Mamá me pidió que fuese a buscar un poco de agua y vinagre para humedecerle la frente a la abuela. Era lo único que la refrescaba, creía mamá, que la veía hacer esfuerzos por apartar el pelo. Pero desde la puerta me hacían seña de que saliese. Uno de esos «extras» a que se acude en las ocasiones excepcionales para aliviar el cansancio de los criados, lo cual hace que las agonías tengan algo de fiestas, acababa de abrir al duque de Guermantes, que se había quedado en la antesala y preguntaba por mí: no pude escapar de él.
«Acabo, amigo mío, de enterarme de estas macabras noticias. Quisiera, en señal de simpatía, estrechar la mano de su señor padre». Me excusé, alegando la dificultad de molestarle en aquel momento. El señor de Guermantes caía como en el momento en que sale uno de viaje. Pero de tal modo sentía la importancia de la muestra de cortesía de que nos hacía objeto, que eso le ocultaba todo lo demás, y estaba absolutamente empeñado en pasar al salón. En general, tenía la costumbre de llevar a punta de lanza el cumplimiento cabal de las formalidades con que había decidido honrar a alguien, y se cuidaba poco de que las maletas estuviesen hechas o dispuesto el féretro.
—¿Han hecho ustedes que venga Dieulafoy? ¡Ah!, pues es un grave error. Y si me lo hubieran dicho ustedes, hubiera venido por mí; a mí no me niega nada, aunque se haya negado a ir a casa de la duquesa de Chartres. Ya ve usted, me pongo francamente por encima de una princesa de sangre real. Por lo demás, ante la muerte todos somos iguales —añadió, no por convencerme de que mi abuela pasaba a ser igual suya, sino porque acaso se hubiera dado cuenta de que una prolongada conversación respecto a su poder sobre Dieulafoy y su preeminencia sobre la duquesa de Chartres no sería de muy buen gusto.
Su consejo, por otra parte, no me extrañaba. Sabía yo que entre los Guermantes se citaba siempre el nombre de Dieulafoy (con un poco más de respeto solamente) como el de un «proveedor» sin rival. Y la duquesa vieja de Mortemart, Guermantes por su nacimiento (es imposible comprender por qué, desde el momento en que se trata de una duquesa, se dice casi siempre: «la duquesa vieja de…» o, por el contrario, con expresión delicada y a lo Watteau, si es joven: «la duquesita de…»), preconizaba casi mecánicamente, guiñando el ojo, en los casos graves: «Dieulafoy», como si se necesitaba un repostero para los helados: «Poiré Blanche», o para los hojaldres: «Rebattet, Rebattet». Pero lo que ignoraba era que mi padre acababa precisamente de mandar llamar a Dieulafoy.
En ese momento, mi madre, que esperaba con impaciencia unos balones de oxígeno que debían ayudar a respirar más fácilmente a mi abuela, entró en la antesala, donde mal sabía ella que iba a encontrarse con el señor de Guermantes. Yo hubiera querido esconder a éste en cualquier parte. Pero él, convencido de que nada era más esencial ni podía, por otra parte, lisonjearla a ella ni era más indispensable para mantener su propia fama de cumplido caballero, me cogió violentamente del brazo y, aun cuando yo me defendía como contra una violación diciendo: «Caballero, caballero, caballero», repetidamente, me arrastró hacia mamá diciéndome: «¿Quiere usted hacerme el gran honor de presentarme a su señora
madre
?», descarrilando un poco en la palabra «madre». Y hasta tal punto le parecía que el honor era para ella, que no podía menos de sonreír, sin dejar de poner cara de circunstancias. No me quedó más remedio que decir su nombre, cosa que desencadenó inmediatamente, por su parte, inclinaciones, gambetas, e iba a dar comienzo a toda la ceremonia completa del saludo. Pensaba incluso trabar conversación; pero mi madre, ahogada por su dolor, me dijo que fuese aprisa, y ni siquiera contestó a las frases del señor de Guermantes, que, esperando ser recibido como una visita y encontrándose, por el contrario, con que lo dejaban solo en la antesala, hubiera acabado por marcharse si en ese mismo momento no hubiera visto entrar a Saint-Loup, que había llegado por la mañana y acudía presuroso en busca de noticias. «¡Ah! ¡Esta sí que es buena!», exclamó alegremente el duque, atrapando a su sobrino por la manga, que estuvo a punto de arrancarle, sin cuidarse de la presencia de mi madre, que volvía a cruzar la antesala. Creo que a Saint-Loup no le contrariaba, a pesar de su sincera pena, evitar verme, dada la disposición de ánimo en que se encontraba respecto de mí. Salió, arrastrado por su tío, que, como tenía algo muy importante que decirle y había estado a punto, por ello, de salir para Doncières, no podía dar crédito a su alegría por haber podido economizarse semejante molestia. «¡Ah! Si me hubieran dicho que no tenía más que cruzar el patio y que te encontraría aquí, hubiese creído que se trataba de un bromazo; como diría tu camarada el señor Bloch, el caso es bastante chusco». Y mientras se alejaba con Roberto, al que llevaba cogido del hombro: «Es igual, repetía; bien se ve que acabo de tocar una cuerda de ahorcado, o algo por el estilo; tengo una suerte estupenda». No es que el duque de Guermantes estuviese mal educado; lejos de ello. Pero era uno de esos hombres incapaces de ponerse en el lugar de los demás, uno de esos hombres que se parecen en esto a la mayor parte de los médicos y a los entierramuertos, y que después de haber puesto cara de circunstancias y de decir: «Estos instantes son muy penosos», de haberos abrazado, si se tercia, y de aconsejaros que descanséis, ya no consideran una agonía o un entierro de otra suerte que como una reunión mundana más o menos restringida en la que, con jovialidad comprimida un momento, buscan con los ojos a la persona con quien pueden hablar de sus menudencias, pedirle que les presente a otra u «ofrecer un sitio» en su coche «para la vuelta». El duque de Guermantes, aunque se felicitase del «buen viento» que le había impulsado hacia su sobrino, quedó tan extrañado del recibimiento —tan natural, sin embargo— de mi madre, que más tarde declaró que ésta era tan desagradable como cortés mi padre, que tenía «ausencias» durante las cuales parecía incluso como si no oyera las cosas que se le decían, y que, a su juicio, no estaba en su centro, y ni siquiera, acaso, en sus cabales. Así y todo, consintió, por lo que me dijeron, en poner esto, en parte, a la cuenta de las circunstancias y declarar que mi madre le había parecido muy «afectada» por el acontecimiento. Pero aún le quedaba en las piernas todo el resto de los saludos y reverencias a reculones que le habíamos impedido llevar a su fin, y, por otra parte, tan poca cuenta se daba de lo que era la pena de mamá, que preguntó, la víspera del entierro, si no probaba yo a distraerla.
Un cuñado de mi abuela que era religioso, y al que yo no conocía, telegrafió a Austria, donde estaba el superior de su orden, y, habiendo conseguido por un favor excepcional la autorización, vino ese día. Agobiado de tristeza, leía al lado del lecho textos de rezos y meditaciones, sin apartar, con todo, de la enferma sus ojos de barrena. En un momento en que mi abuela estaba privada de conocimiento, el espectáculo de la tristeza de aquel sacerdote me hizo daño y miré para él. Pareció sorprendido de mi compasión, y entonces se produjo una cosa singular. Juntó las manos sobre la cara, como un hombre absorto en una meditación dolorosa, pero, comprendiendo que yo iba a desviar de él los ojos, vi que había un pequeño resquicio entre sus dedos. Y en el momento en que mis miradas se apartaban de él, me encontré con su agudo mirar, que había aprovechado el abrigo de sus manos para observar si mi dolor era sincero. Estaba emboscado allí como en la sombra de un confesonario. Se dio cuenta de que yo le veía, y al momento cerró herméticamente el enrejado que había dejado entreabierto. Más tarde lo he vuelto a ver, y nunca se trató entre nosotros de ese minuto. Quedó tácitamente convenido que yo no había echado de ver que él me espiaba. En el cura, como en el alienista, hay siempre algo de juez de instrucción. Por lo demás, ¿cuál es el amigo, por querido que sea, en cuyo pasado común con el nuestro no hay algunos de estos minutos que encontraríamos más cómodo persuadirnos de que ha debido de olvidarlos?
El médico puso una inyección de morfina y, para hacer menos trabajosa la respiración, pidió unos balones de oxígeno. Mi madre, el doctor, la sor los tenían en sus manos; en cuanto se había acabado uno, se les pasaba otro. Yo había salido un momento de la habitación. Cuando volví a entrar me encontré como ante un milagro. Acompañada en sordina por un murmullo incesante, mi abuela parecía dirigirnos un largo canto feliz que colmaba la habitación, rápido y musical. Pronto comprendí que era menos inconsciente apenas, que era tan puramente mecánico como el jadear de un momento antes. Acaso reflejara en escasa medida cierto bienestar aportado por la morfina. Resultaba, sobre todo —porque el aire no pasaba ya de la misma manera por los bronquios—, de un cambio de registro de la respiración. Libre gracias a la doble acción del oxígeno y de la morfina, el soplo de mi abuela no se debatía ya, ya no gemía, sino que vivo, ligero, se deslizaba, patinando, hacia el fluido delicioso. Quizá al aliento, insensible como el del viento en la flauta de una caña, se mezclaban en aquel canto algunos de esos suspiros más humanos que, libertados por la proximidad de la muerte, hacen creer en impresiones de sufrimiento o de felicidad en aquellos que ya no sienten, y venían a añadir un acento más melodioso, pero sin cambiar su ritmo, a la larga frase que se elevaba, subía aún más, decaía luego, para lanzarse de nuevo, del aliviado pecho, en persecución del oxígeno. Después, ya que había llegado tan alto, prolongado con tanta fuerza, el canto mezclado a un murmullo de súplica en el deleite, parecía en ciertos momentos detenerse por completo como se agota una fuente.
Francisca, cuando tenía algún pesar grande, sentía la necesidad, igualmente inútil, pero no poseía el arte tan sencillo, de expresarlo. Juzgando a mi abuela completamente perdida, eran sus propias impresiones lo que estaba empeñada en hacernos conocer. Y no sabía más que repetir: «¡A mí estas cosas me hacen una mella!», en el mismo tono con que decía, cuando había tomado demasiada sopa de coles: «Es como si tuviera un peso en el estómago», cosa que en ambos casos era más natural de lo que ella parecía creer. Tan débilmente traducida, no por eso era menos grande su pena, agravada, además, por el fastidio de que su hija, retenida en Combray (que la joven parisiense llamaba ahora «la cambrouse», y donde sentía que se iba «adocenando»), no pudiera, verosímilmente, volver para la ceremonia mortuoria, que Francisca venteaba que tenía que ser soberbia. Como sabía que nosotros nos explayábamos poco, había citado a todo trance de antemano a Jupien para todos los días de la semana, a la caída de la tarde. Sabía que Jupien no estaría libre a la hora del entierro. Quería, por lo menos a la vuelta, «contárselo».
Desde hacía varias noches, mi padre, mi abuelo, uno de nuestros primos velaban y no salían ya de su casa. Su continua abnegación acababa por tomar una máscara de indiferencia, y la interminable ociosidad en torno a aquella agonía les hacía tener las mismas conversaciones que son inseparables de una permanencia prolongada en un vagón de ferrocarril. Por otra parte, el primo (el sobrino de mi tía abuela) excitaba en mí tanta antipatía como estimación merecía y obtenía generalmente.
Se le «encontraba» siempre en las circunstancias graves, y era tan asiduo para con los moribundos, que las familias, pretendiendo que estaba delicado de salud a pesar de su apariencia robusta, de su voz de bajo y su barba de zapador, le conjuraban siempre con las acostumbradas perífrasis a que no fuese al entierro. Yo sabía de antemano que mamá, que pensaba en los demás en medio del dolor más inmenso, le diría en una forma completamente distinta de lo que tenía costumbre él de oírse decir siempre:
—Prométame que no vendrá usted «mañana». Hágalo por «ella». Por lo menos, no vaya usted «allá». Ella le habría pedido a usted que no viniera.
Como si no; era siempre el primero que se presentaba en la «casa», debido a lo cual le habían puesto en otro círculo el mote, que nosotros ignorábamos, de «ni flores ni coronas». Y antes de ir a «todo», había «pensado en todo» siempre, lo cual le valía estas palabras: «A usted no se le dan las gracias».
—¿Qué? —preguntó con voz recia mi abuelo, que se había quedado un poco sordo y no había oído bien algo que mi primo acababa de decirle a mi padre.
—Nada —respondió el primo—. Decía únicamente que había recibido esta mañana una carta de Combray, donde hace un tiempo espantoso, y que aquí tenemos un sol que aprieta demasiado.
—Pues, sin embargo, el barómetro está muy bajo —dijo mi padre.
—¿Dónde dice usted que hace mal tiempo? —preguntó mi abuelo.
—En Combray.
—¡Ah!, no me choca; cada vez que hace aquí mal tiempo, lo hace bueno en Combray, y viceversa. ¡Ay, Dios!, habla usted de Combray: ¿han pensado en avisar a Legrandin?
—Sí, no se atosigue usted; ya está hecho —dijo mi primo, cuyas mejillas, bronceadas por una barba demasiado fuerte, sonrieron imperceptiblemente, con la satisfacción de haber pensado en ello.
En este momento, mi padre se precipitó fuera de la habitación; creí que había alguna mejoría o un empeoramiento. Era únicamente que acababa de llegar el doctor Dieulafoy. Mi padre fue a recibirlo a la sala vecina, como al actor que tiene que venir a representar. Lo habían mandado a llamar no para que curase, sino para que levantase acta, como una especie de notario. El doctor Dieulafoy ha podido, en efecto, ser un gran médico, un profesor maravilloso; a estos diversos papeles, en que descolló, unía otro, en el que por espacio de cuarenta años no tuvo rival; un papel tan original como el razonador, el farsante o el padre noble, y que era el de ir a dar fe de la agonía o de la muerte. Su nombre presagiaba ya la dignidad con que desempeñaría el empleo, y cuando la sirvienta decía: «el señor Dieulafoy», creía uno estar en una escena de Molière. A la dignidad de la actitud concurría, sin dejarse ver, la flexibilidad de un talle encantador. Un semblante en sí mismo demasiado hermoso estaba amortiguado por las buenas formas en las circunstancias dolorosas. Con su noble levita negra, el profesor entraba triste, sin afectación, no daba un solo pésame que hubiera podido creerse fingido, ni cometía tampoco la más ligera infracción del tacto. A los pies del lecho de un muerto, era él y no el duque de Guermantes quien resultaba el gran señor. Después de haber reconocido a mi abuela sin cansarla, y con un exceso de reserva que era una cortesía para con el médico que la venía tratando, dijo en voz baja algunas palabras a mi padre, se inclinó respetuosamente delante de mi madre, a la que sentí que mi padre se contenía para no decir: «El profesor Dieulafoy». Pero ya éste había vuelto a otra parte la cabeza, sin querer importunar, y salió de la manera más hermosa del mundo, cogiendo sencillamente la certificación que le entregaron. No parecía que la hubiese visto, e incluso nos preguntamos un momento si se la habíamos entregado, hasta tal punto había usado de la agilidad de un prestidigitador para hacerla desaparecer, sin que por eso perdiera nada de su dignidad, antes aumentada, de gran médico llamado en consulta, con su larga levita con vueltas de seda y su hermosa cabeza llena de una noble conmiseración. Su lentitud y su vivacidad mostraban que, si otras cien visitas le aguardaban aún, no quería que pareciera cómo que tenía prisa. Porque era el tacto, la inteligencia y la bondad mismos. Este hombre eminente ya no existe. Otros médicos, otros profesores han podido igualarle, aventajarle acaso. Pero el «empleo» en que su saber, sus dotes físicas, su subida educación le hacían triunfar, no existe ya, por falta de sucesores que hayan sabido desempeñarlo. Mamá ni siquiera había reparado en el señor Dieulafoy; todo lo que no fuese mi abuela no existía. Recuerdo (y aquí me adelanto a la narración) que en el cementerio, donde se la vio, como una aparición sobrenatural, acercarse tímidamente a la tumba, cual si estuviese mirando a un ser desaparecido que estaba ya lejos de ella, como mi padre le hubiese dicho: «El bueno de Norpois ha venido a casa, a la iglesia, al cementerio, ha dejado de asistir a una comisión importantísima para él; deberías decirle dos palabras; le halagaría mucho», mi madre, cuando el embajador se inclinó hacia ella, sólo pudo inclinar a su vez con dulzura su rostro, que no había llorado. Dos días antes —y para seguir adelantándome antes de volver ahora mismo al lado del lecho en que la enferma agonizaba—, mientras velábamos a mi abuela muerta, Francisca, que, como no negaba en absoluto que hubiese aparecidos, se asustaba al menor ruido, decía: «Me parece que es ella». Pero en lugar de terror, era una dulzura infinita lo que estas palabras despertaron en mi madre, que tanto hubiera dado por que los muertos volviesen, para tener a veces a su madre junto a sí.