El mundo de Guermantes (61 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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Al abandonar el vestíbulo, le había dicho yo al señor de Guermantes que tenía grandes deseos de ver a sus Elstir. «Estoy a sus órdenes. ¿Conque el señor Elstir es amigo suyo? Siento mucho no haberlo sabido, porque lo trato un poco; es hombre amable, lo que nuestros padres llamaban un ‘hombre de bien’; hubiera podido pedirle que hiciese el favor de venir, y rogarle que se quedara a cenar. Seguramente se habría sentido muy halagado por pasar con usted la velada». Muy poco «antiguo régimen» cuando así se esforzaba por serlo, volvíalo a ser en seguida el duque sin proponérselo. Como me hubiese preguntado si deseaba que me enseñase sus cuadros, me guió, haciéndose graciosamente a un lado ante cada puerta, excusándose cuando, para enseñarme el camino, se veía obligado a pasar delante, pequeña escena en que (desde los tiempos en que Saint-Simon refiere que un antepasado de los Guermantes le hizo los honores de su palacio con los mismos escrúpulos en el cumplimiento de los deberes frívolos del hidalgo) había debido, antes de resbalar hasta nosotros, de ser representada por otros muchos Guermantes para otras muchas visitas. Y como yo le había dicho al duque que me gustaría mucho quedarme un momento a solas ante los cuadros, se había retirado discretamente, diciéndome que no tenía más que ir a encontrarme luego con él en el salón.

Sólo que una vez que me quedé mano a mano con los Elstir, me olvidé por completo de la hora de la cena; de nuevo, como en Balbec, tenía ante mí los fragmentos de este mundo de colores desconocidos, que no era sino la proyección, la manera de ver peculiar de este gran pintor y que en modo alguno traducían sus palabras. Los trechos de pared cubiertos de pinturas suyas, homogéneas todas entre sí, eran como las imágenes luminosas de una linterna mágica, que hubiera sido en el caso presente la cabeza del artista, y cuya rareza no hubiera podido sospecharse mientras no se hubiese hecho más que conocer al hombre; es decir, en tanto no se hubiera hecho más que ver la linterna que encaperuzaba la lámpara, antes de haber puesto todavía ningún cristal coloreado. Entre estos cuadros, algunos de los que más ridículos parecían a la gente de mundo me interesaban más que los otros en cuanto recreaban esas ilusiones de óptica que nos prueban que no identificaríamos los objetos si no hiciésemos intervenir al razonamiento. Cuántas veces, yendo en coche, descubrimos una calle larga y clara que empieza a unos metros de nosotros, cuando lo que tenemos delante no es más que un trozo de tapial violentamente iluminado que nos ha dado el espejismo de la profundidad. Pues entonces, ¿no es lógico, no por artificio de simbolismo, sino por un sincero retorno a la raíz misma de la impresión, representar una cosa por aquella otra que en el relámpago de una ilusión primera hemos tomado por ella? Las superficies y los volúmenes son, en realidad, independientes de los nombres de objetos que nuestra memoria les impone cuando los hemos reconocido. Elstir trataba de arrancar lo que él sabía a lo que acababa de sentir; su esfuerzo había consistido a menudo en disolver el conglomerado de razonamientos que llamamos visión.

Las gentes que detestaban estos «horrores» se extrañaban de que Elstir admirase a Chardin, a Perroneau, a tantos pintores que a ellas, a las gentes de mundo, les gustaban. No se daban cuenta de que Elstir había vuelto a hacer por su cuenta, ante lo real (con el indicio particular de su gusto por ciertas búsquedas), el mismo esfuerzo que un Chardin o que un Perroneau, y que, por consiguiente, cuando dejaba de trabajar para sí mismo, admiraba en ellos tentativas del mismo género, algo como fragmentos anticipados de obras suyas. Pero la gente de mundo no añadía con el pensamiento a la obra de Elstir la perspectiva del Tiempo, que permitía a los demás saborear, o por lo menos contemplar despreocupadamente, la pintura de Chardin. Sin embargo, los más viejos hubieran podido decirse que en el curso de su vida habían visto, a medida que los años les alejaban de ella, que la distancia infranqueable que mediaba entre lo que consideraban una obra maestra de Ingres y lo que creían que había de seguir siendo perdurablemente un horror (por ejemplo, la
Olimpia,
de Manet) disminuía hasta parecer mellizos los dos lienzos. Pero no hay lección que aproveche, porque no se sabe descender hasta lo general y siempre se figura uno que se encuentra ante una experiencia que no tiene precedentes en el pasado.

Me sentí conmovido al encontrar en dos cuadros (más realistas y de una manera anterior) el mismo caballero; una vez de frac, en su salón; otra de americana y con sombrero de copa, en una fiesta popular a la orilla del agua, donde no tenía evidentemente nada que hacer y que demostraba que para Elstir no era sólo un modelo habitual, sino un amigo, acaso un protector, al que le gustaba, como antaño Carpaccio a determinados señores de nota —y perfectamente parecidos unos a otros— de Venecia, hacer figurar en sus cuadros, de igual suerte, también, que Beethoven tenía gusto en inscribir al frente de una obra preferida el nombre dilecto del archiduque Rodolfo. Esta fiesta a la orilla del agua tenía un no sé qué encantador. El río, los trajes de las mujeres, los velámenes de las barcas, los reflejos innumerables de unos y otras hallábanse en vecindad en medio de este cuadrado de pintura que Elstir había recortado de una siesta maravillosa. Lo que enhechizaba en el vestido de una mujer que cesaba de bailar un momento, por el calor y el sofoco, era asimismo tornasolado, y de idéntica manera, en el lienzo de una vela quieta, en el agua del puertecillo, en el pontón de madera, en las frondas y en el cielo. De igual modo que en uno de los cuadros que había visto yo en Balbec, el hospital, tan hermoso bajo su cielo de lapislázuli como la misma catedral, parecía, más atrevido que Elstir teórico, que Elstir hombre de gusto y enamorado de la Edad Media, cantar: «No hay gótico, no hay obra maestra; el hospital sin estilo vale tanto como la gloriosa fachada», así oía yo: la dama un tanto vulgar a la que un deleitante de paseo evitaría mirar, exceptuaría del cuadro poético que ante él compone la naturaleza, esa mujer es también hermosa, su vestido recibe la misma luz que la vela del barco, y no hay cosas más o menos preciosas, el traje corriente y la vela bonita en sí misma son dos espejos del mismo reflejo; todo el valor está en las miradas del pintor. Ahora bien; éste había sabido inmortalmente detener el movimiento de las horas en ese instante luminoso en que la dama había tenido calor y había cesado de bailar, en que el árbol estaba cercado de un ruedo de sombra, en que las velas parecían resbalar sobre un barniz de oro. Pero justamente porque el instante pesaba sobre nosotros con tanta fuerza, este tiempo tan fijo daba la impresión más fugitiva, sentíase que la dama iba a volver a marcharse bien pronto, los barcos a desaparecer, la sombra a cambiar de sitio, la noche a venir; que el placer se acaba, que la vida pasa, y los instantes, mostrados a la vez por tantas luces que en ellos conviven en vecindad, no vuelven a encontrarse. Otro aspecto aún; completamente distinto, en verdad, de lo que es el instante, reconocía yo en algunas acuarelas de asunto mitológico que databan de los comienzos de Elstir y con las que estaba asimismo decorado este salón. Las gentes de mundo «avanzadas» llegaban «hasta» esta manera, pero no más lejos. No era esto, desde luego, lo mejor que había hecho Elstir, pero ya la sinceridad con que había sido pensado el tema lo despojaba de su frialdad. Así, por ejemplo, las musas eran representadas como lo habrían sido unos seres pertenecientes a una especie fósil, pero que no hubiera sido raro, en los tiempos mitológicos, ver pasar a la atardecida, de dos en dos o de tres en tres, a lo largo de algún sendero montañoso. A veces, un poeta, de una raza que tenía también una individualidad particular para un zoólogo (caracterizada por cierta asexualidad), se paseaba con una musa, como, en la naturaleza, criaturas de especies diferentes pero amigas y que van en compañía. En una de estas acuarelas se veía a un poeta agotado por una larga caminata por la montaña, al que un Centauro con quien se ha encontrado, apiadado de su cansancio, se echa a la espalda y vuelve consigo a su morada. En más de otra, el inmenso paisaje (en que la escena mítica, los héroes fabulosos, ocupan un lugar minúsculo y están como perdidos) aparece reproducido desde las cumbres hasta el mar, con una exactitud que indica, más aún que la hora, hasta el minuto que es, merced al grado preciso del declinar del sol, a la fidelidad fugitiva de las sombras. Con ello, el artista da, instantaneizándolo, una a modo de realidad histórica vivida al símbolo de la fábula, lo pinta y lo relata en pretérito perfecto.

Mientras miraba yo los cuadros de Elstir, los campanillazos de los invitados que iban llegando habían sonado, ininterrumpidos, y me habían acunado blandamente. Pero el silencio que sucedió a ellos, y que duraba ya desde hacía mucho rato, acabó —verdad es que menos rápidamente— por despertarme de mi divagar, como el silencio que sucede a la música de Lindoro saca a Bartolo de su sueño. Tuve el temor de que se hubieran olvidado de mí, que estuviesen a la mesa, y me dirigí rápidamente hacia el salón. A la puerta del gabinete de los Elstir me encontré con un criado que esperaba, viejo o empolvado, no sé, con el empaque de un ministro español, pero mostrando para conmigo el mismo respeto que hubiera desplegado a los pies de un rey. Me percaté, por su continente, de que aún me habría esperado una hora más, y pensé con espanto en el retraso que había hecho sufrir a la cena, cuando, sobre todo, había prometido estar a las once en casa del señor de Charlus.

El ministro español (no sin que volviese a encontrar en él, por el camino, al lacayo perseguido por el portero y que, radiante de dicha cuando le pregunté por su novia, me dijo que precisamente mañana les tocaba salir a ella y a él, que podía pasarse todo el día con ella, y ponderó la bondad de la señora duquesa) me condujo al salón donde temía yo encontrarme de mal humor al señor de Guermantes. Me recibió, por el contrario, con una alegría evidentemente ficticia en parte y dictada por la urbanidad, pero por lo demás sincera, inspirada por su estómago, en el que un retraso tal había despertado el hambre, y por la consciencia de una impaciencia igual en todos sus invitados, que llenaban por completo el salón. Supe, en efecto, más tarde que habían estado esperándome cerca de tres cuartos de hora. El duque de Guermantes pensó, sin duda, que con prolongar el suplicio general de dos minutos no lo agravaría, y que, como la cortesía le había movido a retrasar tanto el momento de sentarse a la mesa, esa cortesía sería más completa si, no haciendo que sirviesen inmediatamente la cena, lograba persuadirme de que no llegaba yo con retraso y de que no habían estado aguardando por mí. Así, me preguntó, como si tuviésemos una hora por delante hasta la comida y aún no estuviesen allí ciertos invitados, qué me habían parecido los Elstir. Pero al mismo tiempo, y sin dejar que se delatasen los retortijones de su estómago, para no perder un segundo más, de acuerdo con la duquesa procedía a las presentaciones. Entonces solamente me percaté de que acababa de producirse en torno a mí (a mí, que hasta ese día —salvo la preparación en el salón de la señora de Swann— había estado acostumbrado en casa de mi madre, en Combray y en París, a los modales, protectores o a la defensiva, de hoscas burguesas que me trataban como a un chiquillo) un cambio de decoración comparable al que introduce de repente a Parsifal en medio de las muchachas-flores. Las que me rodeaban, completamente descotadas (su carne aparecía por los dos lados de una sinuosa rama de mimosa o bajo los anchos pétalos de una rosa), no me saludaron de otro modo que haciendo fluir hacia mí largas miradas acariciadoras, como si sólo la timidez les hubiera impedido besarme. Muchas no eran menos honestísimas por ello, desde el punto de vista de las costumbres; muchas, no todas, porque las más virtuosas no tenían para las que eran ligeras la repulsión que hubiera sentido mi madre. Los caprichos de la conducta, negados por algunas amigas santas, a despecho de la evidencia, parecían, en el mundo de los Guermantes, importar mucho menos que las relaciones que se había sabido conservar. Fingíase ignorar que el cuerpo de una señora de su casa era manejado por todo el que quería, con tal que el «salón» hubiese permanecido intacto. Como el duque se cuidaba muy poco de sus invitados (de quienes, desde hacía mucho tiempo, nada tenía que aprender y a los que no tenía nada que enseñar), pero sí mucho de mí, cuyo género de superioridad, por serle desconocido, le causaba un poco de la misma índole de respeto que a los señorones de la corte de Luis XIV los ministros burgueses, estimaba, evidentemente, que el hecho de no conocer a sus invitados no tenía ninguna importancia, si no para ellos, a lo menos para mí, y mientras yo me preocupaba, por él, del efecto que iba a producirles, él sólo se cuidaba del que a mí me hiciesen.

Ante todo, por otra parte, se produjo una pequeña confusión por partida doble. En efecto, en el mismo momento en que había entrado yo en el salón, el señor de Guermantes, sin darme siquiera tiempo a saludar a la duquesa, me había llevado, como para dar una buena sorpresa a aquella persona a la que parecía decir: «Aquí está su amigo; ya ve usted que se lo traigo cogido del pescuezo», hacia una dama menudita. Ahora bien; desde mucho antes de que, empujado por el duque, hubiese llegado yo ante ella, la dama no había cesado de dirigirme con sus anchos y dulces ojos negros las mil sonrisas de inteligencia que dirigimos a un antiguo conocido que quizá no nos reconoce. Como ése era justamente mi caso y no acababa de recordar quién fuese ella, volví a otro lado la cabeza sin dejar de seguir adelante, de modo que no tuviera que responder hasta que la presentación me hubiese sacado del apuro. En todo ese tiempo, la dama seguía teniendo en equilibrio inestable su sonrisa destinada a mí. Parecía como si le corriera prisa desembarazarse de ella y que yo dijese por fin: «¡Ah, señora, ya lo creo! ¡Qué alegría le va a dar a mamá que hayamos vuelto a encontrarnos!». Yo estaba tan impaciente por saber su nombre como ella por haber visto que yo la saludaba al fin con pleno conocimiento de causa y que su sonrisa, indefinidamente prolongada como un «sol» sostenido, podía cesar al cabo. Pero el señor de Guermantes se las arregló tan mal, al menos a mi juicio, que me pareció que no había dicho más nombre que el mío, y yo seguía ignorando quién era la seudodesconocida, que no tuvo el buen sentido de decir cómo se llamaba, hasta tal punto las razones de nuestra intimidad, oscuras para mí, le parecían claras. En efecto; en cuanto estuve junto a ella, no me tendió su mano, sino que cogió familiarmente la mía y me habló en el mismo tono que si yo hubiera estado tan al corriente como ella de los buenos recuerdos a que se refería mentalmente. Me dijo cuánto iba a sentir Alberto, que comprendí era su hijo, no haber podido venir. Busqué entre mis antiguos camaradas cuál se llamaba Alberto: no encontré más que a Bloch; pero no podía ser la señora de Bloch, la madre, la que tenía delante de mí, puesto que aquélla había muerto hacía muchos años. Me esforcé vanamente en adivinar el pasado común a ella y a mí a que se refería con el pensamiento. Pero no lo divisaba mejor a través del traslúcido azabache de las anchas y dulces pupilas que sólo dejaban pasar la sonrisa como se distingue un paisaje situado allende un vidrio negro, aunque esté inflamado de sol. La dama me preguntó si no se fatigaba demasiado mi padre, si no quería ir yo un día al teatro con Alberto, si me encontraba más aliviado; y como mis respuestas, titubeando en la oscuridad mental en que me hallaba, no llegaron a hacerse distintas sino para decir que no me encontraba bien aquella noche, ella adelantó con su propia mano una silla para mí, desplegando mil atenciones a que nunca me habían acostumbrado los demás amigos de mis padres. Al fin, el duque me dio la clave del enigma: «Lo encuentra a usted encantador», murmuró a mi oído, que fue herido como si estas palabras no le fuesen desconocidas. Eran las que la señora de Villeparisis nos había dicho a mi abuela y a mí cuando habíamos trabado conocimiento con madama de Luxemburgo; pero por el lenguaje del que me lo servía, discerní la especie del animal. Era una Alteza. Ni por asomos conocía a mi familia ni a mí; pero, vástago de la raza más noble y en posesión de la fortuna más grande del mundo, porque, siendo hija del príncipe de Parma, se había casado con uno de sus primos, príncipe también, deseaba, en su gratitud al Creador, mostrar al prójimo, por pobre, por humilde que su origen fuese, que no lo despreciaba. A decir verdad, las sonrisas hubieran podido hacérmelo adivinar; yo había visto a la princesa de Luxemburgo comprar bollitos de centeno en la playa para darle de ellos a mi abuela, como a una corza del Jardín de Aclimatación. Pero aún no era más que la segunda princesa a quien me presentaban, y podía disculpárseme por no haber discernido los rasgos generales de la amabilidad de los grandes. Por lo demás, ¿no se habían tomado ellos mismos el trabajo de advertirme para que no contase demasiado con esa amabilidad, ya que la duquesa de Guermantes, que tantos saludos me había hecho con la mano en la Opera Cómica, parecía haberse puesto furiosa porque yo la saludase en la calle, como esas gentes que, por haber dado una vez una moneda de oro a alguien, piensan que con eso ya quedan en paz para siempre? En cuanto al señor de Charlus, sus altibajos ofrecían mayores contrastes todavía. Por último, he conocido, como se verá, Altezas y Majestades de otra índole, reinas que juegan a la reina y que hablan, no conforme a los usos de sus congéneres, sino como las reinas del teatro de Sardou.

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