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Authors: Katherine Neville

El ocho (80 page)

BOOK: El ocho
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—Como si no hubiera servido para nada —dijo con amargura Talleyrand.

—Si perdonáis que me exprese con tanta audacia, monseñor… si mademoiselle Mireille estuviese viva, moveríais cielo y tierra por conservar estas piezas, tal como os pidió cuando os las confió… no las abandonaríais a los peligros de esta tierra virgen. —Miró a Talleyrand con semblante preocupado ante lo que iban a hacer.

—Han pasado casi cuatro años sin una palabra, una señal —dijo Talleyrand con voz quebrada—. Sin embargo, pese a que no tenía nada a que aferrarme, nunca abandoné la esperanza… hasta ahora. Germaine ha regresado a Francia y, si hubiera algún rastro, su círculo de informantes lo habría descubierto. Su silencio augura lo peor. Tal vez plantando estas piezas en la tierra mi esperanza vuelva a arraigar.

Tres horas más tarde, los dos hombres colocaban la última piedra sobre el montículo de tierra, en el corazón del Monte Verde. Talleyrand levantó la cabeza y miró a Courtiade.

—Tal vez ahora —dijo— podamos tener la seguridad de que no volverán a salir durante otros mil años.

Courtiade, que estaba colocando arbustos y enredaderas sobre el túmulo, repuso:

—Pero al menos… sobrevivirán.

San Petersburgo, Rusia, noviembre de 1796

Seis meses más tarde, en una antecámara del palacio imperial de San Petersburgo, Valeriano Zubov y su apuesto hermano Platón, amado de la zarina Catalina la Grande, susurraban entre sí mientras los miembros de la corte, prematuramente vestidos de luto, entraban por las puertas abiertas en dirección a la cámara real.

—No sobreviviremos —murmuró Valeriano, quien, como su hermano, llevaba un traje de terciopelo negro cubierto de galones—. ¡Tenemos que actuar ahora… o todo estará perdido!

—No puedo irme hasta que haya muerto —murmuró irritado Platón cuando hubo pasado el último grupo—. ¿Qué parecería? Tal vez se recupere, ¡y entonces, sí que todo estaría perdido!

—¡No se recuperará! —replicó Valeriano luchando por reprimir su agitación—. Es una haémorragie des cervelles. El médico me ha dicho que nadie sobrevive a una hemorragia cerebral. Y, cuando ella muera, Pablo será el zar.

—Pablo me ha propuesto una tregua —dijo Platón, cuya voz revelaba escepticismo—. Esta mañana… me ha ofrecido un título y una propiedad. Por supuesto, nada tan espléndido como el palacio de Táurida. Algo en el campo.

—¿Y confías en él?

—No —admitió Platón—, pero ¿qué puedo hacer? Aun cuando decidiera huir, no lograría llegar a la frontera…

La abadesa estaba sentada junto a la cama de la gran emperatriz de todas las Rusias. Catalina tenía el rostro blanco y estaba inconsciente. La abadesa tenía entre las suyas la mano de Catalina y miraba aquella piel pálida que, de vez en cuando, se tornaba lívida cuando le costaba respirar en su agonía.

Qué terrible era ver allí tendida a su amiga, que había sido tan vital, tan activa. Ni todo el poder del mundo había conseguido salvarla de esa muerte espantosa: su cuerpo era un pálido saco de fluidos, como una fruta podrida que se hubiera desprendido demasiado tarde del árbol. Ese era el fin que Dios tenía preparado para todos, ricos y pobres, santos y pecadores. Te absolvum, si mi absolución sirve para algo, pensó la abadesa. Pero antes debes despertar, amiga mía, porque necesito tu ayuda. Si hay algo que debes hacer antes de morir, es decirme dónde escondiste la única pieza que te traje. ¡Dime dónde has puesto la reina negra!

Catalina no se recuperó. La abadesa, sentada en sus frías habitaciones, con la mirada clavada en la chimenea apagada, que la debilidad y el dolor le impedían encender, se devanaba los sesos pensando en lo que podía hacer. Toda la corte estaba de duelo tras las puertas cerradas, pero era un duelo por sí mismos más que por la zarina fallecida. Estaban muertos de miedo por lo que podía sucederles ahora que el loco príncipe Pablo iba a ser coronado zar.

Decían que, cuando Catalina exhaló su último suspiro, el príncipe había corrido a sus habitaciones para vaciar el contenido del escritorio de la emperatriz y arrojarlo al fuego sin abrir ni leer, temeroso de que entre esas últimas disposiciones declarara lo que siempre había afirmado que deseaba: desheredarlo a favor de Alejandro, hijo de Pablo.

El palacio se había transformado en un cuartel. Los soldados de la guardia personal de Pablo, vestidos con sus uniformes de estilo prusiano y brillantes botones, recorrían los pasillos noche y día, lanzando órdenes que podían oírse por encima del estruendo de las botas. Estaban dejando salir de las prisiones a los francmasones y otros liberales a quienes Catalina había encerrado. Pablo estaba resuelto a deshacer todo lo que su madre había hecho. Era solo cuestión de tiempo que fijara su atención en aquellos que habían sido amigos de la zarina, pensó la abadesa.

Oyó que se abría la chirriante puerta de sus habitaciones. Levantó la mirada y vio a Pablo, con sus ojos saltones, que rompió a reír como un idiota al tiempo que se frotaba las manos, tal vez de satisfacción o a causa del frío; la abadesa no estaba segura.

—Os estaba esperando, Pavel Petróvich —dijo ella con una sonrisa.

—¡Me llamaréis majestad… y os pondréis en pie cuando entre en vuestros aposentos! —dijo él casi a gritos. Se calmó al ver que la abadesa se levantaba lentamente, se acercó a ella y la miró con odio—. ¿No diríais, madame de Roque, que nuestras respectivas posiciones han cambiado mucho desde la última vez que entré en esta cámara? —preguntó con tono desafiante.

—Pues sí —contestó con calma la abadesa—. Si la memoria no me falla, vuestra madre me explicaba las razones por las que no heredaríais su trono… y, sin embargo, parece que los acontecimientos han tomado otro rumbo…

—¿Su trono? —exclamó furioso Pablo, agitando los puños—. ¡Era mi trono… el que me robó cuando yo tenía apenas ocho años! ¡Era una déspota! —añadió, con la cara roja de ira—. ¡Sé lo que estabais planeando entre las dos! ¡Sé lo que teníais en vuestro poder! ¡Os exijo que me digáis dónde está escondido el resto! —Y metiendo una mano en el bolsillo de su chaqueta sacó la reina negra.

La abadesa retrocedió asustada, pero se rehízo enseguida.

—Eso es mío —dijo con tranquilidad, y tendió la mano.

—¡No, no! —exclamó Pablo con regocijo—. Las quiero todas… porque sé qué son. ¡Todas serán mías! ¡Mías!

—Me temo que no —repuso la abadesa, todavía con la mano tendida.

—Tal vez una temporada en prisión aplaque vuestros escrúpulos —afirmó Pablo apartándose mientras volvía a guardar la pesada pieza.

—Seguramente no habláis en serio —dijo la abadesa.

—No será hasta después del funeral. —Pablo se echó a reír. Al llegar a la puerta se detuvo—. No querría que os perdierais el espectáculo. He ordenado que se exhumen los huesos de mi padre, Pedro III, que reposan en el monasterio de Alexander Nevski, y los traigan al Palacio de Invierno para exponerlos junto al cuerpo de la mujer que ordenó su muerte. Sobre los ataúdes de mis padres, vestidos con sus trajes de ceremonia, habrá una cinta con la siguiente inscripción: «Separados en vida, unidos por la muerte». Un cortejo de portadores, formado por los antiguos amantes de mi madre, transportará los féretros por las calles nevadas de la ciudad. ¡He dispuesto que los asesinos de mi padre sean los encargados de llevar su ataúd! —Reía como un histérico mientras la abadesa lo miraba horrorizada.

—Pero Potemkin ha muerto —dijo ella.

—Sí… es demasiado tarde para el Serenísimo. —El príncipe prorrumpió en carcajadas—. ¡Sus huesos serán extraídos del mausoleo de Jerson y los arrojarán a los perros para que se los coman! —Abrió la puerta y se volvió hacia la abadesa—. En cuanto a Platón Zubov, el favorito más reciente de mi madre, se le entregará una nueva propiedad. Lo recibiré allí con champán y una cena servida en fuentes de oro. ¡Pero solo disfrutará de ella un día!

—¿Tal vez será mi compañero de prisión? —aventuró la abadesa, ansiosa por saber lo más posible de los planes de ese demente.

—¿Para qué molestarse con semejante imbécil? En cuanto esté instalado, le invitaré a partir de viaje. ¡Cómo disfrutaré viendo su cara cuando se entere de que debe devolver en un día todo cuanto ganó con tanto esfuerzo durante años en la cama de ella!

En cuanto los cortinajes se cerraron detrás de Pablo, la abadesa corrió hacia su escritorio. Mireille estaba viva, lo sabía porque la carta de crédito que había enviado mediante Charlotte Corday había sido utilizada no una, sino muchas veces, en el banco de Londres. Si Platón Zubov era desterrado, tal vez fuera la única persona que podría comunicarse con Mireille a través de aquel banco. Si Pablo no cambiaba de idea, la abadesa tenía una posibilidad. Él tenía una pieza del ajedrez de Montglane, pero no todas. Ella poseía el paño… y sabía dónde estaba escondido el tablero.

Mientras escribía la carta, redactada con sumo cuidado por si caía en manos extrañas, rezaba para que Mireille la recibiera antes de que fuera demasiado tarde. Cuando terminó, la escondió en su hábito para pasársela a Zubov en el funeral. Después se sentó para coser el paño del ajedrez de Montglane en el revés de sus ropas. Tal vez fuera la última oportunidad que tendría de esconderlo antes de ir a prisión.

París, diciembre de 1797

El carruaje de Germaine de Staël atravesó las hileras de magníficas columnas dóricas que señalaban la entrada de la casa Galliffet, en la rue de Bac. Sus seis caballos blancos, sudorosos, se detuvieron ante la puerta. El lacayo se apeó de un salto y sacó la escalerilla para que bajara su airada ama. ¡En un año había sacado a Talleyrand de su exilio y lo había instalado en ese palacio magnífico… y ese era su agradecimiento!

El patio ya estaba lleno de árboles y arbustos decorativos en tiestos. Courtiade indicaba dónde debían colocarlos sobre el césped, contra el vasto telón de fondo que constituía el parque nevado. Había cientos de árboles en flor… suficientes para convertir el lugar en un país fabuloso de eterna primavera en medio del invierno. El criado observó con inquietud la llegada de madame de Staël y después corrió a saludarla.

—¡No trates de aplacarme, Courtiade! —exclamó ella antes de que el criado llegara a su lado—. ¡He venido a retorcer el cuello de ese miserable desagradecido que es tu amo!

Sin que Courtiade pudiera detenerla, subió por la escalera y entró en la casa a través de la puerta acristalada del costado.

Encontró a Talleyrand en el soleado estudio de la primera planta, que daba al patio, examinando recibos. Cuando entró impetuosamente en la habitación, él se volvió con una sonrisa.

—¡Germaine… qué placer inesperado! —dijo poniéndose en pie.

—¿Cómo te atreves a preparar una fiesta para ese corso advenedizo sin invitarme? —exclamó ella—. ¿Olvidas quién te trajo de América, quién logró que se retiraran los cargos contra ti, quién convenció a Barras de que serías mejor ministro de Relaciones Exteriores que Delacroix? ¿Es así como me das las gracias por poner a tu disposición mi considerable influencia? ¡Espero recordar en el futuro con qué rapidez los franceses olvidan a sus amigos!

—Mi querida Germaine —repuso Talleyrand con voz arrulladora, mientras le acariciaba el brazo—, fue el propio monsieur Delacroix quien convenció a Barras de que yo sería más adecuado para ese trabajo.

—El hombre más adecuado para algunos trabajos —exclamó Germaine con ira y mofa—. ¡Todo París sabe que el niño que espera su esposa es tuyo! Probablemente has invitado a ambos: a tu predecesor y a la amante, su esposa, que le ha puesto los cuernos contigo…

—He invitado a todas mis amantes —dijo él entre risas—, incluida tú, pero, en lo que se refiere a poner cuernos, querida mía, yo que tú no lanzaría la primera piedra.

—No he recibido ninguna invitación —dijo Germaine, haciendo caso omiso de la indirecta.

—Por supuesto que no. —Tayllerand la contempló con expresión dócil—. ¿Para qué molestarme en invitar a mi mejor amiga? ¿Cómo has podido pensar que iba a organizar una fiesta de esta magnitud, con quinientos invitados, sin tu ayuda? ¡Hace días que te espero!

Germaine no se mostró convencida por sus palabras.

—Ya has iniciado los preparativos —observó.

—Unos miles de árboles y arbustos —dijo Talleyrand con un resoplido—. No es nada comparado con lo que tengo pensado. —Y cogiéndola del brazo la llevó hacia las ventanas y señaló hacia el patio—. ¿Qué te parece esto? Docenas de tiendas de seda adornadas con cintas y banderolas sobre el césped y el patio. Entre las tiendas, soldados con uniformes franceses en posición de firmes… —Volvió a llevarla hacia la puerta del estudio, donde la galería de mármol bordeaba el imponente vestíbulo que conducía a la escalera de lujoso mármol italiano. Unos trabajadores desenrollaban una alfombra de color rojo oscuro—. ¡Y aquí, mientras entran los invitados, una banda de músicos tocará marchas militares y bajará y subirá por las escaleras mientras todos cantan la Marsellesa!

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