El día en que debía tener lugar la recepción en casa de la princesa de Guermantes me enteré de que el duque y la duquesa estaban de vuelta en París desde la víspera. El baile de la princesa no les hubiera hecho volver, pero uno de sus primos estaba muy enfermo, y el duque, además, tenía mucho empeño por un baile de trajes que daban esa noche y en el que había de aparecer él disfrazado de Luis XI, y su mujer de Isabel de Baviera. Y resolví ir a verles por la mañana. Pero el duque y la duquesa, que habían salido temprano, aún no habían vuelto; espié, primero, desde un cuartito que se me antojaba una buena atalaya, la llegada del coche. En realidad, había escogido muy mal mi observatorio, desde el que distinguí apenas nuestro patio, pero vi otros muchos, cosa que, sin utilidad para mí, me distrajo un momento. No es sólo en Venecia, sino también en París, donde encuentra uno esos puntos de vista que dan a varias casas a la vez y que han tentado a los pintores. No digo Venecia a humo de pajas. En sus barrios pobres es en lo que hacen pensar ciertos barrios pobres de París, a la mañana, con sus altas chimeneas anchas de boca, a las que da el sol los rosas más vivos, los rojos más claros; es todo un jardín que florece por cima de las cosas, y que florece con matices tan varios, que se diría, plantado sobre la ciudad, el jardín de un aficionado a tulipanes, de Delf o de Haarlem. Por otra parte, la extremada proximidad de las casas de ventanas opuestas que dan a un mismo patio hace, en éstos, de cada recuadro de ventana el marco en que una cocinera sueña mirando al suelo, en que, más allá, una muchacha se deja peinar el pelo por una vieja con cara —distinta apenas en la sombra— de bruja; así, cada patio constituye para el vecino de la casa, al suprimir el ruido con su intervalo, dejando ver los ademanes silenciosos en un rectángulo que ponen bajo cristales las vidrieras cerradas, una exposición de cien cuadros holandeses yuxtapuestos. Claro está que desde el palacio de Guermantes no tenía uno la misma clase de vistas, pero sí igualmente curiosas, sobre todo desde el extraño punto trigonométrico en que me había apostado yo y en el que nada estorbaba a la mirada hasta las lejanas alturas que formaban los terrenos relativamente vagos que precedían, por estar muy en cuesta, al palacio de la princesa de Silistria y de la marquesa de Plassac, nobilísimas primas del señor de Guermantes a las que no conocía yo. Hasta ese hotel (que era el de su padre, el señor de Bréquigny) no había nada más que cuerpos de edificios poco elevados, orientados de las maneras más diversas y que, sin detener la vista, prolongaban la distancia con sus planos oblicuos. La torrecilla de tejas rojas de la cochera en que encerraba sus coches el marqués de Frécourt remataba en una aguja más alta, pero tan delgada que no tapaba nada, y hacía pensar en esas lindas construcciones antiguas de Suiza que irrumpen, aisladas, al pie de una montaña. Todos estos puntos vagos y divergentes en que se reposaban los ojos, hacían parecer más lejos que si hubiera estado separado de nosotros por varias calles o por numerosos contrafuertes el palacio de la señora de Plassac, en realidad bastante cercano, pero quiméricamente alejado como un paisaje alpestre. Cuando sus anchas ventanas cuadradas, encandiladas de sol como hojas de cristal de roca, se abrían para hacer la limpieza, sentía uno, al seguir en los diferentes pisos a los criados imposibles de distinguir bien, pero que sacudían alfombras, el mismo goce que al ver en un cuadro de Turner o de Elstir un viajero en diligencia, o un guía, a diferentes grados de altitud del San Gotardo. Pero desde el «punto de vista» en que me había colocado, me hubiera expuesto a no ver entrar al señor o a la señora de Guermantes, de modo que cuando, a la hora de la siesta me vi en libertad de volver a mi acechadero, emboqué sencillamente por la escalera desde la que no podía pasar inadvertido para mí el abrirse de la puerta cochera, y en la escalera fue donde me aposté, bien que no apareciesen en ella, tan deslumbradoras con sus criados —que el alejamiento tornaba minúsculos, entregados a los quehaceres de la limpieza—, las bellezas alpestres del palacio de Bréquigny y de Tresmes. Ahora bien, esta espera en la escalera había de tener para mí consecuencias tan considerables y descubrirme un paisaje no ya turneriano, sino moral, tan importante, que es preferible aplazar por unos instantes el relato de las mismas, haciéndolo preceder primeramente del de mi visita a los Guermantes cuando supe que habían vuelto. Fue el duque solo quien me recibió en su biblioteca. En el momento en que entraba yo en ésta salió un hombrecillo con el pelo completamente blanco, de apariencia pobretona, con una corbatita negra como la que gastaban el notario de Combray y varios amigos de mi abuelo, pero de aspecto más tímido, y que, dirigiéndome grandes saludos, no consintió de ningún modo en bajar antes de que hubiese pasado yo. El duque le gritó desde la biblioteca algo que no entendí, y el otro respondió con nuevos saludos dirigidos a la pared, ya que el duque no podía verlo, pero repetidos de todas maneras sin fin, como esas inútiles sonrisas de las personas que hablan con uno por teléfono; el viejo tenía una voz de falsete, y volvió a saludarme con amabilidad de hombre de negocios. Y podía, por lo demás, ser un hombre de negocios de Combray —hasta tal punto tenía el corte provinciano, anticuado y apacible de las gentes humildes, de los viejos modestos de allá. «Ahora mismo verá usted a Oriana —me dijo el duque en cuanto hube entrado—. Como Swann tiene que venir dentro de un momento a traerle las pruebas de su estudio sobre las monedas de la Orden de Malta, y, lo que es peor, una fotografía inmensa en que ha hecho reproducir las dos caras de esas monedas, Oriana ha preferido vestirse primero para poder estar con él hasta el momento de ir a cenar. Estamos ya tan llenos de trastos que no sabemos dónde ponerlos, y es lo que me digo yo, dónde vamos a meter esa fotografía. Pero es que tengo una mujer demasiado amable, que se complace con exceso en dar gusto a la gente. Le ha parecido que estaría bien pedirle a Swann que le dejase ver unos junto a otros todos esos maestres de la Orden, cuyas medallas ha encontrado él en Rodas. Porque le decía yo a usted Malta: es Rodas, pero se trata de la misma Orden de San Juan de Jerusalén. En el fondo, si a Oriana le interesan esas cosas es únicamente porque Swann se ocupa de ellas. Nuestra familia anda muy mezclada con todo eso; aun hoy, mi hermano, al que usted conoce, es uno de los más altos dignatarios de la Orden de Malta. Pero si yo le hubiese hablado de todas estas cosas a Oriana, ni siquiera me habría escuchado. En cambio, ha bastado que las investigaciones de Swann acerca de los Templarios (porque es inaudito el delirio de la gente de una religión por estudiar la de los demás) le hayan llevado a la historia de los Caballeros de Rodas, herederos de los Templarios, para que inmediatamente quiera ver las cabezas de esos caballeros. Eran unos chiquilicuatros al lado de los Lusiñán, reyes de Chipre, de quienes descendemos por línea recta. Pero como Swann, hasta ahora, no se ha ocupado de ellos, tampoco Oriana quiere saber nada acerca de los Lusiñán». No pude decirle en seguida al duque a qué había ido a su casa. En efecto, algunas parientas o amigas, como la señora de Silistria y la duquesa de Montrose, vinieron a hacer una visita a la duquesa, que solía recibir antes de la cena, y, como no encontrasen a aquélla, se quedaron un momento con el duque. La primera de dichas damas (la princesa de Silistria), vestida con sencillez, seca, pero de aspecto amable, llevaba en la mano un bastón. Temí, al pronto, que estuviese herida o que fuese inválida. Era, por el contrario, muy avispada. Habló con tristeza al duque de un primo hermano de éste —no por parte de los Guermantes, sino por otro lado más brillante aún si cabía—, cuyo estado de salud, muy quebrantado ya desde hacía algún tiempo, se había agravado súbitamente. Pero se veía que el duque, sin dejar de compadecer la mala suerte de su primo ni de repetir: «¡Pobre Mama! ¡Es tan buen chico!», daba un diagnóstico favorable. En efecto, la comida a que debía asistir el duque le divertía, la espléndida recepción en casa de la princesa de Guermantes no le aburría; pero, sobre todo, tenía que ir a la una de la mañana con su mujer a una gran cena y a un baile de trajes, pensando en el cual estaban a punto un disfraz de Luis XI para él y otro de Isabel de Baviera para la duquesa. Y el duque no quería que le echase a perder estas diversiones múltiples el sufrimiento del buen Amaniano de Asmond. Otras dos damas portadoras de bastones, la señora de Plassac y la de Tresmes, hijas ambas del conde Bréquigny, vinieron luego a hacer su visita a Basin, y declararon que el estado del primo Mama no daba ya lugar a esperanzas. Después de haberse encogido de hombros, y por cambiar de conversación, el duque les preguntó si iban aquella noche a casa de María Gilberto. Respondieron que no, por el estado de Amaniano, que estaba en las últimas, y que incluso habían desistido de asistir a la comida a que iba el duque, y cuyos comensales —el hermano del rey Teodosio, la infanta María Concepción, etc.— le enumeraron. Como el marqués de Osmond era pariente suyo en un grado menos próximo que de Basin, su «defección» le pareció al duque algo así como una censura indirecta a su proceder. Así, aun cuando habían bajado de las alturas del palacio de Bréquigny para ver a la duquesa (o más bien para anunciarle el carácter alarmante e incompatible con las reuniones mundanas, para los parientes, de su primo), no se quedaron mucho rato, y, provistas de su bastón de alpinista, Walpurgis y Dorotea (tales eran los nombres de las dos hermanas) emprendieron de nuevo el escarpado camino de su cumbre. Nunca se me ocurrió preguntarles a los Guermantes a qué venían aquellos bastones, tan frecuentes en cierto sector del barrio de Saint-Germain. Quizá considerando toda la parroquia como dominio suyo, y porque no les gustase tomar coches de punto, se diesen las dos hermanas largos paseos a pie, para los que alguna antigua fractura, debida al uso inmoderado de la caza y a las caídas de caballo que a menudo lleva consigo, o simplemente los reumatismos provenientes de la humedad de la orilla izquierda del río y de los castillos antiguos, les hacían necesario el bastón. Acaso no hubiesen salido para una expedición tan dilatada por el barrio, y, habiendo bajado solamente a su jardín (que estaba no muy lejos del de la duquesa) a recoger la fruta que necesitaban para las compotas, venían, antes de volverse a casa, a dar las buenas noches a la señora de Guermantes, a cuya casa no llegaban, sin embargo, a llevar unas podaderas o una regadera. Al duque pareció halagarle que yo hubiese ido a su casa el mismo día de su regreso. Pero su semblante se ensombreció cuando le dije que venía a pedirle a su mujer que se informase de si realmente me había invitado su prima. Acababa yo de rozar uno de esos servicios que ni al señor ni a la señora de Guermantes les gustaba prestar. El duque me dijo que era demasiado tarde; que si la princesa no me había enviado invitación, iba a parecer como que pedía él una; que ya le habían negado una sus primos una vez, y que no quería ya, ni de cerca ni de lejos, parecer que se entrometía en sus listas, «que se inmiscuía»; en fin, que ni siquiera sabía si él y su mujer, que cenaban fuera, se volverían inmediatamente después a casa; que en ese caso, su mejor disculpa por no haber ido a la recepción de la princesa era ocultarle su regreso a París; que, evidentemente, de no ser así, se hubieran apresurado, por el contrario, a hacérselo saber, mandándole dos letras o dándole un telefonazo a propósito de mí, y seguramente demasiado tarde, porque, según todas las hipótesis, las listas de la princesa estarían de seguro cerradas. «¿No estará usted a mal con ella?», me dijo con expresión recelosa, porque los Guermantes tenían siempre el temor de no estar al corriente de las últimas desavenencias, y de que no tratara uno de arreglarse a costa de ellos. Al fin, como el duque tenía la costumbre de echar sobre sí todas las decisiones que podían parecer poco amables: «Mire usted, hijo mío —me dijo de pronto, como si la idea hubiese acudido bruscamente a su magín—, hasta me dan ganas de no decirle nada a Oriana de que me ha hablado usted de esto. Ya sabe usted lo amable que es ella; además, le quiere a usted enormemente, querría mandar recado a casa de su prima, a pesar de cuanto yo pudiera decirle; ¡y está tan cansada después de cenar!, ya no habrá ninguna excusa que valga, se verá obligada a ir a la recepción. No, decididamente, no le diré nada. Por lo demás, ahora mismo va usted a verla. Ni una palabra de esto, se lo ruego. Si se decide usted a ir a la recepción, no necesito decirle qué alegría tendremos en pasar con usted la velada». Los motivos de humanidad son demasiado sagrados para que aquel delante de quien se invocan no se incline ante ellos, créalos sinceros o no; no quise parecer que ponía ni un instante en la balanza mi invitación y la posible fatiga de la señora de Guermantes, y prometí no hablar a ésta del objeto de mi visita, exactamente como si me hubiera engañado la comedieta que para mí acababa de representar el señor de Guermantes. Pregunté al duque si creía que tendría yo alguna probabilidad de ver en casa de la princesa a la señora de Stermaria. «No —me dijo con expresión de buen conocedor—; conozco el apellido que dice usted de verlo en los anuarios de los clubs; no es ésa precisamente la clase de sociedad que va a casa de Gilberto. Allí no verá usted más que gentes excesivamente correctas y aburridísimas, duquesas que llevan títulos que uno creía extinguidos y que se han vuelto a sacar para el caso, todos los embajadores, muchos Coburgos, altezas extranjeras, pero no piense usted encontrar ni sombra de Stermaria. Gilberto se pondría enfermo sólo con esa suposición de usted».
«¡Ah!, a usted que le gusta la pintura, tengo que enseñarle un cuadro soberbio que le he comprado a mi primo, en parte a cambio de los Elstir, que decididamente no nos gustaban. Me lo han vendido por un Philippe de Champagne, pero yo creo que es algo aún más grande. Me parece que es un Velázquez, y de la época más hermosa», me dijo el duque mirándome a los ojos, fuese por conocer mi impresión, fuese para aumentarla; entró un criado. «La señora duquesa me manda a preguntar al señor duque si quiere recibir el señor duque al señor Swann, porque la señora duquesa todavía no está arreglada». «Haga usted pasar al señor Swann», dijo el duque después de haber mirado su reloj y visto que aún le quedaban unos minutos antes de ir a vestirse. «Naturalmente, mi mujer, que le ha dicho que viniera, no está arreglada. No hay para qué hablar delante de Swann de la recepción de María Gilberto —me dijo el duque—. No sé si está invitado. Gilberto le quiere mucho, porque le cree nieto natural del duque de Berri; es toda una historia. (De no ser por eso, figúrese usted, ¡mi primo, que le da un ataque cuando ve un judío a cien metros!). Pero, en fin, ahora la cosa se agrava con la cuestión de Dreyfus; Swann hubiera debido comprender que él más que ningún otro debía cortar todos los cables con esas gentes; pues bueno, lejos de eso, anda diciendo por ahí cosas desagradables». El duque llamó al criado para saber si el que había mandado a casa de su primo el de Osmond había vuelto. En efecto, el plan del duque era el siguiente: como creía, con razón, moribundo a su primo, tenía empeño en hacer que le trajesen noticias de él antes de su muerte; es decir, antes del luto forzoso. Una vez a cubierto por la certeza oficial de que Amaniano estaba vivo aún, se largaría a su cena, a la recepción del príncipe, al baile de trajes a que iría disfrazado de Luis XI y en donde tenía la más excitante de las citas con una nueva querida, y ya no mandaría en busca de noticias antes de la mañana siguiente, cuando hubieran acabado las diversiones. Entonces se pondrían de luto, si el enfermo había fallecido durante la noche. «No, señor duque, todavía no ha vuelto». «¡Maldita sea! Aquí no se hacen nunca las cosas hasta última hora», dijo el duque ante el pensamiento de que Amaniano había tenido tiempo de «espichar» para cuando saliese algún periódico de la noche, y hacerle perder a él su baile de trajes. Mandó que le trajesen el
Temps,
en que no venía nada. No había visto yo a Swann desde hacía mucho tiempo; por un instante me pregunté si no se afeitaba antes el bigote, o si no llevaba el pelo cortado al rape, porque encontraba algún cambio en él; era únicamente que estaba, en efecto, muy «cambiado», porque estaba muy malo, y la enfermedad produce en el semblante modificaciones tan profundas como el dejarse crecer la barba o cambiarse de lado la raya. (La enfermedad de Swann era la misma que se había llevado a su madre y por la que ésta había sido atacada precisamente a la edad que tenía él. Nuestras existencias están, en realidad, por obra de la herencia, tan llenas de cifras cabalísticas, de aojamientos, como si realmente hubiera brujas. Y así como hay una cierta duración de la vida para la humanidad en general, hay una para las familias en particular; es decir, dentro de las familias, para los miembros que se parecen). Swann iba vestido con una elegancia que, como la de su mujer, asociaba a lo que era lo que había sido. Enfundado en una levita gris perla que hacía resaltar su aventajada estatura, esbelto, blancos los guantes con rayas negras en el dorso, llevaba una chistera gris de una forma ancha de base que hacía Delion exclusivamente para él, para el príncipe de Sagan, para el señor de Charlus, para el marqués de Módena, para Carlos Haas y para el conde Luis de Turena. Me dejó sorprendido la agradable sonrisa y el afectuoso apretón de manos con que respondió a mi saludo, porque creí yo que al cabo de tanto tiempo no habría de reconocerme en seguida; le dije cuál era mi asombro; lo recibió con risotadas, un poco de indignación y una nueva presión de la mano, como si fuese poner en duda la integridad de su inteligencia o la sinceridad de su afecto suponer que no me reconociera. Y ese era, sin embargo, el caso; no me identificó, lo he sabido mucho después, hasta unos minutos más tarde, al oír mi apellido. Pero ningún cambio en su rostro, en sus palabras, en las cosas que me dijo, delató el descubrimiento, que una frase del señor de Guermantes le llevó a hacer; tal maestría y seguridad tenía en el juego de la vida mundana. Ponía en él, por lo demás, aquella espontaneidad en las maneras y aquellas iniciativas personales, incluso en materia de atuendo, que caracterizaban a la especie de los Guermantes. Así, el saludo que sin reconocerme me había hecho el viejo clubman no era el saludo frío y rápido del hombre de mundo puramente formalista, sino un saludo colmado de una amabilidad real, de una gracia verdadera, como las que tenía la duquesa de Guermantes, por ejemplo (que llegaba hasta ser la primera en sonreíros antes de que la hubieseis saludado, si se encontraba con vosotros), en oposición a los saludos más mecánicos, habituales en las damas del barrio de Saint-Germain. Del mismo modo, también, su sombrero, que, con arreglo a una costumbre que tendía a desaparecer, puso en el suelo a su lado, estaba forrado de cuero verde, cosa que no se hacía de ordinario, pero es porque (según decía él) era mucho menos sucio, y en realidad porque estaba muy bien. «Oiga usted, Carlos, usted que es buen catador, venga a ver una cosa; después, hijitos, voy a pedirles permiso para dejarles juntos un instante mientras voy a ponerme un frac; por lo demás, supongo que no ha de tardar Oriana». Y le enseñó su
Velázquez
a Swann. «¡Pero si me parece que conozco esto!», dijo Swann, con la mueca de las personas enfermas para quienes hablar es ya una fatiga. «Sí —dijo el duque, al que había hecho ponerse serio lo que tardaba el conocedor en expresar su admiración—. Probablemente lo habrá visto usted en casa de Gilberto». «¡Ah!, en efecto, ahora me acuerdo». «¿Qué cree usted que es?». «Pues, si estaba en casa de Gilberto, probablemente será alguno de sus
antepasados
», dijo Swann con una mezcla de ironía y deferencia hacia una grandeza que hubiera estimado descortés y ridículo negarse a reconocer, pero de la que por buen gusto no quería hablar sino «en broma».