A ratos oía el ruido del ascensor que subía, pero iba seguido de un segundo ruido, no el que esperaba yo, la parada, en mi piso, sino otro muy diferente que el ascensor hacía para continuar su marcha disparada hacia los pisos superiores y que, por haber significado tan a menudo la deserción del mío cuando esperaba yo una visita, ha quedado para mí más tarde, incluso cuando ya no deseaba ninguna, como un ruido por sí mismo doloroso, en que resonaba como una sentencia de abandono. Cansado, resignado, ocupado por espacio de varias horas aún en su trabajo inmemorial, el día gris hilaba su pasamanería de nácar, y yo me entristecía al pensar que iba a quedarme solo mano a mano con él, que no me conocía, ni más ni menos que una obrera que, instalada junto a la ventana para ver mejor mientras hace su tarea, no se ocupa ni poco ni mucho de la persona presente en la estancia. De pronto, sin que yo hubiese oído llamar, vino Francisca a abrir la puerta, introduciendo a Albertina, que entró sonriente, silenciosa, repleta, conteniendo en la plenitud de su cuerpo, preparados para que yo continuase viviéndolos, ahora que venían hacia mí, los días transcurridos en aquel Balbec al que no había vuelto nunca. Indudablemente, cada vez que volvemos a ver a una persona con quien nuestras relaciones —por insignificantes que sean— han sufrido un cambio, es como una confrontación de dos épocas. No hace falta para ello que una antigua querida venga a vernos como amiga: basta con la visita a París de alguien a quien hemos conocido en la cotidianidad de cierto género de vida, y que esa vida haya cesado, aunque sólo sea desde hace una semana. En cada rasgo risueño, interrogante y cohibido de la fisonomía de Albertina podía yo deletrear estas preguntas: «¿Y la señora de Villeparisis? ¿Y el profesor de baile? ¿Y el pastelero?». Cuando se sentó retrepándose, pareció como si dijera: «¡Caramba!, aquí no hay acantilado; ¿me permite usted, de todas maneras, que me siente a su lado como hubiera hecho en Balbec?». Parecía una maga que me presentase un espejo del tiempo. Asemejábase en esto a todos aquellos a quienes volvemos a ver raras veces, pero que en otro tiempo vivieron más íntimamente con nosotros. Pero con Albertina no sólo había esto. En rigor, aun en Balbec, en nuestros encuentros de cada día, siempre me dejaba sorprendido al verla, de tan cotidiana como era. Pero ahora costaba trabajo reconocerla. Desprendidas del vapor sonrosado que las bañaba, sus facciones habían surgido como una estatua. Tenía otra cara, o más bien tenía al fin una cara; su cuerpo había crecido. Casi nada quedaba ya de la vaina en que había estado envuelta y en cuya superficie se dibujaba apenas en Balbec su forma futura.
Albertina, de esta vez, volvía a París más pronto que de costumbre. De ordinario no llegaba hasta la primavera, de modo que yo, alterado ya desde algunas semanas antes por las tormentas sobre las primeras flores, no separaba, en el placer que sentía, la vuelta de Albertina y la del buen tiempo. Bastaba que me dijeran que ella estaba en París y que había pasado por mi casa, para que volviese a verla como una rosa a la orilla del mar. No sé bien si era el deseo de Balbec o el de ella lo que se apoderaba de mí entonces, ya que el mismo desearla a ella era acaso una forma perezosa, cobarde e incompleta de poseer a Balbec, como si poseer materialmente una cosa, hacer nuestra residencia de una ciudad, equivaliese a poseerla espiritualmente. Y por otra parte, aun materialmente, cuando estaba no ya balanceada por mi imaginación ante el horizonte marino, sino inmóvil junto a mí, me parecía a menudo una rosa harto pobre ante la que hubiera cerrado de buena gana los ojos por no ver tal o cual defecto de los pétalos y para creer de mí mismo que estaba respirando en la playa.
Puedo decirlo aquí, bien que no supiese entonces lo que no había de ocurrir hasta más tarde. Evidentemente, es más sensato sacrificar uno su vida a las mujeres que a los sellos de Correos, a las tabaqueras antiguas, a los cuadros y a las estatuas inclusive. Sólo que el ejemplo de las demás colecciones debiera advertirnos para que cambiásemos, para que no tuviésemos una sola mujer, sino muchas. Esas encantadoras mezcolanzas que una muchacha hace con una playa, con la cabellera trenzada de una estatua de iglesia, con una estampa, con todo aquello por lo que amamos en una de ellas, cada vez que entra, un cuadro encantador, esas mezcolanzas no son muy estables. Vivid de veras con la mujer y ya no veréis nada de lo que os ha hecho tomarle amor; claro está que los celos pueden juntar de nuevo los dos elementos desunidos. Si al cabo de una larga temporada de vida en común había de acabar yo por no ver ya en Albertina más que una mujer ordinaria, alguna intriga suya con un ser al que hubiese querido habría bastado acaso para reincorporar en ella y amalgamar la playa y el romper de la ola. Sólo que, como estas mezclas secundarias ya no enhechizan nuestros ojos, es para nuestro corazón para quien son sensibles y funestas. No se puede, en una forma tan peligrosa, hallar deseable la renovación del milagro. Pero estoy anticipando los años. Y únicamente debo lamentar aquí no haber seguido siendo suficientemente sensato para haber tenido simplemente mi colección de mujeres como quien tiene anteojos antiguos, nunca suficientemente numerosos, tras una vitrina en que un lugar vacío espera siempre unos anteojos nuevos y más raros.
Contrariamente al orden habitual de sus vacaciones, este año Albertina venía directamente de Balbec, donde, aun así, se había quedado hasta mucho menos tarde que de costumbre. Hacía tiempo que no la había visto yo. Y como no conocía, ni siquiera de nombre, a las personas con quienes se trataba en París Albertina, nada sabía de ella durante los períodos que se pasaba sin venir a verme. Estos eran a menudo bastante largos. Luego, un buen día, surgía bruscamente Albertina, cuyas sonrosadas apariciones y silenciosas visitas me informaban harto escasamente acerca de lo que había podido hacer en el intervalo de las mismas, que permanecía sumido en la oscuridad de su vida que mis ojos se cuidaban apenas de penetrar.
Esta vez, sin embargo, ciertos signos parecían indicar que algunas cosas nuevas habían debido de pasar en esa vida. Pero acaso hubiera que inducir sencillamente de ellos que se cambia muy pronto a la edad que tenía Albertina. Por ejemplo, su inteligencia se mostraba mejor, y cuando volví a hablarle del día en que había puesto tanto ardor en imponer su idea de hacer escribir a Sófocles: «Mi querido Racine», fue la primera en reírse con todas sus ganas. «Era Andrea la que tenía razón, yo era una estúpida —dijo—»; Sófocles tenía que escribir: «Señor». Le respondí que el «señor» y el «querido señor» de Andrea no eran menos cómicos que el «mi querido Racine» de ella y el «mi querido amigo» de Gisela; pero que los únicos estúpidos eran, en el fondo, unos profesores que aún hacían que Sófocles dirigiese una carta a Racine. En esto ya no me siguió Albertina. No veía que hubiera nada de necio en semejante cosa; su inteligencia se entreabría, pero no estaba desarrollada. Otras novedades más atrayentes había en ella; percibía yo, en la misma muchacha bonita que acababa de sentarse junto a mi cama, algo diferente, y en esas líneas que en la mirada y en los rasgos del rostro expresan la voluntad habitual, un cambio de frente, una semiconversión, como si hubieran sido destruidas las resistencias contra las que me había estrellado yo en Balbec, una atardecida ya remota en que formábamos una pareja simétrica, pero inversa a la de la tarde actual, ya que entonces era ella la que estaba acostada y yo a par de su lecho. Queriendo y sin osar cerciorarme de si ahora se dejaría besar, cada vez que se levantaba para irse le pedía que se quedase otro poco. No era muy fácil de conseguir, porque aunque Albertina no tuviese nada que hacer (de no ser así, hubiese brincado afuera), era puntual y, por otra parte, poco amable para conmigo, que apenas parecía que hallase gusto en mi compañía. Sin embargo, una vez y otra, después de haber mirado su reloj, volvía a sentarse a ruego mío, de modo que había pasado varias horas conmigo y sin que yo le hubiese pedido nada; las frases que le decía enlazaban con las que le había dicho en las horas precedentes, y ni poco ni mucho con lo que yo pensaba, con lo que deseaba, sino que se mantenían indefinidamente paralelas a ello. No hay nada como el deseo para impedir que las cosas que uno dice ofrezcan ninguna semejanza con lo que se tiene en el pensamiento. El tiempo apremia, y, sin embargo, parece como que queramos ganar tiempo hablando de temas absolutamente ajenos al que nos preocupa. Se habla, cuando la frase que uno quisiera pronunciar iría ya acompañada de un ademán, suponiendo incluso que para concederse el placer de lo inmediato y saciar la curiosidad que se siente respecto de las reacciones que traerá consigo sin decir palabra, sin pedir ningún permiso, no se haya hecho ese ademán. Verdad es que yo no sentía amor, ni poco ni mucho, por Albertina: hija de la bruma de fuera, podía contentar únicamente al deseo imaginativo que el tiempo nuevo había despertado en mí y que era intermedio entre los deseos que pueden satisfacer de una parte las artes de la cocina y las de la escultura monumental, ya que me hacía soñar a la vez con mezclar a mi carne una materia diferente y cálida, y ligar por algún punto a mi cuerpo tendido un cuerpo divergente, como el cuerpo de Eva se unía apenas por los pies a la cadera de Adán, a cuyo cuerpo es casi perpendicular en esos bajorrelieves románicos de la catedral de Balbec que figuran de una manera tan noble y apacible, casi todavía como un friso antiguo, la creación de la mujer; en ellos, Dios va seguido a todas partes, como por dos ministros, de dos angelitos, en los que se reconoce —cual esas criaturas aladas y turbulentas del estío que el invierno ha sorprendido y perdonado— unos amorcillos de Herculano vivos aún en pleno siglo XIII y arrastrando su vuelo postrero, cansados, pero sin faltar a la gracia que de ellos puede esperarse, por toda la fachada del pórtico.
Ahora bien, el deleite que al cumplir mi deseo me hubiese librado de este desvarío, y que habría buscado igualmente gustoso en cualquier otra mujer bonita, si me hubieran preguntado en qué —en el curso de esta charla interminable en que callaba a Albertina la única cosa en que estaba pensando— fundaba mi hipótesis optimista acerca de las complacencias posibles, acaso hubiera respondido yo que esa hipótesis se debía (mientras los rasgos olvidados de la voz de Albertina volvían a dibujar para mí el contorno de su personalidad) a la aparición de ciertas palabras que no formaban parte de su vocabulario, a lo menos en la acepción que les daba ahora. Como me dijese que Elstir era tonto y yo protestara:
—No me comprende usted —replicó sonriendo—; quiero decir que ha sido tonto en esta ocasión, pero sé perfectamente que es un hombre verdaderamente distinguido.
Del mismo modo, para decir del
golf
de Fontainebleau que era elegante, declaró:
—Es lo que se dice una selección.
A propósito de un desafío que yo había tenido, me dijo de mis testigos: «Son unos testigos selectos». Y mirándome a la cara confesó que le gustaría verme «gastar bigote». Llegó incluso, y mis probabilidades me parecieron entonces grandísimas, hasta pronunciar, expresión que, lo hubiera jurado, ignoraba el año antes, que desde que había visto a Gisela había pasado cierto «lapso de tiempo». No es que Albertina no poseyera ya cuando yo estaba en Balbec un lote muy decoroso de esas expresiones que revelan inmediatamente que ha salido uno de una familia acomodada, y que de año en año cede una madre a su hija como va dándole, a medida que crece, en las ocasiones importantes, sus propias joyas. Nos habíamos dado cuenta de que Albertina había dejado de ser una chiquilla cuando un día, para dar las gracias por un regalo que le había hecho una extranjera, había respondido: «Me deja usted confusa». La señora de Bontemps no había podido menos de mirar a su marido, que había respondido: «¡Caramba!, ya anda por los catorce años». La nubilidad más acentuada se había señalado cuando Albertina, hablando de una muchacha que tenía mala facha, había dicho: «Ni siquiera se puede distinguir si es bonita; lleva
un palmo de colorete
en la cara». En fin, aunque todavía era una muchachita, sacaba ya modales de mujer de su medio y de su clase al decir, si alguien hacía muecas: «No puedo verlo, porque me dan ganas de hacerlo yo también», o, sí alguno se divertía en remedar a otra persona: «Lo más gracioso cuando la imita usted es que se parece a ella». Todo esto está tomado del tesoro social. Pero precisamente el medio a que pertenecía Albertina no me parecía que pudiera darle el «distinguido» en el sentido en que mi padre decía de tal o cual de su colegas al que aún no conocía y cuya gran inteligencia le alababan: «Parece que es un hombre realmente distinguido». «Selección», aun aplicado al
golf,
me pareció tan incompatible con la familia Simonet como lo sería, acompañado del adjetivo «natural», con un texto anterior en varios siglos a los trabajos de Darwin. «Lapso de tiempo» me pareció de mejor augurio aún. Por último se me apareció la evidencia de unos trastornos que yo no conocía, pero que eran como autorizar, en lo que a mí se refería, todas las esperanzas, cuando Albertina me dijo, con la satisfacción de una persona cuya opinión no es indiferente:
—Eso es,
en mi sentir,
lo mejor que podía suceder… Estimo que esa es la mejor solución, la solución elegante.
Era tan nuevo esto, se trataba tan visiblemente de un aluvión que permitía sospechar tan caprichosas revueltas a través de terrenos antaño desconocidos para ella, que desde las palabras «en mi sentir» atraje hacia mí a Albertina, y al «estimo» la senté en mi cama.
Sin duda ocurre que algunas mujeres poco cultas, al casarse con un hombre de gran cultura, reciben en su común aportación dotal expresiones de éstas. Y poco después de la metamorfosis que sigue a la noche de bodas, cuando hacen sus visitas y se muestran reservadas con sus antiguas amigas, se echa de ver con asombro que se han hecho mujeres si, al fallar que una persona es inteligente, le ponen dos eles a la palabra «inteligente»
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; pero eso es justamente señal de un cambio, y me parecía que entre el vocabulario de la Albertina que yo había conocido —aquel en que las audacias gordas consistían en decir de una persona extravagante: «Es un tipo», o, si se le proponía a Albertina que jugase: «No tengo dinero que perder», o bien, si alguna de sus amigas le hacía un reproche que Albertina no encontraba justificado: «¡Ah! ¡La verdad es que me resultas magnífica!», frase dictada en estos casos por una a modo de tradición burguesa casi tan antigua como el mismo
Magnificat
y que una muchacha un poco encolerizada y segura de su derecho emplea, como suele decirse, «naturalmente», esto es, porque las ha aprendido de su madre como ha aprendido a rezar sus oraciones o a saludar. Todas estas se las había hecho aprender la señora de Bontemps al mismo tiempo que a odiar a los judíos y a tener en estima a los negros, cosas en las que se es siempre correcto y como es debido, aun sin que la señora de Bontemps se lo hubiera enseñado formalmente, sino como se modela por el gorjeo de los jilgueros padres el de las crías recién salidas del cascarón, de modo que éstas llegan a ser también auténticos jilgueros. A pesar de todo, «selección» me pareció alógeno, y lo de «yo estimo», alentador. Albertina ya no era la misma; por consiguiente, acaso no procedería, no reaccionaría del mismo modo.