El señor de Guermantes, en esa época de su vida, había formado a menudo, con gran escándalo de los Courvoisier, entre los colegas que iban a felicitar al ministro. Más tarde he oído contar que incluso en un momento en que desempeñó un papel de bastante importancia en la Cámara y en que se pensaba en él para una cartera o una embajada, era, cuando algún amigo iba a pedirle un favor, infinitamente más sencillo, jugaba políticamente mucho menos al personaje político de campanillas que cualquier otro que no hubiera sido el duque de Guermantes. Porque si decía que la nobleza era muy poco, que consideraba a sus colegas como iguales suyos, ni por asomos pensaba semejante cosa. Perseguía la posición política, fingía estimarla, pero la despreciaba, y como seguía siendo para sí mismo el señor de Guermantes, esa posición no ponía en torno a su persona el envaramiento de los altos puestos que hace a otros inabordables. Y con esto, su orgullo protegía contra todo embate no sólo sus maneras, de una familiaridad alardosa, sino cuanto en él podía haber de sencillez auténtica.
Volviendo a esas decisiones artificiales e impresionantes como las de los políticos, la señora de Guermantes no desconcertaba menos a los Guermantes, a los Courvoisier, a todo el barrio, y más que a nadie a la princesa de Parma, con fallos inesperados bajo los cuales adivinábanse unos principios que hacían tanto más efecto cuanto menos advertido de ellos había estado uno. Si el nuevo ministro de Grecia daba un baile de trajes, cada cual escogía su disfraz, y la gente se preguntaba cuál sería el de la duquesa. Uno pensaba que querría ir de Duquesa de Borgoña; otro daba como probable el disfraz de Princesa de Dujabar; un tercero, el de Psique. Por último, una Courvoisier que había preguntado: «¿Y tú, de qué vas a disfrazarte, Oriana?», provocaba la única respuesta en que nadie había pensado: «¡De nada!», y que daba juego de firme a las lenguas como si revelara la opinión de Oriana sobre la verdadera posición mundana del nuevo ministro de Grecia y sobre la conducta que debía seguirse respecto de él; es decir, la opinión que hubiera debido preverse, a saber: que una duquesa «no tenía que» ir al baile de trajes de ese nuevo ministro. «No veo que haya necesidad de ir a casa del ministro de Grecia, al que no conozco; no soy griega, ¿a qué he de ir?, nada se me pierde allí», decía la duquesa. «¡Pero si todo el mundo va!; parece ser que va a estar aquello encantador», exclama la señora de Gallardon. «Pero es que también es encantador quedarse en casa al amor del fuego», replicaba la señora de Guermantes. Los Courvoisier no salían de su asombro; pero los Guermantes, sin imitar, aprobaban: «Naturalmente, no todo el mundo está en situación, como Oriana, de romper con todos los usos. Pero, por una parte, no puede decirse que le falte razón en hacer ver que exageramos al ponernos a gatas ante esos extranjeros que no siempre se sabe de dónde vienen». Naturalmente, sabiendo los comentarios que no dejarían de provocar una u otra actitud, la señora de Guermantes hallaba tanto placer en entrar en una fiesta en que no se atrevían a contar con ella como en quedarse en casa o en pasar la velada con su marido en el teatro la noche de una fiesta a la que «iba todo el mundo», o bien, cuando se pensaba que eclipsaría a los diamantes más hermosos con una diadema histórica, entrar sin una sola joya y con otro traje que el que se creía infundadamente de rigor. Bien que fuese antidreyfusista (sin dejar de creer en la inocencia de Dreyfus, de igual suerte que se pasaba la vida en sociedad, a pesar de no creer más que en las ideas), había producido una enorme sensación en una velada en casa de la princesa de Ligne; primero, quedándose sentada cuando todas las señoras se habían levantado al entrar el general Mercier, y luego levantándose y llamando ostensiblemente a sus criados cuando un orador nacionalista había empezado una conferencia, mostrando con ello que no le parecía que las reuniones mundanas se hubiesen hecho para hablar de política; todas las cabezas se habían vuelto hacia ella en un concierto de Viernes Santo al que, con ser volteriana, no se había quedado por juzgar indecoroso que se sacase a escena a Cristo. Ya se sabe lo que es, aun para los más grandes mundanos, el momento del año en que empiezan las fiestas, hasta el punto de que la marquesa de Amoncourt, que por necesidad de hablar, por manía psicológica, y también por falta de sensibilidad, acababa a menudo por decir tonterías, había podido responder a uno que había ido a darle el pésame por la muerte de su padre, el señor de Montmorency: «Y acaso sea todavía más triste tener que pasar por una pena como ésta en el momento en que tiene una en su espejo centenares de tarjetas de invitación». Pues bien; en ese momento del año, cuando la gente invitaba a cenar a la duquesa de Guermantes, apresurándose, no fuese que estuviera ya comprometida, ella declinaba las invitaciones por la única razón en que jamás hubiera pensado un mundano: iba a emprender una excursión por mar para visitar los fiordos de Noruega, que le interesaban. Las gentes del gran mundo se quedaron estupefactas y, sin cuidarse de imitar a la duquesa, experimentaron, sin embargo, por obra de su acción, el género de alivio que se siente al leer a Kant cuando, después de la demostración más rigurosa del determinismo, se descubre que por cima del mundo de la necesidad hay el de la libertad. Toda invención en que no había caído uno nunca excita el espíritu incluso de la gente que no sabe aprovecharse de esa invención. La de la navegación a vapor era poca cosa comparada con hacer uso de la misma en la época sedentaria de la
season.
La idea de que se podía renunciar voluntariamente a cien cenas o almuerzos fuera de casa, al doble de «tés», al triple de reuniones, a los más brillantes lunes de la Opera y martes de «los Franceses» por ir a visitar los fiordos de Noruega no les pareció a los Courvoisier más explicable que
Veinte mil leguas de viaje submarino,
pero les comunicó la misma sensación de independencia y de hechizo. Así, no había día que no se oyera decir no sólo: «¿Conoce usted la última ocurrencia de Oriana?», sino: «¿Sabe usted lo último de Oriana?». Y de lo «último de Oriana», como de la «última ocurrencia de Oriana», se repetía: «Es muy de Oriana», «es Oriana clavada». Lo último de Oriana era, por ejemplo, que, teniendo que contestar en nombre de una sociedad patriótica al cardenal X…, obispo de Mâcon (al que de ordinario el señor de Guermantes, cuando hablaba de él, llamaba «el señor de Mascon», por parecerle esto al duque muy «antigua Francia»), cuando todo el mundo andaba tratando de imaginarse cómo había de ir redactada la carta y encontraba sin esfuerzo las primeras palabras: «Eminencia o Monseñor», pero estaba en un aprieto ante el resto, la carta de Oriana, con asombro de todos, empezaba: «Señor cardenal», debido a un añejo uso académico, o: «primo», por usarse este término entre los príncipes de la Iglesia, los Guermantes y los soberanos que pedían a Dios tuviese a unos y otros «en su santa y digna guarda». Para que se hablase de lo «último» de Oriana bastaba con que en una representación en que estaba todo París y en la que ponían una obra muy bonita, cuando se buscaba a la señora de Guermantes en el palco de la princesa de Parma, de la princesa de Guermantes, de tantas otras que la habían invitado, se la encontrara sola, de negro, con un sombrerito, en una butaca a la que había llegado para asistir al momento de alzarse el telón. «Se oye mejor, tratándose de una obra que vale la pena», explicaba ante el escándalo de los Courvoisier y el maravillado asombro de los Guermantes y de la princesa de Parma, que descubrían súbitamente que la «moda» de oír el comienzo de una obra era cosa más nueva, revelaba más originalidad e inteligencia (lo cual no era de extrañar en Oriana) que llegar al último acto después de una gran cena y de haberse dejado ver en una reunión. Tales eran las diferentes clases de asombro a que sabía la princesa de Parma que podía prepararse si dirigía alguna pregunta literaria o mundana a la señora de Guermantes, y que hacían que en estas cenas en casa de la duquesa no se arriesgara Su Alteza a hablar del menor tema como no fuese con la cautela inquieta y arrebatada de la bañista que emerge entre dos «olas».
Entre los elementos que, ausentes de los dos o tres salones aproximadamente equivalentes que estaban a la cabeza del barrio de Saint-Germain, diferenciaban de ellos el salón de la duquesa de Guermantes, como Leibnitz admite que cada mónada, al reflejar todo el universo, le añade algo privativo, uno de los menos simpáticos era aportado habitualmente por una o dos mujeres hermosísimas que no tenían otro título para estar allí que su belleza, el uso que de ella había hecho el señor de Guermantes, y cuya presencia revelaba inmediatamente, como en otros salones ciertos cuadros inesperados, que en éste el marido era un ardiente apreciador de las gracias femeninas. Todas ellas se parecían un poco: porque al duque le gustaban las mujeres altas, a un tiempo majestuosas y desenvueltas, de un género intermedio entre la
Venus de Milo
y la
Victoria de Samotracia,
frecuentemente rubias, rara vez morenas, en ocasiones pelirrojas, como la más reciente, que se hallaba en esta cena, aquella vizcondesa de Arpajon a la que tanto había querido el duque, que durante mucho tiempo la obligó a ponerle hasta diez telegramas por día (cosa que irritaba un poco a la duquesa), se carteaba con ella por medio de palomas mensajeras cuando estaba en Guermantes, y sin la que, en fin, había sido por espacio de largo tiempo tan incapaz de vivir, que un invierno que había tenido que pasar en Parma volvía todas las semanas a París, haciendo un viaje de dos días, por verla.
De ordinario, estas hermosas comparsas habían sido sus queridas, pero ya no lo eran (en este caso se encontraba la señora de Arpajon) o estaban a punto de dejar de serlo. Quizá, sin embargo, el prestigio que sobre ellas ejercían la duquesa y la esperanza de ser recibidas en su salón, no obstante pertenecer también ellas a círculos muy aristocráticos, pero de segundo orden, las había decidido, aun más que la belleza y la generosidad del duque, a ceder a los deseos de éste. Por otra parte, la duquesa no hubiera opuesto una resistencia absoluta a que penetrasen en su casa; sabía que en más de una de ellas había encontrado una aliada gracias a la cual había conseguido mil cosas de que tenía deseos y que el señor de Guermantes negaba implacablemente a su mujer en tanto no estaba enamorado de otra. Así, lo que explicaba que no fuesen recibidas por la duquesa hasta que su enredo estaba ya muy avanzado debíase más bien, ante todo, a que el duque, cada vez que se había embarcado en un gran amor, había creído solamente en un trapicheo fugaz, a cambio del cual estimaba que era mucho ser invitado a casa de su mujer. Pero se daba el caso de que ofreciera eso mismo por mucho menos, por un primer beso, porque surgían resistencias con las que no había contado, o, por el contrario, porque no había habido resistencia. En amor, la gratitud, el deseo de proporcionar un placer hacen a menudo que demos más de lo que la esperanza y el interés habían prometido. Pero entonces la realización de ese ofrecimiento se veía coartada por otras circunstancias. En primer lugar, todas las mujeres que habían respondido al amor del señor de Guermantes, e incluso, a veces, cuando aún no habían cedido a ese amor, habían sido sucesivamente secuestradas por él. Ya no les permitía ver a nadie, pasaba al lado de ellas casi todas sus horas, se ocupaba de la educación de sus hijos, a los que tales veces, si ha de juzgarse más tarde por palmarios parecidos, le ocurrió dar un hermano o una hermana. Luego, si, en los comienzos de sus relaciones, la presentación a la señora de Guermantes, en la que en modo alguno había pensado el duque, había desempeñado cierto papel en el ánimo de la querida, las mismas relaciones habían transformado los puntos de vista de esa mujer; el duque ya no era únicamente para ella el marido de la mujer más elegante de París, sino un hombre al que su nueva amante quería, un hombre, asimismo, que a menudo le había proporcionado los medios y abierto el apetito de gozar de más lujo y había trastrocado el anterior orden de importancia de las cuestiones de esnobismo y de las cuestiones de interés; a veces, en fin, unos celos de todas clases contra la señora de Guermantes animaban a las queridas del duque. Pero este caso era el más raro; por otra parte, cuando llegaba por fin el día de la presentación (en un momento en que la mujer le era ya, de ordinario, bastante indiferente al duque, cuyos actos, como los de todo el mundo, eran las más de las veces regidos por los actos anteriores, cuyo móvil primero ya no existía), resultaba a menudo que había sido la señora de Guermantes la que había andado buscando modo de recibir a la querida en quien esperaba y tan grande necesidad tenía de encontrar, contra su terrible esposo, una aliada. No es que el señor de Guermantes —salvo en raros momentos, en su casa, o cuando la duquesa hablaba de más, en que dejaba escapar palabras y sobre todo silencios que fulminaban —faltase con su mujer a lo que se llama «las buenas formas». La gente que no los conocía podía engañarse a cuenta de esto. A veces, en el otoño, entre las carreras de Deauville, las aguas y la partida para Guermantes y las cacerías, en las semanas que se pasa en París, como a la duquesa le gustaba el
café-concert,
allá iba con ella el duque a pasar la velada. El público reparaba inmediatamente, en uno de esos palquitos descubiertos en que no caben más que dos personas, en aquel Hércules de
smoking
(ya que en Francia se da a todo lo que es más o menos británico el nombre que no lleva en Inglaterra), calado el monóculo, teniendo en la mano, regordeta pero hermosa, en cuyo anular brillaba un zafiro, un grueso cigarro, del que extraía de cuando en cuando una bocanada de humo, con las miradas vueltas habitualmente al escenario, pero cuando las dejaba caer al patio de butacas, donde, por lo demás, no conocía absolutamente a nadie, atenuándolas con una expresión de blandura, de reserva, de cortesía, de consideración. Cuando un cuplé le parecía divertido y no demasiado indecente, el duque se volvía, sonriendo, hacia su mujer, compartía con ella, con una seña de inteligencia y de bondad, la inocente alegría que la nueva canción le procuraba. Y los espectadores podían creer que no había mejor marido que él, ni nadie más envidiable que la duquesa —aquella mujer fuera de la cual estaban para el duque todos los intereses de la vida, aquella mujer a la que no quería, a la que nunca había dejado de engañar—; cuando la duquesa se sentía cansada, los espectadores veían al señor de Guermantes levantarse, ponerle con sus propias manos el abrigo, arreglando sus collares para que no se enganchasen en el forro, y abrirle camino hasta la salida con cuidados solícitos y respetuosos, que ella recibía con la frialdad de la mujer de la buena sociedad que no ve en todo eso más que simple mundología, e incluso a veces, con la amargura un tanto irónica de la esposa desengañada que ya no tiene ninguna ilusión que perder. Pero a despecho de estas apariencias, que eran otra parte de esa cortesía que ha hecho pasar los deberes de las honduras a la superficie, en cierta época ya antigua, pero que todavía dura para sus supervivientes, la vida de la duquesa era difícil. El señor de Guermantes sólo tornaba a ser humano, generoso, gracias a una nueva querida que abrazaba, como ocurría las más de las veces, el partido de la duquesa; ésta veía cómo volvían a ser posibles para ella las generosidades para con los inferiores, las caridades para con los pobres, e incluso para sí misma, más tarde, un nuevo y magnífico automóvil. Pero las amantes del duque no eran exceptuadas de la irritación que de costumbre nacía bastante aprisa, para la señora de Guermantes, de las personas que le estaban excesivamente sometidas. Bien pronto se hartaba de ellas la duquesa. Ahora bien; en este momento, las relaciones del duque con la señora de Arpajon tocaban asimismo a su fin. Otra amante apuntaba.