—¿No tendría usted libre el viernes para que nos reuniésemos en la intimidad? ¡Qué bien estaría! Irá la princesa de Parma, que es encantadora; ante todo, no le invitaría a usted de no ser para que se encontrase con gente agradable.
Abandonada en los círculos mundanos intermedios que están entregados a un perpetuo movimiento de ascensión, la familia desempeña, por el contrario, importante papel en los círculos inmóviles como la pequeña burguesía y como la aristocracia principesca que no puede aspirar a elevarse ya que, por encima de ella, desde su especial punto de vista, no hay nada. La amistad de que me daban pruebas «la tía Villeparisis» y Roberto me habían hecho acaso, para la señora de Guermantes y sus amigos, que vivían siempre sobre sí y en un mismo corrillo, objeto de una atención curiosa que yo no sospechaba.
La duquesa tenía de esos parientes un conocimiento familiar, cotidiano, vulgar, muy diferente de lo que nos imaginarnos nosotros, y en el que, si nos encontramos comprendidos, lejos de que nuestros actos sean por ello expulsados como la mota de polvo del ojo o la gota de agua de la traquearteria, pueden quedar grabados, ser comentados, referidos todavía años después de que nosotros mismos los hemos olvidado, en el palacio en que estamos asombrados de encontrarlos como una carta nuestra en una preciosa colección de autógrafos.
Unos elegantes que no son más que eso, pueden vedar el acceso a su puerta, excesivamente invadida. Pero la de los Guermantes no lo estaba. Un extraño casi nunca tenía ocasión de pasar por delante de ella. Para una vez que la duquesa se encontraba con que le indicaban a alguien, no pensaba en preocuparse del valor mundano que pudiera traer consigo ese alguien, ya que ese valor era cosa que ella confería y no podía recibir. No pensaba más que en las cualidades reales del nuevo conocido. La señora de Villeparisis y Saint-Loup le habían dicho que yo las poseía. Y sin duda no les hubiera dado crédito de no haber observado que ni la de Villeparisis ni Saint-Loup conseguían nunca hacerme ir a su casa cuando ellos querían, cosa que se le antojaba a la duquesa señal de que un extraño formaba parte de la «gente agradable».
Había que ver, cuando hablaba de mujeres que no le hacían mucha gracia, cómo cambiaba de fisonomía si se nombraba a propósito de alguna, por ejemplo, a su cuñada. «¡Oh!, es encantadora», decía con expresión de agudeza y de certidumbre. La única razón que de ello daba era que la dama en cuestión se había negado a ser presentada a la marquesa de Chaussegros y a la princesa de Silistria. No añadía que la misma dama se había negado a dejarse presentar a ella, a la duquesa de Guermantes. El caso se había dado, con todo, y desde ese día el espíritu de la duquesa daba vueltas en torno a lo que realmente podría pasar en casa de la dama tan difícil de conocer. Se moría de ganas de ser recibida en aquella casa. Las gentes de mundo tienen hasta tal punto la costumbre de que se las asedie, que aquel que huye de ellas les parece un fénix y acapara su atención.
El verdadero motivo de que me invitara, ¿era el ánimo de la señora de Guermantes (desde que ya no estaba yo enamorado de ella) el que yo no anduviese detrás de sus parientes a pesar de andar ellos detrás de mí? No lo sé. De todas maneras, ya que se había decidido a invitarme, quería hacerme los honores de lo mejor que tenía en su casa, y alejar a aquellos de sus amigos que hubieran podido impedirme volver, aquellos de quienes sabía ella que eran fastidiosos. Yo no había sabido a qué atribuir el cambio de rumbo de la duquesa cuando la había visto desviarse de su curso estelar, venir a sentarse a mi lado e invitarme a cenar, efecto de causas ignoradas, por falta de un sentido especial que nos informe en este respecto. Nos figuramos a las gentes que conocemos apenas —cual yo a la duquesa— como si sólo pensaran en nosotros en los raros momentos en que nos ven. Pero es el caso que este olvido ideal en que nos figuramos que nos tienen es absolutamente arbitrario. De modo que mientras en el silencio de la soledad, semejante al de una hermosa noche, nos imaginamos a las diferentes reinas de la sociedad siguiendo su camino por el cielo a una distancia infinita, no podemos defendernos contra un sobresalto de malestar o de placer si nos cae de lo alto, como un aerolito que trae grabado nuestro nombre, que creíamos desconocido en Venus o en Casiopea, una invitación a cenar o un avieso chismorreo.
Quizá a veces, cuando a imitación de los príncipes persas que, al decir del
Libro de Ester,
se hacían leer los registros en que estaban inscritos los nombres de aquellos de sus súbditos que habían dado muestras de celo para con ellos, la señora de Guermantes consultaba la lista de las personas bien intencionadas, se había dicho de mí: «Uno al que le diremos que venga a cenar». Pero otros pensamientos la habían distraído
(De soins tumultueux un prince environné
Vers de nouveaux objets est sans cesse entraîné)
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hasta el momento en que me había visto solo como a Mardoqueo a la puerta del palacio; y como el verme había refrescado su memoria, quería, cual Asuero, colmarme de sus dones.
Sin embargo, debo decir que una sorpresa de opuesto género iba a seguir a la que me había llevado en el momento en que me había invitado la señora de Guermantes. Como me había parecido más modesto por parte mía, y más agradecido, no disimular esa sorpresa, y expresar, por el contrario, con exageración lo que de gozoso tenía, la señora de Guermantes, que se disponía a salir para una última reunión, acababa de decirme, casi como una justificación, y por temor a que yo no supiera bien quién era ella, ya que tan asombrado parecía de ser invitado a su casa: «Ya sabe usted que soy la tía de Roberto de Saint-Loup, que le quiere a usted mucho, y, además, ya nos hemos visto aquí». Al responder que ya lo sabía, añadí que también conocía al señor de Charlus, que «había sido muy amable conmigo en Balbec y en París». La señora de Guermantes dio muestras de extrañeza, y sus miradas parecieron referirse, como para una verificación, a una página ya más antigua del libro íntimo. «¡Cómo!, pero ¿conoce usted a Palamedes?». Este nombre cobraba en los labios de la señora de Guermantes una gran dulzura por la sencillez involuntaria con que la duquesa hablaba de un hombre tan brillante, pero que para ella era nada más que su cuñado y el primo con quien se había criado. Y en la confusa grisura que era para mí la vida de la duquesa de Guermantes, este nombre de Palamedes ponía como la claridad de los largos días estivales en que había jugado con él la duquesa, de niña, en Guermantes, en el jardín. Además, en esa parte, desde hacía mucho transcurrida, de su existencia, Oriana de Guermantes y su primo Palamedes habían sido muy diferentes de lo que habían llegado a ser después: particularmente el señor de Charlus, entregado por entero a unos gustos artísticos que más tarde había refrenado tan bien que me quedé estupefacto al saber que era él quien había pintado el inmenso abanico de iris amarillos y negros que desplegaba en aquel momento la duquesa. También hubiera podido enseñarme ésta una sonatina que en otro tiempo había compuesto para ella su primo. Ignoraba yo en absoluto que el barón tuviese todos estos talentos de que jamás hablaba. Digamos de paso que al señor de Charlus no le hacía mucha gracia que su familia le llamase Palamedes. Por lo que hace a «Memé», todavía hubiera podido comprenderse que no le agradase. Estas estúpidas abreviaturas son un signo de la incomprensión que la aristocracia tiene de su propia poesía (el judaísmo posee, por lo demás, la misma incomprensión, ya que a un sobrino de lady Rufus Israël que se llamaba Moisés le llamaban corrientemente entre la buena sociedad: «Momó»), al mismo tiempo que de su preocupación por no parecer que concede importancia a lo que es aristocrático. Ahora bien, el señor de Charlus tenía en este respecto más imaginación poética y más orgullo, del que hacía alarde. Pero la razón que le movía a encontrar muy poco de su gusto el «Memé» no era esa, toda vez que se extendía igualmente al hermoso nombre de Palamedes. La verdad es que, juzgándose, sabiéndose de familia principesca, hubiera querido que su hermano y su cuñada dijesen, al referirse a él: «Charlus», como la reina María Amelia o el duque de Orleáns podían decir de sus hijos, nietos, sobrinos y hermanos: «Joinville, Nemours, Chartres, París».
—¡Qué amigo de tapujos es este Memé! —exclamó la duquesa—. Le hemos hablado mucho de usted, nos ha dicho que quedaría encantadísimo de conocerle, absolutamente como si no le hubiera visto nunca. Confiese usted que tiene gracia y, cosa que no es muy amable, por mi parte, decir de un cuñado al que adoro y cuyo raro valor admiro: a ratos, un tanto de loco.
Me sorprendió mucho esta palabra aplicada al señor de Charlus, y me dije que acaso esa semilocura explicase ciertas cosas; por ejemplo, que el señor de Charlus hubiera parecido tan encantado con el proyecto de pedirle a Bloch que apalease a su propia madre. Me di cuenta de que no sólo por las cosas que decía, sino por la forma en que las decía, el señor de Charlus estaba algo loco. La primera vez que se oye a un abogado o a un actor queda uno sorprendido por su tono, tan diferente de la conversación. Pero como nos damos cuenta de que todo el mundo lo encuentra perfectamente natural, no dice uno nada a los demás, no se dice nada a sí mismo, nos contentamos con apreciar el grado de talento. A lo sumo, se piensa de un actor del Teatro Francés: ¿por qué, en lugar de dejar volver a caer el brazo que tenía en alto, lo ha hecho descender con pequeñas sacudidas, entreveradas de descansos, durante diez minutos lo menos?, o, de un Labori: ¿por qué, desde que ha abierto la boca, ha emitido esos sonidos trágicos, inesperados, para decir la cosa más sencilla? Pero como todo el mundo admite esto a priori, no choca. Del mismo modo, al reflexionar sobre ello, decíase uno que el señor de Charlus habla de sí mismo con énfasis, en un tono que no tenía nada del ordinario. Parecía como que hubiera habido que decirle a cada minuto: «Pero ¿por qué grita usted tan fuerte? ¿Por qué es usted tan insolente?». Sólo que todo el mundo parecía haber admitido tácitamente que así estaba bien. Y entraba uno en el corro que lo jaleaba mientras estaba perorando. Pero, en realidad, un extraño, en ciertos momentos, hubiera creído oír gritar a un demente.
—Pero ¿está usted seguro de que no lo confunde, de que habla realmente de mi cuñado Palamedes? —añadió la duquesa con una ligera impertinencia que en ella se injertaba en la sencillez.
Repuse que estaba absolutamente seguro, y que el señor de Charlus tenía por fuerza que haber oído mal mi nombre.
—Bueno, le dejo a usted —me dijo, como lamentándolo, la señora de Guermantes—. Tengo que ir un momento a casa de la princesa de Ligne. ¿No va usted por allí? ¿No? ¿No le gusta la vida de sociedad? Tiene usted mucha razón, es insoportable. ¡Si yo no me viese obligada! Pero es mi prima; no sería delicado. Lo siento egoístamente, por mí, porque hubiera podido llevarle a usted conmigo, e incluso volverle a su casa. Entonces, me despido de usted y me felicito por lo del miércoles.
Que el señor de Charlus se hubiera avergonzado de mí delante del señor de Argencourt, pase aún. Pero que delante de su misma cuñada, que tan alta idea tenía de él, negase conocerme —hecho tan natural, puesto que yo conocía a la vez a su tía y a su sobrino— es lo que no me era posible comprender.
Para acabar con esto, diré que, desde cierto punto de vista, había en la señora de Guermantes una verdadera grandeza, que consistía en borrar por entero todo lo que otras no hubieran olvidado sino incompletamente. Aunque nunca me hubiese encontrado acosándola, siguiéndola, rastreando su pista en sus paseos matinales, aunque jamás hubiera respondido a mi saludo cotidiano con una impaciencia agobiada, aunque nunca hubiese mandado a paseo a Saint-Loup cuando éste le había suplicado que me invitase, no hubiera podido tener para conmigo unos modales más nobles ni más naturalmente amables. No sólo no se extendía en disculpas retrospectivas, en medias palabras, en sonrisas ambiguas, en tácitas inteligencias; no sólo tenía en su afabilidad actual, sin retrocesos, sin reticencias, algo tan orgullosamente rectilíneo como su majestuosa estatura, sino que los motivos de queja que había podido sentir contra alguien en el pasado estaban tan por entero reducidos a cenizas, esas mismas cenizas habían sido arrojadas tan lejos de su memoria o, por lo menos, de su manera de ser, que al ver su rostro, cada vez que tenía que tratar con la más hermosa sencillez de lo que en tantos otros hubiera servido de pretexto a restos de frialdad, a recriminaciones, la impresión que tenía uno era de algo así como una purificación.
Pero si yo estaba sorprendido de la modificación que con respecto a mí se había operado en ella, cuánto más lo estaba al encontrar en mí un cambio muchísimo mayor respecto de ella. ¿No había habido un momento en que no recobraba yo vida y fuerza si no había buscado, echando de continuo los cimientos de nuevos proyectos, alguien que hiciera que ella me recibiese y, después de esta primera ventura, procurase otras muchas a mi corazón, cada vez más exigente? La imposibilidad de encontrar nada era lo que me había hecho salir para Doncières a ver a Roberto de Saint-Loup. Y ahora eran realmente las consecuencias derivadas de una carta de éste lo que me tenía agitado, sólo que a cuenta de la señora de Stermaria y no de la de Guermantes.
Agreguemos, para acabar con esta recepción, que ocurrió en ella un hecho, rectificado algunos días después, que no dejó de extrañarme, me indispuso por algún tiempo con Bloch y constituye en sí una de esas curiosas contradicciones cuya explicación habrá de encontrarse al final de este volumen (Sodoma, I)
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. Bloch, en casa de la señora de Villeparisis, no cesó de alabarme las muestras de amabilidad del señor de Charlus, que, cuando se encontraba con él en la calle, le miraba a los ojos como si le conociese, tenía ganas de conocerle, sabía muy bien quién era. Yo me sonreí, al pronto, ya que con tanta violencia se había expresado Bloch en Balbec a propósito del mismo señor de Charlus. Y pensé simplemente que Bloch, al igual que le ocurría a su padre con Bergotte, conocía al barón «sin conocerle». Y que lo que tomaba por una mirada amable era una mirada distraída. Pero Bloch acabó por llegar a tantas precisiones, pareció tan seguro de que en dos o tres ocasiones el señor de Charlus había querido abordarle, que, acordándome de haber hablado de mi camarada al barón, el cual, justamente al volver de una visita a casa de la señora de Villeparisis, me había hecho varias preguntas acerca de él, formé la suposición de que Bloch no mentía, que el señor de Charlus se había enterado de su nombre, de que era amigo mío, etc… Así, algún tiempo después, en el teatro, pedí al señor de Charlus permiso para presentarle a mi amigo, y ante su aquiescencia fui a buscarlo. Pero desde el momento en que el señor de Charlus lo vio, una extrañeza inmediatamente reprimida se pintó en su rostro, en el que fue sustituida por un centelleante furor. No sólo no tendió la mano a Bloch, sino que cada vez que éste le dirigió la palabra le respondió con el talante más insolente, con una voz irritada y ofensiva. De modo que Bloch, que, según decía, no había recibido hasta entonces del barón más que sonrisas, creyó que yo, en lugar de hablarle en favor suyo, le había hecho un mal tercio durante el breve diálogo en que, sabiendo el gusto del señor de Charlus por los protocolos, le había hablado de mi camarada antes de presentárselo. Bloch nos dejó, desmazalado como una persona que ha querido montar un caballo dispuesto a cada paso a desbocarse, o nadar contra unas olas que sin cesar lo arrojan a uno contra los guijarros de la orilla, y no volvió a hablarme en seis meses.