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Authors: Katherine Neville

El ocho (37 page)

BOOK: El ocho
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Había estado aprendiendo algo de ajedrez por mi cuenta la semana anterior antes de que Nim me enviara los libros: lo bastante para conocer la diferencia entre táctica y estrategia. La táctica eran los movimientos que permitían tomar una posición, mientras que la estrategia era la forma en que se ganaba la partida. Cuando llegué a París, esta información me serviría de mucho.

Al otro lado del Atlántico, la sociedad Fulbright Cone no había perdido la pátina de traición y corrupción largamente probadas. Tal vez hubiera cambiado el idioma pero sus movimientos seguían siendo los mismos. Cuando llegué a la oficina de París, me anunciaron que tal vez el negocio quedara en nada. Al parecer no habían conseguido que los chicos de la OPEP firmaran un contrato.

Según dijeron, habían estado días y días esperando en diversos ministerios de Argel, yendo y viniendo de París, para regresar siempre con las manos vacías.

Jean-Philippe Pétard, el socio principal, iba a ocuparse personalmente del asunto. Advirtiéndome de que no hiciera nada hasta que él llegara a Argel el fin de semana, me aseguró que la sucursal francesa seguramente me encontraría «algo» que hacer cuando las cosas hubieran vuelto a su cauce. Su tono parecía insinuar que ese «algo» podría ser un poco de mecanografía, limpieza de suelos y ventanas y tal vez el repaso de algunos baños. Pero yo tenía otros planes.

La sucursal francesa no tenía un contrato firmado con el cliente, pero yo tenía un billete de avión a Argel y una semana allí sin supervisión inmediata.

Mientras salía de la oficina de Fulbright Cone en París y paraba un taxi, decidí que Nim tenía razón al afirmar que debía aguzar mi instinto asesino. Llevaba demasiado tiempo usando tácticas para maniobras inmediatas y no lograba distinguir entre las piezas y el tablero. ¿Habría llegado el momento de retirar las piezas que me impedían ver?

Aguardé casi media hora en la cola de inmigración en Dar-el-Beida antes de que me llegara el turno. Avanzábamos como hormigas entre las vallas de metal hasta llegar al control de pasaportes.

Por fin llegué ante la cabina de vidrio. El oficial miró mi visado argelino, con su pequeña etiqueta oficial roja y blanca y la enorme firma que cubría casi la página azul. Lo observó bastante tiempo antes de mirarme con una expresión extraña.

—Viaja sola —dijo en francés. No era una pregunta—. Tiene un visado de affaires, mademoiselle. ¿Y para quién trabaja?

(Affaires quiere decir «negocios». ¡Muy propio de los franceses matar dos pájaros de un tiro!)

—Para la OPEP —respondí en mi deficiente francés, y antes de que pudiera continuar puso un sello que decía «Dar-el-Beida» sobre mi visado. Hizo un gesto con la cabeza a un mozo de cuerda que estaba apoyado contra la pared. Este se acercó mientras el oficial de inmigración echaba un vistazo al resto del visado y me entregaba el formulario de aduanas—. OPEP —repitió—. Muy bien. Por favor, indique en ese formulario los objetos de oro y el dinero que lleva consigo…

Mientras llenaba el impreso, observé que murmuraba algo al mozo de cuerda, señalándome con la cabeza. El otro me miró, asintió y se alejó.

—¿Y su lugar de residencia durante su estancia? —preguntó el oficial cuando le devolví mi declaración por debajo del vidrio.

—Hotel El Riadh —contesté.

El mozo de cuerda se había dirigido al fondo de la sala y, después de volver la cabeza para mirarme, golpeó la puerta de vidrio ahumado de una oficina solitaria. Salió un hombre fornido. Ahora ambos me miraban. No eran imaginaciones mías. Y el tipo llevaba un arma en la cadera.

—Sus papeles están en regla —me dijo el oficial de inmigración—. Ahora puede dirigirse a la aduana.

Murmuré una frase de agradecimiento, cogí mis papeles y recorrí el angosto pasillo hacia un cartel donde se leía «Douanier». Desde lejos vi mi equipaje sobre una cinta transportadora inmóvil y cuando me encaminaba hacia allí, se me acercó el mozo de cuerda que había estado mirándome.

—Pardon, mademoiselle —dijo educadamente, en voz tan baja que nadie más podía oírle—. ¿Tiene la bondad de acompañarme? —Señaló la puerta de vidrio ahumado. El hombre fornido seguía allí, acariciando el arma que colgaba de su cintura. El corazón se me encogió.

—¡Por supuesto que no! —exclamé en inglés, y me volví hacia mi equipaje.

—Me temo que debo insistir —dijo poniéndome una mano en el brazo.

Traté de recordar que en mi trabajo era conocida por tener nervios de acero, pero sentía que me invadía el pánico.

—No comprendo cuál es el problema —dije, esta vez en francés, mientras le apartaba la mano.

—Pas de problème —aseguró en voz baja, sin apartar la vista de mis ojos—. El chef de sécurité desea hacerle unas preguntas, eso es todo. No serán más que unos minutos. Sus maletas están seguras. Yo mismo las vigilaré.

No era el equipaje lo que me preocupaba. Sencillamente no me apetecía abandonar el suelo resplandeciente de la aduana para entrar en un despacho sin identificación vigilado por un hombre armado. Pero al parecer no tenía elección. El mozo me acompañó hasta la oficina y el pistolero se hizo a un lado para dejarme entrar.

Era un cuarto diminuto, apenas lo bastante grande para albergar el escritorio de metal y dos sillas. Cuando entré, el hombre que estaba detrás del escritorio se puso en pie para saludarme. Tenía unos treinta y cinco años, era musculoso, de piel atezada y guapo. Se movía como un gato en torno al escritorio y los músculos se destacaban contra las líneas perfectas de su impecable traje oscuro confeccionado a medida. Con su espeso cabello negro peinado hacia atrás, la piel aceitunada, la nariz recta y la boca bien dibujada, hubiera podido pasar por un gigoló italiano o una estrella de cine francés.

—Eso es todo, Achmet —dijo con voz suave al matón armado que seguía detrás de mí.

Achmet se retiró cerrando la puerta sin hacer ruido.

—Mademoiselle Velis, supongo —dijo mi anfitrión indicándome con un gesto la silla enfrente de la suya—. La estaba esperando.

—¿Cómo dice? —pregunté sin sentarme, mirándolo a la cara.

—Lo siento, no es mi intención ser misterioso. —Sonrió—. Mi oficina revisa todos los visados que se tramitan. No hay muchas mujeres que soliciten visados comerciales; en realidad, tal vez sea usted la primera. Debo confesar que sentía curiosidad por conocer a una mujer así…

—Bueno, ahora que ha satisfecho su curiosidad… —dije, volviéndome hacia la puerta.

—Mi querida señorita —dijo al ver que intentaba huir—, siéntese, por favor. No soy un ogro; no voy a comérmela. Soy el chef de sécurité. Me llaman Sharrif. —Sus dientes blanquísimos destellaron en una sonrisa arrebatadora mientras yo me sentaba de mala gana en la silla que me había ofrecido dos veces—. ¿Puedo decir que su conjunto de safari es de lo más favorecedor? No solo es elegante, sino también muy adecuado para un país con tres mil kilómetros de desierto. ¿Piensa visitar el Sahara durante su estancia, mademoiselle? —agregó mientras se sentaba detrás del escritorio.

—Iré a donde me envíe mi cliente —respondí.

—Ah, sí, su cliente —repitió el marrullero personaje—. El doctor Kader, Émile Kamel Kader, el ministro del petróleo. Un viejo amigo. Debe transmitirle mis saludos más afectuosos. Recuerdo que fue él quien avaló su visado. ¿Me permite ver su pasaporte, por favor?

Ya había extendido la mano y atisbé el destello de un gemelo de oro que debía de haber confiscado en aduanas. No hay muchos funcionarios de aeropuerto que ganen tanta pasta.

—Es una simple formalidad. En cada vuelo, elegimos a una persona al azar para hacer un registro más minucioso que el que se realiza en aduanas. Puede no volver a sucederle en veinte viajes o en cien…

—En mi país solo se hace pasar a las oficinas privadas de los aeropuertos a los sospechosos de contrabando —repuse.

Estaba tentando a la suerte y lo sabía, pero no me dejaba engañar por el relumbrón del personaje, sus gemelos de oro o sus dientes de estrella de cine. De todo el avión yo era la única persona a quien habían llamado y registrado. Había visto las caras de los funcionarios mientras cuchicheaban y me miraban desde lejos. Iban a por mí. Y no solo porque en un país musulmán sintieran curiosidad por una mujer de negocios.

—Ah, ¿teme que crea que es usted contrabandista? —preguntó—. ¡Por desgracia para mí, la ley del Estado establece que solo las funcionarias pueden registrar a una dama! No, solo deseo ver su pasaporte… al menos por ahora. —Lo examinó con gran interés—. Nunca habría adivinado su edad —agregó—. No parece tener más de dieciocho años y sin embargo veo que acaba de cumplir… veinticuatro. ¡Qué interesante! ¿Sabía que el día de su cumpleaños, 4 de abril, es una festividad islámica?

En ese momento recordé las palabras de la pitonisa; cuando me dijo que no mencionara mi cumpleaños, no pensé en cosas como pasaportes y permisos de conducir.

—Espero no haberla asustado —añadió, mirándome de manera extraña.

—En absoluto —afirmé con indiferencia—. Y ahora, si ha terminado…

—Tal vez le interese saber más —continuó, melifluo como un gato, mientras se estiraba para coger mi bolso.

Sin duda era otra formalidad, pero yo empezaba a sentirme muy incómoda. «Estás en peligro —decía una voz dentro de mí—. No confíes en nadie, mira siempre hacia atrás, porque está escrito: “El cuarto día del cuarto mes vendrá el Ocho”.»

—Cuatro de abril —murmuraba para sí Sharrif, mientras sacaba del bolso un pintalabios, un peine y un cepillo y los dejaba con cuidado sobre el escritorio, como pruebas en un juicio por asesinato—. En al-Islam, lo llamamos el día de Curación. Tenemos dos maneras de contar el tiempo: el año islámico, que es un año lunar, y el año solar, que empieza el 21 de marzo del calendario occidental. Cada uno de ellos tiene muchas tradiciones. Cuando se inicia el año solar —prosiguió, sacando libretas, plumas y lápices de mi bolso y ordenándolos en hileras—, Mahoma nos dice que debemos recitar el Corán diez veces al día durante la primera semana. Durante la segunda semana, al levantarnos cada día debemos echar nuestro aliento sobre un cuenco de agua y beberla. Entonces, en el octavo día —añadió Sharrif mirándome súbitamente, como si esperara sorprenderme hurgándome la nariz; sonrió e intenté devolverle la sonrisa—, es decir, en el octavo día de la segunda semana de este mes mágico, cuando todos los rituales se han cumplido, la persona queda curada, sean cuales sean sus enfermedades. Esto sería el 4 de abril. Se cree que las personas que han nacido ese día tienen grandes poderes para curar a los demás… casi como si… Naturalmente, como occidental que es, dudo que le interesen estas supersticiones.

¿Era mi imaginación o el hombre no me observaba como un gato al ratón? Yo estaba cambiando la expresión de mi cara cuando lanzó una exclamación que me sobresaltó.

—¡Ah! —Con un rapido movimiento de la muñeca arrojó algo sobre la mesa—. ¡Veo que le interesa el ajedrez!

Era el pequeño ajedrez magnético de Lily, que había quedado olvidado al fondo de mi bolso. A continuación Sharrif comenzó a sacar los libros y a apilarlos sobre el escritorio después de leer el título.

—Juegos matemáticos de ajedrez… ¡ah! ¡Los números de Fibonacci! —exclamó con esa sonrisa que me hacía sospechar que se estaba burlando de mí. Señalaba el aburrido libro de Nim—. ¿De modo que le interesan las matemáticas? —preguntó mirándome fijamente.

—No mucho —contesté. Me puse en pie y empecé a guardar mis pertenencias en el bolso mientras Sharrif me las tendía.

Parecía increíble que una joven flacucha pudiera arrastrar por medio mundo tanta basura inservible. Pero allí estaba.

—¿Qué sabe sobre los números de Fibonacci? —inquirió mientras yo seguía llenando el bolso.

—Se usan para realizar pronósticos bursátiles —murmuré—. Los teóricos de las ondas de Elliott los utilizaban para prever los valores al alza y a la baja… Es una teoría desarrollada por un tipo llamado R. N. Elliott en los años treinta…

—Entonces, ¿no conoce al autor? —me interrumpió Sharrif. Noté que palidecía mientras lo miraba, con la mano paralizada sobre el libro.

—Me refiero a Leonardo Fibonacci —agregó Sharrif mirándome con semblante serio—, un italiano nacido en Pisa en el siglo XII, pero educado aquí, en Argel. Era un brillante matemático de aquel moro famoso, Al-Juarizmi, que ha dado su nombre al algoritmo. Fibonacci introdujo en Europa la numeración arábiga, que reemplazó a los antiguos números romanos…

Maldición. Debía haber comprendido que Nim no iba a darme un libro solo para que me entretuviera, aun cuando lo hubiera escrito él mismo. Hubiera deseado saber de qué trataba antes de que Sharrif iniciara su pequeño interrogatorio. En mi cabeza parpadeaba una lucecita, pero no conseguía interpretar lo que transmitía en Morse.

¿Acaso no me había instado Nim a estudiar los cuadrados mágicos? ¿Acaso no había inventado Solarin una fórmula para el recorrido del caballo? ¿Acaso la profecía de la adivina no se interpretaba a través de números? ¿Por qué era tan obtusa que no sabía sumar dos y dos?

Recordé que había sido un moro quien había regalado el ajedrez de Montglane a Carlomagno. Yo no era un genio de las matemáticas pero había trabajado con ordenadores lo bastante para saber que los moros habían introducido en Europa prácticamente todos los descubrimientos matemáticos importantes desde que conquistaron Sevilla en el siglo VIII. Era evidente que la búsqueda del fabuloso juego de ajedrez tenía algo que ver con las matemáticas, pero ¿qué? Sharrif me había dicho más de lo que yo le había dicho a él, pero no conseguía ordenar los datos. Arranqué de entre sus dedos el último libro y lo deposité en mi bolso.

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