El ocho (73 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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Lo último que vi al llegar al agua fue el cuerpecillo de Carioca, que Sharrif arrojaba por el aire al mar. Después las frías y oscuras aguas del Mediterráneo me rodearon y sentí cómo el peso del ajedrez de Montglane tiraba de mí hacia abajo, cada vez más abajo, al fondo del mar.

La tierra blanca

La tierra que ahora poseen los belicosos británicos,

y donde han levantado su poderoso imperio,

era en antiguos tiempos una tierra virgen,

despoblada, sin gobierno, desconocida, desdeñada…

Y tampoco mereció tener un nombre.

Hasta que aquel venturoso marino aprendió

a salvar su barco de las blancas rocas

que rodean toda la costa meridional

amenazando con el naufragio inesperado y el rápido hundimiento,

y por seguridad puso en ella su marca

y la llamó Albión.

Edmund Spenser,

The Faerie Queene
(1590)

«Ah, perfide, perfide Albion!»

Napoleón citando a

Jacques-Bénigne Bossuet (1692)

Londres, noviembre de 1793

Cuando los soldados de William Pitt aporrearon la puerta de la casa de Talleyrand, en Kensington, eran las cuatro de la madrugada. Courtiade se echó la bata por encima y corrió escaleras abajo para ver qué sucedía. Al abrir la puerta vio el parpadeo de las luces que se encendían en las casas contiguas y a algunos vecinos curiosos que miraban entre las cortinas al escuadrón de soldados imperiales que estaban frente a él, en el umbral. Courtiade contuvo la respiración.

Durante mucho tiempo él y su señor habían esperado esto con temor. Talleyrand ya bajaba por las escaleras, envuelto en chales de seda que caían sobre su larga bata. Al cruzar el pequeño recibidor en dirección a los soldados su rostro era una máscara de helada reserva.

—¿Monseñor Talleyrand? —preguntó el oficial al mando.

—Yo mismo. —Talleyrand hizo una inclinación con una sonrisa fría.

—El primer ministro Pitt transmite su pesar por no poder entregaros personalmente estos papeles —dijo el oficial como si recitara un discurso aprendido. Sacó un fajo de papeles de su bolsillo y se lo tendió a Talleyrand—. La República de Francia, un grupo no reconocido de anarquistas, ha declarado la guerra al reino soberano de Gran Bretaña. A todos los emigrados que apoyan, o puede demostrarse que han apoyado, a este gobierno se les niega desde ahora el refugio y la protección de la Casa de Hannover y su majestad Jorge III. Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, se os declara culpable de actos sediciosos contra el reino de Gran Bretaña, de violar el Acta de Correspondencia Ilegal de 1793, de conspirar contra el soberano en vuestra antigua calidad de ayudante del ministro de Exteriores del susodicho país…

—Mi querido amigo —dijo Talleyrand con una risa maliciosa, levantando la vista de los papeles que había estado estudiando—, esto es absurdo. ¡Hace casi un año que Francia declaró la guerra a Inglaterra! Y Pitt sabe muy bien que hice todo cuanto estaba a mi alcance para evitarla. En Francia me buscan por traición, ¿no es suficiente?

Pero sus palabras no hicieron mella en los oficiales.

—El ministro Pitt os informa de que tenéis tres días para abandonar Inglaterra. Estos son vuestros documentos de deportación y el permiso de viaje. Os deseo buenos días, monseñor.

Tras ordenar a sus hombres que dieran media vuelta, giró sobre sus talones. Talleyrand observó en silencio cómo la escuadra marchaba cadenciosamente por el sendero de piedra que partía de su puerta. Después se volvió y Courtiade cerró la puerta.

—Albus per fide decipare —murmuró Talleyrand—. Esta, mi querido Courtiade, es una cita de Bossuet, uno de los más excelsos oradores que ha conocido Francia. Llamó a este país «la tierra blanca que defrauda la confianza». Pérfida Albión. Un pueblo que jamás ha sido gobernado por su propia raza: primero los sajones teutónicos, después los normandos y escoceses, y ahora los alemanes, a quienes detestan, pero que se les parecen tanto. Nos maldicen, pero tienen poca memoria, porque ellos también mataron a su rey en la época de Cromwell. Y ahora alejan de sus costas al único aliado francés que no desea convertirse en su amo.

Inclinó la cabeza. Courtiade se aclaró la garganta.

—Si monseñor ha elegido un destino, podría iniciar los preparativos del viaje ahora mismo…

—Tres días no son suficientes —lo interrumpió Talleyrand volviendo a la realidad—. Al amanecer iré a ver a Pitt para pedirle una prórroga. Tengo que buscar fondos y encontrar un país que me acepte.

—Pero ¿madame de Staël…? —apuntó cortésmente Courtiade.

—Germaine ha hecho lo que ha podido para encontrarme refugio en Ginebra, pero el gobierno me lo niega. Al parecer todos me consideran un traidor. ¡Ah, Courtiade, con qué rapidez se congelan en el invierno de nuestra vida las posibilidades!

—Monseñor no puede decir que está en el invierno de la vida —objetó Courtiade.

Talleyrand le miró con una expresión cínica.

—Tengo cuarenta años y soy un fracasado —afirmó—. ¿Eso no basta?

—No habéis fracasado en todo —dijo desde arriba una voz suave.

Ambos hombres levantaron la mirada. En lo alto de la escalera, apoyada contra la barandilla, con una bata fina y el largo cabello rubio sobre los hombros desnudos, estaba Catherine Grand.

—El primer ministro puede teneros mañana… —dijo con una sonrisa lenta y sensual—, pero esta noche sois mío.

Catherine Grand había entrado en la vida de Talleyrand cuando se presentó en su casa a medianoche llevando el peón de oro del ajedrez de Montglane. Desde entonces vivía allí.

Había llegado desesperada, según dijo. Mireille había sido enviada a la guillotina, y con su último aliento le había rogado que llevara la pieza de ajedrez a Talleyrand para que él la escondiera con las demás. Al menos eso contó.

Había temblado entre los brazos de Talleyrand con los ojos llenos de lágrimas y su cálido cuerpo apretado contra el de él. Cuánta amargura parecía sentir por la muerte de Mireille, cómo había consolado a Talleyrand, apenado al conocer el destino de la joven… y qué hermosa cuando se hincó de rodillas para solicitar su ayuda en esa situación desesperada.

Maurice siempre había apreciado la belleza: en objetos de arte, en animales de raza y, sobre todo, en las mujeres. Y todo en Catherine Grand era hermoso: su piel inmaculada; su magnífico cuerpo, envuelto en ropas y joyas impecables; el aroma a violetas de su aliento; la cascada de cabello casi blanco de tan rubio. Y todo en ella le recordaba a Valentine, salvo una cosa: era una mentirosa.

Pero era una mentirosa bella. ¿Cómo podía algo tan hermoso parecer tan peligroso, traicionero, ajeno a sus costumbres? Los franceses decían que el mejor lugar para conocer la condición de un extranjero era la cama. Maurice se descubrió más que deseoso de comprobar si así era.

Cuanto más la conocía, más parecía ella perfectamente adecuada a él en todos los sentidos. Tal vez demasiado. Le gustaban los vinos de Madeira, la música de Haydn y Mozart, y prefería las sedas chinas a las francesas para cubrir su piel. Le gustaban los perros, como a él, y se bañaba dos veces al día, hábito que él siempre había creído exclusivamente suyo. Era casi como si hubiera estudiado sus gustos; de hecho, él estaba seguro de que así era. Catherine conocía sus costumbres mejor que el propio Courtiade. Sin embargo, cuando hablaba de su pasado, de su relación con Mireille o de cómo se había enterado de la existencia del ajedrez de Montglane, sus palabras sonaban falsas. Así pues, Talleyrand decidió saber de ella tanto como ella sabía de él. Escribió a aquellas personas de Francia en las que todavía podía confiar e inició sus investigaciones. La correspondencia dio frutos interesantes.

Se llamaba Catherine Noël Worlée. Era cuatro años mayor de lo que confesaba y había nacido de padres franceses en la colonia holandesa de Tranquebar, en la India. A los quince años sus padres la habían casado por dinero con un inglés mucho mayor que ella, un tal George Grand. Cuando tenía diecisiete años, su amante, a quien su esposo había amenazado de muerte, le entregó cincuenta mil rupias para que abandonara la India para siempre. Ese dinero le permitió vivir lujosamente, primero en Londres y más tarde en París.

En París había empezado a sospecharse que espiaba por cuenta de los británicos. Poco antes del Terror, habían matado a su portero de un disparo frente a su puerta y la propia Catherine había desaparecido. Ahora, apenas un año después, había buscado en Londres al exiliado Talleyrand, un hombre sin título, dinero ni país, y con pocas esperanzas de que las cosas mejorasen en el futuro. ¿Por qué?

Mientras desataba los lazos de seda rosa de su camisón y lo deslizaba por sus hombros, Talleyrand sonrió para sus adentros. Al fin y al cabo él había triunfado gracias al atractivo que tenía para las mujeres. Ellas le habían proporcionado dinero, posición y poder. ¿Cómo podía reprochar a Catherine Grand que utilizara sus considerables recursos de la misma manera? Pero ¿qué quería de él? Talleyrand creía saberlo. Poseía una sola cosa digna de buscarse: el ajedrez de Montglane.

Y él la deseaba. Aunque sabía que era demasiado madura para ser inocente, demasiado experimentada para ser verdaderamente apasionada, demasiado traicionera para que pudiera confiarse en ella… la deseaba con un ansia que no podía controlar. Aunque todo en ella era artificio y apariencia, la deseaba.

Valentine había muerto. Si también habían matado a Mireille, el ajedrez de Montglane había costado la vida de las dos únicas personas a las que había amado. ¿Por qué no iba a darle algo a cambio?

La abrazó con una pasión terrible, urgente, una especie de sed insaciable. La poseería… y al cuerno con los demonios que lo atormentaban.

Enero de 1794

Pero Mireille no estaba muerta… y tampoco muy lejos de Londres. Viajaba a bordo de un buque mercante que atravesaba las aguas oscuras del canal de la Mancha. Se avecinaba una tormenta y mientras cruzaban las agitadas aguas del estrecho de Dover atisbó sus acantilados.

En los seis meses transcurridos desde que Charlotte Corday se hizo pasar por ella en la Bastilla, Mireille había viajado mucho. Con el dinero enviado por la abadesa, que había encontrado en la caja de pinturas, alquiló cerca del puerto de la Bastilla una pequeña barca de pesca que la llevó por el Sena hasta que, en uno de los embarcaderos del sinuoso río, encontró una nave que se dirigía a Trípoli. Asegurándose en secreto un pasaje, subió a bordo y partió incluso antes de que Charlotte fuera conducida al cadalso.

Mientras se alejaba de las costas francesas, a Mireille le pareció oír el chirrido de las ruedas del carro que estaría llevando a Charlotte a la guillotina. En su imaginación oía las pesadas pisadas en el cadalso, el redoble de los tambores, el siseo de la hoja en su largo descenso, los gritos de la multitud en la place de la Révolution. Sintió que la fría hoja cercenaba lo poco que le quedaba de la infancia y la inocencia, y le dejaba solamente aquella tarea mortífera. La tarea para la cual había sido elegida: destruir a la Reina Blanca y reunir las piezas.

Pero primero debía hacer otra cosa: ir al desierto para recuperar a su hijo. Si se le concedía una segunda oportunidad, vencería incluso el empeño de Shahin de quedarse con el niño como Kalim: un profeta para su pueblo. Si es un profeta, que su destino quede entrelazado al mío, pensó Mireille.

Ahora, mientras los vientos del mar del Norte arrojaban contra las velas los primeros trallazos de lluvia, Mireille se preguntó si había sido prudente demorar tanto su viaje a Inglaterra… donde Talleyrand guardaba las piezas. Tenía entre sus manos la manita de Charlot, sentado en sus rodillas en cubierta. Shahin, de pie detrás de ellos, con sus largas ropas negras, miraba otro barco que atravesaba el turbulento canal. Se había negado a separarse del pequeño profeta a quien había ayudado a nacer. Levantó su largo brazo para señalar las nubes bajas que se cernían sobre los arrecifes de yeso.

—La Tierra Blanca —susurró—. El dominio de la Reina Blanca. Está esperando… Siento su presencia incluso a esta distancia.

—Ruego que no lleguemos demasiado tarde —dijo Mireille.

—Huelo adversidad —repuso Shahin—. Siempre acompaña a las tormentas, como un regalo traicionero de los dioses…

Siguió mirando el barco que, con sus velas desplegadas al viento, fue tragado por la oscuridad del agitado canal. El barco que, sin saberlo ellos, llevaba a Talleyrand hacia el Atlántico.

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