—Oye, ahora que me acuerdo —me dijo Roberto—, mi tío Charlus tiene algo que decirte. Le he prometido que te mandaría a su casa mañana por la noche.
—De él iba a hablarte justamente. Pero mañana por la noche ceno en casa de tu tía la de Guermantes.
—Sí, mañana hay comilona por todo lo alto en casa de Oriana. A mí no me han convidado. Pero mi tío Palamedes querría que no fueses allí. ¿No puedes mandar recado de que no vas? De todas maneras, ve luego a casa de tío Palamedes. Creo que tiene empeño en verte. Vamos a ver, bien puedes estar allí a eso de las once. A las once, no vayas a olvidarte; yo me encargo de avisarle. Es muy susceptible. Si no vas, te la guardará. Y en casa de Oriana acaban temprano siempre. Si no haces más que cenar, puedes estar perfectamente a las once en casa de mi tío. Yo, por lo demás, hubiera debido ver a Oriana, a propósito de mi destino en Marruecos, que quisiera cambiar. Oriana es tan servicial para estas cosas, y lo puede todo con el general de Saint-Joseph, de quien eso depende… Pero no le hables de ello. Le he dicho dos palabras a la princesa de Parma; la cosa se arreglará ella sola. ¡Ah!, Marruecos, muy interesante. Habría mucho de que hablarte. Hay hombres muy agudos allá. Siente uno la paridad de la inteligencia.
—¿No crees que los alemanes puedan llegar hasta la guerra a propósito de eso?
—No, eso les fastidia, y en el fondo es muy justo. Pero el emperador es pacífico. Siempre nos están haciendo creer que quieren la guerra para obligarnos a ceder. Cf. Poker. El príncipe de Mónaco, agente de Guillermo II, viene a decirnos confidencialmente que Alemania se lanza sobre nosotros si no cedemos. Entonces cedemos. Pero si no cediésemos, no habría guerra de ninguna clase. No tienes más que pensar en lo cómica que sería una guerra hoy. Sería más catastrófica que el
Diluvio
y que el
Götter Dämmerung.
Sólo que duraría menos.
Me habló de amistad, de predilección, de nostalgia, bien que, como todos los viajeros de su género, fuera a marcharse de nuevo a la mañana siguiente por unos meses, que habría de pasar en el campo, y hubiese de volver tan sólo por cuarenta y ocho horas a París antes de regresar a Marruecos (o a otra parte); pero las palabras que lanzó así en el calor cordial que tenía yo aquella noche, encendían en mi corazón un dulce sueño. Nuestras raras entrevistas mano a mano, y ésta sobre todo, se han convertido en un episodio, más tarde, en mi memoria. Para él, como para mí, fue aquella la noche de la amistad. Sin embargo, la que yo sentía en aquellos instantes (y, a causa de ello, no sin cierto remordimiento) tenía bien poco, me lo temía, de la que a él le hubiera agradado inspirar. Lleno aún del goce que había tenido al verle avanzar de una carrerilla y llegar graciosamente a la meta, me daba cuenta de que ese goce se debía a que cada uno de los movimientos desarrollados a lo largo de la pared, en el diván, tenía su significación, su causa, en la naturaleza individual de Saint-Loup acaso, pero más aún en la que, por el nacimiento y por la educación, había heredado de su casta.
Un aplomo del gusto, no en el orden de lo bello, sino de los modales, y que en presencia de una circunstancia nueva hacía captar en seguida al hombre elegante —como a un artista al que se le pide que toque un trozo de música que no conoce— el sentimiento, el movimiento que la circunstancia reclama, y adaptar a ella el mecanismo, la técnica que mejor le convienen; luego permitía a ese gusto actuar sin la traba de ninguna otra consideración, que a tantos jóvenes burgueses hubiera paralizado, tanto por el temor de ponerse en ridículo a los ojos de los demás, faltando a las formas, como de parecer solícitos en exceso a los ojos de sus amigos, y que en Roberto era sustituido por un desdén que desde luego no había sentido nunca en su corazón, pero que había recibido por herencia en su cuerpo y que había sometido las maneras de sus antepasados a una familiaridad que, según éstos creían, no podía menos de lisonjear y fascinar a aquel a quien se dirigía; por último, una noble liberalidad que, como para nada tenía en cuenta tantas ventajas materiales (los gastos que hacía en profusión en este restaurante habían acabado por hacer de él, aquí como en otros sitios, el cliente más de moda y el favorito máximo, situación que subrayaba la solicitud para con él no sólo de la servidumbre, sino de la juventud más brillante), le hacía pisotearlas, como los divanes de púrpura efectiva y simbólicamente hollados, semejantes a un camino suntuoso en que sólo hallaba agrado mi amigo en cuanto le permitía venir hacia mí con gracia y rapidez; tales eran las cualidades, esenciales todas a la aristocracia, que detrás de aquel cuerpo, no opaco y oscuro como lo hubiera sido el mío, sino significativo y límpido, trasparecían como a través de una obra de arte el poder industrioso, eficiente, que la ha creado, y hacían que los movimientos de la rápida carrera que había desarrollado Roberto a lo largo de la pared fuesen inteligibles y encantadores como los de unos jinetes esculpidos en un friso. «¡Ay! —hubiera pensado Roberto—, ¿vale la pena de que me haya pasado mi juventud despreciando la alcurnia, honrando únicamente la justicia y el talento, escogiendo, fuera de los amigos que como tales me imponían, compañeros torpes y mal vestidos, si tenían elocuencia, para que el único ser que aparezca en mí, del que se conserve un recuerdo precioso, sea, no el que mi voluntad, esforzándose y haciéndose digna de él, ha modelado a mi semejanza, sino un ser que no es obra mía, que ni siquiera soy yo, un ser al que he despreciado siempre y al que he tratado de vencer; vale la pena de que haya querido a mi amigo predilecto como lo he hecho, para que el mayor goce que en mí encuentre sea el de descubrir algo mucho más general que yo mismo, un goce que no es, en absoluto, como él dice y como no puede creer sinceramente, un goce de amistad, sino un goce intelectual y desinteresado, un a modo de deleite de arte?». Esto es lo que hoy temo que haya pensado a veces Saint-Loup. Se ha engañado, en ese caso. Si no hubiera, como había, puesto amor en algo más alto que la flexibilidad innata de su cuerpo, si no hubiera estado tanto tiempo despegado del orgullo nobiliario, habría habido más ahínco y pesadez en su misma agilidad, una vulgaridad considerable en sus maneras. De igual suerte que la señora de Villeparisis había necesitado mucha seriedad para dar en su conversación y en sus memorias la impresión de frivolidad, impresión que es intelectual, así, para que el cuerpo de Saint-Loup estuviese habitado por tanta aristocracia era menester que ésta hubiera desertado de su pensamiento, asestado hacia miras más altas, y, reabsorbida en su cuerpo, se hubiese asentado en él en líneas inconscientes y nobles. Por eso su distinción espiritual no se hallaba ausente de una distinción física que, de faltar la primera, no hubiera sido cabal. Un artista no tiene necesidad de expresar directamente su pensamiento en su obra para que ésta refleje la calidad de ese pensamiento; incluso ha podido decirse que la más subida alabanza de Dios está en la negación del ateo que encuentra la creación bastante perfecta para pasarse sin creador. Y de sobra sabía yo también que no era sólo una obra de arte lo que admiraba en el juvenil jinete que desarrollaba a lo largo de la pared el friso de su carrera; el joven príncipe (descendiente de Catalina de Foix, reina de Navarra y nieta de Carlos VII) al que acababa de dejar por mí, la situación de alcurnia y de fortuna que ante mí inclinaba, los antepasados desdeñosos y desenvueltos que sobrevivían en el aplomo y en la agilidad, en la cortesía con que acababa de extender en torno a mi cuerpo friolento el gabán de vicuña, todo esto ¿no era como unos amigos más antiguos que yo en su vida, por los que yo hubiese creído que deberíamos estar siempre separados, y que, por el contrario, sacrificaba a mí en virtud de una elección que sólo puede hacerse en las alturas de la inteligencia, con esa libertad soberana de que eran imágenes los movimientos de Roberto y en la que se realiza la perfecta amistad?
De lo que la familiaridad de un Guermantes —en lugar de la distinción que tenía en Roberto, porque el desdén hereditario, en él, no era sino el ropaje, convertido en gracia inconsciente, de una auténtica humildad moral— hubiese encubierto de vulgar altivez, había podido yo adquirir conciencia, no en el señor de Charlus, en el que algunos defectos de carácter que hasta aquí no comprendía yo bien se habían superpuesto a los hábitos aristocráticos, sino en el duque de Guermantes. También él, sin embargo, en el conjunto común que tanto había desagradado a mi madre al encontrarse en otro tiempo con él en casa de la señora de Villeparisis, ofrecía partes de grandeza antigua y que fueron sensibles para mí cuando fui a cenar a su casa el día siguiente a la velada que había pasado con Saint-Loup.
No se me habían aparecido ni en él ni en la duquesa, cuando los había visto primeramente en casa de su tía, como tampoco había visto el primer día las diferencias que separaban a la Berma de sus camaradas, aun cuando en ésta las particularidades fuesen infinitamente más aprehensibles que en la gente del gran mundo, puesto que se van haciendo más acusadas a medida que los objetos son más reales, más concebibles para la inteligencia. Pero al fin, por ligeros que sean los matices sociales (y esto, hasta el punto de que cuando un pintor veraz como Sainte-Beuve quiere señalar sucesivamente los matices que hubo entre el salón de madama Geoffrin, el de madama Récamier y el de madama de Boigne, todos ellos aparecen tan semejantes, que la principal verdad que, sin querer el autor, resulta de sus estudios es la inanidad de la vida de salón), sin embargo, en virtud de la misma razón que con la Berma, cuando los Guermantes hubieron llegado a serme indiferentes y la gotita de su originalidad ya no fue vaporizada por mi imaginación, pude recogerla por imponderable que fuese.
Como la duquesa no me había hablado de su marido en la reunión en casa de su tía, me preguntaba yo si, con los rumores de divorcio que corrían, asistiría el duque a la cena. Pero bien pronto supe a qué atenerme, ya que por entre los lacayos que estaban en pie en la antesala y que (toda vez que hasta aquí habían debido de considerarme sobre poco más o menos como a los chicos del ebanista; es decir, acaso con más simpatía que su señor, pero como incapaz de ser recibido en casa de éste) debían de preguntarse la causa de tal revolución, vi deslizarse al señor de Guermantes, que acechaba mi llegada para recibirme en el umbral y ser él mismo quien me quitase el gabán.
—Mi señora se va a llevar un alegrón como no cabe más —me dijo en un tono hábilmente persuasivo—. Permítame que le libre de sus avíos (encontraba a la vez campechano y cómico emplear el lenguaje del pueblo). Mi mujer tenía cierto temor de una defección por parte de usted, a pesar de haber señalado usted mismo su día. Desde esta mañana nos decíamos el uno al otro: «Verá usted cómo no viene». Debo decir que mi señora ha estado más en lo cierto que yo. No es muy fácil contar con usted, y yo estaba convencido de que nos iba a hacer rabona.
Y el duque era tan mal marido, tan brutal, inclusive, según decían, que se le agradecía, como se les agradece a las personas malévolas su dulzura, las palabras «mi señora», con las que parecía extender sobre la duquesa un ala protectora para que no formase más que un solo ser con él. A todo esto, cogiéndome familiarmente de la mano, se dispuso a guiarme e introducirme en los salones. Tal o cual expresión corriente puede agradar en boca de un campesino si indica la supervivencia de una tradición local, el rastro de un acontecimiento histórico, ignorados acaso del mismo que hace alusión a ellos; parejamente, esta cortesía del señor de Guermantes, cortesía de que iba a darme muestras durante toda la velada, me encantó como un resto de costumbres multiseculares, de costumbres, en particular, del siglo XVII. Las gentes de los tiempos pasados nos parecen infinitamente lejos de nosotros. No nos atrevemos a suponerles intenciones profundas allende lo que expresan formalmente; nos quedamos pasmados cuando encontramos un sentimiento aproximadamente semejante a los que experimentamos nosotros en un héroe de Homero, o una hábil finta táctica en Aníbal durante la batalla de Cannas, en donde dejó penetrar en su flanco al enemigo para envolverlo por sorpresa; dijérase que nos imaginamos a ese poeta épico y a ese general tan alejados de nosotros como un animal que hemos visto en un parque zoológico. Incluso ciertos personajes de la corte de Luis XIV, cuando encontramos muestras de cortesía escritas por ellos a algún hombre de condición inferior y que para nada puede serles útil, nos dejan sorprendidos porque nos revelan súbitamente en esos grandes señores todo un mundo de creencias que no expresan nunca directamente, pero que los gobiernan, y en particular la creencia de que hay que fingir por cortesía ciertos sentimientos y ejecutar con el mayor escrúpulo ciertas funciones de amabilidad.
Este alejamiento imaginario del pasado es quizá una de las razones que permiten comprender que incluso grandes escritores hayan encontrado una belleza genial en obras de mediocres mixtificadores como Ossián. Tan pasmados nos deja que unos bardos remotos puedan tener ideas modernas, que nos maravillamos si en lo que creemos un añejo canto gaélico hallamos alguna que no hubiéramos pasado de encontrar ingeniosa en un contemporáneo. Un traductor de talento no tiene más que añadir a un autor antiguo, al que restituye más o menos fielmente, algunos trozos que, firmados con un nombre contemporáneo y publicados aparte, no pasarían de parecer simplemente agradables: inmediatamente da una conmovedora grandeza a su poeta, que de ese modo pulsa el teclado de varios siglos. Este traductor sólo sería capaz de un libro mediocre, si ese libro hubiera sido publicado como original suyo. Presentado como traducción, parece la de una obra maestra. El pasado no sólo no es fugaz, sino que no se mueve de un mismo sitio. No es sólo que meses después del comienzo de una guerra puedan actuar eficazmente sobre ella unas leyes votadas sin prisas; no es sólo que quince años después de un crimen que ha quedado sumido en la oscuridad pueda encontrar todavía un magistrado los elementos que habrán de servir para poner en claro ese crimen; al cabo de siglos y siglos, el erudito que estudia en una región apartada la toponimia, las costumbres de los habitantes, podrá captar todavía en ellas tal o cual leyenda anterior, con mucho, al cristianismo, incomprendida ya, si no es que olvidada incluso en tiempos de Heródoto, y que en la denominación dada a una peña, en un rito religioso, perdura en medio del presente como una emanación más densa, inmemorial y estable. Una había también, mucho menos antigua, emanación de la vida cortesana, si no en las maneras, frecuentemente vulgares, del señor de Guermantes, por lo menos en el espíritu que las dirigía. Aún había de gozar yo de ella, como de una antigua fragancia, cuando volví a encontrarla un poco más tarde en el salón. Porque no había ido a éste inmediatamente.