Los días que precedieron a mi cena con la señora de Stermaria fueron para mí no deliciosos, sino insoportables. Es que, en general, cuanto más corto es el tiempo que nos separa de lo que nos proponemos, más largo nos parece, porque le aplicamos medidas más breves, o simplemente porque pensamos en medirlo. El papado, dicen, cuenta por siglos, y acaso ni siquiera piensa en contar, porque su objetivo está en el infinito. Yo, como el mío estaba solamente a la distancia de tres días, contaba por segundos, me entregaba a esos fantaseos que son comienzos de caricias, de caricias que rabia uno al no poderlas hacer acabar por la mujer misma (esas caricias precisamente, con exclusión de cualesquiera otras). Y en suma, si es verdad que, en general, la dificultad de alcanzar el objeto de un deseo aumenta éste (la dificultad, no la imposibilidad, pues esta última lo suprime), sin embargo, para un deseo enteramente físico, la certeza de que ha de ser realizado en un momento próximo y determinado es apenas menos exaltante que la incertidumbre; casi tanto como la duda ansiosa, la ausencia de duda torna intolerable la espera del placer infalible, ya que hace de esa espera una realización innumerable y, merced a la frecuencia de las representaciones anticipadas, divide el tiempo en cortes tan menudos como lo haría la angustia.
Lo que yo necesitaba era poseer a la señora de Stermaria, porque desde hacía varios días, con una actividad incesante, mis deseos habían preparado en mi imaginación ese placer, y sólo ése; otro (el placer con otra) no hubiera estado en sazón, ya que el placer no es más que el realizarse una apetencia previa y que no es siempre la misma, que cambia según las mil combinaciones de la ilusión, los azares del recuerdo, el estado del temperamento, el orden de disponibilidad de los deseos, de que los últimos atendidos descansen hasta que haya sido olvidada un tanto la decepción de su realizarse; yo no hubiera estado dispuesto, había dejado ya el camino real de los deseos generales y me había enveredado por el sendero de un deseo particular: hubiera sido preciso, para desear otra cita, volver de demasiado lejos para alcanzar de nuevo el camino real y tomar otro sendero. Poseer a la señora de Stermaria en la isla del Bosque de Bolonia, donde la había invitado a cenar, era el placer que me imaginaba a cada minuto. Este placer hubiera quedado naturalmente destruido si yo hubiese cenado en esa isla sin la señora de Stermaria; pero quizá también harto disminuido, de cenar, aun con ella, en otro sitio. Por otra parte, las actitudes conforme a las que nos figuramos un placer son previas a la mujer, al género de mujeres que para él conviene. Son esas actitudes las que lo gobiernan, de igual suerte que imponen el lugar y a causa de ello hacen que vuelvan a nuestro caprichoso pensamiento tal mujer, tal paraje, tal alcoba que en otras semanas hubiésemos desdeñado. Hijas de la costumbre, ciertas mujeres no van bien sin el vasto lecho en que encuentra uno la paz al lado de ellas, y otras, para ser acariciadas con una intención más secreta, requieren las hojas al viento, las aguas en la noche, son ligeras y huidizas tanto como unas y otras.
Claro que mucho antes ya de haber recibido la carta de Saint-Loup, y cuando aún no se trataba de la señora de Stermaria, la isla del Bosque me había parecido como hecha adrede para el placer, porque me había ocurrido ir allí a saborear la tristeza de no tener ningún goce a que dar abrigo en aquellos lugares. Por las orillas del lago que conducen a esa isla y a lo largo de las que, en las últimas semanas del estío, van a pasearse las parisienses que aún no han salido de veraneo, es por donde, sin saber ya en qué lugar encontrarla, ni siquiera si no habrá abandonado ya París, vaga uno con la esperanza de ver pasar a la muchachita de quien se ha enamorado en el último baile del año, a la que ya no podrá uno volver a encontrar en ninguna reunión de la primavera siguiente. Sintiéndose en vísperas, o acaso al día siguiente de la partida del ser querido, sigue uño, por la orilla del agua trémula, esas hermosas avenidas en que ya una primera hoja roja florece como una última rosa, escruta el horizonte en que, merced a un artificio inverso al de esos panoramas bajo cuya rotonda los personajes de cera del primer plano comunican a la tela pintada del fondo la ilusoria apariencia de la profundidad y del volumen, nuestros ojos, al pasar sin transición del parque cultivado a las alturas naturales de Meudon y del monte Valérien, no saben dónde poner una frontera, y hacen entrar la verdadera campiña en la obra de jardinería, cuyo goce artificial proyectan mucho más allá de ella, al igual que esos pájaros raros criados en libertad en un jardín botánico, y que cada día, según el capricho de sus paseos alados, van a posar en los bosques limítrofes una nota exótica. Entre la postrera fiesta del verano y el destierro del invierno, recorre uno ansiosamente ese reino novelesco de los encuentros inciertos y de las melancolías amorosas, y no nos sorprendería más que estuviera situado fuera del universo geográfico, que si en Versalles, en lo alto de la terraza, observatorio en torno al cual las nubes se acumulan contra el cielo azul en el estilo de Van der Meulen, después de habernos elevado así fuera de la Naturaleza, supiéramos que allí donde ésta comienza de nuevo, al extremo del gran canal, los pueblos que no podemos distinguir, en el horizonte deslumbrador como el mar, se llaman Fleurus o Nimega.
Y pasado el último coche, cuando sentimos con dolor que ya no vendrá ella, nos vamos a cenar a la isla; por cima de los álamos temblones que recuerdan sin fin los misterios de la atardecida más que responden a ellos, una nube sonrosada pone un postrero color de vida en el cielo aserenado. Algunas gotas de lluvia caen sin ruido en el agua, antigua, pero en su divina infancia, que sigue siendo siempre del color del tiempo y que olvida en todo momento las imágenes de las nubes y de las flores. Y después que los geranios, intensificando la iluminación de sus colores, han luchado inútilmente contra el crepúsculo ensombrecido, una bruma viene a envolver la isla que se aduerme; se pasea uno por la húmeda oscuridad, a la orilla del agua en que a lo sumo el paso silencioso de un cisne os pasma como en un lecho nocturno los ojos abiertos de par en par un instante y la sonrisa de un niño al que no creíamos despierto. Entonces quisiéramos tanto más tener con nosotros una enamorada, cuanto más solos nos sentimos y más lejos podemos creernos.
Pero en esta isla, en la que hasta en verano había frecuentemente bruma, cuánto más feliz sería yo trayendo a la señora de Stermaria, ahora que los días malos, que el fin del otoño había llegado. Si el tiempo que hacía desde el domingo no había, por sí solo, tornado grisáceos y marítimos los países en que mi imaginación vivía —como en otras estaciones los tornaba embalsamados, luminosos, italianos—, la esperanza de poseer a la vuelta de unos días a la señora de Stermaria hubiera bastado para hacer que se alzara veinte veces por hora un telón de bruma en mi imaginación monótonamente nostálgica. De todos modos, la niebla que desde la víspera se había alzado en el mismo París no sólo me hacía pensar sin tregua en la tierra natal de la muchacha a quien acababa de invitar, sino que, como era probable que, mucho más densa aún que en la ciudad, habría de invadir a la atardecida el Bosque, sobre todo a la orilla del lago, pensaba yo que convertiría un poco para mí la isla de los Cisnes en la isla de Bretaña, cuya atmósfera marítima y brumosa había rodeado siempre a mis ojos como una vestidura la pálida silueta de la señora de Stermaria. Realmente, cuando es uno joven, a la edad que tenía yo cuando mis paseos del lado de Méséglise, nuestro deseo, nuestra creencia confieren al vestido de una mujer una particularidad individual, una irreductible esencia. Persigue uno la realidad. Pero, a fuerza de dejarla escapar, acaba por observarse que a través de todas esas vanas tentativas en que hemos encontrado la inanidad subsiste algo sólido, y es lo que se buscaba. Empieza uno a despejar, a conocer aquello que ama; trata de procurárselo, aunque sea a costa de un artificio. Entonces, a falta de la creencia desaparecida, la costumbre significa un suplir esa creencia mediante una ilusión voluntaria. De sobra sabía yo que no iba a encontrar a media hora de casa la Bretaña. Pero al pasearme de bracete con la señora de Stermaria por las tinieblas de la isla, a la orilla del agua, haría como otros que, ya que no pueden entrar en un convento, por lo menos, antes de poseer a una mujer, la visten de religiosa.
Podía incluso esperar que oiría en compañía de la joven algún chapoteo de olas, toda vez que la víspera de la cena se desencadenó una tormenta. Empezaba a afeitarme para ir a la isla a encargar que me guardasen el reservado (bien que en esta época del año estuviese vacía la isla y el restaurante desierto) y preparar la carta para el almuerzo del día siguiente, cuando Francisca me anunció a Albertina. La hice pasar en seguida, indiferente a que me viese afeado por una barbita negra la misma mujer para quien, en Balbec, nunca me encontraba bastante guapo, y que me había costado entonces tanta agitación y trabajo como ahora la señora de Stermaria. Me importaba que ésta recibiese la mejor impresión posible de la velada del día siguiente. Así rogué a Albertina que me acompañase inmediatamente a la isla para ayudarme a componer la carta. Aquella a quien se da todo es sustituida tan aprisa por otra, que se queda uno pasmado de dar lo que tiene de nuevo, a cada hora, sin esperanza de porvenir. Ante mi proposición, el rostro sonriente y rosa de Albertina, bajo un gorrito liso que descendía muy bajo, hasta los ojos, pareció vacilar. Debía de tener otros proyectos; de todos modos, me los sacrificó fácilmente, con gran satisfacción mía, ya que concedía mucha importancia a tener a mi lado una joven de su casa que sabría disponer la cena mucho mejor que yo.
Verdad es que Albertina había representado muy otra cosa para mí en Balbec. Pero nuestra intimidad —aun cuando entonces no la juzguemos suficientemente estrecha— con una mujer de quien estamos prendados, crea entre nosotros y ella, a pesar de las insuficiencias que nos hacen sufrir entonces, vínculos sociales que sobreviven a nuestro amor e incluso al recuerdo del mismo. Entonces, en lo que ya no es para nosotros más que un medio, y un camino hacia otras, nos hallamos tan sorprendidos y divertidos al enterarnos por nuestra memoria de lo que su nombre significó de original para el otro ser que hemos sido antaño, como si, después de haber dado a un cochero unas señas, el «Boulevard des Capucines» o la «Rue du Bac», pensando únicamente en la persona a quien vamos a ver allí, nos diésemos cuenta de que esos nombres fueron en otro tiempo el de las monjas capuchinas cuyo convento se encontraba en ese lugar, y el de la balsa
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que cruzaba el Sena.
Verdad es que mis deseos de Balbec habían madurado tan bien el cuerpo de Albertina, habían acumulado en él sabores tan frescos y tan dulces que, durante nuestra caminata por el bosque, mientras el viento, como un jardinero cuidadoso, sacudía los árboles, hacía caer los frutos, barría las hojas muertas, me decía yo que, si hubiera habido algún riesgo de que Saint-Loup se hubiese engañado, o de que yo hubiese entendido mal su carta y de que mi cena con la señora de Stermaria no me condujese a nada, habría citado para aquella misma atardecida, muy tarde, a Albertina, con objeto de olvidar durante una hora puramente voluptuosa, teniendo en mis brazos el cuerpo en que mi curiosidad había calculado, sopesado todos los encantos en que ahora sobreabundaba, las emociones y acaso las tristezas de este comienzo de amor respecto de la señora de Stermaria. Y realmente, si yo hubiera podido suponer que la señora de Stermaria no había de concederme ningún favor la primera tarde, me habría representado por modo harto falaz el rato que había de pasar con ella. De sobra sabía yo por experiencia cómo las dos etapas que se suceden en nosotros, en esos comienzos de amor hacia una mujer a la que hemos deseado sin conocerla, amando en ella, antes que a ella misma —casi desconocida aún—, la vida particular en que se baña, cómo esas dos etapas se reflejan extrañamente en el orden de los hechos; es decir, no ya en nosotros mismos, sino en nuestras citas con ella. Hemos vacilado, sin haber hablado nunca con ella, tentados por la poesía que para nosotros representa. ¿Será ella o será otra? Y he aquí que los sueños plasman en torno a ella, ya no componen más que una misma cosa con ella. La primera cita con ella, que seguirá bien pronto, debería reflejar este amor naciente. No hay nada de eso. Como si fuera necesario que la vida material tuviese también su primera etapa, queriéndola ya, le hablamos de la manera más insignificante: «Le he pedido a usted que viniese a cenar a esta isla porque he pensado que le gustaría este escenario. Por lo demás, no tengo nada de particular que decirle. Pero me da miedo de que haya aquí mucha humedad y tenga usted frío. —No, no—. Lo dice usted por amabilidad. Le permito luchar, señora, un cuarto de hora más contra el frío, por no importunarla, pero dentro de un cuarto de hora me la llevaré de aquí a la fuerza. No quiero hacerle pillar un catarro». Y sin haberle dicho nada nos la llevamos de allí, sin recordar nada de ella; a lo sumo, cierta manera de mirar, pero sin pensar más que en volverla a ver. Ahora bien, a la segunda vez (sin volver a encontrar siquiera la mirada, único recuerdo, pero sin pensar ya, a pesar de ello, en otra cosa que en verla de nuevo), la primera etapa ha quedado atrás. Nada ha ocurrido en el intervalo. Y sin embargo, en lugar de hablar de las comodidades del restaurante, decimos, sin que ello extrañe a la nueva persona, a la que encontramos fea, pero a la que querríamos que estuvieran hablándole de nosotros todos los minutos de su vida: «Mucho vamos a tener que hacer para vencer todos los obstáculos acumulados entre nuestros corazones. ¿Cree usted que lo conseguiremos? ¿Se figura usted que podremos dar cuenta de nuestros enemigos, esperar un porvenir dichoso?». Pero estas conversaciones, primeramente insignificantes y que luego hacen alusión al amor, no llegaríamos a tenerlas nosotros dos; podía dar crédito a la carta de Saint-Loup. La señora de Stermaria se entregaría desde el primer día; así es que ya no tendría yo que citar a Albertina en mi casa, poniéndome en lo peor, para el final de la tarde. Era inútil; Roberto no exageraba nunca, y su carta ¡estaba tan clara!
Albertina me hablaba poco porque se daba cuenta de que yo estaba preocupado. Dimos unos cuantos pasos a pie, bajo la gruta verdosa, casi submarina, de una espesa arboleda sobre cuya cúpula oíamos romperse el viento y salpicar la lluvia. Yo aplastaba contra la tierra las hojas muertas que se hundían en el suelo como conchas, y hacía rodar, empujándolas con el bastón, las castañas, punzantes como erizos de mar.