«La duquesa de Guermantes (quizá con no llamarla Oriana quisiera poner más distancia entre ella y yo) es deliciosa; muy superior a lo que ha podido adivinar usted. Pero, en fin, es inconmensurable con su prima. Esta es exactamente lo que la gente de los mercados puede imaginarse que era la princesa de Metternich; pero la de Metternich creía haber lanzado a Wagner porque conocía a Víctor Maurel. La princesa de Guermantes, o, mejor dicho, su madre, ha conocido al verdadero. Lo cual es un prestigio, sin hablar de la increíble belleza de esa mujer. ¡Y solamente los jardines de Ester!». «¿No es posible visitarlos?». «No, habría que ser invitado, pero nunca invitan
a nadie,
a menos que intervenga yo». Pero retirando, inmediatamente después de haberlo lanzado, el cebo de este ofrecimiento, me tendió la mano, porque habíamos llegado a mi casa. «Mi papel ha terminado, caballero; añadiré a él simplemente estas pocas palabras: quizá algún día le ofrezca otro su simpatía como he hecho yo. Que el ejemplo actual le sirva a usted de enseñanza. No lo deje escapar. Una simpatía es preciosa siempre. Lo que no es posible hacer solos en la vida, porque hay cosas que no puede uno pedir, ni hacer, ni querer, ni aprender por sí mismo, puede lograrse entre varios y sin necesidad de ser trece como en la novela de Balzac, ni cuatro como en
Los tres mosqueteros.
Adiós».
Debía de estar cansado y haber renunciado a la idea de ir a ver el claro de luna, porque me pidió dijese al cochero que volviera a llevarlo a casa. Inmediatamente hizo un brusco movimiento como si quisiera desdecirse. Pero ya había transmitido yo la orden y, por no retrasarme más, fui a llamar a mi puerta, sin haber vuelto a pensar en que tenía que contarle al señor de Charlus, a propósito del emperador de Alemania, del general Botha, las historias que de tal modo me obsesionaban poco antes, pero que su recibimiento inesperado y fulminante había hecho volar muy lejos de mí.
Al entrar en mi cuarto vi sobre mi escritorio una carta que el joven lacayo de Francisca había escrito a un amigo suyo y dejado olvidada allí. El mozo, desde que mi madre estaba ausente, no retrocedía ante ningún descaro; más culpable fui yo en leer la carta sin sobre, harto a la vista, y que —era mi única excusa— parecía ofrecerse a mí.
«Querido amigo y primo: espero que seguiréis bien de salud lo mismo que toda la familia menuda en particular mi ahijadillo José al que todavía no tengo el gusto de conocer pero que lo prefiero a todos vosotros por ser mi ahijado, también estas reliquias del corazón tienen su polvo, no pongamos las manos en sus restos sacrosantos. Por otra parte querido primo y amigo, quién te dice a ti y a tu querida mujer mi prima María que no habéis de ser precipitados los dos el día de mañana hasta el fondo del mar como el marinero atado en lo alto del palo mayor, porque esta vida no es más que un valle oscuro. Querido amigo debo decirte que mi principal ocupación, seguro estoy de tu asombro, es ahora la poesía que me gusta con delirio, porque de algún modo hay que pasar el tiempo. Así es mi querido amigo que no te sorprenda demasiado que no haya respondido aún a tu última carta a falta de perdón deja venir el olvido. Como sabrás la madre de la señora ha fallecido en medio de sufrimientos indecibles que la han rendido bastante pues la han visto hasta tres médicos. El día de sus funerales fue un día grande pues todas las amistades del señor habían venido en tropel así como varios ministros. Más de dos horas se emplearon en ir al cementerio, lo cual os hará abrir tamaños ojos a todos en vuestra aldea porque de seguro que no se hará tanto por la tía Michu. Así mi vida no será ya más que un largo sollozo. Me divierto una enormidad con la motocicleta que he aprendido a montar en ella últimamente. Qué diríais mis queridos amigos si llegase yo así a toda velocidad a las Ecorces. Pero no he de callarme ya sobre esto, porque me doy cuenta de que la embriaguez de la desgracia arrastra su razón. Frecuento el trato de la duquesa de Guermantes, de personas que nunca has oído siquiera su nombre en nuestros ignorantes pueblos. Así es que mandaré con mucho gusto los libros de Racine, de Víctor Hugo, de
Páginas Escogidas
de Chênedollé, de Alfredo Musset, porque quisiera curar a la tierra que me ha dado el ser de la ignorancia que lleva fatalmente hasta el crimen. No se me ocurre nada más que decirte y te mando como el pelícano rendido por un largo viaje mis afectuosos saludos así como para tu mujer para mi ahijado y para tu hermana Rosa. Ojalá no haya que decir de ella: Y Rosa sólo ha vivido lo que viven las rosas, como ha dicho Víctor Hugo, el soneto de Arvers, Alfredo de Musset, todos esos grandes genios a los que se les ha hecho por esa razón morir en las llamas de la hoguera como Juana de Arco. Hasta tu próxima misiva, recibe mis besos como los de un hermano.—
Perigot (José).
»
Nos sentimos atraídos por toda vida que representa para nosotros algo desconocido, por una última ilusión por destruir aún. A pesar de esto, las misteriosas palabras gracias a las que me había llevado el señor de Charlus a imaginarme a la princesa de Guermantes como un ser extraordinario y diferente de cuanto yo conocía, no bastan a explicar la estupefacción en que me vi, seguida bien pronto del temor a ser víctima de un bromazo de mal género urdido por alguien que hubiera querido hacerme poner de patitas a la puerta de una casa a la que iría yo sin ser invitado, cuando, como dos meses después de la cena en casa de la duquesa, y mientras ésta se hallaba en Cannes, al abrir un sobre cuya apariencia no me había advertido de nada extraordinario, leí estas palabras impresas en un tarjetón: «La princesa de Guermantes,
née
duquesa en Baviera, estará en casa el …». Claro está que el ser invitado a casa de la princesa de Guermantes quizá no fuese, desde el punto de vista mundano, más difícil que cenar en casa de la duquesa, y mis escasos conocimientos heráldicos me habían hecho saber que el título de príncipe no es superior al de duque. Además, me decía yo que la inteligencia de una mujer de mundo no puede ser de una esencia tan heterogénea respecto a la de sus congéneres como pretendía el señor de Charlus, y de una esencia tan heterogénea respecto a la de otra mujer. Pero mi imaginación, pareja a la de Elstir en trance de dar un efecto de perspectiva sin tener en cuenta las nociones de física que podía, por otra parte, poseer, me pintaba no lo que yo sabía, sino lo que veía ella; lo que veía ella, es decir, lo que le mostraba el nombre. Ahora bien, incluso cuando no conocía yo a la duquesa, el nombre de Guermantes precedido del título de princesa, como una nota o un color o una cantidad profundamente modificados respecto de los valores circunstantes por el «signo» matemático o estético que afecta a la nota, al color o a la cantidad, había evocado siempre para mí algo por completo diferente. Con ese título se encuentra uno, sobre todo en las memorias del tiempo de Luis XIII y de Luis XIV, de la corte de Inglaterra, de la reina de Escocia, de la duquesa de Aumale, y yo me figuraba el palacio de la princesa de Guermantes como más o menos frecuentado por la duquesa de Longueville y por el gran Condé, cuya presencia hacía harto poco verosímil que llegase yo nunca a penetrar en semejantes lugares.
Muchas cosas que me había dicho el señor de Charlus habían dado un vigoroso latigazo a mi imaginación y, haciendo olvidar a ésta cuánto la había defraudado la realidad en la duquesa de Guermantes (ocurre con los nombres de las personas lo que con los nombres de los países), la habían aguijado hacia la prima de Oriana. Por lo demás, si el señor de Charlus me engañó algún tiempo respecto al valor y variedad imaginarios de las gentes de mundo, fue únicamente porque él mismo se engañaba en ese orden. Y quizá fuese así porque no hacía nada, no escribía, no pintaba, ni siquiera leía nada de una manera seria y profundizando. Pero, superior a las gentes de mundo en muchos grados, si de éstas y de su espectáculo era de donde sacaba la materia de su conversación, no por eso era comprendido de ellas. Gracias a que hablaba como un artista, podía, a lo sumo, exhalar el encanto falaz de las gentes de mundo. Pero exhalarlo solamente para los artistas, respecto de los cuales hubiera podido desempeñar el papel que el reno para los esquimales; este precioso animal arranca para ellos, de las rocas desérticas, líquenes, musgos que aquéllos no sabrían descubrir ni utilizar, pero que, una vez digeridos por el reno, se convierten para los habitantes del extremo Norte en un alimento asimilable.
A esto he de añadir que los cuadros que del gran mundo trazaba el señor de Charlus estaban animados con mucha vida por la mezcla de sus odios feroces y de sus devotas simpatías. Los odios, dirigidos sobre todo contra los jóvenes; la adoración, excitada principalmente por ciertas mujeres.
Si entre éstas ponía el señor de Charlus a la princesa de Guermantes en el trono más elevado, sus misteriosas palabras sobre «el inaccesible palacio de Aladino» que habitaba su prima no bastan a explicar mi estupefacción.
A pesar de la parte que corresponde a los diferentes puntos de vista subjetivos de que habrá de hablar, en los abultamientos artificiales, no es menos cierto que hay cierta realidad objetiva en todos estos seres y, por consiguiente, diferencia entre ellos.
¿Cómo, por lo demás, habría de ser de otra manera? La humanidad que frecuentamos y que tan poco se parece a nuestros sueños, es, sin embargo, la misma que en las memorias, en las cartas de las gentes notables, hemos visto descrita y que hemos deseado conocer. El viejo más insignificante con quien cenamos es aquel cuya orgullosa carta al príncipe Federico Carlos hemos leído en un libro sobre la guerra del 70. Se aburre uno en la cena porque la imaginación está ausente, y si nos divertimos con un libro es porque en él nos da compañía aquélla. Pero se trata de las mismas personas. Nos gustaría haber conocido a madama de Pompadour, que tan bien protegió a las artes, y nos hubiéramos aburrido a su lado tanto como al lado de las modernas Egerias a cuya casa no nos podemos decidir a volver, de tan mediocres como son. No por ello es menos cierto que esas diferencias subsisten. Las gentes no son nunca exactamente iguales unas a otras; su manera de comportarse con respecto a nosotros, en igualdad de amistad pudiera decirse, revela diferencias que, en fin de cuentas, ofrecen una compensación. Cuando conocí a la señora de Montmorency, ésta se complació en decirme cosas desagradables; pero si yo tenía necesidad de algún servicio, lanzaba ella, para conseguirlo con eficacia, todo el crédito que poseía, sin escatimar nada. Mientras que otra cualquiera, como la señora de Guermantes, jamás hubiera querido disgustarme, no decía de mí sino aquello que podía causarme un placer, me colmaba de todas las amabilidades que formaban el opulento tren de vida moral de los Guermantes, pero si yo hubiera pedido una cosa de nada fuera de eso, no hubiera dado un paso para procurármelo, como en esos castillos en que tiene uno a su disposición un automóvil, un ayuda de cámara, pero en los que es imposible conseguir un vaso de sidra que no está previsto en el orden de festejos. ¿Cuál era para mí la verdadera amiga: la señora de Montmorency, tan feliz con molestarme y tan dispuesta siempre a servirme, o la señora de Guermantes, que sufría con el menor disgusto que se me hubiera causado, y que era incapaz del menor esfuerzo por serme útil? Por otra parte, se decía que la duquesa de Guermantes hablaba únicamente de frivolidades, y su prima, con un talento más mediocre, de cosas que siempre eran interesantes. Las formas de talento son tan variadas, tan opuestas no sólo en literatura, sino en la vida de mundo, que únicamente Baudelaire y Mérimée tienen derecho a desdeñarse recíprocamente. Estas particularidades forman, en todas las personas, un sistema de miradas, de expresiones, de actos, tan coherente, tan despótico, que cuando estamos en presencia suya nos parece superior a todo lo demás. En la señora de Guermantes, sus palabras, deducidas, como un teorema, del corte de su espíritu, me parecían las únicas que hubieran debido decirse. Y me sentía, en el fondo, de su opinión cuando me decía que la señora de Montmorency era estúpida y tenía el espíritu abierto a todas las cosas que no comprendía, o cuando, al enterarse de alguna mala partida de aquélla, me decía la duquesa: «Eso es lo que usted llama una mujer buena; pues a eso lo llamo yo un monstruo». Pero esta tiranía de la realidad que está ante nosotros, esta evidencia de la luz de la lámpara que hace palidecer la aurora ya lejana como un simple recuerdo, desaparecían en cuanto yo estaba lejos de la señora de Guermantes y una dama diferente me decía, poniéndose a un mismo nivel conmigo y juzgando a la duquesa muy por debajo de nosotros: «Oriana no se interesa, en el fondo, por nada ni por nadie», e incluso (cosa que en presencia de la señora de Guermantes me hubiera parecido imposible de creer, hasta tal punto proclamaba ella lo contrario): «Oriana es una
snob.
» Como ninguna matemática nos permite convertir a la señora de Arpajon y a la señora de Montpensier en cantidades homogéneas, me hubiera sido imposible responder si me preguntasen cuál de ellas me parecía superior a la otra.
Ahora bien, entre los rasgos privativos del salón de la princesa de Guermantes, el más habitualmente citado era cierto exclusivismo, debido en parte a la regia cuna de la princesa, y sobre todo al rigorismo casi fósil de los prejuicios aristocráticos del príncipe, prejuicios que, por lo demás, no habían tenido empacho en zaherir delante de mí el duque y la duquesa, y que, naturalmente, habían de hacerme considerar más inverosímil aún que me hubiese invitado aquel hombre para el que sólo contaban las Altezas y los duques y que en cada comida hacía una escena porque no se le había señalado en la mesa el sitio a que hubiera tenido derecho en tiempos de Luis XIV, sitio que, gracias a su extremada erudición en materias de historia y de genealogía, sólo él sabía cuál era. A causa de esto, muchas gentes de mundo resolvían en favor del duque y de la duquesa las diferencias que les separaban de sus primos. «El duque y la duquesa son mucho más modernos, mucho más inteligentes, no se ocupan exclusivamente, como los otros, del número de cuarteles; su salón está trescientos años más adelantado que el de su primo», eran frases usuales cuyo recuerdo me hacía ahora estremecerme cuando contemplaba la tarjeta de invitación, a la que daban muchas más probabilidades de haberme sido enviada por algún chusco.
Todavía si el duque y la duquesa de Guermantes no hubiesen estado en Cannes, hubiera podido yo tratar de saber por ellos si la invitación que había recibido era auténtica. Esta duda en que me hallaba no se debe siquiera, como por un momento me había lisonjeado creer, al sentimiento que un hombre de mundo no experimentaría y que, en consecuencia, un escritor, aun cuando perteneciese, fuera dé esto, a la casta de las gentes de mundo, debería reproducir para ser debidamente «objetivo» y pintar cada clase diferentemente. Ultimamente he encontrado, en efecto, en un delicioso volumen de memorias, la notación de incertidumbres análogas a aquellas por que me hacía pasar la tarjeta de invitación de la princesa. «Jorge y yo (o Hély y yo —no tengo el libro a mano para comprobarlo—) ardíamos hasta tal punto en deseos de ser admitidos al salón de la señora Delessert, que, habiendo recibido una invitación de ella, creímos prudente, cada uno por nuestro lado, asegurarnos de que no éramos víctimas de alguna inocentada». Ahora bien, el narrador no es otro que el conde de Hanssonville (el que casó con la hija del duque de Broglie), y el otro joven que «por su parte» va a asegurarse de si no será juguete de un bromazo, es, según se llame Jorge o Hély, uno u otro de los dos inseparables amigos del señor de Hanssonville: el señor de Harcourt o el príncipe de Chalais.