A propósito del príncipe de Foix, conviene decir, puesto que se presenta ocasión de ello, que pertenecía a una peña de doce o quince jóvenes y a un grupo, más restringido, de cuatro. La peña de los doce o quince ofrecía la característica, a la que creo escapaba el príncipe, de que cada uno de aquellos jóvenes presentaba doble aspecto. Podridos de deudas, parecían unos don nadie a los ojos de sus proveedores, a despecho de todo el placer que éstos hallaban en decir de ellos: «El señor conde, el señor marqués, el señor duque…». Esperaban salir del atolladero por medio de la famosa «buena boda», llamada también «buen gato», y como las opulentas dotes que codiciaban no eran arriba de cuatro o cinco, muchos de ellos asestaban solapadamente sus baterías contra una misma novia. Y tan bien guardaban el secreto, que cuando uno de ellos, al venir al café, decía: «Chicos, os quiero demasiado para no anunciaros que soy el prometido de la señorita de Ambresac», resonaban diversas exclamaciones, porque muchos de ellos daban ya la cosa por hecha para sí mismos con esa señorita, sin tener la sangre fría necesaria para ahogar en el primer momento el grito de su rabia y de su estupefacción: «Entonces, ¿es que encuentras gusto en casarte, Bibí?», no podía menos de exclamar el príncipe de Châtellerault, que dejaba caer su tenedor, de asombro y desesperación, porque había creído que esos mismos desposorios de la señorita de Ambresac iban a hacerse públicos muy pronto, pero con él, con Châtellerault. Y sin embargo, Dios sabe todo lo que su padre les había contado mañosamente a los Ambresac en contra de la madre de Bibí. «¿Conque te divierte casarte?», no podía menos de preguntar por segunda vez a Bibí, que, mejor preparado, puesto que había tenido todo el tiempo preciso para elegir su actitud desde que la cosa era «casi oficial», respondía sonriendo: «Estoy contento, no por casarme, que de eso pocas ganas tenía, sino porque voy a casarme con Daisy de Ambresac, que me parece deliciosa». En el tiempo que había durado esta respuesta, el señor de Châtellerault se había recobrado, pero pensaba que había que hacer cuanto antes un viraje en dirección a la señorita de la Canourque o de miss Foster, los grandes partidos número 2 y número 3, pedirles que tuvieran paciencia a los acreedores que esperaban la boda con la de Ambresac, y, por último, explicar a la gente, a quien también él había dicho que la señorita de Ambresac era encantadora, que ese matrimonio estaba bien para Bibí, pero que él se hubiera indispuesto con toda su familia de haberse casado con aquella chica. La señora de Soleón había llegado, pretendería, hasta decir que ella no los recibiría en su casa.
Pero si a los ojos de los proveedores, dueños de restaurantes, etc., parecían estos jóvenes gente de tres al cuarto, en desquite, como seres dobles, desde el momento en que se encontraban en el gran mundo ya no eran juzgados con arreglo a los descalabros de su fortuna y a los lamentables oficios a que se entregaban para intentar repararla. Volvían a ser el príncipe, el duque de tal, y sólo se les tasaba por sus blasones. Un duque casi multimillonario y que parecía reunirlo todo en sí, pasaba detrás de ellos porque, como jefes de linaje, habían sido antiguamente príncipes soberanos de un minúsculo país en que tenían el derecho de acuñar moneda, etc… Frecuentemente, en este café, uno de ellos bajaba los ojos cuando entraba otro, de modo que no forzase al que llegaba a saludarle. Es que había, en su imaginativa persecución de la riqueza, invitado a cenar a un banquero. Cada vez que un hombre de mundo se pone en tales condiciones en relación con un banquero, éste le hace perder cien mil francos, lo cual no impide que el hombre de mundo vuelva a empezar con otro. Sigue uno encendiendo cirios y consultando a los médicos.
Pero el príncipe de Foix, rico por su casa, pertenecía no sólo a esta elegante peña de una quincena de jóvenes, sino a un grupo, más cerrado e inseparable, de cuatro, del que formaba parte Saint-Loup. Nunca se invitaba a uno de ellos sin los otros; los llamaban los cuatro
gigolos;
siempre se les veía juntos en los paseos, en los castillos, donde les daban habitaciones con comunicación entre sí, de modo que —tanto más cuanto que todos ellos eran muy guapos— corrían rumores a cuenta de su intimidad. Pude desmentirlos de la manera más formal, por lo que concernía a Saint-Loup. Pero lo curioso es que, si más tarde se supo que esos rumores eran verdaderos tocante a los cuatro, cada uno de ellos, en cambio, lo había ignorado completamente de los otros tres. Y sin embargo, bien había tratado cada uno de ellos de informarse acerca de los demás, ya fuese para saciar un deseo, o más bien un rencor, estorbar un matrimonio o llevar ventaja al amigo descubierto. Un quinto amigo (porque en los grupos de cuatro siempre hay más de cuatro) se había unido a los cuatro platónicos, y aun lo era más que todos los otros. Pero los escrúpulos religiosos le contuvieron hasta mucho después de que el grupo de los cuatro se hubiera desunido y él, padre de familia, estuviese implorando en Lourdes que el próximo hijo fuera chico o chica y, en el intervalo, lanzándose sobre los militares.
No obstante la manera de ser del príncipe, el hecho de que la frase dicha en presencia suya no fuera directamente dirigida a él hizo que su cólera fuese menos fuerte de lo que hubiera sido a no ser por eso. Además, la noche esta tenía algo excepcional. Al fin, el abogado no tenía más probabilidades de entrar en relación con el príncipe de Foix que el cochero que había traído a este noble señor. Así, este último creyó que podía responder con un continente altanero y como de aparte de teatro a aquel interlocutor que, a favor de la niebla, era como un compañero de viaje con el que volvemos a encontrarnos en una playa situada en los confines del mundo, azotada por los vientos o sumida entre las brumas. «No es sólo lo de perderse, sino que no se vuelve a encontrar uno». Lo atinado de este pensamiento impresionó al dueño del café, porque ya lo había oído expresar varias veces aquella noche.
Tenía el hombre, en efecto, la costumbre de comparar siempre lo que oía o leía con un determinado texto ya conocido, y sentía despertarse su admiración si no veía diferencias. Este estado de espíritu no es de desdeñar, puesto que, aplicado a las conversaciones políticas, a la lectura de los periódicos, forma la opinión pública y hace con ello posibles los más grandes acontecimientos. Muchos dueños de café alemanes que sólo admiraban a su consumidor o a su periódico, cuando decían que Francia, Inglaterra y Rusia «buscaban» a Alemania, han hecho posible en el momento de Agadir una guerra que, por lo demás, no ha estallado. Los historiadores, si no han hecho mal en renunciar a explicar los actos de los pueblos por la voluntad de los reyes, deben sustituir ésta por la psicología del individuo medio.
En política, el dueño del café a que acababa de llegar yo no aplicaba desde hacía algún tiempo su mentalidad de profesor de declamación más que a cierto número de trozos referentes a la cuestión de Dreyfus. Si no encontraba las expresiones conocidas en las frases de un cliente o en las columnas de un periódico, declaraba el artículo insoportable o que el cliente no era franco. El príncipe de Foix le maravilló, por el contrario, hasta el punto de que apenas dio a su interlocutor tiempo de acabar su frase. «¡Bien dicho, príncipe, bien dicho! (Lo cual quería decir, en fin de cuentas, recitado irreprochablemente). ¡Eso es, eso es! », exclamó, dilatado, como se expresan las
Mil y una noches,
«hasta el límite de la satisfacción». Pero el príncipe había desaparecido ya en la sala chica. Luego, como la vida se reanuda hasta después de los acontecimientos más singulares, los que salían del mar de niebla encargaban, unos su consumición, otros su cena; y entre éstos, algunos jóvenes del
Jockey
que, por el carácter anormal del día, no vacilaron en instalarse en dos mesas de la sala grande, con lo que vinieron a encontrarse muy cerca de mí. Así, el cataclismo había establecido, incluso de la sala chica a la grande, entre toda aquella gente estimulada por el conforte del restaurante después de su prolongado errar por el océano de bruma, una familiaridad de la que sólo yo estaba excluido, y a la que debía de asemejarse la que reinaba en el arca de Noé. De pronto vi al dueño del café doblarse en morisquetas, a los
maîtres d’hôtel
acudir en pleno, cosa que hizo volver los ojos a todos los clientes. «¡En seguida!, llamad a Cipriano; una mesa para el señor marqués de Saint-Loup», exclamaba el dueño, para quien Roberto no era sólo un gran señor que gozaba de verdadero prestigio, incluso a los ojos del príncipe de Foix, sino un cliente que llevaba una vida de despilfarro y se gastaba en este restaurante mucho dinero. Los clientes de la sala grande miraban con curiosidad; los de la pequeña chistaban a cual más a su amigo, que estaba acabando de limpiarse los pies. Pero en el momento en que iba a entrar en la sala chica, me vio a mí en la grande. «Pero ¡Dios! —gritó—, ¿qué haces ahí, y con la puerta abierta enfrente?», dijo, no sin lanzar una furiosa mirada al dueño, que corrió a cerrar la puerta, disculpándose con los camareros: «Siempre les digo que la tengan cerrada».
Yo me había visto obligado a apartar mi mesa y otras que estaban delante de la mía para ir hacia Roberto. «¿Por qué te has movido? ¿Prefieres cenar aquí mejor que en la sala pequeña? ¡Pero, pobrecillo, te vas a helar!». «Va usted a hacerme el favor de condenar esa puerta», dijo al dueño. «Al momento, señor marqués; los clientes que vengan desde ahora pasarán por la sala pequeña, sencillamente». Y por mejor mostrar su celo, llamó para esta operación a un
maître d’hôtel
y varios mozos, mientras hacía resonar muy alto terribles amenazas si no cumplían bien su orden. Me daba muestras de respeto excesivas para que me olvidase de que sus zalemas no habían empezado desde mi llegada, sino únicamente después de la de Saint-Loup; y por que yo no creyera, sin embargo, que se debían a la amistad que me mostraba su rico y aristocrático cliente, me dirigía a hurtadillas sonrisitas en que parecía declararse una simpatía enteramente personal.
Detrás de mí, lo que decía un consumidor me hizo volver por un segundo la cabeza. Había entendido yo, en lugar de las palabras: «Un alón de pollo, eso es; un poco de champaña, pero que no sea demasiado seco», éstas: «Yo preferiría glicerina. Sí, caliente, eso es»
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. Había querido ver quién era el asceta que se infligía un
menú
semejante. Volví rápidamente la cabeza hacia Saint-Loup para que no me reconociese el extraño gastrónomo. Era, sencillamente, un doctor conocido mío, al que un cliente, aprovechándose de la niebla para acorralarlo en este café, hacía una consulta. Los médicos, como los bolsistas, dicen: «Yo»
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.
Miraba yo, entretanto, a Saint-Loup y pensaba en esto. Había en este café, llevaba yo conocido en la vida, muchos extranjeros, intelectuales, principiantes de toda laya, resignados a la risa que suscitaban su capa pretenciosa, sus corbatas a lo 1830, y mucho más todavía sus movimientos desgarbados, llegando incluso a provocar esa risa para hacer ver que les traía sin cuidado, y que eran gente de un auténtico valor intelectual y moral, de una profunda sensibilidad. Desagradaban —los judíos, principalmente; los judíos no asimilados, claro está; mal podría tratarse de los otros— a las personas que no pueden sufrir una apariencia extraña, estrafalaria (como Bloch a Albertina). Generalmente reconocía uno en seguida que si tenían en contra suya el tener el pelo demasiado largo, la nariz y los ojos demasiado grandes, unos ademanes teatrales y cortados, era pueril juzgarlos por esto, que tenían mucho talento y valor, y eran, al emplearlo, gente a la que se podía querer profundamente Por lo que a los judíos en particular se refiere, pocos había cuyos padres no tuviesen una generosidad de corazón, una amplitud de espíritu, una sinceridad, al lado de las cuales la madre de Saint-Loup y el duque de Guermantes no hicieran un triste papel moral por su sequedad, su religiosidad superficial que sólo censuraba los escándalos, y su apología de un cristiano que conducía infaliblemente (por los caminos imprevistos de la inteligencia estimada únicamente) a un colosal matrimonio de conveniencia. Pero al fin, en Saint-Loup, de cualquier modo que los defectos de sus padres se hubiesen combinado en un nueva creación de cualidades, reinaba el más encantador despejo de inteligencia y de corazón. Y entonces, fuerza es decirlo para gloria inmortal de Francia, cuando estas cualidades se encuentran en un francés puro, sea de la aristocracia o del pueblo, florecen —decir que se expanden sería demasiado, ya que persisten en ellas la mesura y la restricción— con una gracia que el extranjero, por estimable que sea, no nos ofrece. Las cualidades intelectuales y morales las poseen también, desde luego, los demás, y, si es menester primeramente atravesar lo que desagrada y lo que choca y lo que hace sonreír, no son menos preciosas. Pero es, con todo, bonito, y acaso sea cosa exclusivamente francesa, que lo que es hermoso a juicio de la equidad, lo que vale según el espíritu y el corazón, sea primero encantador para los ojos, esté coloreado con gracia, cincelado con justeza, realice también en su materia y en su forma la perfección interior. Miraba yo a Saint-Loup, y me decía que es una hermosura que no haya ninguna desgracia física que sirva de vestíbulo a las gracias interiores, y que las aletas de la nariz sean delicadas y de un dibujo perfecto como las alas de las mariposillas que se posan en las flores de las praderas, en torno a Combray; y que el verdadero
opus francigenum,
cuyo secreto no se ha perdido desde el siglo XIII, y que no perecería con nuestras iglesias, no son tanto los ángeles de piedra de Saint-André-des-Champs como los pequeños franceses, nobles, burgueses o campesinos, de rostro esculpido con esa delicadeza y esa valentía que han seguido siendo tan tradicionales como en el pórtico famoso, pero, además, creadoras.
Después de haberse ausentado un instante para velar personalmente por el cierre de la puerta y el encargo de la cena (insistió mucho en que tomásemos «carne», sin duda porque las aves no eran cosa del otro jueves), el dueño del café volvió para decirnos que el señor príncipe de Foix desearía que el señor marqués le permitiese venir a cenar en una mesa cerca de él. «¡Pero si están tomadas todas!», respondió Roberto, viendo las mesas que bloqueaban la mía. «Si es por eso, no importa; si al señor marqués le agradase, me sería facilísimo rogarles a esos señores que cambien de sitio. Tratándose del señor marqués puede hacerse». «Pero quien tiene que decidir eres tú —me dijo Saint-Loup—; Foix es un buen chico, no sé si te aburrirá, es menos tonto que otros muchos». Respondí a Roberto que desde luego me agradaría, pero que para una vez que cenaba con él y que me sentía tan feliz, me hubiera gustado tanto que estuviésemos solos… «¡Ah!, el príncipe tiene un gabán precioso», dijo el dueño del café durante nuestra deliberación. «Sí, lo conozco», respondió Saint-Loup. Yo quería contarle a Roberto que el señor de Charlus había disimulado delante de su cuñada que me conociese, y preguntarle cuál podía ser la razón de ello; pero me lo impidió la llegada del señor de Foix. Venía a ver si era acogida su petición, cuando le vimos que se había detenido a dos pasos de nosotros. Roberto nos presentó, pero no ocultó a su amigo que, como tenía que hablar conmigo, prefería que nos dejasen en paz. El príncipe se alejó, añadiendo al saludo de adiós que me hizo una sonrisa que apuntaba a Saint-Loup y parecía disculparse con la voluntad de éste por la brevedad de una presentación que el príncipe hubiera deseado más larga. Pero en ese momento, Roberto, al que parecía que hubiese asaltado una idea repentina, se fue con su camarada, después de haberme dicho: «Tú siéntate, de todas maneras, y ponte a cenar, que ahora vengo», y desapareció en la sala pequeña. Me fastidió tener que oír a los jóvenes distinguidos, que no conocía, contar los chismes más ridículos y peor intencionados a propósito del joven gran duque heredero del Luxemburgo (antes conde de Nassau), al que había conocido yo en Balbec y que me había dado tan delicadas pruebas de simpatía durante la enfermedad de mi abuela. Uno de ellos pretendía que el gran duque heredero le había dicho a la duquesa de Guermantes: «Exijo que se levante todo el mundo cuando pasa mi mujer», y que la duquesa había respondido (cosa que no sólo hubiera carecido de gracia, sino de exactitud, ya que la abuela de la joven princesa había sido siempre la mujer más honrada del mundo): «Hay que levantarse cuando pasa tu mujer… Entonces ya no pasará lo que con tu abuela, porque con aquella lo que hacían los hombres era acostarse». Luego refirieron que el gran duque, al ir a ver este año a su tía, la princesa de Luxemburgo, a Balbec, y como se hubiese hospedado en el Gran Hotel, se había quejado al director (el amigo mío) de que no hubiera izado el banderín de Luxemburgo en el paseo. Ahora bien, como el tal banderín era menos conocido y se usaba menos que las banderas de Inglaterra o de Italia, se habían necesitado varios días para hacerse con él, con gran descontento del joven duque. No creí una sola palabra de esta historia, pero me prometí, tan pronto como fuera a Balbec, interrogar al director del hotel de modo que me cerciorase de que todo ello era pura invención. Mientras esperaba a Saint-Loup, pedí al dueño del restaurante que hiciera que me trajesen pan. «Ahora mismo, señor barón». «No soy barón», le contesté. «¡Oh, perdón, señor conde!». No tuve tiempo de hacer oír una segunda protesta, después de la cual seguramente me hubiera convertido en «señor marqués»; tan rápidamente como había anunciado, apareció de nuevo Saint-Loup en la entrada, trayendo en la mano el amplio gabán de vicuña del príncipe, al que comprendí que se lo había pedido para que me diese calor. Me hizo señas, desde lejos, de que no me moviera; avanzó; hubiera sido preciso apartar más mi mesa, o que cambiase yo de sitio, para que pudiera sentarse él. Tan pronto como entró en la sala grande, se subió ligeramente al diván de terciopelo rojo que daba la vuelta pegado a la pared y en que, fuera de mí, no había sentados más que tres o cuatro jóvenes del
Jockey,
conocidos suyos, que no habían podido encontrar sitio en la sala chica. Entre las mesas había unos cordones eléctricos tendidos a cierta altura; sin apurarse por ello, Saint-Loup los saltó airosamente, como un caballo de carreras un obstáculo; confuso al ver que era desplegada únicamente en atención a mí y con objeto de evitarme un movimiento bien sencillo, me tenía al mismo tiempo maravillado la seguridad con que mi amigo ejecutaba aquel ejercicio de volatinero; y no era yo solo: porque aun cuando no les habría hecho, sin duda, mucha gracia si se hubiera tratado de un cliente menos aristocrático y menos rumboso, el dueño y los camareros estaban fascinados, como aficionados a la equitación en la casilla del peso de un hipódromo; un mozo, como paralizado, permanecía inmóvil con una bandeja que esperaban a nuestro lado unos comensales; y, cuando Saint-Loup, como tuviese que pasar por detrás de sus amigos, se encaramó al reborde del respaldo y siguió por él adelante, en equilibrio, unos aplausos discretos estallaron en el fondo de la sala. Por último, al llegar adonde yo estaba, paró en seco su impulso con la precisión de un jefe ante la tribuna de un soberano, e inclinándose, me tendió, con un ademán de cortesía y de sumisión, el gabán de vicuña, que inmediatamente después, en cuanto se hubo sentado junto a mí, sin que yo hubiera tenido que hacer un solo movimiento, extendió, como un chal ligero y caliente, por mis hombros.