No sólo no tenía yo ya amor hacia ella, sino que ni siquiera tenía ya que temer, como hubiera podido en Balbec, quebrantar en ella una amistad hacia mí que ya no existía. No cabía la menor duda de que desde hacía mucho tiempo había llegado a serle yo harto indiferente. Me daba cuenta de que ya no formaba, en absoluto, para ella, parte de la «pandilla» por ser agregado a la cual tanto había hecho en otro tiempo y tan feliz había sido, luego, al conseguirlo. Además, como Albertina ni siquiera tenía ya como en Balbec una expresión de franqueza y de bondad, no sentía yo grandes escrúpulos; sin embargo, creo que lo que me decidió fue un último descubrimiento filológico. Como si siguiera añadiendo un nuevo eslabón a la cadena exterior de frases bajo la que ocultaba mi deseo íntimo, hablé, mientras tenía ahora a Albertina en la esquina de mi cama, de una de las chicas de la pandilla, más menuda que las otras, pero que, con todo, me parecía bastante bonita. «Sí, me respondió Albertina, parece una musmé pequeñita». Evidentemente, cuando yo había conocido a Albertina, la palabra «musmé» era desconocida para ella. Es verosímil que, si las cosas hubieran seguido su curso normal, no la hubiese aprendido nunca, y yo no hubiera visto en ello, por mi parte, ningún inconveniente, porque no hay otra palabra más horripilante. Al oírla siente uno el mismo dolor de muelas que si se hubiera metido en la boca un pedazo de hielo demasiado grande. Pero en Albertina, con lo bonita que era, ni aun «musmé» podía serme desagradable. En cambio, me pareció reveladora, si no de una iniciación exterior, por lo menos de una evolución interna. Por desgracia, era la hora en que hubiera debido decirle adiós si quería que volviese a tiempo a su casa para la cena, así como para que yo me levantase con tiempo suficiente para la mía. Era Francisca quien la preparaba; no le gustaba que la hiciera estarme esperando, y ya debía de parecerle contrario a uno de los artículos de su código que Albertina, en ausencia de mis padres, me hubiera hecho una visita tan prolongada y que iba a retrasarlo todo. Pero ante lo de «musmé», estas razones cayeron por tierra y me apresuré a decir:
—¿Querrá usted creer que no tengo cosquillas, en absoluto? Podría usted estármelas buscando por espacio de una hora sin que lo sintiese siquiera.
—¿De verdad?
—Se lo aseguro.
Comprendió, sin duda, que era esto la expresión torpe de un deseo, porque como quien os ofrece una recomendación que no os atrevéis a solicitar, pero que vuestras palabras le han hecho ver que podía seros útil:
—¿Quiere usted que pruebe yo? —dijo con la humildad de la mujer.
—Si quiere usted; pero entonces sería más cómodo que se echase usted del todo en mi cama.
—¿Así?
—No, póngase más adentro.
—Pero ¿no peso demasiado?
Cuando acababa esta frase, se abrió la puerta y entró Francisca trayendo una lámpara. Albertina sólo tuvo tiempo de volver a sentarse en la silla. Acaso Francisca había escogido este instante para humillarnos, porque estuviera escuchando a la puerta o incluso mirando por el agujero de la cerradura. Pero no tenía yo necesidad de hacer semejante suposición; Francisca podía haber desdeñado cerciorarse por sus propios ojos de lo que su instinto había debido de rastrear suficientemente, ya que, en fuerza de vivir conmigo y con mis padres, el temor, la prudencia, la atención y la astucia habían acabado por darle respecto de nosotros ese linaje de conocimiento instintivo y casi adivinatorio que tiene del mar el marinero, del cazador la caza, y de la enfermedad, si no el médico, por lo menos, frecuentemente, el enfermo. Todo lo que llegaba a saber hubiera podido ser motivo de pasmo con tanta razón como el avanzado estado de ciertos conocimientos entre los antiguos, habida cuenta de los medios casi nulos de información que poseían (los de Francisca no eran más numerosos. Algunas frases que formaban apenas la vigésima parte de nuestra conversación a la mesa, recogidas al vuelo por el mayordomo e inexactamente transmitidas al cuarto de servicio). Sus mismos errores se debían antes, como los de los antiguos, como los de las fábulas en que Platón creía, a una falsa concepción del mundo y a ciertas ideas preconcebidas, que no a la insuficiencia de los recursos materiales. Así es como aún en nuestros días los mayores descubrimientos en cuanto a las costumbres de los insectos ha podido hacerlos un sabio que no disponía de ningún laboratorio, de ningún aparato. Pero si las molestias que resultaban de su posición de doméstica no le habían impedido adquirir una ciencia indispensable para el arte que era término de la misma —y que consistía en humillarnos comunicándonos sus resultados—, la restricción había hecho más; aquí, la traba no se había contentado con no paralizar el impulso: lo había ayudado poderosamente. Desde luego, Francisca no descuidaba ningún coadyuvante, el de la dicción y el de la actitud, por ejemplo. Como (si no creía nunca lo que le decíamos nosotros y deseábamos que creyera) admitía sin sombra de duda lo más absurdo y que podía, al mismo tiempo, ir contra nuestras ideas, que le contara cualquier persona de su clase, de igual suerte que la manera que tenía de escuchar nuestros asertos daba testimonio de su incredulidad, así el acento con que refería (porque el discurso indirecto le permitía dirigirnos las peores injurias con impunidad) la historia de una cocinera que le había contado que había amenazado a sus amos y conseguido de ellos, tratándolos delante de todo el mundo de «basura», mil favores, dejaba ver que lo que decía era para ella un texto del Evangelio. Francisca añadía inclusive: «Yo, si hubiera sido la señora, me habría sentido ofendida». De nada servía que, a pesar de nuestra escasa simpatía original hacia la señora del cuarto piso, nos encogiésemos de hombros, como si oyéramos una fábula inverosímil, ante este relato de tan mal ejemplo: al contárnoslo, la narradora sabía adoptar la dureza, el tono cortante de la más indiscutible y exasperante afirmación.
Pero, sobre todo, de igual suerte que los escritores llegan a menudo a un poder de concentración de que les hubiera dispensado el régimen de libertad política o de anarquía literaria, cuando están atados de pies y manos por la tiranía de un monarca o de una poética, por los rigores de las reglas prosódicas o de una religión de Estado, así Francisca, como no podía replicarnos de una manera explícita, hablaba como Tiresias y hubiera escrito como Tácito. Sabía hacer caber todo lo que no podía expresar directamente en una frase que no podíamos incriminar sin acusarnos —en menos que una frase, incluso en un silencio, en la manera que tenía de colocar un objeto.
Así, cuando me ocurría dejar, por descuido, sobre mi mesa, entre otras cartas, una determinada que no hubiera debido ver Francisca, por ejemplo porque en la carta se la aludía con una malevolencia que suponía una tan grande respecto de ella en el destinatario como en el que enviaba la epístola, a la noche, si yo volvía inquieto y me iba derecho a mi cuarto, sobre mis cartas dispuestas muy ordenadas en un rimero perfecto, el documento comprometedor saltaba antes que nada a mis ojos como no había podido menos de saltar a los de Francisca, puesto por ella encima de todo, casi aparte, en una evidencia que era un lenguaje, que tenía su elocuencia, y desde la puerta me hacía estremecerme como un grito. Descollaba en disponer estas escenografías destinadas a instruir tan bien al espectador, en ausencia de Francisca, que aquél sabía ya que ella lo sabía todo, cuando la propia Francisca hacía luego su entrada. Tenía, para hacer hablar así a un objeto inanimado, el arte a la vez genial y paciente de Irving y de Federico Lemaître. En aquel momento, sosteniendo por encima de Albertina y de mí la lámpara encendida que no dejaba en la sombra ninguna de las depresiones, aún visibles, que el cuerpo de la muchacha había excavado en el edredón, Francisca tenía la apariencia de la «Justicia descubriendo el crimen». La cara de Albertina no salía perdiendo con esta iluminación. Descubría en las mejillas el mismo barniz soleado que me había hechizado en Balbec. Este rostro de Albertina, cuyo conjunto tenía a veces, fuera de casa, como una palidez lívida, mostraba, por el contrario, a medida que la lámpara iba iluminándolas, superficies tan brillantemente, tan uniformemente coloreadas, tan resistentes y tan tersas, que hubiera podido comparárselas a las carnaciones sostenidas de ciertas flores. Sorprendido, con todo, por la inesperada irrupción de Francisca, exclamé:
—¿Cómo, ya la lámpara? ¡Dios mío, qué luz más viva!
Mi objeto era, desde luego, con la segunda de estas frases, disimular mi confusión, y con la primera disculpar mi retraso. Francisca respondió con una ambigüedad cruel:
—¿Querían que apagara?
—¿…Gase? —me susurró al oído Albertina, dejándome enhechizado por la vivacidad familiar con que, tomándome a la vez de maestro y de cómplice, insinuó esta afirmación psicológica, en el tono interrogativo de una pregunta gramatical.
Cuando Francisca hubo salido de la habitación y Albertina estuvo sentada de nuevo en mi cama:
—¿Sabe usted de qué tengo miedo? —le dije—. Pues de que, como sigamos así, no voy a poder menos de besarla.
—¡Sí que sería una pena!
No obedecí en seguida a esta invitación; otro hubiera podido incluso encontrarla superflua, ya que Albertina tenía una pronunciación tan carnal y tan dulce que nada más que con hablaros parecía como que os estuviera besando. Una palabra suya era un favor, y su conversación os cubría de besos. Y sin embargo, aquella invitación era para mí muy agradable. Lo hubiera sido aun procediendo de otra chica bonita de la misma edad; pero el que Albertina me fuese ahora tan fácil, me deparaba, aún más que placer, una confrontación de imágenes teñidas de belleza. Me acordaba de Albertina, primero, delante de la playa, pintada casi sobre el fondo que ponía el mar, sin tener para mí una existencia más real que esas visiones de teatro en que no se sabe si tiene uno que vérselas con la actriz que se supone aparece, con una figuranta que hace de doble suyo en ese momento, o con una simple proyección. Luego, la verdadera mujer se había desgajado del haz luminoso, había venido a mí, pero simplemente para que yo pudiera percatarme de que en modo alguno tenía, en el mundo real, la facilidad amorosa que se le suponía infusa en el cuadro mágico. Yo había aprendido que no era posible tocarla, besarla, que sólo se podía hablar con ella, que no era para mí una mujer, ni más ni menos que unas uvas de jade, decoración incomestible de las mesas de antaño, no son tales uvas. Y he aquí que en un tercer plano se me aparecía real como en el segundo conocimiento que de ella había tenido yo, pero fácil como en el primero; fácil, y tanto más deliciosamente cuanto que yo había creído por espacio de tanto tiempo que no lo era. Mi exceso de sabiduría tocante a la vida (a la vida menos unida, menos simple de lo que en un principio había creído yo) iba a dar provisionalmente en el agnosticismo. ¿Qué puede uno afirmar, toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha revelado como falso a seguida y resulta en tercer lugar verdadero? Y yo, ¡ay!, no me hallaba al cabo de mis descubrimientos con Albertina. En todo caso, aun cuando no hubiera habido el atractivo novelesco de esta enseñanza de una mayor riqueza de planos descubiertos uno tras otro por la vida (atractivo inverso del que Saint-Loup saboreaba, durante las cenas de Rivebelle, al volver a encontrar entre las mascarillas que la existencia había superpuesto, en un semblante sereno, rasgos que en otro tiempo había tenido él bajo sus labios), saber que era una cosa posible besar las mejillas de Albertina era un placer acaso mayor aún que el de besarlas. ¡Qué diferencia entre poseer a una mujer por la que sólo nuestro cuerpo se afana, porque no es más que un pedazo de carne, o poseer a la muchachita que uno veía en la playa con sus amigas, ciertos días, sin saber siquiera por qué esos días y no tales otros, lo cual hacía que temblásemos temiendo no volverla a ver! La vida os había revelado en toda su longitud la novela de esa muchachita, os había prestado para verla un instrumento de óptica, luego otro, y añadido al deseo carnal un acompañamiento que lo centuplica y hace diverso de esos deseos más espirituales y menos saciables que no salen de su entorpecimiento y lo dejan irse solo cuando no aspira más que a la captura de un pedazo de carne, pero que, por la posesión de toda una zona de remembranzas de que se sentían nostálgicamente desterrados, se alzan procelosos junto a él, lo abultan, no pueden seguirlo hasta la realización, hasta la asimilación, imposible en la forma en que es apetecida, de una realidad inmaterial, pero esperan a ese deseo a mitad de camino, y en el momento del recuerdo, del regreso, vuelven a darle escolta; besar, en lugar de las mejillas de la primera que se presente, por frescas que sean, pero anónimas, sin secreto, sin prestigio, aquellas con que tanto tiempo había soñado, sería conocer el gusto, el sabor de un color con harta frecuencia contemplado. Hemos visto una mujer, simple imagen en la decoración de la vida, como Albertina, perfilada contra el mar, y luego esa imagen podemos desgajarla, ponerla junto a nosotros y ver poco a poco su volumen, sus colores, como si la hubiéramos hecho pasar por detrás de los cristales de un estereoscopio. Por eso las mujeres un poco difíciles, que no posee uno en seguida, que ni siquiera sabe en seguida que podrá nunca poseerlas, son las únicas interesantes. Porque conocerlas, acercarse a ellas, conquistarlas, es hacer variar de forma, de magnitud, de relieve la imagen humana; es una lección de relativismo en la apreciación, que resulta hermoso percibir de nuevo cuando ha recobrado su parvedad de silueta en la decoración de la vida. Las mujeres a quienes conocemos primero en casa de la alcahueta no nos interesan, porque permanecen invariables.
Por otra parte, Albertina tenía, ligadas en torno a sí, todas las impresiones de una serie marítima que me era particularmente cara. Me parecía que hubiera podido, en las dos mejillas de la muchacha, besar toda la playa de Balbec.
—Si me permite usted de veras que la bese, preferiría dejarlo para más tarde y elegir bien el momento. Sólo que lo que hace falta es que no olvide usted entonces que me ha dado permiso. Necesito «un vale por un beso».
—¿Tengo que firmarlo?
—Pero ¿y si me lo tomase en seguida, tendría otro, de todas maneras, más tarde?
—Me hace usted gracia con sus vales; ya le extenderé otros de cuando en cuando.
—Dígame, otra cosa: ¿sabe usted?, en Balbec, cuando aún no la conocía yo, tenía usted a menudo una mirada dura, maliciosa; ¿no puede decirme en qué pensaba en aquellos momentos?