—Pero entonces debe de estar celosa de mí y detestarme —repuse.
—Nada de eso; me ha hablado de usted muy bien. Puede que la querida del príncipe de Foix estuviera celosa si él le prefiriese a ella. ¿No me entiende usted? Véngase conmigo cuando salgamos y le explicaré todo eso.
—No puedo, tengo que ir a casa del señor de Charlus a las once.
—¡Hombre!, ayer me mandó a decir que fuese a cenar con él esta noche, pero que no fuera después de las once menos cuarto. Pero si tiene usted empeño en ir a su casa, venga usted conmigo, al menos, hasta el Teatro Francés; estará usted en la periferia —dijo el príncipe, que sin duda creía que eso significaba «en las cercanías», o quizá «el centro».
Pero sus ojos, dilatados en su rolliza y hermosa cara arrebolada, me dieron miedo, y no acepté, diciendo que iba a venir a buscarme un amigo. No me parecía que esta respuesta fuese ofensiva. La impresión que de ella recibió el príncipe fue, sin duda, diferente, porque nunca más volvió a dirigirme la palabra.
«Precisamente tengo que ir a ver a la reina de Nápoles, ¡qué pena debe de tener!», dijo, o, por lo menos, me pareció que había dicho la princesa de Parma. Porque estas palabras sólo habían llegado hasta mí indistintas, a través de las más próximas que me había dirigido, muy bajo, sin embargo, el príncipe Von, el cual había temido, sin duda, si hablaba más alto, ser oído por el señor de Foix. «¡Oh, no! —respondió la duquesa—. Lo que es pena, no creo que tenga ni pizca». «¿Ni pizca? ¡Siempre ha de estar usted en los extremos, Oriana!», dijo el señor de Guermantes, reasumiendo su papel de acantilado que, con oponerse a la ola, la obliga a lanzar más alto su penacho de espuma. «Basin sabe mejor aún que yo que estoy diciendo la verdad —respondió la duquesa—, pero se cree obligado a adoptar aires severos por la presencia de Vuestra Alteza, y tiene miedo de que yo la escandalice». «¡Oh, no, por favor!», exclamó la princesa de Parma, temiendo que por su causa se alteraran en algo aquellos deliciosos miércoles de la duquesa de Guermantes, fruto prohibido que ni la misma reina de Suecia había tenido aún derecho a probar. «Pero si ha sido justamente a él a quien ha respondido, cuando le decía en un tono trivialmente triste: ¡Pero la reina está de luto! ¿Por quién? ¿Es alguna desgracia que toca de cerca a Vuestra Majestad?». «No, no es ningún luto de importancia; es un luto ligero, muy ligero; es por mi hermana». «La verdad es que, así como así, está encantada; Basin lo sabe perfectamente, nos ha invitado a una fiesta ese mismo día, y a mí me ha dado dos perlas. ¡Ya quisiera yo que perdiese una hermana todos los días! No llora la muerte de su hermana; la ríe a carcajadas. Probablemente se dice, como Roberto, que
sic transit,
bueno, ya no sé lo que sigue», añadió, por modestia, aunque lo sabía muy bien.
Por lo demás, al hablar así, la señora de Guermantes hacía solamente alarde de ingenio, y del más falso, ya que la reina de Nápoles, como la duquesa de Alençon, que murió asimismo de una manera trágica, tenía un gran corazón y ha llorado sinceramente a los suyos. La señora de Guermantes conocía de sobra a sus primas, las nobles hermanas bávaras, para ignorarlo. «Pues Saint-Loup hubiera querido no volver a Marruecos —dijo la princesa de Parma, asiendo de nuevo el nombre de Marruecos, que le tendía, harto involuntariamente, como una pértiga, la señora de Guermantes—. Creo que conoce usted al general de Monserfeuil». «Muy poco», respondió la duquesa, que llevaba una amistad íntima con el militar. La princesa explicó lo que deseaba Saint-Loup. «Dios mío, si le veo…, bien puede ocurrir que lo encuentre», respondió, porque no pareciera que se negaba, la duquesa, cuyas relaciones con el general de Monserfeuil parecían haberse espaciado rápidamente desde el punto en que se trataba de pedirle algo. Esta incertidumbre no le bastó, sin embargo, al duque, que, interrumpiendo a su mujer: «Bien sabe usted que no lo verá, Oriana —dijo—; y, además, ya le ha pedido usted dos cosas que no ha hecho. Mi mujer tiene el prurito de ser amable —continuó, cada vez más furioso, para obligar a la princesa a retirar su petición sin que ello pudiera hacer dudar de la amabilidad de la duquesa, y para que la señora de Guermantes echase la culpa del caso al carácter de él, esencialmente caprichoso—. Roberto podía tener todo lo que quisiera con Monserfeuil. Sólo que como no sabe lo que quiere, hace que seamos nosotros quienes lo pidamos, porque sabe que no hay mejor modo de que salga mal. Demasiadas cosas le ha pedido Oriana a Monserfeuil. Un ruego suyo, ahora, es una razón para que el general se niegue». «¡Ah!, en esas circunstancias más vale que no haga nada la duquesa», dijo la señora de Parma. «¡Naturalmente!», concluyó el duque. «¡Ese pobre general!, otra vez lo han derrotado en las elecciones», dijo la princesa de Parma, por cambiar de conversación. «¡Oh!, eso no es grave, no es más que la séptima vez», dijo el duque, que, como había tenido que renunciar también a la política, se complacía bastante en los reveses electorales de los demás. «Se ha consolado queriendo hacerle otro chico a su mujer». «¡Cómo! ¿Vuelve a estar encinta esa pobre señora de Monserfeuil?». «¡Pues claro! —respondió la duquesa—; ése es el único
distrito
en que no ha fracasado nunca el pobre general».
No había de dejar yo ya, en lo sucesivo, de ser invitado continuamente, aunque sólo fuese con unas pocas personas más, a estas comidas cuyos comensales me había figurado antaño como los apóstoles de la Capilla Santa. Reuníanse allí, en efecto, como los primeros cristianos, no para compartir solamente un alimento material, por lo demás exquisito, sino en una a modo de Cena social; de manera que en unas cuantas comidas me asimilé el conocimiento de todos los amigos de mis huéspedes, amigos a quienes éstos me presentaban con un matiz de benevolencia tan marcado (como una persona a la que hubieran preferido siempre paternalmente), que no había entre ellos uno que no hubiera creído hacer de menos al duque y a la duquesa si había dado un baile sin hacerme figurar en su lista, y, al mismo tiempo, en tanto bebía uno de los Yquem, que guardaban las bodegas de los Guermantes, saboreaba yo unos hortelanos aderezados con arreglo a las diferentes recetas que el duque elaboraba y modificaba prudentemente. Sin embargo, para el que se había sentado ya más de una vez a la mesa mística, la manducación de los últimos no era indispensable. Algunos antiguos amigos del señor y la señora de Guermantes iban a verles después de cenar, «de mondadientes» hubiera dicho la señora de Swann, sin que se les esperase, y tomaban en invierno una taza de tila bajo las luces del gran salón, y en verano un vaso de naranjada en la oscuridad del trocito del jardín rectangular. Nunca se les había conocido a los Guermantes, en esas sobremesas en el jardín, otra cosa que la naranjada. Tenía ésta algo de ritual. Añadir a ella otros refrescos hubiera parecido desnaturalizar la tradición, de igual suerte que una gran recepción, en el barrio de Saint-Germain, ya no es una recepción si en ella se representa una comedia o hay música. Tiene que parecer que ha ido uno —aunque haya en la recepción quinientas personas— a hacer una visita a la princesa de Guermantes, por ejemplo. Se admiró mi influencia porque a la naranjada pude hacer añadir una garrafilla con zumo de cerezas cocidas, de pera cocida. Por causa de esto le tomé ojeriza al príncipe de Agrigento que, como todas las gentes desprovistas de imaginación, pero no de avaricia, se maravillan de lo que bebéis y os piden permiso para tomar un poco de ello. De modo que, todas las veces, el señor de Agrigento, al disminuir mi ración, echaba a perder mi goce. Porque ese zumo de fruta, por mucha cantidad en que se tome, nunca es bastante para apagar la sed. Nada me cansa menos que esa trasposición a sabor del color de una fruta que, cocida, parece retrogradar hacia la estación de las flores. Empurpurado como un vergel en primavera, o bien incoloro y fresco como el céfiro bajo los árboles frutales, el zumo se deja respirar y mirar gota a gota, y el señor de Agrigento me impedía, regularmente, saciarme de él. A pesar de estas compotas, la naranjada tradicional subsistió como la tila. Bajo estas modestas especies no dejaba de efectuarse la comunión social. En esto, sin duda, los amigos del señor y de la señora de Guermantes habían seguido siendo, a pesar de todo, como me los había figurado yo en un principio, más diferentes de lo que su engañosa apariencia me hubiera movido a creer. Muchos viejos iban a recibir en casa de la duquesa, al mismo tiempo que la invariable bebida, una acogida que a menudo tenía bastante poco de amable. Ahora bien, no podía ser por esnobismo —puesto que pertenecían a una condición a que ninguna otra era superior—, ni por amor al lujo; quizá tuviesen apego a éste, pero en unas condiciones sociales menores hubieran podido conocer un lujo espléndido, ya que, esas mismas noches, la encantadora mujer de un financiero riquísimo hubiera hecho cuanto fuese preciso hacer para tenerlos en unas cacerías deslumbradoras que iba a dar por espacio de dos días en honor del rey de España. Los viejos, con todo, se habían esquivado, y habían venido a todo trance a ver si estaba en casa la señora de Guermantes. Ni siquiera estaban seguros de encontrar allí opiniones absolutamente conformes con las suyas, o sentimientos especialmente calurosos; la señora de Guermantes lanzaba a veces, a cuenta del caso de Dreyfus, de la República, de las leyes antirreligiosas, o incluso, a media voz, a propósito de ellos, de sus achaques, del tono aburrido de su conversación, reflexiones tales que tenían que hacer como si no reparasen en ellas. Indudablemente, si conservaban allí sus costumbres era por una afinada educación de sibaritas mundanos, por un claro conocimiento de la perfecta y primera calidad del manjar social, de regusto familiar, tranquilizador y rápido, sin mezcla, no adulterado, cuyo origen e historia conocían tan bien como la que se lo servía, siendo en esto más «nobles» de lo que ellos mismos sabían. Pues entre estos visitantes, a los que fui presentado después de cenar, quiso la casualidad que estuviera el general Monserfeuil, del que había hablado la princesa de Parma, y que la señora de Guermantes, de cuyo salón era uno de los asiduos, no sabía que hubiera de venir esa noche. El general se inclinó ante mí, al oír mi nombre, cual si hubiera sido yo el presidente del Consejo Superior de Guerra. Me había figurado que era simplemente por cierta inserviciabilidad radical, y para la que el duque, como para el ingenio, ya que no para el amor, era cómplice de su mujer, por lo que la duquesa se había negado casi a recomendar a su sobrino al señor de Monserfeuil. Y veía en ello una indiferencia tanto más culpable cuanto que había creído comprender, por algunas palabras que se le escaparon a la princesa de Parma, que el puesto de Roberto era de peligro y que era prudente hacerlo trasladar de él. Pero lo que me sublevó fue la verdadera perversidad de la señora de Guermantes cuando, al proponer tímidamente la princesa de Parma hablarle del caso ella misma y por su cuenta al general, la duquesa hizo cuanto pudo para disuadir de ello a Su Alteza. «¡Pero, señora —exclamó—, Monserfeuil no tiene ningún género de crédito ni de poder con el nuevo Gobierno! Eso sería tanto como dar una estocada en el agua». «Me parece que puede oírnos», murmuró la princesa, invitando a la duquesa a hablar más bajo. «No tema nada Vuestra Alteza; es sordo como una tapia», dijo, sin bajar la voz, la duquesa, a la que el general oyó perfectamente. «Es que creo que el señor de Saint-Loup no está en un sitio muy tranquilizador», dijo la princesa. «¿Qué quiere Vuestra Alteza? —respondió la duquesa—; está en el caso de todo el mundo, con la diferencia de que es él quien ha pedido ir allá. Además, que no, no es peligroso; si así no fuera, ya puede suponerse Vuestra Alteza que me ocuparía yo de eso. Le hubiera hablado de ello a Saint-Joseph durante la cena. Es mucho más influyente, y ¡tiene un tesón! Mire Vuestra Alteza, ya se ha ido. Por otra parte, sería menos delicado con éste, que precisamente tiene a tres de sus hijos en Marruecos y no ha querido pedir que los trasladen; podría objetar eso mismo. Ya que Vuestra Alteza tiene empeño, hablaré de ello a Saint-Joseph, si lo veo…, o a Beautreillis. Pero si no les veo, no compadezca demasiado a Roberto. El otro día nos han explicado dónde estaba. Creo que en ninguna parte puede estar mejor que allí».
«¡Qué flor más bonita!, no he visto nunca otra igual, ¡no hay nadie como usted, Oriana, para tener maravillas de estas!», dijo la princesa de Parma, que, por miedo a que el general de Monserfeuil hubiese oído a la duquesa, trataba de cambiar de conversación. Reconocí una planta de la especie de las que Elstir había pintado delante de mí. «Encantada de que le guste; son admirables, fíjese en ese collarín de terciopelo malva; sólo que, como puede ocurrirles a algunas personas muy bonitas y muy bien vestidas, tienen un nombre feo y huelen mal. A mí, a pesar de eso, me gustan mucho. Pero lo que no deja de ser triste es que van a morir». «Pero están en una maceta, no son flores cortadas», dijo la princesa. «No —respondió la duquesa, riéndose—, pero viene a ser lo mismo, ya que son damas. Es una especie de plantas en que las damas y los caballeros no se encuentran al mismo nivel. Me pasa lo que a las personas que tienen una perra. Necesitaría un marido para mis plantas. ¡Si no, no tendré crías!». «Es curioso. Pero entonces, en la naturaleza…». «¡Sí! Hay ciertos insectos que se encargan de efectuar la boda, como se hace con los soberanos, por poder, sin que el novio y la novia se hayan visto nunca. Por eso, le juro que recomiendo a mi criado que ponga mi planta a la ventana lo más que pueda, unas veces a la parte que da al patio, otras del lado del jardín, con la esperanza de que venga el insecto indispensable. ¡Pero eso exigiría una casualidad tan grande! Figúrese Vuestra Alteza, haría falta que hubiese ido justamente a ver a una persona de la misma especie y de otro sexo y que le dé la ocurrencia de venir a dejar tarjeta en casa. Hasta ahora no ha venido; creo que mi planta sigue siendo digna de un premio a la virtud; confieso que preferiría un poco más de libertinaje. Es lo mismo que ese árbol tan hermoso que hay en el patio; se morirá sin tener hijos, porque es de una especie rarísima en nuestras tierras. Para él, es el viento el que está encargado de operar la unión, pero la tapia está un poco alta». «En efecto —dijo el señor de Bréauté—, debían ustedes haberla hecho rebajar nada más que unos centímetros; con eso hubiera bastado. El perfume de vainilla que había en el excelente helado que nos han servido hace un momento, duquesa, viene de una planta que lleva el mismo nombre. Esa planta produce a la vez flores masculinas y femeninas, pero un a modo de tabique duro interpuesto entre ellas impide toda comunicación. Así, no había nunca manera de conseguir frutos hasta el día en que a un muchacho negro, natural de la isla de la Reunión y llamado Albins, lo cual, entre paréntesis, es bastante cómico, ya que ese nombre quiere decir blanco, se le ocurrió la idea, con ayuda de un pincho, de poner en relación los órganos separados». «¡Babal, es usted divino, lo sabe usted todo!», exclamó la duquesa. «¡Pero también usted, Oriana, me ha enseñado cosas que yo ni sospechaba!», dijo la princesa. «Le diré a Vuestra Alteza, ha sido Swann quien me ha hablado mucho, siempre, de botánica. A veces, cuando nos fastidiaba demasiado ir a un té o a una reunión por la tarde, nos marchábamos al campo, y Swann me enseñaba bodas de flores, cosa que es mucho más divertida que las bodas de la gente, sin
lunch
ni sacristía. Nunca teníamos tiempo de ir muy lejos. Ahora, con el automóvil, sería encantador. Por desgracia, de entonces acá, el propio Swann ha hecho una boda mucho más asombrosa todavía, y que hace difícil todo. ¡Ay, señora! La vida es una cosa espantosa; se pasa una el tiempo haciendo cosas que le fastidian, y cuando por casualidad conoce a alguien con quien podría ir a ver otras interesantes, ese alguien ha de hacer una boda como la de Swann. Entre renunciar a los paseos botánicos y la obligación de tratar a una persona indecorosa, he escogido la primera de las dos calamidades. Por lo demás, en el fondo, no habría necesidad de ir tan lejos. ¡Parece que sólo en mis dos palmos de jardín ocurren en pleno día más cosas indecorosas que por la noche… en el bosque de Bolonia! Ahora, que no se nota, porque esas cosas, entre flores, se hacen sencillísimamente, se ve un chaparroncillo anaranjado, o bien una mosca muy polvorienta que viene a limpiarse las patas o a tomar una ducha antes de entrar en una flor. ¡Y todo está consumado!». «También es espléndida la cómoda sobre que está puesta la planta; me parece que es Imperio», dijo la princesa, que, como no estaba familiarizada con los trabajos de Darwin y de sus sucesores, no comprendía bien el significado de las bromas de la duquesa. «¿Verdad que es bonita? Encantada de que le guste, señora —respondió la duquesa—. Es un mueble magnífico. Debo decirle que siempre he adorado el estilo Imperio, incluso cuando no estaba de moda. Recuerdo que en Guermantes me había hecho excomulgar por mi suegra por haber dicho que bajaran del desván todos los espléndidos muebles Imperio que Basin había heredado de los Montesquiou, y porque había amueblado con ellos el ala en que vivía yo». El señor de Guermantes sonrió. Debía de acordarse, sin embargo, de que las cosas habían pasado de manera harto diferente. Pero como las bromas de la princesa de los Laumes a cuenta del mal gusto de su suegra habían sido tradicionales durante el poco tiempo que el príncipe había estado prendado de su mujer, a su amor a la segunda había sobrevivido cierto desdén hacia la inferioridad del talento de la primera, desdén que se aliaba, por otra parte, con un gran cariño y respeto. «Los Iena tienen el mismo sillón con incrustaciones de Wetgwood; es hermoso, pero yo prefiero el mío —dijo la duquesa con la misma expresión de imparcialidad que si no hubiera poseído ninguno de los dos muebles—; reconozco, por lo demás, que ellos tienen cosas maravillosas que yo no tengo». La princesa de Parma guardó silencio. «Pero ¡es verdad! Vuestra Alteza no conoce su colección. ¡Oh!, tiene que ir a verla una vez conmigo. Es una de las cosas más magníficas de París; aquello es un museo vivo». Y como esta proposición era una de las audacias más Guermantes de la duquesa, porque los Iena eran para la princesa de Parma unos puros usurpadores, ya que el hijo de aquéllos llevaba, como el de ella, el título de Guastalla, la señora de Guermantes, al dispararla así, no se privó (hasta tal punto el amor que tenía a su propia originalidad era más poderoso que su deferencia hacia con la princesa de Parma, inclusive) de lanzar sobre los demás invitados miradas divertidas y risueñas. También ellos se esforzaban por sonreír, a la vez espantados, maravillados y, sobre todo, encantados de pensar que eran testigos de la «última» de Oriana, y que podrían contarla «calentita». Sólo a medias estaban estupefactos, porque sabían que la duquesa tenía el arte de despreciar todos los prejuicios de los Courvoisier para conseguir como resultado una vida más salpimentada y agradable. ¿No había reunido, en el curso de estos últimos años, a la princesa Matilde y al duque de Aumale, que había escrito al mismísimo hermano de la princesa la famosa carta: «En mi familia, todos los hombres son valientes y todas las mujeres castas»? Ahora bien, como los príncipes siguen siéndolo incluso en el momento en que parecen querer olvidar que lo son, el duque de Aumale y la princesa Matilde se habían agradado tanto en casa de la señora de Guermantes, que luego habían ido el uno a casa del otro, con esa facultad de olvidar el pasado de que dio muestra Luis XVIII cuando tomó de ministro a Fouché, que había votado la muerte de su hermano. La señora de Guermantes abrigaba el mismo proyecto de aproximación entre la princesa Murat y la reina de Nápoles. Entretanto, la princesa de Parma parecía tan perpleja como hubieran podido estarlo los herederos de la corona de los Países Bajos y de Bélgica, respectivamente príncipe de Orange y duque de Brabante, si se hubiese querido presentarles al señor de Mailly Nesle, príncipe de Orange, y al señor de Charlus, duque de Brabante. Pero, ante todo, la duquesa, a la que Swann y el señor de Charlus (bien que este último estuviese resuelto a ignorar la existencia de los Iena) habían acabado con gran trabajo por hacer estimar el estilo Imperio, exclamó: «¡Señora, sinceramente, no puedo decirle hasta qué punto ha de parecerle hermoso! Confieso que a mí siempre me ha hecho impresión el estilo Imperio. Pero allí, en casa de los Iena, es verdaderamente como una alucinación. Ese a modo, ¿cómo diría yo?, de… reflujo de la Expedición a Egipto, y luego, también, de subida de la Antigüedad en oleada hasta nosotros, todo eso que invade nuestras casas, las Esfinges que vienen a ponerse a los pies de las butacas, las serpientes que se enroscan a los candelabros, una musa enorme que nos tiende una pequeña antorcha como para jugar a la berlanga, o que se ha encaramado tranquilamente a nuestra chimenea y se pone de codos en nuestro reloj; y luego, todas las lámparas pompeyanas, los lechos diminutos, en forma de barco, que tienen toda la traza de haber sido encontrados en el Nilo y de los que espera uno ver surgir a Moisés; esas cuadrigas antiguas que galopan por las mesillas de noche…». «No se está muy a gusto cuando se sienta uno en los muebles Imperio», aventuró la princesa. «No —respondió la duquesa—, pero a mí —añadió la señora de Guermantes, insistiendo con una sonrisa— me encanta estar sentada a disgusto en esos asientos de caoba forrados de terciopelo granate o de seda verde. Me gusta esa falta de comodidad de guerreros que sólo comprenden la silla curul y que en medio del gran salón cruzaban las fasces y amontonaban los laureles. Le aseguro que en casa de los Iena no piensa uno ni un instante en cómo está sentado, cuando ve ante sí una buena moza, una Victoria, pintada al fresco en la pared. A mi esposo voy a parecerle una realista pésima; pero yo, ¿sabe Vuestra Alteza?, soy muy mala persona: le aseguro que en casa de esa gente llegan a gustarle a una todas esas N., todas esas abejas; ¡Dios mío!, como con los reyes, desde hace bastante tiempo, no estamos muy acostumbrados que digamos a todas esas cosas de la gloria, les encuentro cierta distinción a esos guerreros que ganaban tantas coronas que las ponían hasta en los brazos de los sillones. Debía Vuestra Alteza…». «¡Por Dios!, si le parece a usted… —dijo la princesa—; pero me figuro que no va a ser fácil». «Ya verá, señora, cómo se arregla todo muy bien. Es una gente buenísima, nada tonta. Hemos llevado allí a la señora de Chevreuse —añadió la duquesa, sabiendo el poder del ejemplo—; ha quedado encantada. El hijo es agradabilísimo, incluso… Lo que voy a decir no está muy bien, pero tiene una alcoba, y sobre todo una cama en la que quisiera una dormir ¡sin él! Lo que aún está menos bien es que he ido a verle una vez que estaba enfermo y en cama. A su lado, en el reborde del lecho, había, esculpida, una larga Sirena echada, deliciosa, con una cola de nácar y que tiene en la mano algo así como unos lotos. Le aseguro —añadió la señora de Guermantes, hablando más despacio para dar mayor realce a las palabras que parecía modelar con el mohín de sus hermosos labios, con lo ahusado de sus largas manos expresivas, y sin dejar de clavar en la princesa una mirada dulce, fija y profunda— que, con las palmas y la corona de oro que tenía al lado, resultaba conmovedor; era exactamente la misma disposición de
El Joven y la Muerte,
de Gustavo Moreau (seguramente conoce Vuestra Alteza esa obra maestra).» La princesa de Parma, que ignoraba hasta el nombre del pintor, hizo violentos movimientos de cabeza y sonrió con ardor, tratando de manifestar su admiración por el cuadro. Pero la intensidad de su mímica no llegó a sustituir esa luz que permanece ausente de nuestros ojos en tanto no sabemos de qué se nos quiere hablar. «Es un chico guapo, ¿no?», preguntó. «No, porque tiene toda la facha de un tapir. Los ojos son algo así como los de una reina Hortensia de pantalla. Pero probablemente ha pensado que sería un tanto ridículo en un hombre desarrollar ese parecido, y ese rasgo se pierde en unas mejillas estucadas que no dejan de darle una apariencia de mameluco. Se ve que deben de sacarle brillo todas las mañanas. A Swann —añadió, volviendo al lecho del joven duque— le hizo impresión el parecido de esa Sirena con
la Muerte
de Gustavo Moreau. Pero, por otra parte —añadió en un tono más rápido y, sin embargo, serio, por hacer reír más—, no hay por qué impresionarse, ya que se trataba de un catarro de cabeza, y el mozo está más tieso que un roble». «¿No dicen que es un
snob
?», preguntó el señor de Bréauté con expresión maligna, excitada, y esperando en la respuesta la misma precisión, que si hubiera dicho: «Me han dicho que no tenía más que cuatro dedos en la mano derecha, ¿es verdad?». «¡Dios mí… ío, Dios mí… ío! —respondió la señora de Guermantes con una sonrisa de dulce indulgencia—. Quizá un poquitín snob en apariencia, porque es sumamente joven, pero me chocaría que lo fuese en realidad, porque es inteligente —añadió, como si hubiera habido, a juicio suyo, incompatibilidad absoluta entre el esnobismo y la inteligencia—. Es agudo; he presenciado algunos golpes suyos muy chuscos —dijo, riéndose con aires de regodeo y de buena catadora, como si el aplicar a alguien el calificativo de chusco exigiese cierta expresión de alborozo, o como si las salidas del duque de Guastalla le acudiesen a las mientes en aquel momento—. Por lo demás, como no se le recibe en sociedad, mal podría ejercitarse ese esnobismo —continuó, sin pensar en que de esa manera no alentaba gran cosa a la princesa de Parma». «¿Qué dirá el príncipe de Guermantes, que la llama
la señora de Iena,
si se entera de que he ido a casa de ella?». «Pero ¡cómo! —exclamó con extraordinaria vivacidad la duquesa—; ya sabe Vuestra Alteza que fuimos nosotros quienes le hemos cedido a Gilberto (¡hoy se arrepentía amargamente de ello!) toda una sala de juego Imperio que nos había venido de Quiou-Quiou y que es una divinidad. No teníamos sitio aquí, donde me parece, sin embargo, que hubiera hecho mejor que en casa de Gilberto. Es una cosa que no cabe nada más precioso, medio etrusca, medio egipcia…». «¿Egipcia?», preguntó la princesa, a quien lo de etrusco no le decía gran cosa. «Dios mío, un poco de las dos cosas; eso nos decía Swann; él me lo explicó, solo que yo, ¿sabe Vuestra Alteza?, soy una pobre ignorante. Además, en el fondo, lo que tiene uno que decirse es que el Egipto del estilo Imperio no guarda ninguna relación con el verdadero Egipto, ni sus romanos con los romanos, ni su Etruria…». «¿De veras?», dijo la princesa. «Pues claro, es como lo que se llamaba un traje a lo Luis XV en tiempos del segundo Imperio, en la juventud de Ana de Monchy o de la madre del bueno de Brigode. Hace un momento les hablaba a ustedes Basin de Beethoven. El otro día tocaron una cosa de éste, bellísima, por lo demás un poco fría, en que hay un tema ruso. Es enternecedor pensar que Beethoven creía que aquello era ruso. Pues, del mismo modo, los pintores chinos han creído copiar a Bellini. Por otra parte, aun en el mismo país, cada vez que alguien mira las cosas de una manera un tanto nueva, las cuatro cuartas partes de la gente no ven ni gota en lo que ese alguien les enseña. Hacen falta lo menos cuarenta años para que lleguen a distinguir». «¡Cuarenta años!», exclamó la princesa espantada. «¡Sí, sí! —continuó la duquesa, añadiendo cada vez más a las palabras (que eran punto menos que palabras mías, ya que justamente había emitido yo delante de ella una idea análoga), gracias a su pronunciación, el equivalente de lo que se llama