Authors: Katherine Neville
—Shahin comprende algunos —señaló Charlot con orgullo. Se acercó a la pirámide y observó el extraño conjunto de formas talladas y pintadas—. Este, el hombre con cabeza de pájaro, es el gran dios Tot. Era un médico que podía curar cualquier enfermedad. Además, inventó la escritura. Su tarea consistía en escribir los nombres de todos en el Libro de los Muertos. Shahin dice que cada persona recibe al nacer un nombre secreto, que se escribe en una piedra y se le entrega cuando muere. Los dioses tienen un número en lugar de un nombre secreto…
—¡Un número! —exclamó Fourier lanzando una mirada a Shahin—. ¿Podéis leer estos dibujos? —preguntó.
Shahin negó con la cabeza.
—Solo conozco las historias —dijo en su entrecortado francés—. Mi pueblo siente gran reverencia por los números y los dota de propiedades divinas. Creemos que el universo está compuesto de números y que para llegar a ser uno con Dios solo se necesita vibrar según la resonancia de estos números.
—¡Eso es también lo que yo creo! —exclamó el matemático—. Estudio la física de las vibraciones. Estoy escribiendo un libro sobre lo que llamo la teoría armónica tal como se aplica al calor y la luz. Fuisteis vosotros, los árabes, quienes descubristeis las verdades sobre las que elaboramos nuestras teorías…
—Shahin no es árabe —interrumpió Charlot—. Es un hombre azul de los tuaregs.
Fourier lo miró desconcertado y después se volvió hacia Shahin.
—Sin embargo, parecéis conocer lo que busco: los trabajos de Al-Juarizmi, que dio a conocer en Europa el gran matemático Leonardo Fibonacci. Los números y el álgebra que han revolucionado nuestro pensamiento, ¿no nacieron aquí, en Egipto?
—No —respondió Shahin contemplando los dibujos de la pared—. Vinieron de Mesopotamia… números indios, que llegaron a través de las montañas del Turkestán. Pero el que conocía el secreto y finalmente lo escribió, fue Al-Jabir al-Hayan, el químico de la corte de Harun al-Rashid, en Mesopotamia, el rey de Las mil y una noches. Este Al-Jabir era un místico sufí, miembro del grupo de los famosos hashashins. Escribió el secreto y fue maldecido por ello. Lo ocultó en el ajedrez de Montglane.
I
En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?
J. L. Borges,
«Ajedrez»
Nueva York, septiembre de 1973
Nos acercábamos a otra isla en medio del mar oscuro: una franja de tierra de doscientos veinte kilómetros que flotaba cerca de la costa atlántica, conocida como Long Island. En el mapa parece una carpa gigante, cuya boca está a punto de cerrarse sobre la bahía de Jamaica y tragarse Staten Island, y cuya aleta caudal, orientada hacia New Haven, parece dejar a su paso una estela de pequeñas islas como gotas de agua.
Cuando nuestro oscuro quechemarín avanzó hacia la tierra, con las velas desplegadas en la fresca brisa marina, la larga costa de arena blanca, con su multitud de radas, me pareció el paraíso. Hasta los topónimos que recordaba eran exóticos: Quogue, Patchogue, Peconic y Massapequa; Jericó, Babilonia y Kismet. La aguja plateada de Fire Island abrazaba la costa dentada. Y detrás de algún recodo, fuera de la vista todavía, la estatua de la Libertad, con su antorcha de cobre levantada noventa metros por encima del puerto de Nueva York, guiaba a los viajeros azotados por tormentas, como nosotros, hacia la puerta dorada del capitalismo y el comercio institucional.
Lily y yo nos abrazábamos en cubierta, con lágrimas en los ojos. Me pregunté qué pensaba Solarin de esa tierra de sol, riqueza y libertad, tan distinta de la oscuridad y el miedo que suponía impregnaban todos los rincones de Rusia. Durante el mes o algo más que habíamos pasado juntos, cruzando el Atlántico y bordeando la costa después, habíamos dedicado los días a leer el diario de Mireille y a descifrar la fórmula, y las noches a conocer los pensamientos y el corazón del otro. Sin embargo, Solarin no había mencionado ni una sola vez su pasado en Rusia o sus planes para el futuro. Cada instante que compartía con él me parecía una dorada gota de tiempo congelada, como las gemas del paño oscuro, tan vívidos y preciosos como ellas. Pero no podía penetrar la tiniebla que había debajo.
Mientras él orientaba las velas y nuestro barco se deslizaba hacia la isla, me pregunté qué sería de nosotros cuando el juego hubiera terminado. Por supuesto, Minnie había dicho que no terminaría nunca, pero en el fondo yo sabía que tendría que acabar, al menos para nosotros, y que sería pronto.
Por todas partes veía barcas que se mecían como bisutería destellante. A medida que nos acercábamos a la costa de la isla, el tráfico marítimo era más denso. Banderas de colores y velas hinchadas ondeaban sobre el agua espumosa, entre silenciosos yates bien lustrados y pequeñas motoras que los sorteaban como libélulas. Divisamos aquí y allá las estelas que dejaban a su paso los guardacostas y, cerca de la punta, un despliegue de grandes buques de la Marina anclados; había tantos que me pregunté qué sucedía. Lily me sacó de dudas.
—No sé si es para bien o para mal —dijo cuando Solarin regresó para ponerse al timón—, pero este comité de recepción no es para nosotros. ¿Sabes qué día es? ¡El día del Trabajo!
Por supuesto, así era. Y, si no me equivocaba, era también el día en que se cerraba la temporada náutica, lo que explicaba la confusión que nos rodeaba.
Cuando llegamos a la ensenada de Shinnecock, había tantas embarcaciones que apenas quedaba espacio para maniobrar. Unas cuarenta aguardaban en fila para entrar en la bahía. Así pues, navegamos unos dieciocho kilómetros más abajo, hasta la ensenada Moriches, donde la guardia costera estaba tan ocupada remolcando y requisando botellas a los navegantes achispados que no cabía esperar que reparara en un barco pequeño como el nuestro, que había recorrido sigilosamente el canal, lleno de inmigrantes ilegales y artículos de contrabando, y que estaba a punto de pasar ante su mirada confiada.
Aquí la cola parecía avanzar más deprisa. Lily y yo arriamos las velas mientras Solarin encendía el motor y arrojaba flotadores por los lados para evitar que el barco sufriera daños en el denso tráfico. Un velero que salía en dirección opuesta pasó cerca de nuestro flanco. Un pasajero, vestido con todos los atributos del deportista náutico, tendió a Lily una copa de plástico con champán que llevaba atada en el pie una cinta con una invitación para acudir al Southampton Yacht Club a las seis de la tarde para tomar unos martinis.
Parecieron transcurrir horas mientras aguardábamos en la lenta procesión. La tensión de nuestra situación consumía toda nuestra energía mientras los juerguistas de las otras embarcaciones daban brincos. Como en la guerra, pensé, a menudo era la última fase, la confrontación final, la que lo decidía todo. De la misma manera, suele ser el soldado con la licencia en el bolsillo quien resulta herido por un francotirador cuando sube al avión que debería conducirlo a casa. Aunque solo podía caernos una multa de cincuenta mil dólares de aduanas y veinte años de prisión por introducir en el país a un espía ruso, no podía olvidar que el juego no había terminado aún.
Por fin salimos de la ensenada y nos dirigimos hacia la playa de Westhampton. No había nadie a la vista, así que Solarin nos dejó a Lily y a mí en el embarcadero, junto con Carioca, la bolsa con las piezas y varias mochilas pequeñas que contenían nuestras escasas pertenencias. Después ancló en la bahía, se puso un bañador y nadó de regreso a la playa. Nos reunimos con él en un bar de la zona para que se pusiera ropas secas y trazar un plan. Cuando Lily se dirigió a una cabina para llamar a Mordecai y anunciarle nuestra llegada, estábamos aturdidos.
—No está en casa —dijo Lily al regresar.
Sobre la mesa descansaban tres bloody Marys con sus tallos de apio. Teníamos que ver a Mordecai. O al menos salir de allí hasta que pudiéramos encontrarlo.
—Mi amigo Nim tiene una casa cerca de Montauk a una hora de aquí —les dije—. Allí termina la carretera de Long Island. Podríamos cogerla en Quogue. Creo que deberíamos dejarle un mensaje para anunciarle que vamos. Entrar en Manhattan es demasiado peligroso.
En la ciudad, con su laberinto de calles de dirección única, sería muy fácil quedar atrapados. Después de tantos esfuerzos, sería terrible acabar clavados en una casilla como peones.
—Tengo una idea —dijo Lily—. ¿Por qué no voy yo a buscar a Mordecai? Nunca se aleja mucho del barrio de los diamantes, que solo tiene una manzana. Estará en la librería donde lo conociste o en uno de los restaurantes cercanos. Iré a mi casa y cogeré el coche; después vendremos a la isla. Traeremos esas piezas que Minnie dijo que Mordecai tenía. Cuando lleguemos, os telefoneo a Montauk Point.
—Nim no tiene teléfono —dije—, excepto el del ordenador. Espero que recoja sus mensajes, porque de otro modo nos quedaremos colgados allí.
—Entonces acordemos una hora —propuso Lily—. ¿Qué tal esta noche a las nueve? Así tendré tiempo de encontrar a Mordecai, relatarle nuestras aventuras y hablarle de mis nuevas habilidades ajedrecísticas… Al fin y al cabo es mi abuelo. Hace meses que no lo veo.
Aceptando lo que parecía un plan razonable, telefoneé al ordenador de Nim para anunciar que llegaría en tren al cabo de una hora. Terminamos nuestras bebidas y nos encaminamos hacia la estación, desde donde Lily viajaría con destino a Manhattan y Mordecai, y Solarin y yo, en dirección opuesta.
El tren de Lily llegó al andén Quogue antes que el nuestro, alrededor de las dos de la tarde. Cuando subió con Carioca bajo el brazo, dijo:
—Si veo que no puedo llegar a las nueve, dejaré un mensaje en ese número de ordenador que me has dado.
No tenía sentido que Solarin y yo consultáramos el horario de trenes, pues el ferrocarril de Long Island lo establecía con un tablero de güija. Me senté en un banco de madera verde, mirando a los pasajeros que se apiñaban alrededor. Solarin dejó las bolsas en el suelo y tomó asiento a mi lado.
Cuando volvió de uno de sus viajes de inspección de las vías vacías, dejó escapar un suspiro de frustración.
—Cualquiera pensaría que estamos en Siberia. Creí que en Occidente la gente era puntual, que los trenes llegaban a su hora.
Se levantó de un salto y empezó a recorrer de arriba abajo el andén atestado, como un animal enjaulado. No soportaba verlo así, de modo que cogí el bolso con las piezas, me lo colgué al hombro y me puse en pie. En ese momento anunciaron nuestro tren.
Aunque entre Quogue y Montauk Point hay unos setenta kilómetros, el viaje duró más de una hora. Sumando la caminata hasta Quogue y la espera en el andén, habían pasado casi dos horas desde que dejé el mensaje en el ordenador de Nim. Sin embargo, no esperaba verlo; por lo que sabía, en ocasiones recogía sus mensajes solo una vez al mes.
De modo que me sorprendí cuando, al bajar del tren, vi el cuerpo larguirucho y delgado de Nim, que avanzaba hacia mí. Su cabello cobrizo ondeaba al viento y la larga bufanda blanca aleteaba con cada zancada. Cuando me vio, sonrió como un lunático y agitó el brazo. Luego echó a correr entre los pasajeros, que se apartaban para evitar una colisión. Cuando llegó junto a mí, me abrazó y hundió la cara en mi pelo, estrechándome de tal modo que pensé que iba a ahogarme. Me levantó en el aire y me hizo girar; después me dejó en el suelo y me apartó para mirarme mejor. Tenía lágrimas en los ojos.
—Dios mío, Dios mío —susurró con la voz quebrada, meneando la cabeza—. Creía que habías muerto. No he dormido desde que supe que habías abandonado Argel. Aquella tormenta… ¡después te perdimos la pista por completo! —No dejaba de mirarme—. De verdad creí que al enviarte allí te había matado…
—Tenerte como mentor no ha mejorado precisamente mi salud —repuse.
Volvió a abrazarme, sin dejar de sonreír, y de pronto sentí que se ponía rígido. Lentamente me soltó y escruté su rostro. Miraba por encima de mi hombro con una expresión en la que se mezclaban estupefacción e incredulidad. O tal vez fuera miedo; no estaba segura.
Volví la cabeza y vi que Solarin bajaba del tren con nuestra colección de bolsas de lona. Estaba mirándonos y su cara era la misma máscara fría que recordaba haber visto aquella primera vez en el club. Observaba fijamente a Nim, y sus insondables ojos verdes destellaban bajo el último sol de la tarde. Me volví hacia mi amigo para explicarle lo sucedido. Vi que movía los labios mientras miraba a Solarin como si fuera un monstruo o un fantasma. Tuve que aguzar el oído para captar lo que decía.