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Authors: Katherine Neville

El ocho (77 page)

BOOK: El ocho
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Comprendí que los papeles que me disponía a buscar estaban empapados. Empecé a hablar atropelladamente.

—Estaba paseando a mi perro en Sidi Fredj —dije—, cuando se cayó del embarcadero. Salté para rescatarlo, pero la corriente nos trajo hasta aquí… —Diablos, de pronto advertí que en el Mediterráneo no había corrientes. Seguí a toda prisa—. Trabajo para la OPEP, para el ministro Kader. Él responderá por mí. Vivo allá. —Levanté la mano y el soldado me apuntó a la cara con el arma. Decidí adoptar otra actitud: la norteamericana desagradable—. ¡Le digo que es urgente que vea al ministro Kader! —exclamé con tono autoritario, irguiéndome con una dignidad que debía de resultar ridícula en mis presentes condiciones—. ¿Tiene idea de quién soy?

El soldado volvió la cabeza hacia alguien situado tras la luz.

—¿Tal vez asiste a la conferencia? —preguntó mirándome.

¡Claro! ¡Por eso patrullaban el bosque esos soldados! Por eso habían montado un control en la carretera. Por eso Kamel había insistido tanto en que regresara a finales de semana. ¡Había empezado la conferencia de la OPEP!

—Por supuesto —aseguré—. Soy uno de los delegados clave… Estarán preguntándose dónde estoy.

El soldado rodeó el haz de luz estroboscópica y se puso a cuchichear en árabe con su compañero. Unos minutos después apagaron la luz. El de mayor edad habló con tono de disculpa.

—Madame, la acompañaremos a reunirse con su grupo. En este momento los delegados están en el Restaurant du Port. ¿Tal vez desearía ir primero a su alojamiento para cambiarse?

Estuve de acuerdo en que era una buena idea. Al cabo de una media hora mi escolta y yo llegamos a mi apartamento. Los soldados esperaron fuera mientras me cambiaba rápidamente, me secaba el cabello y enjugaba a Carioca lo mejor posible.

No podía dejar las piezas en mi apartamento, de modo que saqué del armario un bolso de lona y las metí dentro junto con Carioca. El libro que me había dado Minnie estaba húmedo pero, gracias al neceser hermético, no se había estropeado. Le di un rápido repaso con el secador de pelo y me reuní con los soldados, que me escoltaron por el puerto.

El Restaurant du Port era un edificio enorme con techos altos y suelos de mármol, donde había almorzado a menudo cuando todavía me alojaba en El Riadh. Atravesamos la larga galería de arcos en forma de llave que partía de la plaza aneja al puerto y después ascendimos por el ancho tramo de escaleras que iban desde el agua hasta las paredes de vidrio brillantemente iluminadas del restaurante. Cada treinta pasos había soldados que miraban hacia el puerto con las manos a la espalda y el fusil colgado del hombro. Cuando llegamos a la entrada, miré a través de las paredes de vidrio para ver si podía localizar a Kamel.

Habían cambiado la disposición del restaurante. Cinco largas filas de mesas se extendían desde donde yo estaba hasta el otro extremo, tal vez a unos treinta metros de distancia. En el centro había una tarima elevada y rodeada por una barandilla de bronce, donde se sentaban los más altos dignatarios. Incluso desde mi puesto de observación el despliegue de poder resultaba imponente. Allí estaban no solo los ministros del petróleo, sino también los gobernantes de todos los países de la OPEP. Los uniformes con galones de oro, las túnicas bordadas con casquetes de piel de leopardo, las vestiduras blancas y los trajes occidentales oscuros se combinaban en una mezcla pintoresca.

El taciturno guardián de la puerta despojó a mi soldado de su arma y señaló con un gesto la tarima que se elevaba unos metros por encima de la multitud. El soldado me precedió entre las largas filas de mesas de manteles blancos, en dirección a la corta escalera del centro, y entonces vi la expresión horrorizada de Kamel, a varios metros de distancia. Me acerqué a la mesa, el soldado juntó los talones y el ministro se puso en pie.

—¡Mademoiselle Velis! —dijo, y se volvió hacia el soldado—. Gracias por traer a nuestra estimada colaboradora a nuestra mesa, oficial. ¿Se había perdido? —Me miraba con el rabillo del ojo, como si esperara que tuviera preparada una explicación.

—En el pinar, señor ministro —explicó el soldado—. Un incidente desafortunado con un perrito. Entendimos que se la esperaba en su mesa… —Echó una ojeada a la mesa, llena de hombres y sin lugar vacío para mí.

—Ha hecho muy bien, oficial —dijo Kamel—. Puede volver a su puesto. No olvidaremos su diligencia.

El soldado volvió a juntar los tacones y se marchó.

Kamel agitó la mano para llamar la atención de un camarero que pasaba y le pidió que pusiera otro cubierto. Se quedó de pie hasta que llegó la silla. Después nos sentamos y me presentó a los demás.

—El ministro Yamini —dijo indicando al ministro saudí, un hombre regordete y sonrosado, con cara de ángel, que me saludó cortésmente con una inclinación de la cabeza y se levantó a medias—. Mademoiselle Velis es la experta norteamericana que ha creado el brillante sistema informático y los análisis de los que hablé en la reunión de esta tarde —agregó.

El ministro Yamini levantó una ceja para demostrar que estaba impresionado.

—Ya conoce al ministro Belaid, creo —siguió Kamel, mientras Abdelsalaam Belaid, que había firmado mi contrato, se levantaba con ojos destellantes y me estrechaba la mano. Con su piel atezada y tersa, las sienes plateadas y la brillante cabeza calva, me recordaba un elegante capo de la mafia.

El ministro Belaid se volvió hacia su derecha para hablar con su compañero de mesa, que a su vez estaba enfrascado en una conversación con su vecino. Ambos hombres lo miraron y yo palidecí al reconocerlos.

—Mademoiselle Catherine Velis, nuestra experta en informática —dijo Belaid con su voz susurrante.

El presidente de Argelia, Huari Bumedián, de cara larga y triste, me miró un momento y luego se volvió hacia su ministro, como si se preguntara qué demonios hacía yo allí. Belaid se encogió de hombros con una sonrisa diplomática.

—Enchanté —dijo el presidente.

—El rey Faisal, de Arabia Saudí —continuó Belaid señalando al hombre de expresión vehemente y cara de rapaz, que me miraba por debajo de su tocado blanco. No sonrió; se limitó a inclinar la cabeza.

Cogí la copa de vino y me eché al coleto un trago reconfortante. ¿Cómo demonios iba a arreglármelas para explicar a Kamel lo que estaba sucediendo? ¿Y cómo iba a salir de allí para rescatar a Lily? Con esos compañeros de mesa era imposible excusarse, ni siquiera para ir al lavabo.

En ese momento se produjo un alboroto repentino en el salón, por debajo de nosotros. Todo el mundo se volvió a ver qué sucedía. Debía de haber más de seiscientos hombres en la estancia, todos sentados, salvo los camareros, que corrían de un lado a otro colocando en las mesas cestas de pan, fuentes de ensalada y botellas de vino y agua. Había entrado un hombre alto y moreno, vestido con una larga túnica blanca. Su rostro agraciado denotaba pasión mientras caminaba entre las filas de mesas agitando una fusta. Los camareros, que se habían reunido en grupos, no hacían gesto alguno por detenerlo. Yo observaba incrédula cómo descargaba la fusta a diestro y siniestro barriendo las botellas de vino y tirándolas al suelo. Los comensales, mientras tanto, permanecían en silencio.

Con un suspiro, Bumedián se puso en pie y dijo unas rápidas palabras al encargado del local, que había acudido a su lado. Después el melancólico presidente de Argelia descendió de la tarima y esperó a que el hombre apuesto llegara a su lado con sus largos pasos.

—¿Quién es ese tipo? —pregunté a Kamel en un susurro.

—Muhammar El Gadafi. De Libia —murmuró él—. Hoy ha pronunciado un discurso en la conferencia contra el consumo de alcohol por parte de los seguidores del islam. Veo que tiene intención de acompañar sus palabras con acciones. Está loco. Dicen que ha contratado asesinos europeos para atacar a importantes ministros de la OPEP.

—Lo sé —dijo el querúbico Yamini, con una sonrisa que hizo aparecer sendos hoyuelos en sus mejillas—. Mi nombre ocupa un lugar destacado en su lista. —No parecía preocuparle mucho.

Cogió un trozo de apio y lo mascó con aire de satisfacción.

—Pero ¿por qué? —murmuré—. ¿Solo porque beben?

—Porque insistimos en que el embargo sea económico más que político —contestó Kamel. Bajando la voz, siseó a través de sus dientes apretados—: Ahora que tenemos un momento, ¿qué está pasando? ¿Dónde ha estado? Sharrif ha puesto el país patas arriba buscándola. Aunque no la detendrá aquí, está usted en un buen lío.

—Lo sé —susurré mirando a Bumedián, que hablaba en voz baja con Gadafi.

Como tenía su larga y triste cara inclinada no podía ver su expresión.

Los comensales estaban recogiendo las botellas de vino y pasándolas a los camareros, que las reemplazaban subrepticiamente por otras.

—Necesito hablar con usted a solas —seguí—. Su colega persa tiene a mi amiga. Hace media hora yo estaba nadando por la costa. En mi bolso de lona llevo un perro mojado… y algo más que tal vez le interese. Tengo que salir de aquí…

—Dios mío —murmuró Kamel—, ¿quiere decir que las tiene? ¿Aquí? —Miró en torno disimulando el pánico con una sonrisa.

—De modo que está usted en el juego —susurré sonriendo yo también.

—¿Por qué cree que la traje aquí? —murmuró Kamel—. Me costó horrores explicar por qué había desaparecido justo antes de la conferencia…

—Podemos hablar de eso más tarde. Ahora tengo que salir de aquí y rescatar a Lily.

—Déjemelo a mí… algo haremos. ¿Dónde está?

—En La Madrague —musité.

Kamel me miró atónito. En ese momento Huari Bumedián regresó a la mesa y se sentó. Todo el mundo se volvió hacia él sonriendo y el rey Faisal dijo en inglés:

—Nuestro coronel Gadafi no está tan loco como parece. —Y fijó sus grandes y brillantes ojos de halcón en el presidente de Argelia—. ¿Recuerda lo que dijo cuando alguien se quejó de la presencia de Castro en la conferencia de países no alineados? —El rey se volvió hacia Yamini, su ministro, que estaba a su derecha—. El coronel Gadafi dijo que si se prohibía a cualquier país su participación en el Tercer Mundo porque recibía dinero de una de las grandes potencias, entonces todos deberíamos hacer las maletas y volver a casa. Terminó leyendo una lista de los acuerdos financieros y armamentistas de la mitad de las naciones presentes… muy precisa, podría agregar. No lo desdeñaría tachándolo de fanático religioso. En absoluto.

Bumedián me estaba mirando. Era un hombre misterioso. Nadie conocía su edad, su pasado ni el lugar donde había nacido. Desde que encabezó con éxito la revolución, diez años antes, y tras el posterior golpe militar que lo llevó a la presidencia del país, había conseguido que Argelia estuviera al frente de la OPEP, y la había convertido en la Suiza del Tercer Mundo.

—Mademoiselle Velis —dijo dirigiéndose a mí por primera vez—, durante su trabajo para el ministerio, ¿ha visto en alguna ocasión al coronel Gadafi?

—Jamás —contesté.

—Es extraño —repuso Bumedián—, porque, cuando estábamos hablando, la vio y dijo algo que parecía indicar lo contrario.

Noté que Kamel se ponía tenso. Cogió con fuerza mi brazo por debajo de la mesa.

—¿De veras? —preguntó Kamel con aire despreocupado—. ¿Qué dijo Gadafi, señor presidente?

—Supongo que se confundió —respondió el presidente restando importancia al asunto y fijando sus grandes ojos oscuros en Kamel—. Preguntó si era ella.

—¿Ella? —dijo el ministro Belaid, atónito—. ¿Y qué quiere decir eso?

—Supongo que quería saber si era quien había preparado las previsiones de las que tanto hemos oído hablar a Kamel Kader —contesto el presidente, y se volvió.

Empecé a murmurar algo a Kamel, pero meneó la cabeza y se volvió hacia su jefe, Belaid.

—Catherine y yo desearíamos tener la posibilidad de revisar las cifras antes de presentarlas mañana. ¿Podríamos retirarnos del banquete? Si no, me temo que tendremos que pasar la noche trabajando.

La expresión de Belaid dejaba bien claro que no creía una sola palabra.

—Primero desearía hablar con usted —dijo. Se levantó y llevó aparte a Kamel.

Yo también me puse en pie, toqueteando mi servilleta. Yamini se inclinó.

—Ha sido un placer tenerla en la mesa, aunque haya sido por tan breve tiempo —me aseguró con una sonrisa y hoyuelos en las mejillas.

Belaid hablaba con Kamel junto a la pared mientras los camareros iban deprisa de un lado a otro con bandejas de comida humeante. Cuando me aproximé, dijo:

—Mademoiselle, le agradecemos todo lo que ha hecho por nosotros. No tenga a Kamel Kader levantado hasta muy tarde. —Y regresó a la mesa.

—¿Podemos irnos ahora? —pregunté a Kamel en un murmullo.

—Sí, de inmediato. —Me cogió del brazo y bajamos a toda prisa por las escaleras—. La policía secreta ha enviado un mensaje a Abdelsalaam para informarle de que la están buscando. Dicen que escapó a la detención en La Madrague. Él se enteró durante la cena. Me la confía en lugar de entregarla enseguida. Espero que comprenderá cuál sería mi posición si vuelve a desaparecer.

—Por el amor de Dios —susurré mientras nos abríamos paso entre las mesas—, usted sabe por qué fui al desierto. ¡Y sabe adónde vamos ahora! Soy yo quien debería hacer las preguntas. ¿Por qué no me dijo que estaba implicado en el juego? ¿Belaid es también un jugador? ¿Y Thérèse? ¿Y por qué ese paladín musulmán de Libia dijo que me conocía?

—Ojalá lo supiera —dijo Kamel con semblante serio. Hizo un gesto con la cabeza al guardia, que se inclinó cuando pasamos—. Iremos a La Madrague en mi coche. Debe contarme todo lo que ha sucedido para que pueda ayudar a su amiga.

Entramos en su coche bajo la luz tenue del estacionamiento. Cuando se volvió hacia mí, la luz de las farolas de la calle se reflejó en sus ojos amarillos. Le expliqué lo que había ocurrido y le pregunté qué sabía de Minnie Renselaas.

—Conozco a Mojfi Mojtar desde niño —contestó—. Eligió a mi padre para una misión… para formar una alianza con El-Marad y entrar en territorio blanco; la misión en la que él murió. Thérèse trabajaba para mi padre. Ahora, aunque es empleada de la Poste Centrale, sirve a Mojfi Mojtar, al igual que sus hijos.

—¿Sus hijos? —pregunté, tratando de imaginar a la extravagante operadora como madre.

—Valérie y Michel —respondió Kamel—. Creo que ha conocido a Michel. Lo llaman Wahad…

¡De modo que Wahad era hijo de Thérèse! La trama se enredaba como un ovillo… y, como había dejado de creer en las coincidencias, almacené en mi cabeza la información de que Valérie era también el nombre de la criada de Harry Rad. Pero tenía cosas más importantes de qué ocuparme antes de analizar quiénes eran los peones.

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