—¿Se ríe usted? —le dije.
—No me río, le sonrío a usted —me respondió tiernamente—. ¿Cuándo le vuelvo a ver? —añadió, como si no admitiera que lo que acabamos de hacer, ya que es de costumbre su coronación, no fuese por lo menos el preludio de una gran amistad, de una amistad preexistente y que nos debíamos descubrir, confesar, y que era lo único que podía explicar aquello a que nos habíamos entregado.
—Puesto que me autoriza usted a ello, en cuanto pueda la mandaré a buscar.
No me atreví a decirle que quería subordinarlo todo a la posibilidad de ver a la señora Stermaria.
—¡Ay!, será de improviso, nunca sé por anticipado… —le dije—. ¿Sería posible mandarla a buscar entre dos luces, cuando yo esté libre?
—Será muy posible bien pronto, porque tendré entrada independiente de la de mi tía. Pero en este momento es irrealizable. De todas maneras, yo vendré, por si acaso, mañana o pasado mañana en las primeras horas de la tarde. Usted me recibe solamente si puede.
Al llegar a la puerta, pasmada de que yo no me hubiese adelantado a ella, me tendió su mejilla, juzgando que no había ninguna necesidad de un grosero deseo físico para que nos besásemos ahora. Como las breves relaciones que un momento antes habíamos tenido juntos eran de esas a que conducen a veces una intimidad absoluta y una elección del corazón, Albertina había creído que debía improvisar y añadir momentáneamente a los besos que habíamos cambiado en mi cama el sentimiento de que esos besos hubieran sido signo para un caballero y su dama tales como podía concebirlos un juglar gótico.
Cuando me hubo dejado la moza picarda, que hubiera podido esculpir en su pórtico el imaginero de Saint-André-des-Champs, me trajo Francisca una carta que me colmó de alegría, ya que era la de la señora de Stermaria, que aceptaba mi invitación a cenar. De la señora de Stermaria; es decir, para mí, más que de la señora Stermaria real, de aquella en que había estado pensando todo el día antes de la llegada de Albertina. En la terrible añagaza del amor, que empieza por hacernos jugar no con una mujer del mundo exterior, sino con una muñeca interior de nuestro cerebro, la única, por otra parte, que tenemos siempre a nuestra disposición, la única que poseeremos, que la arbitrariedad del recuerdo, casi tan absoluta como la de la imaginación, puede haber hecho tan diferente de la mujer real como del Balbec real lo había sido para mí el Balbec soñado; creación ficticia a la que poco a poco, para sufrimiento nuestro, forzaremos a la mujer real a asemejarse.
Albertina me había hecho retrasarme tanto, que la comedia había acabado hacía un instante cuando llegué a casa de la señora de Villeparisis; y como tenía pocas ganas de remontar contra corriente el oleaje de los invitados, que fluía comentando la gran noticia, la separación que se decía llevada ya a cabo entre el duque y la duquesa de Guermantes, me había, a la espera de poder saludar a la señora de la casa, sentado en una
bergère
desocupada del segundo salón, cuando del primero, donde seguramente había estado sentada en la mismísima primera fila de sillas, vi salir, majestuosa, amplia y alta, con un largo traje de raso amarillo que tenía aplicadas en relieve unas enormes adormideras negras, a la duquesa. Ya no me causaba ninguna inquietud verla. Cierto día, poniéndome las manos en la frente (como acostumbraba cuando tenía miedo de apenarme), diciéndome: «No sigas saliendo para encontrarte con la señora de Guermantes; eres la comidilla de la casa. Además, ya ves lo mala que está tu abuela; realmente tienes cosas más serias que hacer que apostarte al paso de una mujer que se burla de ti», de golpe y porrazo, como un hipnotizador que os hace tornar del remoto país en que os imagináis estar y os vuelve a abrir los ojos, o como el médico que, devolviéndoos al sentido del deber y de la realidad, os cura de un mal imaginario en que os complacíais, mi madre me había despertado de un sueño demasiado largo. El día que había seguido a aquél había sido consagrado a decir un último adiós a la enfermedad a que renunciaba; había cantado varias horas seguidas, llorando, el «Adiós» de Schubert.
… Adieu, des voix étranges
T’appellent loin de moi, céleste soeur des Anges
[8]
.
Y luego se había acabado. Había dejado de salir por las mañanas, y tan fácilmente, que hice entonces el pronóstico —que ya veremos cómo resultó falso más tarde— de que me acostumbraría sin trabajo, en el curso de mi vida, a no volver a ver a una mujer. Y cuando después me contó Francisca que Jupien, que tenía ganas de instalarse más en grande, buscaba una tienda en el barrio, yo, deseoso de encontrarle una (encantado, asimismo, de vagar por la calle que ya desde mi lecho oía gritar luminosamente como una playa; de ver, bajo el levantado telón de hierro de las vaquerías, las lecheritas con manguitos blancos), había podido volver a empezar mis salidas. Libérrimamente, por lo demás, puesto que tenía conciencia de que ya no lo hacía con objeto de ver a la señora de Guermantes, ni más ni menos que como una mujer que adopta precauciones infinitas mientras tiene un amante, desde el día en que ha roto con él deja a la vista por todas partes sus cartas, con riesgo de descubrir a su marido una culpa de que ella misma ha acabado de espantarse al mismo tiempo que de cometerla. A menudo era con el señor de Norpois con quien me tropezaba. Lo que me daba pena era enterarme de que casi todas las casas estaban habitadas por gentes desventuradas. Aquí la mujer lloraba sin cesar porque su marido la engañaba. Allá era a la inversa. Acullá, una madre trabajadora, molida a palos por un hijo borracho, trataba de ocultar su sufrimiento a los ojos de los vecinos. Toda una mitad de la humanidad lloraba. Y cuando la conocí, vi que era tan exasperante, que me pregunté si no eran el marido o la mujer adúlteros, que lo eran solamente porque la felicidad legítima les había sido negada y se mostraban encantadores y leales para con cualquier otro que no fuese su mujer o su marido, quienes tenían razón. Bien pronto no tenía ya ni el móvil de ser útil a Jupien para proseguir mis peregrinaciones matinales. Porque se supo que al ebanista de nuestro patio, cuyos talleres sólo estaban separados del obrador de Jupien por un tabique muy delgado, iba a ponerlo en la calle el administrador porque daba unos golpes demasiado ruidosos. No podía esperar cosa mejor Jupien: los talleres tenían un sótano para guardar leña, que comunicaba con nuestras bodegas. Allí metería Jupien su carbón, haría echar abajo el tabique y tendría un solo y vasto obrador. Pero yo, aun sin la distracción de tener que buscar alojamiento para él, había seguido saliendo antes de comer. Además, como Jupien, que encontraba elevadísima la renta que pedía el señor de Guermantes, dejaba que la gente visitase el local para que, perdida la esperanza de encontrar inquilino, el duque se resignase a hacerle una rebaja, Francisca, que había observado que, hasta después de la hora en que ya no venía nadie, el portero dejaba entornada la puerta de la tienda por alquilar, venteó una trampa armada por el portero para atraer a la novia del lacayo de los Guermantes (allí encontrarían un rincón para el amor), y luego sorprenderlos.
De todas maneras, aunque ya no tenía que buscar local para Jupien, seguí saliendo antes de almorzar. A menudo, en estas salidas, me encontraba con el señor de Norpois. Solía ocurrir que éste, mientras hablaba con algún colega suyo, lanzaba sobre mí unas miradas que, después de haberme examinado íntegramente, se desviaban hacia su interlocutor sin haberme sonreído ni saludado más que si no me hubiera conocido en absoluto. Porque en estos importantes diplomáticos, el mirar de cierta manera no tiene por objeto haceros saber que os han visto, sino que no os han visto y que tienen que hablar con su colega de alguna cuestión seria. Una mujer alta con la que me cruzaba frecuentemente cerca de casa era menos discreta conmigo. Porque, aun cuando yo no la conociese, se volvía hacia mí, me esperaba —inútilmente— delante de los escaparates de los tenderos, me sonreía, como si fuese a besarme, hacía el ademán de entregarse. Si encontraba alguien a quien conociese, recobraba un continente glacial para conmigo. Desde hacía ya mucho tiempo, en estas paseatas de por la mañana, según lo que tuviera que hacer, aunque fuese comprar el periódico más insignificante, elegía yo el camino más directo, sin sentir pesar si ese camino quedaba fuera del recorrido habitual que seguían los paseos de la duquesa, y si, por el contrario, formaba parte de él, sin escrúpulos ni disimulo, porque ya no me parecía el camino prohibido en que arrancaba a una ingrata el favor de verla a pesar suyo. Pero no había pensado en que mi curación, al darme con respecto a la señora de Guermantes una actitud normal, habría de llevar paralelamente a cabo la misma obra por lo que a ella hacía, y tornaba posibles una amabilidad, una amistad que ya no me importaban. Hasta aquí, los esfuerzos del mundo entero, coaligados para acercarme a ella, hubieran expirado ante la mala suerte que proyecta un amor desgraciado. Hadas más poderosas que los hombres han decretado que, en esos casos, nada podrá servir hasta el día en que hayamos dicho sinceramente en nuestro corazón las palabras: «Ya no amo». Yo le había tomado a mal a Saint-Loup que no me hubiese llevado a casa de su tía. Pero ni él ni nadie era capaz de romper un encantamiento. Mientras quería a la señora de Guermantes, las muestras de amabilidad que de los demás recibía yo, los cumplidos, me dolían no sólo porque eran cosa que no venía de ella, sino porque no llegaban a noticia suya. Pero es el caso que aunque se hubiese enterado de todo ello, de nada hubiera servido. Hasta en los detalles de un cariño, una ausencia, el rechazar un almuerzo, un rigor involuntario, inconsciente, sirven de más que todas las cosméticas y que los trajes más hermosos. No faltarían advenedizos si se enseñase en este sentido el arte de hacer fortuna.
En el momento en que cruzaba el salón donde estaba yo sentado, lleno el pensamiento del recuerdo de unos amigos a quienes no conocía yo y con los que acaso fuese ella a encontrarse de nuevo, ahora mismo, en otra reunión, la señora de Guermantes me vio en mi bergère como un verdadero indiferente que sólo trataba de ser amable, al paso que, cuando estaba enamorado, tantos intentos había hecho por adoptar, sin conseguirlo, aires de indiferencia: la duquesa torció el paso, vino hacia mí, y, volviendo a encontrar aquella sonrisa de la tarde de la Opera Cómica, sonrisa que el penoso sentimiento de ser querida por alguien a quien ella no quería no borraba ya:
—No, no se moleste, ¿me permite que me siente un instante a su lado? —me dijo, recogiendo graciosamente su inmensa falda que, a no ser por eso, hubiera ocupado totalmente la
bergère.
Más alta que yo, y aumentada además por todo el volumen de su traje, casi me rozaban su admirable brazo desnudo —en torno al cual un vello imperceptible e innumerable hacía humear perpetuamente como un vapor dorado— y la rubia franja de sus cabellos que mandaban hasta mí su fragancia. Como apenas le quedaba sitio, no podía volver fácilmente hacia mí, y obligada a mirar ante sí más que hacia mi lado, cobraba una expresión soñadora y dulce, como en un retrato.
—¿Tiene usted noticias de Roberto? —me dijo.
La señora de Villeparisis pasó en ese momento.
—¡Vamos! ¡Bonita hora tiene usted de llegar, caballero, para una vez que se le ve!
Y advirtiendo que yo hablaba con su sobrina, suponiendo acaso que estábamos más unidos de lo que ella sabía:
—Pero no quiero interrumpir su conversación con Oriana —añadió (porque los buenos oficios de la tercera forman parte de los deberes de una señora de su casa)—. ¿No quiere usted venir a cenar el miércoles con ella?
Era el día en que tenía yo que cenar con la señora de Stermaria; no acepté.
—¿Y el sábado?
Como mi madre volvía el sábado o el domingo, hubiera sido poco delicado no quedarme todas las noches a cenar con ella; así es que tampoco acepté.
—¡Ah!, no es fácil poder contar con usted.
—¿Por qué no va usted nunca a verme? —me dijo la señora de Guermantes cuando la de Villeparisis se hubo alejado para felicitar a los artistas y entregar a la
diva
un ramo de rosas, cuyo único valor era el que le daba la mano que lo ofrecía, ya que el ramo no había costado arriba de veinte francos. (Era, por otra parte, el premio máximo de la señora de Villeparisis para los que sólo habían cantado una vez en su casa. Los artistas que prestaban su concurso a todas sus
matinées
y recepciones recibían rosas pintadas por la marquesa).
—Es un fastidio esto de no verse nunca como no sea en casa ajena. Ya que no quiere usted cenar conmigo en casa de mi tía, ¿por qué no viene a cenar a mi casa?
Algunos que se habían quedado en la reunión el mayor tiempo posible con cualesquiera pretextos, pero que por fin se retiraban, al ver a la duquesa sentada, para hablar con un joven, en un mueble tan estrecho que no podían estar en él más que dos personas, pensaron que les habían informado mal, que era la duquesa, no el duque, quien pedía la separación por causa mía. Luego se apresuraron a difundir la noticia. Yo estaba en mejores condiciones que nadie de conocer su falsedad. Pero me sorprendía que en esos períodos tan difíciles en que se efectúa una separación aún no consumada, la duquesa, en lugar de aislarse, invitara justamente a una persona a quien conocía tan poco. Tuve la sospecha de que había sido únicamente el duque quien no quería que ella me invitase, y que ahora que él la abandonaba, la duquesa no veía ya ningún obstáculo que le impidiera rodearse de la gente que le agradase.
Dos minutos antes me habrían dejado estupefacto, de haberme dicho que la señora de Guermantes me iba a pedir que fuese a verla, más aún, a cenar con ella. De nada me servía saber que el salón de Guermantes no podía presentar las particularidades que había extraído yo de este nombre: el hecho de que me hubiera estado prohibido entrar en él, obligándome a comunicarle la misma índole de existencia que a los salones cuya descripción leemos en una novela o cuya imagen hemos visto en un sueño, hacía que, aun cuando estuviera seguro de que era semejante a todos los demás, me lo imaginase por completo distinto; entre él y yo estaba la barrera en que acaba lo real. Cenar en casa de los Guermantes era como emprender un viaje durante mucho tiempo deseado, hacer pasar ante mis ojos un deseo de mi cabeza y trabar conocimiento con un sueño. Lo menos que hubiera podido creer es que se trataba de una de esas comidas a que los dueños de una casa le invitan a uno diciéndole: «Venga usted, no habrá
absolutamente
nadie más que nosotros», haciendo como que atribuyen al paria el temor que ellos mismos sienten de verlo mezclado a sus demás amigos, y tratando incluso de transformar en un envidiable privilegio, reservado exclusivamente a los íntimos, la cuarentena del excluido, a pesar suyo huraño y favorecido. Lejos de ello, me percaté de que la señora de Guermantes tenía el deseo de hacerme saborear lo más agradable que tenía, cuando me dijo, exponiendo, de añadidura, ante mis ojos la belleza violácea de una llegada a casa de la tía de Fabricio, y el milagro de una presentación al conde Mosca: