cursiva
en los caracteres impresos—: es algo así como un primer individuo aislado de una especie que todavía no existe y que llegará a pulular, un individuo dotado de un género de
sentido
que no posee en su época la especie humana. Apenas puedo citarme a mí misma, puesto que a mí, por el contrario, siempre me han entusiasmado desde el principio todas las manifestaciones interesantes, por nuevas que fuesen. Pero en fin, el otro día he ido con la gran duquesa al Louvre, hemos pasado por delante de
La Olympia,
de Manet. Ahora ya nadie se asombra de ella. ¡Parece una cosa de Ingres! Y sin embargo, bien sabe Dios si he tenido que romper lanzas por ese cuadro que no me acaba de gustar, pero que indudablemente el que lo ha pintado es alguien. Acaso no esté del todo en su sitio en el Louvre». «¿Qué tal está la gran duquesa?», preguntó la princesa de Parma, para quien la tía del zar era infinitamente más familiar que el modelo de Manet. «Está bien; hemos hablado de Vuestra Alteza. En el fondo —prosiguió la duquesa, aferrada a su idea— la verdad es que, como dice mi cuñado Palamedes, entre uno y cada persona hay el muro de una lengua extranjera. Por lo demás, reconozco que de nadie es tan exacto eso como de Gilberto. Si a Vuestra Alteza le divierte ir a casa de los Iena, demasiado talento tiene para hacer depender sus actos de lo que pueda pensar ese pobre hombre, que es una excelente criatura, pero que al fin y al cabo tiene unas ideas del otro mundo. Lo que es yo, me siento más cerca, más consanguínea de mi cochero, de mis caballos, que de ese hombre que siempre está refiriéndose a lo que se hubiera pensado en tiempos de Felipe el Atrevido o de Luis el Gordo. Figúrense ustedes que cuando se pasea por el campo aparta a los campesinos con una expresión bonachona, empujándolos con el bastón y diciendo: ‘Vamos, rústicos.’ En el fondo, cuando me habla me deja tan pasmada como si estuviera oyendo que me dirigían la palabra las estatuas yacentes de las antiguas tumbas góticas. Por más que esa piedra viviente sea mi primo, me da miedo y no tengo más que una idea: dejarle en su Edad Media. Aparte de eso, reconozco que no ha asesinado nunca a nadie». «Precisamente acabo de cenar con él en casa de la señora de Villeparisis», dijo el general, aunque sin sonreír ni adherirse a las chanzas de la duquesa. «¿Estaba allí el señor de Norpois?», preguntó el príncipe Von, que siempre estaba pensando en la Academia de Ciencias Morales. «Sí —dijo el general—. E incluso ha hablado de su emperador». «Parece que el emperador Guillermo es inteligentísimo, pero que no le gusta la pintura de Elstir. Por lo demás, esto no lo digo en contra suya —respondió la duquesa—; comparto su manera de ver. Aunque Elstir me haya hecho un hermoso retrato. ¡Ah, ustedes no lo conocen! No está parecido, pero es curioso. Es interesante durante las sesiones. Me ha sacado hecha una vieja. El cuadro imita a las
Regentes del hospital,
de Hals. Supongo que conocerá usted esas sublimidades, para usar de una expresión cara a mi sobrino» —dijo, volviéndose hacia mí, la duquesa, que hacía aletear ligeramente su abanico de plumas negras. Más que derecha en su silla, echaba noblemente la cabeza hacia atrás, porque aun siendo siempre gran dama, jugaba un poquito a la gran dama. Yo dije que había ido en otro tiempo a Amsterdam y a La Haya, pero que, por no confundirlo todo, como tenía tasado el tiempo, había dejado de lado Haarlem. «¡Ah, La Haya, qué museo!», exclamó el señor de Guermantes. Le dije que sin duda habría admirado en él la
Vista de Delf,
de Vermeer. Pero el duque era menos culto que orgulloso. Así, se contentó con responderme con aires de suficiencia, como hacía cada vez que le hablaban de una obra de un museo, o bien del Salón, y no la recordaba: «¡Si es digna de verse, la he visto!». «¡Cómo! ¿Ha estado usted de viaje por Holanda y no ha ido a Haarlem? —exclamó la duquesa—. Pero aunque no hubiera tenido usted más que un cuarto de hora, los Hals son una cosa extraordinaria que hay que ver. Es más, yo diría que quien sólo pudiera verlos desde lo alto de la imperial de un tranvía sin detenerse, si estuviesen expuestos afuera, debería abrir los ojos a todo abrir». Esta frase me chocó por el desconocimiento que revelaba de la manera como se forman en nosotros las impresiones artísticas, y porque parecía implicar que nuestro ojo es en ese caso un simple registrador que toma instantáneas.
El señor de Guermantes, feliz al ver que la duquesa me hablaba con tal competencia de temas que me interesaban, contemplaba la prestancia célebre de su mujer, escuchaba lo que ésta decía de Frantz Hals, y pensaba: «Está empollada en todo. Mi joven invitado puede decirse que tiene ante sí a una gran dama de antaño en toda la acepción de la palabra y como no hay otra hoy». Así los veía yo a los dos retirados del apellido de Guermantes, en el que, en otro tiempo, me los imaginaba llevando una vida inconcebible, semejantes ahora a los demás hombres y mujeres, retrasándose solamente un poco respecto de sus contemporáneos, pero desigualmente, como tantos matrimonios del barrio de Saint-Germain en los que la mujer ha tenido el arte de detenerse en la edad de oro y el hombre la mala suerte de descender a la edad ingrata del pasado, conservándose todavía la una en el estilo de Luis XV cuando el marido es pomposamente del de Luis Felipe. Que la señora de Guermantes fuese igual a las demás mujeres, si había sido para mí, primero, una decepción, era casi, por reacción, y con ayuda de tantos vinos buenos, un pasmo. Un Don Juan de Austria, una Isabel de Este, situados para nosotros en el mundo de los nombres, se comunican tan poco con la historia en grande como la comarca de Méséglise con la de Guermantes. Isabel de Este fue, sin duda, una princesa harto insignificante, análoga a las que en tiempos de Luis XIV no conseguían ningún rango particular en la corte. Mas como nos parece de una esencia única y, por ende, incomparable, no podemos concebirla de menor magnitud, de modo que una cena con Luis XIV nos parecería solamente que ofrecería cierto interés, al paso que en Isabel de Este nos encontraríamos, por obra de un encuentro, con que veíamos con nuestros propios ojos una sobrenatural heroína de novela. Ahora bien, después de haber, estudiando a Isabel de Este, trasplantándola pacientemente de ese mundo mágico al de la historia, comprobado que su vida, su pensamiento, no contenían nada de la rareza misteriosa que nos había sugerido su nombre, una vez consumada esa decepción agradecemos infinitamente a esa princesa que haya tenido, en lo que hace a la pintura de Mantegna, conocimientos casi iguales a los hasta entonces desdeñados por nosotros, y puestos, como hubiera dicho Francisca, más bajos que la misma tierra, del señor Lafenestre. Después de haber escalado las cimas inaccesibles del nombre de Guermantes, al descender por la vertiente interna de la duquesa, experimentaba yo, al encontrarme en ella con los nombres, familiares en otros lugares, de Víctor Hugo, de Frantz Hals y, ¡ay!, de Vibert, el mismo asombro que un viajero, después de haber tenido en cuenta, para imaginarse la singularidad de las costumbres en un valle salvaje de la América Central o del Norte de África, el alejamiento geográfico, lo extraño de las denominaciones de la flora, siente al descubrir, una vez que ha atravesado una cortina de áloes gigantes o de manzanillos, unos habitantes (incluso, a veces, ante las ruinas de un teatro romano y de una columna dedicada a Venus) que están leyendo
Mérope
o
Alzire.
Y tan lejos, tan aparte, tan por encima de las burguesías instruidas que yo había conocido, la cultura similar por la que la señora de Guermantes se había esforzado, sin interés, sin razones de ambición, en descender hasta el nivel de aquellas que no conocería nunca, tenía el carácter meritorio, casi conmovedor en fuerza de ser inutilizable, de una erudición en materia de antigüedades fenicias por parte de un político o de un médico. «Hubiera podido enseñarle a usted uno hermosísimo —me dijo amablemente la señora de Guermantes hablándome de Hals—: el más hermoso, según pretenden ciertas personas, y que he heredado de un primo mío alemán. Por desgracia, resulta que está ‘enfeudado’ al castillo; ¿no conocía usted esa expresión?; tampoco yo —añadió, obedeciendo al gusto que tenía de gastar bromas (por las que se creía moderna) a cuenta de las costumbres antiguas, a las que estaba, sin embargo, inconsciente y ásperamente atada—. Me alegro de que haya visto usted mis Elstir, pero aún me hubiera alegrado más de haber podido hacerle los honores de mi Hals, de ese cuadro
enfeudado.
» «Lo conozco —dijo el príncipe Von—: es del gran duque de Hesse». «Justamente; su hermano se había casado con mi hermana —dijo el señor de Guermantes—, y, por otra parte, su madre era prima hermana de la madre de Oriana». «Pero en lo que se refiere al señor Elstir —añadió el príncipe—, me permitiré decir que, sin que yo tenga formada opinión de sus obras, que no conozco, el odio con que le persigue el emperador no me parece que deba ser recogido en contra suya. El emperador es hombre de una inteligencia maravillosa». «Sí, he cenado dos veces con él; una en casa de mi tía la de Sagan, y otra en casa de mi tía la de Radziwill, y debo decir que me ha parecido curioso. No lo he encontrado nada sencillo. Pero tiene un no sé qué divertido, ‘logrado’ —dijo la duquesa, destacando la palabra como un clavel verde—, es decir, una cosa que me choca y que no acaba de hacerme mucha gracia, una cosa que es asombroso que se haya podido hacer, pero que encuentro que hubiera estado igualmente bien que no pudiera hacerse. Espero que no le ‘chocará’ a usted esto». «El emperador es de una inteligencia inaudita —continuó el príncipe—; tiene un amor apasionado por las artes; tiene, respecto de las obras de arte, un gusto en cierto modo infalible, nunca se equivoca; si una cosa es hermosa, lo reconoce inmediatamente, le toma aborrecimiento. Si detesta algo, no cabe la menor duda, es que es excelente». Todo el mundo sonrió. «Me tranquiliza usted», dijo la duquesa. «De buena gana compararía al emperador —prosiguió el príncipe, que, como no sabía pronunciar la palabra
arqueólogo
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(es decir, como si estuviera escrita ‘arkeólogo’), no perdía nunca ocasión de servirse de ella— a un viejo arqueólogo (y el príncipe dijo ‘arseólogo’) que tenemos en Berlín. Ante los antiguos monumentos asirios, el viejo arseólogo llora. Pero si es una falsificación moderna, no llora. Así que cuando se quiere saber si una pieza arseológica es verdaderamente antigua, se la llevan al viejo arseólogo. Si llora, se compra la pieza para el museo. Si sus ojos permanecen secos, se le devuelve al marchante y se persigue a éste por falsario. Pues bueno, cada vez que ceno en Postdam, todas aquellas obras de que me dice el emperador: ‘Príncipe, tiene usted que ir a ver eso, está lleno de genialidad’, tomo nota de ellas para guardarme de ir a verlas, y cuando le oigo tronar contra una exposición, en cuanto me es posible corro a ella». «¿No está Norpois por una aproximación anglofrancesa?», dijo el señor de Guermantes. «¿De qué iba a servirles eso a ustedes? —preguntó con expresión a la vez irritada y socarrona el príncipe Von, que no podía soportar a los ingleses—. ¡Son tan calamitosos! Bien sé que no sería en cuanto militares como les ayudarían a ustedes. Pero de todas maneras, puede juzgárseles por la estupidez de sus generales. Un amigo mío ha hablado recientemente con Botha, ya saben ustedes, el jefe boer. Este le decía: 'Es espantoso un ejército así. Yo, por lo demás, les tengo más ley que otra cosa a los, ingleses; pero, al fin y al cabo, figúrese usted que yo, que no soy más que un aldeano, los he zurrado en todas las batallas. ¡Y en la última, cuando sucumbía ante un número de enemigos veinte veces superior, mientras me rendía porque no me quedaba más remedio, aún encontré modo de hacer dos mil prisioneros! La cosa salió bien porque yo no era más que un cabecilla de aldeanos; ¡pero como esos imbéciles tuvieran que medirse alguna vez con un verdadero ejército europeo, tiembla uno por ellos de pensar en lo que ocurriría! Por otra parte, no tiene usted más que ver que su rey, al que usted conoce tan bien como a mí, pasa por ser un grande hombre en Inglaterra’». Yo escuchaba apenas estas historias, del género de las que el señor de Norpois le contaba a mi padre; no daban ningún pábulo a los ensueños que eran de mi gusto, y, por otra parte, aun cuando hubieran poseído el aliciente de que estaban desprovistas, les hubiera hecho falta una calidad harto excitante para que mi vida interior pudiera despertarse durante esas horas en que habitaba yo mi epidermis, mi pelo bien peinado, la almidonada pechera de mi camisa; es decir, en que no podía sentir nada de lo que era para mí el placer en la vida. «¡Ah!, no soy de su opinión —dijo la señora de Guermantes, que estimaba que el príncipe alemán carecía de tacto—; encuentro al rey Eduardo encantador, tan sencillo, y mucho más agudo de lo que se cree. Y la reina es, aun ahora, lo más hermoso que conozco en el mundo». «Pero, señora duquesa —dijo el príncipe, irritado y sin darse cuenta de que estaba siendo desagradable—, sin embargo, si el príncipe de Gales hubiera sido un simple particular, no hay círculo que no lo hubiese borrado de sus listas ni habría consentido nadie en estrecharle la mano. La reina es maravillosa, excesivamente dulce y limitada. Pero, al fin y al cabo, hay un no sé qué chocante en esa pareja real que es literalmente mantenida por sus súbditos, que se hace pagar por los grandes financieros judíos todos los gastos que debería hacer ella, y a cambio de eso los nombra
baronnets.
Es como el príncipe de Bulgaria…». «Es primo nuestro —dijo la duquesa—, tiene talento». «También es primo mío —dijo el príncipe—; pero no vamos a pensar por eso que sea una excelente persona. No, a quien deberían ustedes aproximarse es a nosotros; es el mayor deseo del emperador, pero quiere que nazca del corazón; dice: ‘¡Lo que yo pienso es un apretón de manos, no un sombrerazo!’ De esa manera serían ustedes invencibles. Eso sería más práctico que la aproximación anglofrancesa que predica el señor de Norpois». «Sé que usted lo conoce», me dijo la duquesa de Guermantes para no dejarme fuera de la conversación. Yo, recordando que el señor de Norpois había dicho de mí que había parecido que quería besarle la mano, pensando que sin duda le habría contado la historia a la señora de Guermantes y que, en todo caso, no había podido hablarle de mí como no fuese mal, ya que, no obstante su amistad con mi padre, no había vacilado en ponerme hasta tal punto en ridículo, no hice lo que hubiese hecho un hombre de mundo. Este hubiera dicho que detestaba al señor de Norpois y que así se lo había hecho ver; lo hubiera dicho para aparecer como una causa voluntaria de los chismorreos del embajador, que ya no habrían sido más que represalias mendaces e interesadas. Yo, por el contrario, dije que, con gran sentimiento mío, creía que el señor de Norpois no me veía con buenos ojos. «Está usted muy equivocado —me respondió la señora de Guermantes—. Le quiere a usted mucho. Puede preguntárselo a Basin, si es que a mí me echan fama de ser demasiado amable. El le dirá que nunca le hemos oído hablar a Norpois de nadie tan bien como de usted. Y últimamente ha querido hacer que le diesen un puesto magnífico en el ministerio. Como supo que estaba usted delicado y que no podría aceptarlo, ha tenido la delicadeza de no hablar de su buena intención a su padre de usted, al que aprecia infinitamente». El señor de Norpois era realmente la última persona en cuyos buenos oficios hubiese esperado yo. La verdad es que, por su condición burlona e incluso bastante malévola, los que como yo se habían dejado engañar por sus apariencias de San Luis administrando justicia al pie de una encina, por los tonos de voz fácilmente compasivos que salían de su boca un tanto excesivamente armoniosa, creían en una verdadera perfidia cuando se enteraban de algún chisme referente a ellos y procedente de un hombre que parecía haber puesto su corazón en sus palabras. Estos chismes eran harto frecuentes en él. Pero eso no le impedía tener simpatías, alabar a aquellos a quienes quería y tener gusto en mostrarse servicial para con ellos. No me extraña, por otra parte, que le aprecie a usted —me dijo la señora de Guermantes—: es inteligente. Y comprendo muy bien —añadió para los demás y haciendo alusión a un proyecto de matrimonio que yo ignoraba— que mi tía, que ya no le divierte mucho como antigua amante, le parezca inútil como nueva esposa. Tanto más, cuanto que creo que ni amante siquiera es ya desde hace mucho tiempo; está más dada a la devoción. Booz-Norpois puede decir como en los versos de Víctor Hugo: