«¡Dios mío!
La Fille de Roland
era espantosamente pesada —dijo el señor de Guermantes, con la satisfacción que le daba sentir su propia superioridad respecto de una obra con la que tanto se había aburrido; acaso, también, por el
suave mari magno
que experimentamos a la mitad de una buena cena al recordar tan terribles veladas—. Pero tenía algunos versos hermosos, un sentimiento patriótico».
Insinué que yo no sentía ninguna admiración hacia el señor de Bornier. «¡Ah!, ¿es que tiene usted algo que echarle en cara?», me preguntó con curiosidad el duque, que creía siempre, cuando se hablaba mal de un hombre, que debía obedecer a un sentimiento personal, y, si se hablaba bien de una mujer, que era el comienzo de unos amoríos. «Ya veo que le tiene usted ojeriza. ¿Qué es lo que le ha hecho? Cuéntenoslo. Sí, sí, tiene que haber algún cadáver entre ustedes dos, ya que usted lo denigra.
La Fille de Roland
es un latazo, pero el asunto está sentido de una manera bastante penetrante». «Penetrante…, exactísimo, tratándose de un autor tan oloroso —interrumpió la señora de Guermantes irónicamente—. ¡Si esa pobre criatura se ha tropezado alguna vez con él no deja de comprenderse que lo tenga montado en las narices!». «Por otra parte, debo confesar a Vuestra Alteza que, dejando a un lado la
Fille de Roland,
en literatura y aun en música soy de gustos terriblemente rancios; no hay ruiseñor tan viejo que no me agrade. Quizá no me crean ustedes, pero por las noches, cuando mi mujer se sienta al piano, me ocurre pedirle que toque alguna antigualla de Auber, de Boüldieu, ¡hasta de Beethoven! Eso es lo que me gusta. En cambio, lo que es Wagner, me duerme inmediatamente». «No tiene usted razón —dijo la señora de Guermantes—; con ser insoportablemente prolijo, Wagner tenía genio.
Lohengrin
es una obra maestra. Hasta en
Tristán
hay, acá y allá, alguna página curiosa. Y el
coro de las hilanderas
de
El barco fantasma
es una pura maravilla». «Nosotros, ¿no es verdad, Babal? —dijo el señor de Guermantes dirigiéndose al de Bréauté—, preferimos:
Les rendezvous de noble compagnie se donnent tous en ce charmant séjour.
Es delicioso. Y
Fra Diavolo,
y
La flauta encantada,
y el
Chalet,
y
Las bodas de Fígaro,
y
Los diamantes de la Corona,
¡eso sí que es música! En literatura, lo mismo. Así, adoro a Balzac, el
Baile de Sceaux, Los Mohicanos de París.
» «¡Ay, hijo, como se lance usted a hablar de Balzac, trazas llevamos de acabar! Espere, guárdelo para un día en que esté aquí Memé. Ese aún es más, se lo sabe de memoria». Irritado por la interrupción de su mujer, el duque la tuvo unos instantes bajo el fuego de un silencio amenazador. Y sus ojos de cazador parecían dos pistolas cargadas. Mientras tanto, la señora de Arpajon había cambiado con la princesa de Parma, a cuenta de la poesía trágica y de la poesía en general, frases que no llegaron hasta mí distintamente, cuando oí ésta, pronunciada por la señora de Arpajon: «¡Oh!, todo lo que Vuestra Alteza quiera; le concedo que nos hace ver el mundo feo porque no sabe distinguir entre lo feo y lo bello, o más bien porque su insoportable vanidad le hace creer que cuanto dice es hermoso; reconozco con Vuestra Alteza que en la obra en cuestión hay cosas ridículas, ininteligibles, faltas de gusto, que es difícil de entender, que cuesta tanto trabajo leerla como si estuviera en chino o en ruso, porque aquello, evidentemente, es cualquier cosa menos francés; pero cuando se ha tomado uno ese trabajo ¡hay que ver cómo se desquita! ¡Qué imaginación!». No había oído yo el comienzo de este breve discurso. Acabé por comprender no sólo que el poeta incapaz de distinguir entre lo bello y lo feo era Víctor Hugo, sino, además, que la poesía que costaba tanto trabajo entender como si estuviese en ruso o en chino era:
Lorsque l’enfant paraît, le cercle de famille aplaudit à grands cris
[18]
, obra de la primera época del poeta y que acaso esté más cerca todavía de madama Deshoulières que del Víctor Hugo de la
Leyenda de los siglos.
Lejos de encontrar ridícula a la señora de Arpajon, la vi (la primera de esta mesa tan real, tan parecida a otra cualquiera, a la que me había sentado yo con tanta decepción), con los ojos del espíritu, bajo la cofia de encajes, de que se escapan los redondos bucles de los largos tirabuzones que usaron madama de Rémusat, madama de Broglie, madama de Saint-Aulaire, todas las mujeres tan distinguidas que en sus deliciosas cartas citan con tanta sapiencia y oportunidad a Sófocles, a Schiller y la
Imitación,
pero a las que las primeras poesías de los románticos causaban el mismo terror y la misma fatiga inseparables para mi abuela de los últimos versos de Stéphane Mallarmé. «A la señora de Arpajon le gusta mucho la poesía», dijo a la señora de Guermantes la princesa de Parma, impresionada por el tono ardiente con que había sido pronunciado el discurso. «No, no entiende absolutamente nada de poesía», repuso en voz baja la señora de Guermantes, que se aprovechó de que la de Arpajon, que respondía a una objeción del general de Beautreillis, estaba demasiado ocupada con sus propias palabras para oír las que murmuró la duquesa. «Se va volviendo literaria desde que la han abandonado. He de decir a Vuestra Alteza que soy yo quien soporta el peso de todo esto, porque a mi lado viene a gemir cada vez que Basin no ha ido a verla; es decir, casi todos los días. Así como así, no tengo yo la culpa de que ella le aburra, y no puedo obligarle a que vaya a su casa, aunque preferiría que Basin le fuese un poco más fiel, porque de esa manera la vería yo algo menos por aquí. Pero lo tiene harto, y no es nada extraordinario. No es mala persona, pero es fastidiosa en un grado que no puede imaginarse Vuestra Alteza. Todos los días me levantan tales dolores de cabeza, que me veo obligada, cada vez que viene, a tomar un sello de piramidón. Y todo porque a Basin se le ha antojado por espacio de un año jugar a engañarme con ella. ¡Y encima de eso, tener un lacayo que está enamorado de una pirujilla y se me pone de hocico si no le pido a la moza esa que deje por un momento su fructífera carrera para venir a tomar el té conmigo! ¡Oh, qué agobio de vida!», concluyó lánguidamente la duquesa. La señora de Arpajon agobiaba, sobre todo, al señor de Guermantes porque éste había pasado desde hacía poco a ser amante de otra que, según supe, era la marquesa de Surgis-le-Duc. El mozo de librea, privado de su día de salida, estaba justamente sirviendo a la mesa. Y pensé que, triste aún, lo hacía con mucha confusión, porque observé que, al presentarle las fuentes al señor de Châtellerault, desempeñaba con tal torpeza su cometido, que el codo del duque tropezó varias veces con el codo del sirviente. El joven duque no se enfadó poco ni mucho con el ruborizado mozo, y, por el contrario, lo miró, riendo, con sus ojos azul claro. El buen humor me pareció, por parte del comensal, una prueba de bondad. Pero la insistencia de su risa me hizo creer que, por hallarse al corriente de la decepción del criado, acaso estuviera sintiendo, por el contrario, una alegría perversa. «Pero, querida, bien sabe usted que no es ningún descubrimiento el que hace al hablarnos de Víctor Hugo —continuó la duquesa, dirigiéndose esta vez a la señora de Arpajon, a la que acababa de ver que volvía la cabeza con expresión suspicaz—. No espere usted lanzar a ese principiante. Todo el mundo sabe que tiene talento. El que es detestable es el Víctor Hugo del final, la
Leyenda de los Siglos,
no sé ya los títulos. Pero las
Hojas de Otoño,
los
Cantos del Crepúsculo,
son a menudo obra de un poeta, de un verdadero poeta. Hasta en las
Contemplaciones
—añadió la duquesa, a quien no se atrevieron a contradecir sus interlocutores, no sin motivo— hay todavía cosas bonitas. Pero confieso que me da lo mismo no aventurarme más allá del
Crepúsculo.
Además, en las poesías hermosas de Víctor Hugo, que las hay, se encuentra frecuentemente una idea, una idea profunda, inclusive». Y con un sentimiento exacto, haciendo destacarse el melancólico pensamiento con todas las fuerzas de su entonación, poniéndolo más allá de su voz y clavando frente a sí una mirada ensoñadora y deliciosa, la duquesa dijo lentamente: Por ejemplo:
La douleur est un fruit, Dieu ne le fait pas croître
Sur la branche trop faible encore pour le porter
[19]
.
o esto otro:
Les morts durent bien peu,
Hélas dans le cercueil ils tombent en poussière
Moins vite qu’en nos coeurs!
[20]
Y mientras una sonrisa desencantada fruncía con una graciosa sinuosidad su boca dolorosa, la duquesa posó en la señora de Arpajon la mirada soñadora de sus ojos claros y adorables. Empezaba yo a conocerlos, así como su voz, que se arrastraba tan pastosamente lánguida, tan ásperamente sabrosa. En esos ojos y en esa voz volvía yo a encontrar mucho de la naturaleza de Combray. Indudablemente, en la afectación con que esa voz hacía aparecer por momentos una rudeza de terruño, había muchas cosas: el origen completamente provinciano de una rama de la familia de Guermantes, que se había conservado más tiempo localizada, más atrevida, más silvestre, más incitante; luego, un hábito de gente verdaderamente distinguida y de gente de talento que sabe que la distinción no está en hablar con el borde de los labios, y también de nobles que fraternizan de mejor gana con sus campesinos que con unos burgueses; particularidades todas que la situación de reina de la señora de Guermantes le había permitido exhibir más fácilmente, hacer salir afuera sin velo alguno. Parece ser que esa misma voz existía en unas hermanas de la duquesa, a las que ésta detestaba, y que, menos inteligentes y casadas casi burguesamente, si cabe servirse de este adverbio cuando se trata de enlaces con nobles oscuros, enterrados en su provincia o en París, en un barrio de Saint-Germain sin fausto, poseían también esa voz, pero la habían refrenado, corregido, suavizado tanto como podían, de igual suerte que es rarísimo que uno de nosotros tenga el descaro de su propia originalidad y no ponga su aplicación en asemejarse a los modelos más alabados. Pero Oriana era hasta tal punto más inteligente, más rica y, sobre todo, a tal extremo estaba más a la moda que sus hermanas, tanta había sido, como princesa de los Laumes, su influencia cerca del príncipe de Gales, que se había dado cuenta de que aquella voz discordante era un hechizo, y había hecho de ella, en el orden mundano, con la audacia de la originalidad y del triunfo, lo que, en el orden teatral, una Réjane, una Jeanne Granier (sin comparación, por lo demás, naturalmente, entre el valor y el talento de estas dos artistas) han hecho de la suya: una cosa admirable y distintiva que acaso unas hermanas de la Réjane o de la Granier, a las que jamás ha conocido nadie, intentaron enmascarar como un defecto.
A tantas razones para desplegar su originalidad local, los escritores preferidos de la señora de Guermantes —Mérimée, Meilhac y Halévy— habían venido a añadir, con el respeto a la naturalidad, un deseo de prosaísmo, merced al cual llegaba a la poesía, y un ingenio puramente de sociedad que resucitaba ante mí paisajes. Por otra parte, la duquesa era muy capaz, añadiendo a esas influencias un rebuscamiento preciosista, de escoger para la mayor parte de las palabras la pronunciación que le parecía más
Isla de Francia,
más
champañesa,
ya que, si no del todo en la medida que su cuñada la de Marsantes, apenas usaba otro que el puro vocabulario de que hubiera podido servirse un viejo autor francés. Y cuando se estaba harto del adobado y abigarrado lenguaje moderno, era, aun sabiendo que expresaba muchas menos cosas, un gran descanso escuchar la charla de la señora de Guermantes —casi el mismo alivio, si estaba uno a solas con ella y la duquesa restringía y clarificaba aún más el caudal de esa su charla, que el que se siente al oír una canción antigua. Entonces, al mirar, al oír a la señora de Guermantes, veía yo, cautivo en la perpetua y tranquila siesta de sus ojos un cielo de la Isla de Francia o de la Champaña, tenderse, azulino, oblicuo, con el mismo ángulo de inclinación que tenía en Saint-Loup.
Así, por obra de estas diversas formaciones, la señora de Guermantes expresaba a la vez la más antigua Francia aristocrática; luego, mucho más tarde, la manera en que la duquesa de Broglie habría podido saborear y censurar a Víctor Hugo en tiempos de la monarquía de julio, y, finalmente, un vivo gusto por la literatura surgida de Mérimée y de Meilhac. La primera de estas formaciones me agradaba más que la segunda, me ayudaba más a reparar la decepción del viaje y de la llegada a este barrio de Saint-Germain, tan diferente de lo que yo había creído; pero aun prefería la segunda a la tercera. Ahora bien, al paso que la señora de Guermantes era Guermantes casi sin querer, su gusto por Pailleron, su afición a Dumas hijo eran reflexivos y deliberados. Como ese gusto era el polo opuesto del mío, proveía de literatura a mi espíritu cuando me hablaba del barrio de Saint-Germain, y nunca me parecía tan estúpidamente barrio de Saint-Germain como cuando me hablaba de literatura.
Emocionada por los últimos versos, la señora de Arpajon exclamó: «
¡Esas reliquias del corazón tienen también su polvo!
[21]
Tiene usted que escribirme eso en mi abanico, caballero», dijo al señor de Guermantes. «¡Pobre mujer, me da pena!», dijo la princesa de Parma a la señora de Guermantes. «No, no se enternezca Vuestra Alteza; no tiene más que lo que se merece». «Pero…; perdóneme que sea a usted a quien se lo diga…, ¡sin embargo, ella le quiere realmente!». «Nada de eso; es incapaz de semejante cosa: cree que le quiere, como cree en este momento que cita a Víctor Hugo porque cita un verso de Musset. Mire Vuestra Alteza —añadió la duquesa en un tono melancólico—: a nadie le conmovería más que a mí un sentimiento verdadero. Pero va a ver Vuestra Alteza un ejemplo. Ayer le ha armado una escena terrible a Basin. Quizá crea Vuestra Alteza que era porque Basin quiere a otras; pues nada de eso: ¡era porque Basin no quiere presentar a los hijos de ella en el
Jockey
! ¿Le parece, señora, que eso es propio de una enamorada? No; aun diré más —añadió la señora de Guermantes con precisión—: es una persona de una insensibilidad nada común». A todo esto, el señor de Guermantes había estado, brillándole de satisfacción los ojos, oyendo a su mujer hablar de Víctor Hugo «a quemarropa» y citar sus versos. Por más que la duquesa le sacase de tino a menudo, en momentos como estos sentíase orgulloso de ella. «Oriana es verdaderamente extraordinaria. Puede hablar de todo, todo lo ha leído. No podía adivinar que la conversación había de recaer esta noche sobre Víctor Hugo. Cualquiera que sea el tema que se toque, siempre está dispuesta, puede tenérselas tiesas con los más enterados. Ese joven debe de estar subyugado».