección a un automóvil estacionado al borde del agua. Seguimos adelante mientras Kamel llenaba su coche de plomo.

Por lo general la forma de conducir de Lily era desconcertante, pero ahora parecía creer que tenía licencia para matar. Fuimos dando bandazos por el camino de tierra que salía del puerto hasta que llegamos a la carretera principal. Estábamos en silencio, conteniendo el aliento, y Kamel miraba por la ventanilla trasera. Lily aumentaba la velocidad y, cuando estaba a punto de llegar a ciento sesenta, vi que nos abalanzábamos contra la barrera de la OPEP.

—¡Apriete el botón rojo del salpicadero! —gritó Kamel para hacerse oír por encima del chirrido de los neumáticos.

Cuando hice lo que me decía, empezó a sonar una sirena y se encendió una luz roja que relampagueaba como un faro en el salpicadero.

—¡Buen equipo! —dije a Kamel por encima del hombro, mientras los guardias se hacían a un lado para dejarnos pasar.

Lily avanzó sorteando los coches, desde cuyas ventanillas nos contemplaban rostros estupefactos. Enseguida los dejamos atrás.

—Ser ministro tiene algunas ventajas —dijo Kamel con modestia—. En el otro extremo de Sidi Fredj hay otra barrera.

—¡Al demonio los torpedos y adelante a todo trapo! —exclamó Lily. Apretó de nuevo el acelerador y el enorme Citroën se embaló como un purasangre en la recta final. Pasamos la segunda barrera del mismo modo que la primera, dejando a los guardias envueltos en una polvareda—. Por cierto —dijo Lily mirando a Kamel por el retrovisor—, no nos han presentado formalmente. Soy Lily Rad. Creo que conoce a mi abuelo.

—Mantén la vista en la carretera —le dije, mientras el coche se acercaba peligrosamente al borde del acantilado. El fuerte viento casi lo levantaba del asfalto.

—Mordecai y mi padre eran amigos íntimos —dijo Kamel—. Tal vez vuelva a verlo algún día. Por favor, cuando lo vea, transmítale mis recuerdos más afectuosos.

En ese momento Kamel se volvió para mirar por la luna trasera. Se acercaban unos faros de coche.

—Más rápido —apremié a Lily.

—Es el momento de que nos impresione con su destreza al volante —murmuró Kamel, que empuñó el arma mientras el automóvil que nos seguía ponía en funcionamiento la sirena y las luces. Kamel trataba de ver entre el polvo que levantaba el fuerte viento.

—¡Joder, es un poli! —exclamó Lily, y redujo la velocidad.

—¡Siga! —exclamó Kamel.

Obediente, Lily pisó el acelerador y el Citroën dio un bandazo. La aguja indicaba doscientos kilómetros por hora. El otro coche no podría ir mucho más rápido, sobre todo a causa de las violentas ráfagas de viento.

—Hay otra manera de llegar a la casbah —dijo Kamel sin dejar de vigilar a nuestros perseguidores—. La carretera estará a unos diez minutos de aquí… y habrá que atravesar Argel. Pero conozco esas callejuelas mejor que Sharrif. Esta carretera nos llevará a la casbah desde arriba… Conozco el camino hasta casa de Minnie —agregó con voz queda—. Es la casa de mi padre.

—¿Minnie Renselaas vive en casa de su padre? —pregunté—. Creía que su familia provenía de las montañas.

—Mi padre tenía una casa aquí, en la casbah, para sus esposas.

—¿Sus esposas? —exclamé.

—Minnie Renselaas es mi madrastra —dijo Kamel—. Mi padre era el Rey Negro.

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