«Pero cambiemos de conversación —añadió la señora de Guermantes—, porque es muy susceptible. Debe usted de encontrarme muy anticuada —prosiguió, dirigiéndose a mí—: ya sé que hoy se considera como una debilidad el que le gusten a uno las ideas en poesía, la poesía en que hay un pensamiento». «¿Que está anticuado eso?», dijo la princesa de Parma con el ligero pasmo que le causaba esta vaga noticia que no esperaba, aun cuando supiese que la conversación de la duquesa de Guermantes le reservaba siempre estos choques sucesivos y deliciosos, este susto que le cortaba la respiración, esta sana fatiga, después de los cuales pensaba instintivamente en la necesidad de tomar un pediluvio en una casa de baños y echar a andar aprisa «para entrar en reacción».
«Pues lo que es por mi parte, no, Oriana —dijo la señora de Brissac—; yo no le censuro a Víctor Hugo que tenga ideas, ni mucho menos, sino que las busque en lo que es monstruoso. En el fondo, es él quien nos ha acostumbrado a lo feo en literatura. Bastantes cosas feas hay ya en la vida. ¿Por qué no olvidarlas, por lo menos mientras leemos? Lo que le atrae a Víctor Hugo es un espectáculo penoso, del que nos apartaríamos en la vida».
«Pero, de todos modos, Víctor Hugo no será tan realista como Zola», inquirió la princesa de Parma. El nombre de Zola no hizo moverse ni un músculo en el rostro del señor de Beautreillis. El antidreyfusismo del general era demasiado hondo para que tratase de expresarlo. Y su benévolo silencio cuando se abordaban estos temas impresionaba a los profanos por la misma delicadeza que muestran un sacerdote que evita hablar de vuestros deberes religiosos, un financiero que se empeña en no recomendaros los negocios que dirige, un hércules que se muestra afable y no os da de puñetazos. «Ya sé que es usted pariente del almirante Jurien de la Gravière», me dijo, con aires de estar muy enterada, la señora de Varambon, la dama de honor de la princesa de Parma, mujer excelente pero corta de luces, que había sido procurada en tiempos a la princesa de Parma por la madre del duque. Hasta entonces no me había dirigido la pala bra, y nunca pude luego, a despecho de las amonestaciones de la princesa de Parma y de mis propias protestas, quitarle de la cabeza la idea de que yo tuviera nada que ver con el almirante académico, el cual me era completamente desconocido. La obstinación de la dama de honor de la princesa de Parma en ver en mí un sobrino del almirante Jurien de la Gravière tenía por sí sola algo vulgarmente risible. Pero el error que cometía no era sino el tipo excesivo y desecado de tantos errores más ligeros, mejor matizados, involuntarios o cometidos adrede, como acompañan a nuestro nombre en la «ficha» que la sociedad compone a propósito de nosotros. Recuerdo que un amigo de los Guermantes que había manifestado vivamente su deseo de conocerme, me dio como razón el que yo conocía muy bien a su prima, la señora de Chaussegros. —«Es encantadora, le quiere a usted mucho»—. Obedecí al escrúpulo, harto vano, de insistir en el hecho de que se trataba de un error, que yo no conocía a la señora de Chaussegros. «Entonces, a la que conoce usted es a su hermana; da lo mismo. Se encontró con usted en Escocia». Yo no había estado nunca en Escocia, y me tomé el inútil trabajo de advertírselo, por honradez, a mi interlocutor. Era la misma señora de Chaussegros la que había dicho que me conocía, y lo creía sin duda de buena fe, a consecuencia de una confusión primera, porque ya no dejó nunca de alargarme la mano en cuanto me echaba la vista encima. Y como, al fin y al cabo, el medio que yo frecuentaba era exactamente el de la señora de Chaussegros, mi humildad no tenía sentido. Lo de que yo fuese amigo íntimo de los Chaussegros era, tomado al pie de la letra, un error, pero, desde el punto de vista social, un equivalente de mi situación, si es que puede hablarse de situación tratándose de un hombre tan joven como era yo. Así es que por más que el amigo de los Guermantes no dijera sino cosas falsas a cuenta de mí, ni me rebajó ni me enalteció (desde el punto de vista mundano) en la idea que de mí siguió forjándose. Y, en fin de cuentas, para aquellos que no están representando una comedia, el hastío de vivir siempre dentro del mismo personaje se disipa por un instante como si subiera uno a las tablas, cuando otra persona se forma una idea falsa de nosotros, cree que estamos en relaciones con una dama a la que no conocemos y se nos señala afirmando que la hemos conocido en el curso de un delicioso viaje que nunca hemos hecho. Errores multiplicadores y amables cuando no tienen la inflexible rigidez del que cometía y cometió toda su vida, a pesar de mis negaciones, la imbécil dama de honor de la señora de Parma, empedernida para siempre en la creencia de que yo era pariente del fastidioso almirante Jurien de la Gravière. «No es muy discreta —me dijo el duque—, y además no necesita muchas libaciones; creo que se halla ligeramente bajo la influencia de Baco». En realidad, la señora de Varambon no había bebido más que agua, pero el duque se perecía por encajar sus locuciones favoritas. «¡Pero si Zola no es un realista, señora! ¡Es un poeta!», dijo la señora de Guermantes, inspirándose en los estudios críticos que había leído en los últimos años y adaptándolos a su genio personal. Agradablemente empujada hasta aquí, en el curso del baño de ingenio, baño agitado para ella, que tomaba esta noche, y que juzgaba había de serle particularmente saludable dejándose llevar por las paradojas que rompían en oleada unas tras otras, ante ésta, más enorme que las demás, la princesa de Parma saltó, de miedo a ser derribada. Y con una voz entrecortada como si se perdiese la respiración, dijo: «¡Poeta, Zola!». «¡Pues claro que sí! —respondió la duquesa riendo, encantada por este efecto de ahogo—. Fíjese Vuestra Alteza en cómo abulta cuanto toca. Me dirá que no toca, justamente, más que aquello que… trae buena suerte. Pero hace de ello algo inmenso; ¡su muladar es épico! ¡Es el Homero de las letrinas! No tiene mayúsculas bastantes para escribir la palabra de Cambronne». A despecho de la extremada fatiga que empezaba a experimentar, la princesa estaba encantada, nunca se había sentido mejor. No hubiera cambiado por una temporada en Schœbrunn —la única cosa, sin embargo, capaz de halagarla— estas divinas cenas de la señora de Guermantes, que resultaban tonificadoras en fuerza de tanta sal. «La escribe con C mayúscula», exclamó la señora de Arpajon. «Más bien será con una M mayúscula, me figuro, hijita», repuso la señora de Guermantes, no sin haber cambiado con su marido una mirada de fisga que quería decir: «¡Es bastante idiota!». «¡Ah!, precisamente —me dijo la señora de Guermantes, posando en mí una mirada sonriente y afable y porque, como cumplida señora de su casa, quería, a propósito del artista que me interesaba particularmente, dejar trasparecer todo su saber y darme ocasión a mí, si se terciaba, de hacer gala del mío—, oiga usted —me dijo, agitando ligeramente su abanico de plumas (hasta tal punto tenía conciencia en aquel momento de que ejercía plenamente los deberes de la hospitalidad, y, por no faltar a ninguno, haciendo seña asimismo de que volvieran a servirme espárragos con salsa
mousseline
)—, precisamente, creo que Zola ha escrito un estudio sobre Elstir, ese pintor de quien ha ido usted a ver hace un rato algunos cuadros, los únicos suyos, por lo demás, que me gustan», añadió. En realidad, detestaba la pintura de Elstir, pero encontraba de una calidad única todo lo que tenía en casa. Pregunté al señor de Guermantes si sabía el nombre del caballero que figuraba con sombrero de copa en el cuadro popular y que había reconocido yo como el mismo cuyo retrato de tiros largos —inmediato al primero, y que databa aproximadamente del mismo período, en que la personalidad de Elstir no se mostraba todavía completamente exenta y se inspiraba un tanto en Manet— poseían los Guermantes. «¡Dios mío! —me respondió—, sé que es un hombre que no es ningún desconocido ni un imbécil en su especialidad, pero siempre estoy a matar con los nombres. El de ése lo tengo en la punta de la lengua: el señor…, el señor…, en fin, qué más da, ya no lo sé. Swann podría decírselo a usted; él es quien le ha hecho comprar esos monigotes a la señora de Guermantes, que siempre es demasiado amable, que tiene siempre demasiado temor a contrariar a la gente si dice que no a algo; aquí entre nosotros, creo que Swann nos ha encajado unos mamarrachos. Lo que puedo decirle a usted es que ese caballero es para el señor Elstir una especie de Mecenas que lo ha lanzado, y que a menudo le ha sacado de apuros encargándole cuadros. En agradecimiento —si llama usted agradecimiento a eso; va en gustos—, lo ha pintado en ese rincón, donde hace un efecto bastante cómico con su facha endomingada. Podrá ser un pozo de ciencia, pero ignora evidentemente en qué circunstancias se pone uno el sombrero de copa. Con el suyo, en medio de todas esas mozas en pelo, parece un notario de provincias metido en juerga. Pero, oiga, me parece que está usted verdaderamente prendado de esos cuadros. Si llego a saberlo, me hubiera informado para contestarle. Por lo demás, no hay por qué quebrarse tanto los cascos para profundizar en la pintura del señor Elstir, como si se tratase de
la Fuente,
de Ingres, o de
Los hijos de Eduardo,
de Paul Delaroche. Lo que en ella se aprecia es que está observada de una manera fina, que es divertida, parisiense, y luego se pasa a otra cosa. No hace falta ser un erudito para contemplar esa pintura. Bien sé que son simples bocetos, pero no me parecen bastante trabajados. Swann tenía el tupé de querernos hacer comprar un
Manojo de espárragos.
Incluso los tuvimos aquí unos días. No había más que eso en el cuadro: un manojo de espárragos, precisamente como los que está usted engullendo. Pero yo me negué a paparme los espárragos del señor Elstir. Trescientos francos pedía por ellos. ¡Trescientos francos un manojo de espárragos! ¡Un luis es lo que valen, y aun eso, los tempranos! Se me hizo cuesta arriba. Desde el momento en que añade personajes a esas cosas, su pintura toma un cariz desgarrado, pesimista, que me desagrada. Me choca ver que a un espíritu fino, a un cerebro distinguido como es usted, le gusten esas cosas». «Pero no sé por qué dice usted eso, Basin —dijo la duquesa, a la que no le gustaba que se menospreciase lo que contenían sus salones—. Yo estoy lejos de admitirlo todo, sin distinción, en los cuadros de Elstir. Tienen de todo. Pero no dejan de estar hechos con talento siempre. Y hay que confesar que los que he comprado son de una rara belleza». «Oriana, en ese género prefiero mil veces el apunte del señor Vibert que vimos en la exposición de acuarelistas. No es nada, si usted quiere; cabría en el hueco de la mano, pero allí sí que hay talento hasta la punta de las uñas: aquel misionero descarnado, sucio, delante del untuoso prelado que hace jugar a su perrillo, es un verdadero poemita de finura, e incluso de profundidad». «Creo que conoce usted al señor Elstir —me dijo la duquesa—. El hombre es agradable». «Es inteligente —dijo el duque—; pasma, cuando se habla con él, que sea tan vulgar su pintura». «Es más que inteligente; es, incluso, bastante espiritual», dijo la duquesa, con la expresión de entendida y buena catadora de una persona que sabe lo que trae entre manos. «¿No había empezado a hacerle a usted un retrato, Oriana?», preguntó la princesa de Parma. «Sí, en rojo cangrejo —respondió la señora de Guermantes—; pero no es eso lo que hará pasar su nombre a la posteridad. Es un horror; Basin quería destruirlo». La señora de Guermantes solía decir a menudo esta frase. Pero otras veces, su apreciación era diferente: «A mí no me gusta su pintura, pero en tiempos ha hecho un hermoso retrato mío». De estos juicios, el uno se dirigía, de ordinario, a las personas que hablaban a la duquesa de su retrato; el otro, a aquellas que no le hablaban de él y a las que deseaba enterar de su existencia. Inspirábale el primero la coquetería; el segundo, la vanidad. «¡Hacer un horror con un retrato de usted! Pero, entonces, ¡eso no es un retrato, es una mentira! Soy yo, que apenas sé tener un pincel en la mano, y me parece que, si la pintara a usted, nada más que con representar lo que veo haría una obra maestra», dijo ingenuamente la princesa de Parma. «Probablemente Elstir me ve tal como me veo yo misma; es decir, desprovista de atractivos», dijo la señora de Guermantes con la mirada a un tiempo melancólica, modesta y zalamera que le pareció más adecuada para hacerla aparecer diferente de como la había representado Elstir. «El retrato ese no debe de disgustarle a la señora de Gallardon», dijo el duque. «¿Porque no entiende de pintura? —preguntó la princesa de Parma, que sabía que la señora de Guermantes despreciaba infinitamente a su prima—. Pero es una mujer buenísima, ¿verdad?». El duque puso una cara de profundo asombro. «Pero bueno, Basin, ¿no está usted viendo que la princesa se burla de usted? (la princesa no pensaba en semejante cosa). Sabe tan bien como usted que Gallardonette es una
pécora
vieja», continuó la señora de Guermantes, cuyo vocabulario, habitualmente limitado a todas estas rancias expresiones, era sabroso como esos platos que es posible descubrir en los deliciosos libros de Pampille, pero que tan raros han llegado a ser en la realidad, y en los que las gelatinas, la manteca, la salsa, las albondiguillas, son auténticos, no llevan aparejada aleación alguna, e incluso se ha hecho traer para ellos la sal de las salinas de Bretaña: por el acento, polla elección de las palabras, se echaba de ver que el fondo de conversación de la duquesa venía directamente de Guermantes. En eso se diferenciaba profundamente la duquesa de su sobrino Saint-Loup, invadido por tantas ideas y expresiones nuevas; es difícil, cuando está uno turbado por las ideas de Kant y la nostalgia de Baudelaire, escribir en el exquisito francés de Enrique IV, de modo que la misma pureza del lenguaje de la duquesa era una señal de limitación y de que, en ella, la inteligencia y la sensibilidad habían permanecido cerradas a todas las novedades. Hasta en esto me agradaba el talento de la señora de Guermantes, justamente por lo que excluía (y que componía precisamente la materia de mi propio pensamiento) y por todo lo que, gracias a eso mismo, había podido conservar ese seductor vigor de los cuerpos ágiles que ninguna reflexión agotadora, ningún cuidado moral o perturbación nerviosa han alterado. Su espíritu, de una formación tan anterior al mío, era para mí el equivalente de lo que me había ofrecido el porte de las muchachas de la pandilla a la orilla del mar. La señora de Guermantes me ofrecía, domesticada y sumisa por obra de la amabilidad, del respeto a los valores intelectuales, la energía y el hechizo de una cruel muchachita de la aristocracia de los alrededores de Combray, que desde niña montaba a caballo, les partía los riñones a los gatos, arrancaba los ojos a los conejos y, lo mismo que se había quedado en una flor de virtud, hubiera podido —hasta tal punto tenía las mismas elegancias— ser, no muchos años antes, la más brillante de las queridas del príncipe de Sagan. Sólo que era incapaz de comprender lo que yo había buscado en ella —el hechizo del nombre de Guermantes— y lo poquísimo que en ella había encontrado: un resto provinciano de Guermantes. Nuestras relaciones descansaban sobre un equívoco que no podía dejar de manifestarse desde el punto en que mis homenajes, en lugar de dirigirse a la mujer relativamente superior por que se tenía ella, fuesen hacía alguna otra mujer igualmente mediocre y que exhalase el mismo encanto involuntario. Equívoco tan natural que existirá siempre entre un joven soñador y una mujer del gran mundo, pero que desconcierta profundamente a aquél en tanto no ha reconocido todavía la naturaleza de sus facultades imaginativas ni ha adoptado una resolución ante las inevitables decepciones que tiene que sufrir con los seres, como en el teatro, en los viajes e incluso en el amor. Como el señor de Guermantes declarase (continuación de los espárragos de Elstir y de los que acababan de ser servidos después del pollo