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Authors: Katherine Neville

El ocho (76 page)

BOOK: El ocho
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—Solo he publicado una parte de mi obra —dijo el científico al filósofo—, y solo por la insistencia de la Sociedad Real. Ahora soy viejo y rico, de modo que puedo hacer lo que me plazca… pero sigo negándome a publicar. Vuestro compatriota, el cardenal Richelieu, comprendía esta clase de reserva, porque de otro modo no hubiera escrito su diario en código.

—Entonces, ¿lo habéis descifrado? —preguntó Voltaire.

—Eso… y más —respondió el matemático con una sonrisa, y llevó a Voltaire a un rincón de su estudio, donde había una gran caja de metal cerrada. Sacó la llave de su bolsillo y miró al francés—. Es la caja de Pandora. ¿La abrimos? —preguntó.

Cuando Voltaire asintió ansiosamente, hicieron girar la llave en la cerradura herrumbrada.

Contenía manuscritos de cientos de años de antigüedad, algunos casi desmenuzados por el abandono que habían sufrido muchos lustros. La mayor parte de ellos estaban muy gastados y Voltaire sospechó que por obra de las manos del propio Newton. Cuando este sacó con cuidado los papeles de la caja metálica, Voltaire echó una ojeada a los títulos y quedó sorprendido: De occulta philosophia, Musaeum hermeticum, Transmutatione metallorum… libros heréticos de Al-Jabir, Paracelso, Villanova, Agripa, Llull. Tratados de magia negra prohibidos por todas las iglesias cristianas. Docenas de obras de alquimia y, debajo de ellas, cuidadosamente protegidas por tapas de papel, miles de páginas de notas y análisis experimentales, escritos por el propio Newton.

—¡Pero vos sois el mayor defensor de la razón de nuestro siglo! —exclamó Voltaire, mirando incrédulo los libros y papeles—. ¿Cómo podéis sumergiros en este pantano de misticismo y magia?

—No es magia —lo corrigió Newton—, sino ciencia. La más peligrosa de todas las ciencias, pues su objetivo es alterar el curso de la naturaleza. El hombre inventó la razón solo para que lo ayudase a descifrar las fórmulas creadas por Dios. En todo lo natural hay un código… y cada código tiene una clave. He recreado muchos experimentos de los antiguos alquimistas, pero este documento que me habéis proporcionado dice que la clave final está contenida en el ajedrez de Montglane. Si esto fuera verdad, daría todo cuanto he descubierto, todo cuanto he inventado, por una hora a solas con esas piezas.

—¿Y qué os revelaría esa «clave final» que no seáis capaz de descubrir vos mismo mediante la investigación y experimentación? —preguntó Voltaire.

—La piedra —contestó Newton—. La clave de todos los secretos.

Cuando los poetas interrumpieron su relato, Mireille se volvió de inmediato hacia Blake. Sus voces se habían confundido con los murmullos del público, que comentaba el desarrollo de la partida.

—¿Qué quería decir con «la piedra»? —preguntó Mireille cogiendo con fuerza el brazo del poeta.

—Claro, me olvidaba —dijo Blake entre risas—. Yo mismo he estudiado esas cosas, de modo que doy por sentado que todo el mundo lo sabe. El objetivo de todo experimento alquímico es llegar a una solución que se reduce a una pastilla de polvo rojizo seco… al menos así lo describen. He leído los trabajos de Newton; aunque no se publicaron por vergüenza (nadie creía en serio que hubiera dedicado tanto tiempo a esa tontería), por fortuna jamás se destruyeron…

—¿Y qué es esa pastilla de polvo rojizo? —lo apremió Mireille, tan ansiosa que tenía ganas de gritar.

Charlot le tiraba de las faldas desde atrás. No necesitaba un profeta para saber que se había entretenido demasiado.

—Bueno, de eso se trata —respondió Wordsworth inclinándose. Los ojos le brillaban de entusiasmo—. Esa pastilla es la piedra. Si se mezcla un trozo de ella con metales viles se convierte en oro. Si se traga disuelta en agua, se supone que cura todas las enfermedades. La llaman la piedra filosofal…

Mireille recordó todo lo que sabía. Las piedras sagradas adoradas por los fenicios; la piedra blanca descrita por Rousseau, incrustada en el muro de Venecia, con una leyenda que rezaba: «Si un hombre pudiera decir y hacer lo que piensa, vería cómo podría transformarse». Evocó la imagen de la Reina Blanca convirtiendo a un hombre en un dios…

De pronto se puso en pie. Sorprendidos, Blake y Wordsworth la imitaron.

—¿Qué sucede? —susurró el joven Wordsworth.

Varias personas los miraban, irritadas por el alboroto.

—Debo irme —dijo Mireille, y plantó un beso en la mejilla del poeta, que se ruborizó. Luego se volvió hacia Blake y le estrechó su mano—. Estoy en peligro… no puedo permanecer aquí. Pero no os olvidaré.

Se encaminó hacia la salida y Shahin avanzó tras ella como una sombra.

—Tal vez deberíamos seguirla —dijo Blake—. No sé por qué creo que volveremos a tener noticias suyas. Una mujer notable, ¿no crees?

—Sí —convino Wordsworth—. Ya la estoy viendo en un poema. —Rió al ver la expresión preocupada de Blake—. ¡Oh, no en un poema mío, sino tuyo!

Mireille y Shahin atravesaron presurosos la habitación exterior, donde sus pies se hundían en las mullidas alfombras. Los camareros, ociosos en el bar, apenas repararon en ellos cuando pasaron como fantasmas. Al salir a la calle Shahin cogió a Mireille del brazo y la obligó a arrimarse a la pared en sombras. Charlot, en brazos de Shahin, escudriñaba la oscuridad con ojos de gato.

—¿Qué sucede? —susurró Mireille.

Shahin le indicó que callase llevándose un dedo a los labios. Ella se esforzó por ver en las tinieblas y entonces oyó el ruido de pasos suaves sobre el pavimento mojado. Luego vio dos formas entre la bruma.

Las sombras se aproximaban a la puerta del club Parsloe’s, apenas a unos metros de distancia de donde Mireille y Shahin esperaban conteniendo la respiración. Hasta Charlot estaba silencioso como un ratoncillo. La puerta del club se abrió y la luz del interior iluminó las formas de la calle. Una era la del obeso y ebrio Boswell, envuelto en una larga capa oscura, y la otra… Mireille quedó boquiabierta al ver que Boswell se volvía y tendía la mano.

Era una mujer, esbelta y hermosa, que echó hacia atrás la capucha de su capa. ¡De ella surgió la larga melena rubia de Valentine! ¡Era Valentine! Mireille profirió un sollozo ahogado e hizo ademán de avanzar hacia la luz, pero Shahin la retuvo con mano de hierro. Ella se volvió hacia él, enfadada, pero Shahin se inclinó rápidamente y le susurró al oído:

—La Reina Blanca.

Mireille retrocedió horrorizada, mientras la puerta del club se cerraba dejándolos de nuevo en la oscuridad.

Las islas Anglonormandas, febrero de 1794

Durante las semanas que permaneció a la espera de la reparación de su barco, Talleyrand tuvo muchas oportunidades de conocer a Benedict Arnold, el famoso felón que había traicionado a su país convirtiéndose en espía del gobierno británico.

Era curioso ver a esos dos hombres sentados en la posada, jugando a las damas o al ajedrez. Ambos habían tenido una carrera prometedora, ocupado altos cargos y merecido el respeto de sus iguales y superiores. Pero también ambos se granjearon enemistades que les habían costado su reputación y su forma de vida. Al regresar a Inglaterra, una vez descubierta su actividad como espía, Arnold se encontró con que no se le había reservado ningún puesto en el ejército. Fue objeto de burla y tuvo que apañárselas por su cuenta. Eso explicaba la situación en que lo había encontrado Talleyrand.

Talleyrand comprendió que, aunque Arnold no pudiera darle cartas de presentación para norteamericanos importantes, sí podía proporcionarle información sobre el país al que pronto viajaría. Durante esas semanas acosó al patrón del astillero con sus preguntas. Ahora, el último día de su estancia antes de que el barco partiera hacia el Nuevo Mundo, le formuló aún más preguntas mientras jugaban al ajedrez en la posada.

—¿Cuáles son las actividades sociales en Estados Unidos? —preguntó—. ¿Hay salones como en Inglaterra o en Francia?

—Cuando hayáis salido de Filadelfia o Nueva York, que están llenas de inmigrantes holandeses, encontraréis poco más que pueblos fronterizos. Por la noche la gente se sienta junto al fuego con un libro o juega una partida de ajedrez, como ahora nosotros. Fuera de la costa oriental no hay mucha actividad social. En cualquier caso, el ajedrez es casi el pasatiempo nacional. Dicen que hasta los tramperos llevan un pequeño tablero en sus viajes.

—¿De veras? —dijo Talleyrand—. No tenía idea de que hubiese tanta afición por un entretenimiento intelectual en lo que hasta hace muy poco eran colonias aisladas.

—No se trata de intelecto, sino de moralidad —dijo Arnold—. En todo caso, es así como lo ven. Tal vez hayáis leído una obra de Ben Franklin que es muy popular en Estados Unidos. Se titula La ética del ajedrez y habla de cómo pueden aprenderse muchas lecciones sobre la vida estudiando minuciosamente el juego. —Rió con cierta amargura y levantó la vista del tablero para posarla en Talleyrand—. Era Franklin quien estaba tan ansioso por resolver el acertijo del ajedrez de Montglane…

Talleyrand lo miró de hito en hito.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó—. ¿Queréis decir que incluso al otro lado del Atlántico se conoce esa leyenda ridícula?

—Ridícula o no —repuso el otro con una sonrisa cuyo sentido Talleyrand no pudo desentrañar—, dicen que el viejo Ben Franklin se pasó la vida tratando de descifrar el acertijo. Hasta fue a Montglane durante su estancia en Francia como embajador. Es un lugar en el sur de Francia…

—Sé dónde está —lo interrumpió Talleyrand—. ¿Qué buscaba?

—Pues el ajedrez de Carlomagno; creía que aquí todos sabían de qué se trataba. Decían que estaba enterrado en Montglane. Benjamin Franklin era un excelente matemático y jugador de ajedrez. Inventó un recorrido del caballo que, según afirmaba, era su idea de cómo estaba trazado el ajedrez de Montglane.

—¿Trazado? —preguntó Talleyrand, estremeciéndose al comprender lo que implicaban las palabras del hombre.

Hasta en Estados Unidos, a miles de kilómetros de los horrores de Europa, estaría sujeto a la influencia del espantoso ajedrez que tanto había afectado a su vida.

—Sí —dijo Arnold moviendo una pieza sobre el tablero—. Debéis preguntárselo a Alexander Hamilton, un colega masón. Dicen que Franklin descifró una parte de la fórmula… y antes de morir se la pasó a ellos…

La octava casilla

—¡Por fin la octava casilla! —exclamó Alicia—. ¡Oh, cómo me alegro de haber llegado aquí! ¿Y qué es esto que tengo en la cabeza? —dijo consternada… mientras se lo quitaba y lo colocaba en su regazo para descubrir de qué podía tratarse. Era una corona de oro.

Lewis Carroll,

A través del espejo

Me arrastré fuera del agua en la playa de guijarros en forma de media luna que había delante del pinar, a punto de vomitar a causa de toda el agua salada que había tragado… pero viva. Y era el ajedrez de Montglane lo que me había salvado.

El peso de las piezas que llevaba en el bolso me había atraído hacia el fondo antes de poder dar una brazada, poniéndome fuera del alcance de los pequeños trozos de plomo que golpeaban el agua por encima de mi cabeza… surgidos de las pistolas de los colegas de Sharrif. Como el agua tenía apenas tres metros de profundidad, pude caminar por el fondo arenoso, arrastrando el bolso conmigo, tanteando entre los botes hasta que pude sacar la nariz para respirar. Usando siempre el enjambre de barcas como refugio y mi bolso como ancla, me abrí camino por los bajíos en la oscuridad.

Abrí los ojos en la playa y, desesperada, traté de determinar dónde me encontraba. Eran las nueve de la noche y la oscuridad era casi total, pero se veían algunas luces parpadeantes que parecían el puerto de Sidi Fredj, a unos tres kilómetros de distancia. Si no me capturaban, podía llegar andando… pero ¿dónde estaba Lily?

Palpé el bolso empapado y metí la mano. Las piezas seguían allí. Solo Dios sabía qué había perdido al arrastrar el bolso por la mugre del fondo, pero el manuscrito antiguo estaba metido en una bolsa impermeable, donde guardaba el maquillaje. Esperaba que el agua no se hubiese filtrado.

Estaba planeando mi siguiente movimiento cuando un objeto empapado se arrastró fuera del agua a unos pocos metros de donde yo estaba. En la oscuridad parecía una gallina desplumada, pero el ladrido que emitió mientras se acercaba vacilante a mí y se arrojaba en mi regazo despejó mis dudas: era Carioca, calado hasta los huesos. No tenía forma de secarlo porque yo misma estaba empapada, de modo que lo levanté mientras me ponía en pie, me lo coloqué bajo el brazo y me encaminé hacia el pinar… el atajo más seguro para llegar a casa.

Había perdido un zapato en el agua, de manera que me quité el otro y caminé descalza sobre la blanda alfombra de agujas de los pinos, usando mi instinto de volver al hogar para poner rumbo a puerto. Llevaba unos quince minutos andando cuando oí el crujido de una ramita. Me detuve y acaricié al tembloroso Carioca, rogando que no montara el mismo numerito que con los murciélagos.

Unos segundos después, un potente haz de luz me iluminó la cara. Me quedé quieta, con los ojos entrecerrados y el corazón helado de miedo. Entonces un soldado con uniforme de color caqui apareció en el círculo de luz y se acercó a mí. Llevaba una enorme ametralladora y una canana con balas de aspecto horrible colgada de un costado. El arma apuntaba a mi estómago.

—¡Alto! —exclamó sin ninguna necesidad—. ¿Quién es usted? ¡Hable! ¿Qué hace aquí?

—He llevado a mi perro a nadar un rato —respondí, y levanté a Carioca como prueba—. Soy Catherine Velis. Le mostraré mis documentos de identificación…

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