Authors: Katherine Neville
El local estaba casi vacío: algunos camareros que colocaban los vasos y un hombre solitario, de poco menos de sesenta años, sentado en una silla tapizada cerca de la puerta. Él mismo era opulento de carnes, con cintura ancha, mandíbulas fuertes y una papada que cubría la mitad del pañuelo de encaje dorado que le ceñía el cuello. Llevaba una chaqueta de terciopelo de un rojo tan intenso que casi hacía juego con las venillas de su nariz. Sus ojillos brillantes, rodeados de pliegues de piel, contemplaban con interés a Mireille, ¡y con mayor interés aún al extraño gigante de rostro azul que entró tras ella, vestido de seda púrpura, llevando en brazos a un niño pelirrojo!
Apuró el licor, dejó la copa sobre la mesa con un golpe y llamó a un camarero para pedir más. Después se puso en pie trabajosamente y se acercó a Mireille como si caminara por la cubierta de un barco bamboleante.
—Una moza pelirroja, la más bella que he visto —dijo arrastrando las palabras—. La melena de oro rojo que rompe el corazón de un hombre… la que desata guerras… como la de Deirdre de los Pesares.
Se quitó la estúpida peluca y barrió el suelo con ella al hacer una reverencia burlona, aprovechando el movimiento para examinar el cuerpo de Mireille. Después, en su estupor alcohólico, se guardó la peluca empolvada en el bolsillo, cogió la mano de la joven y la besó con galantería.
—¡Una mujer misteriosa, con un criado exótico y todo! Me presentaré: soy James Boswell, de Affleck, abogado por vocación, historiador por diversión y descendiente de los hermosos reyes Estuardo.
Inclinó la cabeza, reprimiendo un hipido, y tendió a Mireille el brazo doblado. Ella miró a Shahin, cuyo rostro seguía siendo una máscara impasible, porque no comprendía una palabra de inglés.
—¿No seréis el monsieur Boswell que escribió la famosa Historia de Córcega? —preguntó en inglés con su encantador acento francés.
Parecía demasiada coincidencia. Primero Philidor, después Boswell, de quien Letizia Buonaparte tenía tanto que decir, y ambos aquí, en el mismo club… Tal vez no fuera una coincidencia.
—El mismo —confirmó el tambaleante borracho, que se apoyaba en el brazo de Mireille como si ella estuviera encargada de sostenerlo—. De vuestro acento deduzco que sois francesa, y supongo que no aprobáis las opiniones liberales que expresé contra vuestro gobierno cuando era joven.
—Al contrario, monsieur —aseguró Mireille—, vuestras opiniones me parecen fascinantes. Ahora en Francia hay un nuevo gobierno… más acorde con lo que vos y monsieur Rousseau proponíais hace tanto tiempo. Lo conocisteis, ¿no es así?
—Conocí a todos —afirmó él con aire despreocupado—. Rousseau, Paoli, Garrick, Sheridan, Johnson… todos los grandes, en cualquier campo. Yo, como un edecán, hago mi cama en el lodo de la historia… —Pellizcó la barbilla de Mireille y con una risotada lasciva añadió—: Y también en otros lugares.
Habían llegado a su mesa, donde ya lo esperaba otra copa. La cogió y tomó otro trago saludable. Mireille lo escudriñó con todo descaro. Estaba borracho, pero no era tonto. Y sin duda no era casual que esa noche acudieran allí dos hombres relacionados con el ajedrez de Montglane. Tendría que estar en guardia, porque podrían acudir otros.
—¿Y al señor Philidor, que actúa aquí esta noche, también lo conocéis? —preguntó con cuidadosa inocencia, pero bajo su aparente calma el corazón le latía con fuerza.
—Toda persona interesada por el ajedrez siente interés por vuestro famoso compatriota —contestó Boswell, con la copa a medio camino de su boca—. Esta es su primera aparición pública desde hace cierto tiempo. No se encontraba bien. ¿Tal vez ya lo sabéis? Puesto que habéis venido, ¿debo suponer que sois una jugadora? —De pronto sus ojillos se pusieron alerta, pese a su estado de embriaguez; el doble sentido de sus palabras era evidente.
—Por eso he venido, monsieur —respondió Mireille con una leve sonrisa, abandonando su ingenuidad de colegiala—. Ya que al parecer conocéis al caballero, ¿tendríais la amabilidad de presentarnos cuando llegue?
—Naturalmente, estaré encantado —contestó Boswell, aunque el tono lo desmentía—. En realidad ya está aquí. Están ultimando los preparativos en la habitación trasera.
Le ofreció su brazo y la condujo a una cámara revestida de madera e iluminada por candelabros de bronce. Shahin los siguió en silencio.
Había varios caballeros reunidos. En el centro, un hombre alto y larguirucho, no mucho mayor que Mireille, pálido y de nariz aguileña, disponía piezas sobre uno de los tableros. Junto a las mesas había un hombre bajo y fornido que debía de tener cerca de cuarenta años y cuya ondulada cabellera dorada caía en torno a su rostro. Hablaba con un hombre mayor, del que Mireille solo veía la espalda encorvada.
Ella y Boswell se aproximaron a las mesas.
—Mi querido Philidor —exclamó él palmeando con fuerza el hombro del anciano—, os interrumpo solo para presentaros a esta joven y arrebatadora belleza de vuestra tierra.
Ni siquiera mencionó a Shahin, que observaba la escena junto a la puerta.
El anciano se volvió y miró a Mireille a los ojos. Philidor, vestido con el anticuado estilo de Luis XV —pese a que sus terciopelos y medias se veían gastados—, era un hombre de gran dignidad y porte aristocrático. Aunque alto, parecía tan frágil como un pétalo seco y su piel era casi tan blanca como su empolvada peluca. Se inclinó ligeramente para besar la mano de Mireille. Después habló a la joven con gran sinceridad.
—Madame, es raro encontrar una belleza tan radiante junto a un tablero de ajedrez.
—Y más raro aún encontrarla del brazo de un viejo degenerado como Boswell —intervino el hombre rubio mirando fijamente a Mireille. Cuando se inclinó a besar su mano, el joven alto de nariz aguileña se acercó para esperar su turno.
—Antes de entrar en este club no tenía el placer de conocer a monsieur Boswell —dijo Mireille a quienes la rodeaban—. Es a monsieur Philidor a quien he venido a ver. Soy una gran admiradora suya.
—¡No más que nosotros! —aseguró el joven—. Soy William Blake y este joven semental que piafa a mi lado es William Wordsworth. Dos Williams por el precio de uno.
—Una casa llena de escritores —observó Philidor—, lo que equivale a decir una casa de indigentes… porque ambos Williams afirman ser poetas.
Mireille trataba de recordar qué sabía de esos dos poetas. El más joven, Wordsworth, había estado en el Club de los Jacobinos y conocía a David y Robespierre, quienes a su vez conocían a Philidor; David se lo había dicho. Recordaba también que Blake, cuyo nombre ya era famoso en Francia, había escrito obras de un gran misticismo, algo acerca de la Revolución francesa. ¿Cómo se combinaban esos datos?
—¿Habéis venido a ver la exhibición? —le preguntaba Blake—. Es una hazaña tan notable que Diderot la inmortalizó en la Enciclopedia. Comenzará enseguida. Mientras tanto, reuniremos nuestros fondos para ofreceros un coñac…
—Preferiría cierta información —repuso Mireille, decidida a aprovechar la ocasión. Tal vez nunca más volvería a encontrar a estos hombres juntos en una habitación, y seguramente había una razón por la cual estaban allí—. Veréis, tal como monsieur Boswell puede haber imaginado, lo que me interesa es otra partida de ajedrez. Sé qué intentó descubrir en Córcega hace tantos años, qué buscaba Jean-Jacques Rousseau. Sé qué aprendió monsieur Philidor del gran matemático Euler mientras estaba en Prusia y qué conocisteis vos, señor Wordsworth, de labios de David y Robespierre…
—No tenemos ni idea de lo que estáis diciendo —interrumpió Boswell.
Philidor había palidecido y buscaba una silla para tomar asiento.
—Sí, caballeros, lo sabéis muy bien —dijo Mireille, mientras los cuatro hombres la miraban atónitos—. Estoy hablando del ajedrez de Montglane, sobre el cual habéis venido a departir esta noche. No me miréis con semejante pasmo. ¿Creéis que estaría aquí si no conociera vuestros planes?
—Esta mujer no sabe nada —dijo Boswell—. Empieza a llegar gente para la exhibición. Propongo que aplacemos esta conversación…
Wordsworth había servido un vaso de agua a Philidor, que parecía a punto de desvanecerse.
—¿Quién sois? —preguntó el maestro de ajedrez a Mireille, mirándola como si estuviera viendo un fantasma.
Ella respiró hondo antes de responder:
—Me llamo Mireille y vengo de Montglane. Sé que el ajedrez existe, porque he tenido sus piezas en mis manos.
—¡Sois la pupila de David! —balbuceó Philidor.
—¡La que desapareció! —dijo Wordsworth—. La que estaban buscando…
—Hay alguien con quien debemos conferenciar —dijo apresuradamente Boswell—. Antes de que sigamos adelante…
—No hay tiempo —lo interrumpió Mireille—. Si me decís lo que sabéis, yo también confiaré en vosotros. Pero tiene que ser ahora… no más tarde.
—Diría que es un trato —musitó Blake, que paseaba por la habitación, absorto en sus pensamientos—. Confieso que tengo razones personales para estar interesado por ese ajedrez. Sean cuales sean los deseos de vuestros compañeros, Boswell, no me conciernen. Yo me enteré de la existencia del ajedrez de Montglane por otras vías… por una voz que clamaba en el desierto…
—¡Sois un estúpido! —exclamó Boswell ebrio, dando un puñetazo sobre la mesa—. Creéis que el fantasma de vuestro difunto hermano os da una patente especial para reclamar el ajedrez. Hay otros que comprenden su valor… y no están ahogándose en el misticismo.
—Si mis motivos os parecen demasiado puros —le espetó Blake—, no deberíais haberme invitado a participar en vuestra conspiración esta noche. —Con una sonrisa fría se volvió hacia Mireille—. Mi hermano Robert murió hace unos años —le explicó—. Era lo único que yo amaba en esta verde tierra. Cuando su espíritu abandonaba su cuerpo, me habló con un hilo de voz… y me dijo que buscara el ajedrez de Montglane, el manantial y la fuente de todos los misterios desde el comienzo de los tiempos. Mademoiselle, si sabéis algo de este objeto, me complacerá compartir con vos lo poco que sé. Y también a Wordsworth, si no me equivoco.
Escandalizado, Boswell giró sobre sus talones y salió de la habitación. Philidor lanzó una mirada perspicaz a Blake y le puso una mano en el brazo para recomendarle precaución.
—Tal vez por fin pueda dar descanso a los huesos de mi hermano —dijo Blake.
Llevó a Mireille a una silla en la parte trasera y fue a buscar un coñac para ella, mientras Wordsworth acomodaba a Philidor en la mesa central. Cuando Shahin se sentó junto a Mireille, llevando en brazos a Charlot, la sala empezaba a llenarse de espectadores.
—El borracho ha salido del edificio —susurró Shahin—. Huelo peligro. Al-Kalim también lo percibe. Debemos irnos de aquí enseguida.
—Todavía no —dijo Mireille—. Antes he de averiguar algo.
Blake regresó con la copa para Mireille y tomó asiento a su lado. Cuando Wordsworth se unió a ellos, los últimos espectadores se acomodaban en sus asientos. Philidor estaba sentado ante el tablero, con los ojos vendados, mientras un hombre explicaba las reglas del juego. Ambos poetas se inclinaron hacia Mireille y Blake empezó a decir en voz baja:
—En Inglaterra hay una historia muy famosa, relacionada con el reputado filósofo francés François-Marie Arouet, conocido como Voltaire. Alrededor de las navidades de 1725, treinta años antes de mi nacimiento, Voltaire acompañó una noche a la actriz Adrienne Lecouvreur a la Comédie Française, en París. Durante el entreacto, fue insultado en público por el chevalier de Rohan Chabot, quien gritó a todo pulmón: «Monsieur de Voltaire, monsieur Arouet… ¿por qué no decidís de una vez cómo os llamáis?». Voltaire, dueño de un rapidísimo ingenio, gritó a su vez: «Mi nombre empieza conmigo… el vuestro termina con vos». Pese a que el duelo estaba prohibido —continuó Blake—, el poeta fue a Versalles y exigió una satisfacción al caballero. A consecuencia de esto acabó en la Bastilla. Mientras estaba en su celda, se le ocurrió una idea. Apelando a las autoridades para que no lo dejasen languidecer otra vez en prisión, propuso partir en un exilio voluntario… a Inglaterra.
—Dicen —intervino Wordsworth— que durante su estancia en la Bastilla, Voltaire descifró un manuscrito secreto relacionado con el ajedrez de Montglane. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de venir aquí y presentarlo como una especie de acertijo a sir Isaac Newton, nuestro famoso matemático y científico, cuyas obras había leído con gran admiración. Newton era un anciano cansado y había perdido el interés por su trabajo, que ya no constituía un desafío para él. Voltaire le propuso proporcionarle la chispa necesaria: lo retó no solo a descifrar lo que él había descifrado, sino también a desentrañar el problema más profundo de su significado real. Porque, según dicen, madame, ese manuscrito describía un gran secreto encerrado en el ajedrez de Montglane, una fórmula poderosísima.
—Lo sé —murmuró Mireille, apartando los dedos de Charlot, que se habían enredado en sus cabellos. El resto del público miraba fijamente lo que sucedía en el tablero, donde Philidor escuchaba la lectura de los movimientos de su oponente y, de espalda al tablero, anunciaba sus jugadas—. ¿Y consiguió sir Isaac resolver el acertijo? —preguntó impaciente, sintiendo la tensión de Shahin, que quería partir, pese a que no veía su cara.
—Ciertamente —contestó Blake—. Eso es lo que deseamos deciros. Fue lo último que hizo… porque murió al año siguiente…
LA HISTORIA DE LOS DOS POETAS
Cuando los dos hombres se conocieron en Londres, en mayo de 1726, Voltaire tenía treinta y pocos años y Newton ochenta y tres. Unos treinta años antes Newton había padecido una especie de depresión y en los últimos veinte no había publicado nada importante.
Cuando se conocieron, el esbelto y cínico Voltaire, con su afilado ingenio, debió de sentirse desconcertado al ver a Newton, gordo y sonrosado, de cabellos canos y actitud lánguida, casi dócil. Aunque todos le trataban como a una celebridad, Newton era en realidad un hombre solitario, parco en palabras, que guardaba celosamente sus pensamientos más íntimos. Todo lo contrario que su joven admirador francés, que ya había sido encarcelado dos veces en la Bastilla por su falta de tacto y su temperamento impetuoso.
El caso es que Newton siempre se sintió atraído por cualquier problema, fuese de naturaleza científica o mística. Cuando llegó Voltaire con su manuscrito místico, sir Isaac lo cogió ansiosamente, se encerró con él en sus habitaciones y desapareció durante varios días, dejando al filósofo intrigado. Por fin invitó a Voltaire a su estudio, un lugar lleno de instrumentos ópticos y con las paredes cubiertas de libros antiquísimos.