Y si Legrandin nos había mirado con aquella expresión de asombro, es porque a él, como a los que entonces pasaban, en el coche de punto en cuya banqueta parecía ir sentada mi abuela se les había aparecido ésta hundiéndose, deslizándose al abismo, agarrándose desesperadamente a los cojines, que apenas podían detener su cuerpo precipitado, con el pelo en desorden, extraviada la mirada, incapaz de hacer cara por más tiempo al asalto de las imágenes que ya no conseguía sostener su pupila. Se les había aparecido, bien que al lado mío, sumida en el desconocido mundo en cuyo seno había recibido ya los golpes cuyas huellas ostentaba cuando yo la había visto un momento antes en los Campos Elíseos, descompuestos su sombrero, su semblante, su abrigo, por la mano del ángel invisible con quien había luchado. Después he pensado que ese momento de su ataque no había debido de sorprender del todo a mi abuela, que acaso lo tuviera previsto, inclusive, con mucha anticipación, que había vivido en espera de él. Claro está que no había sabido cuándo llegaría ese momento fatal, incierta, semejante a los enamorados, a quienes una duda del mismo género mueve sucesivamente a fundar desatinadas esperanzas y sospechas injustificadas respecto a la fidelidad de su amada. Pero es raro que esas grandes enfermedades, como la que al fin acababa de herirla en pleno rostro, no elijan en mucho tiempo domicilio en el enfermo antes de matarlo, y que durante ese período no se den a conocer a él suficientemente aprisa, como un vecino o un inquilino afable y entrometido. Es un terrible conocimiento, no tanto por los sufrimientos de que es causa como por la extraña novedad de las restricciones definitivas que impone a la vida. Se ve uno morir, en ese caso, no en el instante mismo de la muerte, sino desde meses, a veces desde años antes, desde que la enfermedad ha venido espantosamente a habitar en nosotros. La enferma traba conocimiento con el extraño a quien oye ir y venir por su cerebro. No le conoce de vista, claro está, pero de los ruidos que le oye hacer regularmente deduce sus costumbres. ¿Es un malhechor? Una mañana ya no lo oye. Se ha ido. ¡Ah, si fuera para siempre! A la noche ha vuelto. ¿Qué propósitos son los suyos? El médico de cabecera, sometido a la pregunta, como una amante adorada, responde con juramentos creídos un día, otro puestos en duda. Por lo demás, antes que el de amante, el médico representa el papel de los sirvientes a quienes se interroga. No son más que unos terceros. La que acosamos, aquella de quien sospechamos que está a punto de traicionarnos, es la vida misma, y aun cuando no la sintamos ya como la de siempre, todavía creemos en ella, permanecemos en todo caso en la duda hasta el día en que, por fin, nos ha abandonado.
Puse a mi abuela en el ascensor del profesor E…, y éste, al cabo de un instante, vino hacia nosotros y nos hizo pasar a su despacho. Pero allí, no obstante la prisa que pudiera tener, cambió su envaramiento —hasta tal punto son poderosas las costumbres, y él tenía la de ser amable, jovial inclusive, con sus enfermos—. Como sabía que mi abuela era muy culta, y también él lo era, se dedicó a citarle por espacio de dos o tres minutos bellos versos a cuenta del radiante estío que teníamos. La había sentado en una butaca, a contraluz él, de modo que la viese bien. Su examen fue minucioso; necesitó incluso que saliera yo de la habitación por un instante. Aún lo prolongó un rato; luego, como hubiese acabado, volvió, a pesar de que el cuarto de hora tocaba a su fin, a hacer algunas citas a mi abuela. Incluso le gastó algunas bromas bastante agudas, que yo hubiera preferido oír otro día, pero que me tranquilizaron completamente por el tono jocoso del doctor. Recordé entonces que el señor Fallières, presidente del Senado, había tenido, hacía bastantes años, un falso ataque, y que, para desesperación de sus competidores, había vuelto tres días después a hacerse cargo de sus funciones y preparaba, según decían, una candidatura más o menos remota a la presidencia de la República. Mi confianza en un pronto restablecimiento de mi abuela fue tanto más completa cuanto que, en el momento en que me acordaba del ejemplo del señor Fallieres, me distrajo del pensamiento de este parangón una franca carcajada que remataba una de las chanzas del profesor E…, el cual, tras esto, sacó el reloj, frunció febrilmente las cejas al ver que se había retrasado cinco minutos, y mientras nos decía adiós llamó para que le trajeran inmediatamente su frac. Dejé que mi abuela pasase delante, volví a cerrar la puerta y pregunté la verdad al sabio…
—Su abuela está perdida —me dijo—. Es un ataque provocado por la uremia. En sí, la uremia no es fatalmente una enfermedad mortal, pero el caso me parece desesperado. No necesito decirle que tengo la esperanza de equivocarme. Por lo demás, con Cottard están ustedes en excelentes manos. Dispénseme —me dijo al ver entrar una doncella que traía al brazo el frac del profesor—. Ya sabe usted que ceno en casa del ministro de Comercio, tengo que hacer antes una visita. ¡Ah! No todo es rosas en la vida, como se cree a la edad de usted.
Y me tendió graciosamente la mano. Yo había vuelto a cerrar la puerta, y un criado nos guiaba por la antesala a mi abuela y a mí, cuando oímos grandes voces de cólera. La doncella se había olvidado de abrir el ojal para las condecoraciones. Esto iba a exigir diez minutos más. El profesor seguía echando pestes mientras yo miraba en el descansillo a mi abuela, que estaba perdida. ¡Qué sola está cada persona! Volvimos hacia casa.
Declinaba el sol; inflamaba una interminable tapia que nuestro coche tenía que bordear antes de llegar a la calle en que vivíamos, tapia sobre la cual la sombra, proyectada por el poniente, del caballo y del carruaje, se destacaba en negro sobre el fondo rojizo, como un carro fúnebre en un barro cocido de Pompeya. Por fin llegamos. Hice sentarse a la enferma al pie de la escalera, en el vestíbulo, y subí a preparar a mi madre. Le dije que mi abuela volvía un poco indispuesta, que había tenido un mareo. Desde mis primeras palabras el semblante de mi madre llegó al paroxismo de una desesperación tan resignada ya, sin embargo, que comprendí que desde hacía muchos años lo tenía todo dispuesto dentro de sí para un día incierto y final. Nada me preguntó; parecía, de igual suerte que la perversidad gusta de exagerar los sufrimientos ajenos, que ella, por ternura, no quisiera admitir que su madre estuviese muy grave, sobre todo de una enfermedad que puede afectar a la inteligencia. Mamá temblaba, su rostro lloraba sin lágrimas, corrió a decir que fuesen a buscar al médico; pero como Francisca preguntase quién estaba malo, no pudo responder; la voz se detuvo en su garganta. Bajó corriendo conmigo, borrando de su rostro el sollozo que lo fruncía. Mi abuela esperaba abajo, en el canapé del vestíbulo; pero en cuanto nos oyó se irguió, se sostuvo en pie, hizo a mamá alegres señas con la mano. Yo le había medio envuelto la cabeza en una mantilla de encajes blancos, diciéndole que era para que no tuviese frío en la escalera. No quería que mi madre echara de ver demasiado la alteración del semblante, la desviación de la boca; mi precaución era inútil: mi madre se acercó a la abuela, besó su mano como la de su Dios, la sostuvo, la solivió hasta el ascensor, con precauciones infinitas en que había, junto al temor de ser torpe y hacerle daño, la humildad del que se siente indigno de tocar lo más precioso que conoce; pero ni una vez alzó los ojos ni miró a la cara a la enferma. Quizá fue por que ésta no se entristeciese pensando que su aspecto había podido sobresaltar a su hija. Acaso por miedo a un dolor demasiado fuerte que no se atrevió a afrontar. Tal vez por respeto, porque no creía que le estuviese permitido sin impiedad comprobar la huella de algún desfallecimiento intelectual en el rostro venerado. Quizá por mejor conservar más tarde intacta la imagen del verdadero rostro de su madre, radiante de inteligencia y de bondad. Así subieron la una junto a la otra, mi abuela semiescondida en su mantilla, mi madre volviendo a otra parte los ojos.
Durante este tiempo había una persona que no quitaba los suyos de lo que podía adivinarse de los modificados rasgos de mi abuela, que su hija no se atrevía a ver; una persona que ponía en ellos una mirada estupefacta, indiscreta y de mal agüero: era Francisca. No es que no quisiera sinceramente a mi abuela (incluso la había defraudado y escandalizado casi la frialdad de mamá, a quien hubiera querido ver echarse, llorando, en los brazos de su madre), pero tenía cierta propensión a ponerse en lo peor siempre, había conservado de su niñez dos particularidades que parece como que debieran excluirse, pero que, cuando están juntas, se fortalecen: la falta de educación de la gente del pueblo, que no trata de disimular la impresión, incluso el espanto doloroso que le causa ver un cambio físico en que sería más delicado hacer como que no se repara, y la rudeza insensible de la campesina que arranca las alas a las libélulas antes de tener ocasión de retorcer el pescuezo a los pollos y que carece del pudor que le haría ocultar el interés que siente al ver la carne que sufre.
Cuando, gracias a los perfectos cuidados de Francisca, estuvo acostada mi abuela, se dio cuenta de que hablaba mucho más fácilmente; el desgarroncillo u obstrucción de un vaso que había producido la uremia había sido, sin duda, ligerísimo. Entonces quiso que mamá no sintiera su falta, asistirla en los instantes más crueles por que aquélla hubiese pasado hasta entonces.
—¡Pero, hija mía —le dijo, cogiéndole la mano y sin quitar la otra de delante de la boca, para dar esta causa aparente a la ligera dificultad que tenía aún para pronunciar ciertas palabras—, ésa es la lástima que te da de tu madre! ¡Parece como si creyeras que una indigestión no es nada desagradable!
Entonces, por primera vez, los ojos de mi madre se posaron apasionadamente en los de mi abuela, sin querer ver el resto de su cara, y dijo, comenzando la lista de esos juramentos falsos que no podemos cumplir:
—Mamá, pronto estarás sana; tu hija se compromete a ello.
Y encerrando su amor más fuerte, toda su voluntad de que su madre sanase, en un beso al que los confió y que acompañó con su pensamiento, con todo su ser, hasta el borde de su labios, fue a depositarlo humildemente, piadosamente, en la frente adorada. Mi abuela se quejaba de una especie de aluvión de cobertores que se formaba continuamente del mismo lado, sobre su pierna izquierda, y que no podía llegar a levantar. Pero no se daba cuenta de que era ella misma la causa de ello (de modo que todos los días estuvo acusando injustamente a Francisca de «remeter» mal su cama). Con un movimiento convulsivo echaba hacia aquel lado todo el oleaje de los espumeantes cobertores de fina lana que iban amontonándose en aquella parte como las arenas en una bahía transformada bien pronto en playa (si no se construye en ella un dique) por los sucesivos acarreos de la marea.
Mi madre y yo (cuyo embuste calaba de antemano Francisca, perspicaz y ofensiva) ni siquiera queríamos decir que mi abuela estuviese muy mala, como si eso hubiese podido dar gusto a los enemigos que, por otra parte, no tenía, y hubiera sido más afectuoso pensar que no iba tan mal, obedeciendo, en fin de cuentas, al mismo sentimiento instintivo que me había hecho suponer a mí que Andrea compadecía demasiado a Albertina para quererla mucho. Los mismos fenómenos que se dan en los particulares se reproducen en la masa, en las grandes crisis. En una guerra, el que no tiene amor a su país no habla mal de él, pero lo cree perdido, se compadece de él, lo ve todo negro.
Francisca nos prestaba un servicio infinito gracias a su facultad de pasarse sin dormir, de hacer los menesteres más duros. Y si, cuando se había ido a acostar, después de haberse pasado en pie varias noches, nos veíamos obligados a llamarla un cuarto de hora después de haberse dormido, se sentía tan feliz por poder hacer las cosas penosas como si hubieran sido las más sencillas del mundo, que, lejos de rezongar, mostraba en su semblante satisfacción y modestia. Unicamente cuando llegaba la hora de misa y la del desayuno, aunque mi abuela hubiese estado agonizando, Francisca se hubiera eclipsado a tiempo para no llegar con retraso. No podía ni quería que la supliera su joven lacayo. Realmente había traído de Combray una elevadísima idea de los deberes de cada cual respecto de nosotros; no hubiera tolerado que nadie de nuestra servidumbre nos «faltase». Esto había hecho de ella una tan noble, tan imperiosa, tan eficaz educadora, que jamás había habido en nuestra casa criados tan malvados que no hubiesen modificado, depurado rápidamente su concepción de la vida hasta no tocar ya ni «a un ochavo» y precipitarse —por poco serviciales que hasta entonces hubieran sido— a quitarme de las manos y no dejar que me fatigase llevando el menor paquete. Pero, en Combray también, había contraído Francisca —e importado a París— la costumbre de no poder soportar ninguna ayuda en su trabajo. Ver que le prestasen algún auxilio le parecía como recibir una ofensa, y criados hubo que estuvieron semanas enteras sin recibir de ella respuesta a su saludo matinal, que se fueron incluso de vacaciones sin que les dijese adiós ni ellos adivinasen por qué; en realidad, por la única razón de que habían querido hacer un poco de su trabajo un día en que ella no se encontraba bien. Y en este momento en que mi abuela estaba tan mala, el quehacer de Francisca le parecía a ésta particularmente suyo. No quería ella, la titular, dejarse escamotear su papel en esos días de gala. Así, su joven lacayo, alejado por ella, no sabía qué hacer, y no contento con haber, siguiendo el ejemplo de Víctor, cogido el papel mío de mi escritorio, se había dedicado, además, a llevarse tomos de versos de mi biblioteca. Se pasaba su buena mitad del día leyéndolos, por admiración a los poetas que los habían compuesto, pero también para, durante la otra parte de su tiempo, esmaltar de citas las cartas que escribía a sus amigos del pueblo. Evidentemente pensaba deslumbrarlos así. Pero como tenía poca ilación en las ideas, se había forjado la de que aquellos poemas que había encontrado en mi biblioteca eran cosa conocida de todo el mundo y a la que era corriente referirse. Tanto, que al escribir a aquellos palurdos cuya estupefacción daba por descontada, revolvía sus propias reflexiones con versos de Lamartine, como hubiera dicho: «vivir para ver», o: «buenos días».
A causa de los dolores de mi abuela, se le permitió el uso de la morfina. Desgraciadamente, si ésta los calmaba, aumentaba también la dosis de albúmina. Los golpes que destinábamos a la enfermedad que se había instalado en la abuela daban siempre en falso; era ella, era su pobre cuerpo interpuesto quien los recibía, sin que ella se quejase como no fuera con un débil gemido. Y los dolores que le causábamos no eran compensados por un bien que no podíamos hacerle. El feroz mal que hubiéramos querido exterminar lo habíamos rozado apenas; no hacíamos sino exasperarlo todavía más, acelerando acaso la hora en que la cautiva habría de ser devorada. Los días en que la dosis de albúmina había sido demasiado fuerte, Cottard, después de un titubeo, denegaba la morfina. En aquel hombre tan insignificante, tan anodino, había en esos breves momentos en que deliberaba, en que los peligros de un tratamiento y otro disputaban en él hasta que se detuviese en uno de ambos, el género de grandeza de un general que, vulgar en el resto de la vida, es un gran estratega y, en un momento peligroso, después de haber reflexionado un instante, se decide por lo que militarmente es más sensato y dice: «De frente al Este». Medicinalmente, por poca esperanza que hubiera de poner término a la crisis de uremia, era menester no fatigar el riñón. Pero, por otra parte, cuando mi abuela no tenía morfina, sus dolores acababan por ser intolerables; recomenzaba perpetuamente cierto movimiento que le era difícil ejecutar sin gemir: el sufrimiento es, en gran parte, una a modo de necesidad que el organismo tiene de cobrar conciencia de un nuevo estado que lo desasosiega, de tornar la sensibilidad adecuada a ese estado. Puede discernirse este origen del dolor en el caso de algunas molestias que no son tales para todo el mundo. En una habitación llena de un humo de olor penetrante, dos hombres groseros entrarán y vacarán a sus quehaceres; un tercero, de organización más fina, dejará ver una agitación incesante. Las ventanillas de su nariz no cesarán de husmear ansiosamente el olor que parece debiera intentar no percibir y que tratará una vez y otra de hacer que se adhiera, merced a un conocimiento más exacto, a su olfato irritado. De ahí procede, sin duda, que una intensa preocupación impida quejarse de un dolor de muelas. Cuando mi abuela sufría así, el sudor corría por su vasta frente malva, pegando a ella los mechones blancos, y, si creía que no estábamos en la alcoba, daba gritos: «¡Ah, esto es espantoso!»; pero si veía a mi madre, inmediatamente empleaba toda su energía en borrar de su semblante las huellas de dolor, o, por el contrario, repetía las mismas quejumbres acompañándolas de explicaciones que daban retrospectivamente otro sentido a las que mi madre había podido oír: