—¿Dónde están los niños? —bramó roncamente Petronio.
Hubo una muy breve pausa.
—Los mandamos de vuelta —afirmó Norbano en tono suave. Parecía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que oí aquella voz cortés y refinada—. Los enviamos a la residencia.
—¡Pero Maya! —insistió Petronio—. ¿Me están diciendo la verdad?
Norbano le dio un tirón del brazo al mismo tiempo que la ponía más erguida. Ella asintió con un movimiento de la cabeza. Tapada de esa forma, debía de sentirse desorientada. Fue un movimiento lento; poco pude deducir de él excepto que, tal como había dicho Silvano, ella necesitaba nuestra ayuda desesperadamente.
Ya hacía dos días que no veía a mi hermana. Le podía haber pasado cualquier cosa. A juzgar por el estado en que se encontraba entonces y recordando el modo en que Florio trató a Albia, probablemente así había sido.
—Ahora la soltaremos —anunció Florio—. Falco, acércate a la grúa. Ella vendrá hacia ti. ¡Longo! Tú ve hacia el otro lado y luego entra.
Toqué suavemente a Petro en el hombro y entonces nos separamos de inmediato. Entendí lo que se proponían. Maya y Petronio se cruzarían a cierta distancia el uno del otro al caminar en sentido oblicuo en distintas direcciones. Él no tenía posibilidad de agarrarla. Si intentaba algo les podrían disparar tanto a Maya como a él.
Yo llegué a un punto alejado de Petronio. Norbano masculló algo y luego empujó la figura vestida de rojo hacia mí. Pareció ordenarle que caminara hacia delante. Ella así lo hizo, con paso vacilante, incapaz de saber adónde se dirigía o por dónde pisaba. Instintivamente yo empecé a andar hacia ella, pero Florio hizo girar su arma y me apuntó con ella. Me detuve. Él se rió. Puede que fuera un tanto nervioso, pero no había duda de que disfrutaba del poder.
—¡Vamos, ahora! —le gritó Florio a Petro—. No intentes nada, Longo. Entra ahí.
Petronio avanzó al tiempo que observaba a la rehén. La mujer seguía andando hacia el otro lado de la calzada y con sus pequeños pies tanteaba el suelo que tenía delante con aire de inseguridad. Petronio ajustó su avance al mismo paso que ella. Al final quedaron uno al lado del otro, equidistantes respecto al edificio, a unos cuantos pasos de distancia. Petronio se detuvo y dijo algo.
—¡No hables! —bramó Florio frenéticamente—. ¡Ten cuidado… u os mataré a los dos!
La rehén siguió adelante. Yo empecé a andar hacia ella. Florio tenía la ballesta apuntando a Petro, que permanecía parado: parecía estar pensando. Florio lo instó a seguir con unos desenfrenados movimientos de su arma y finalmente giró sobre sus talones para apuntar a la mujer. Petronio volvió a avanzar. Los hombres que había abajo empezaron a retroceder hacia la entrada, algunos por delante de él pero otros acercándosele por la espalda.
Se estaban uniendo en un apretado grupo de depredadores. Florio ordenó a Petronio que dejara el escudo. El hizo lo que le decía, agachándose para depositarlo en el suelo. En cuanto se irguió de nuevo, Florio gritó otra orden; Petro, valiéndose de ambas manos a la vez, se despojó tanto de su espada como de su daga y las dejó caer al suelo. Con la cabeza alta y en silencio, se había dado la vuelta para seguir a Maya con la mirada mientras que Florio le hacía señas furiosamente para que entrara en la aduana.
Estaban abriendo más la puerta. Fuera, yo me encontraba a dos pasos de aquella mujer menuda vestida de rojo, con los brazos tendidos hacia ella.
De repente, Petronio dio un respingo y me gritó algo.
En aquel preciso instante cayeron sobre él. Los malhechores lo agarraron arrastrándolo hacia dentro. La pesada puerta se cerró de golpe. Petronio había desaparecido.
Le arranqué la venda a la mujer y comprendí lo que había dicho.
—¡Ésta no es Maya!
La mujer resultó ser una pálida prostituta medio muerta de hambre que temblaba de los nervios. Dijo que la habían obligado a llevar a cabo la suplantación de identidad. ¡Claro, qué iba a decir! Por suerte para ella, Silvano la apartó de un tirón cuando arremetí contra la mujer.
Mientras ella pestañeaba bajo la luz de las antorchas, yo maldije mi estupidez. Petronio conocía a mi hermana mejor que yo. Se había dado cuenta (demasiado tarde, quizá) de que aquella mujer era un señuelo: la altura era la adecuada, pero no lo eran ni la figura ni la complexión. El vestido que llevaba era de un tono claro, mal teñido, y estaba hecho con un tejido de burda trama. Incluso teniendo en cuenta ciertas dificultades, hasta la forma de andar era completamente distinta.
Le grité furiosamente a esa farsante de ojos hundidos que me dijera dónde estaba mi hermana. Afirmó no saberlo. Aseguró que nunca había visto a Maya. No sabía nada de los niños. Ninguno de ellos había estado en el almacén; tampoco estaban en la aduana.
Se la llevaron.
Alguien logró cruzar el cordón militar y se unió a nosotros: Helena. Se quedó a mi lado en silencio, con una capa en las manos que yo sabía que pertenecía a mi hermana…; no es que nos fuera a servir de nada, pero…
Si la mujer que había hecho de señuelo estaba en lo cierto, la banda no tuvo a Maya en ningún momento, de manera que el intercambio nunca había sido posible. Ellos no hubieran perdido nada si Crixo hubiese matado a Petro en La Lluvia de Oro y nosotros, creyendo que tenían la sartén por el mango, habíamos dejado que lo atraparan innecesariamente. Entonces, ¿dónde estaba Maya, por el Hades? ¿Y cómo podíamos sacar de ahí a Petronio antes de que Florio lo matara?
Los soldados se morían por entrar en acción. Yo estuve de acuerdo. En lo único que pensaba entonces era en rescatar a Petronio. Podría ser demasiado tarde ya.
Florio era consciente de lo que había logrado. Apareció una vez más en el balcón, en esa ocasión nos mostró triunfalmente a dos de sus hombres que tenían a Petro agarrado entre ambos. Presentó entonces nuevas exigencias. Quería un barco y que se abriera paso para que sus hombres y él mismo pudieran subir a bordo sin ningún percance.
Fue en aquel momento cuando el gobernador se unió a nosotros.
Ya no era yo quien tenía que tomar las decisiones. A Frontino ya debían de haberle informado de todo. Evaluó la situación rápidamente. La vida de un oficial romano corría peligro, pero habían tomado un edificio público y si permitía que los criminales hicieran lo que quisieran de esa manera, su capital provincial caería en un estado de postración y caos.
—No puedo tolerarlo. Entraremos.
Me controlé lo mejor que pude.
—Si atacas el edificio matarán a Petronio.
—No te engañes —me advirtió Frontino—. Tienen intención de matarlo de cualquier modo.
Estábamos tardando demasiado. Frontino me dejó e hizo un grupo aparte con los oficiales de su estado mayor.
—Podías haberlo mantenido alejado de la escena —le dije a Silvano entre dientes.
—No es ningún inútil. No quiso ni oír hablar de irse a casa a tomarse un té de borraja y esperar a ser informado más tarde. Yo no quiero que esté aquí, Falco, créeme. No puedo arriesgarme a perderlo a causa de una maldita saeta de ballesta.
—¡Oh, cuanta consideración a un legado imperial!
—Consideración hacia mí mismo —Silvano sonrió—. ¡Piensa en la cantidad de informes que se tendrán que redactar si dejamos que eliminen a un legado de Augusto!
Entonces supe definitivamente que era un miembro de la astuta Segunda.
Mientras que el gobernador le daba vueltas al asunto de forma burocrática, la banda perdió la paciencia. Quizá vieron a Frontino y se imaginaron lo inflexible de su postura. Tal vez la cantidad de soldados que estaban llegando hizo que perdieran las esperanzas de poder negociar su huida. Un postigo se abrió de golpe; una ballesta disparada por la abertura casi mató a Silvano.
Todos corrimos a ponernos a cubierto. Silvano ordenaba desesperadamente a sus hombres que alejaran a Frontino de la zona de peligro. No había más remedio. Los legionarios iban a luchar para recuperar el edificio de aduanas.
—Podemos prender fuego para obligarlos a salir o abatirlos.
—Intentad salvar el edificio —dijo Frontino secamente—. Ya tengo que cumplir bastantes exigencias con mi presupuesto de obras.
No teníamos ni idea de lo que estaba ocurriendo dentro. Sólo me quedaba esperar que la distracción de un ataque disuadiera a Florio de los planes que pudiera tener de torturar a Petro.
Quería ayudar, pero me rechazaron.
—Quítate de en medio. Ya no estás en el maldito ejército. Déjanoslo a nosotros, Falco.
Silvano dio la orden. Unos troncos surgieron de la nada; bajo una lluvia de proyectiles, los soldados se abalanzaron sobre la entrada principal y empezaron a golpear la puerta. Formando el clásico testudo, debajo de unas paredes y un techo de escudos, lograron aproximarse lo suficiente para meterse por las ventanas y trepar hasta el balcón. Las ballestas fueron disparadas, pero son armas de largo alcance. En cuanto los legionarios se acercaron corriendo, ya estuvieron más que en igualdad de condiciones con los malhechores. La rapidez de su reacción al primer disparo pareció pillar desprevenidos a los mafiosos, y los chicos de rojo pronto irrumpieron en el edificio y cayeron sobre ellos.
Dentro se entabló una intensa pelea. Silvano y sus hombres fueron implacables. Unos diez de esos matones, sangrando copiosamente, fueron detenidos. Un puñado de ellos murió. Norbano fue capturado. Los soldados se apresuraron a recorrer las oficinas con la prioridad de buscar a Petro. Hombres uniformados corrían en todas direcciones. Pero en medio del caos nuestras presas escaparon. Yo mismo registré el edificio; eché un vistazo a todos los prisioneros y a las filas de muertos y heridos para asegurarme: increíblemente, Florio logró zafarse de nosotros. No había ni rastro de él. Ni rastro de Maya. Ni rastro de Petronio.
Las legiones no se andan con remilgos. La sistemática paliza a uno de los gángsters capturados mientras los demás miraban enseguida proporcionó información.
—¿Dónde… está… Florio?
—En el almacén…
—¡Mientes!
—No…, tiene allí una carga de mercancía, para llevársela a Roma.
Era difícil de creer. ¿Cómo podía habernos eludido?
Habíamos apostado soldados por todo el muelle y a otros por todo el suburbio. Silvano y yo salimos disparados hacia allí, seguidos por los pesados pasos de los legionarios. Los tablones de madera retumbaron peligrosamente cuando nos dirigimos a toda prisa hacia el almacén.
Los anchos portones se abrían hacia fuera, tal y como sucede en la mayoría de almacenes para evitar que haya un espacio inútil en el interior. Eso hacía difícil irrumpir por la puerta. Silvano señaló con el dedo hacia arriba: en el tejado del almacén se hallaba un grupo de soldados que se apresuraba a sacar tejas. Inclinándose hacia delante para escuchar, uno de los legionarios del tejado nos comunicó por signos que abajo estaba todo muy tranquilo. El y sus compañeros siguieron entonces levantando tejas.
Fruncí el ceño.
—Algo pasa… Estoy preocupado. Tenemos que hacerlo bien. ¿Por qué encerrarse dentro cuando estamos nosotros rondando en el exterior? Cuanto más tiempo se queden dentro, peor lo tendrán. No pueden resistir un asedio. Créeme, no tienen intención de hacerlo.
—No hay ventanas ni más puertas que ésta… y estamos en el tejado. A menos que hayan desaparecido en medio de una nube como por arte de magia, todavía tienen que estar ahí dentro. —Silvano era un hombre obstinado que se tomaba las cosas al pie de la letra. Me acordé de cuando nos mostró el cadáver de Verovolco. Fue tan servicial como tenía que serlo, pero no tomó ninguna iniciativa.
Afortunadamente, en nuestro caso no hacía falta iniciativa. La mera fuerza bruta atravesó las puertas. Aquel enorme lugar estaba vacío.
Helena Justina se acercó y me tocó el brazo.
—Escucha, ¿cómo pudo Florio entrar por esta parte de los muelles con todos los soldados de guardia?
—Éste es el almacén de la banda, cariño. Aquí mataron a ese panadero…
—¡Y saben que los de la aduana lo estaban vigilando! Serían tontos si volvieran aquí. Marco, disponen de un montón de dinero. ¿Por qué iban a limitarse a un solo almacén? Apuesto a que tienen más, y mientras todos vosotros estáis buscando por esta zona, ¿os habéis dado cuenta de que las naves se extienden también río arriba? También podría ser que la banda estuviera utilizando algún local en la otra orilla, más allá del embarcadero del transbordador.
Helena tenía razón. El barquero sabía algo de Florio.
Volví a salir corriendo por el muelle. Crucé la calle junto a la aduana gritando a los legionarios que me ayudaran. Había un embarcadero para el transbordador al otro lado de la carretera que llevaba al foro. A continuación había más hileras de almacenes que se abarrotaban a lo largo de otro muelle más.
Mientras Silvano y yo habíamos ido corriendo en la dirección equivocada, sus hombres debieron de haber seguido amenazando a los prisioneros y encontramos a un grupo de solda1 dos que irrumpían por las puertas de varias naves. La siguiente fase de nuestra búsqueda nos llevó tanto tiempo que no quiero ni pensarlo. Uno tras otro se fueron abriendo los almacenes Al final, con la nueva información obtenida de los prisioneros, los soldados se reunieron en el que creían que era el lugar que buscábamos. Con Helena pisándome los talones, me abrí paso hacia dentro, haciendo caso omiso de las astillas.
Estaba oscuro como boca de lobo. Alguien me pasó una antorcha desde fuera.
—¡Petro!
No hubo respuesta.
—¡Petronio!
Aquel lugar estaba repleto de cosas robadas. Empecé a abrirme camino entre arcones y fardos. Como era más delgada, Helena me agarró la antorcha y me adelantó entre los montones de mercancía, adentrándose a toda prisa en la oscuridad al tiempo que también gritaba su nombre. A nuestras espaldas los soldados todavía estaban rompiendo la puerta para entrar.
Helena fue la primera en encontrar a Petronio. Su grito hizo que se me helara la sangre en las venas.
—¡Marco, Marco, ayúdale…, rápido!
Petro no había respondido porque no podía hacerlo. Cada gramo de su ser estaba en tensión. Al límite de su resistencia, incluso nuestra llegada hizo que casi flaqueara. La esperanza era la última distracción que necesitaba.
Florio lo había dejado completamente atrapado. Se había tomado su tiempo para montar todo aquello. Petronio estaba atado por la cintura con varias cuerdas largas amarradas formando una estrella, de manera que no podía cambiar de posición. Con los brazos por encima de la cabeza, se aferraba desesperadamente a una anilla que había en el extremo de una larga cadena. Ésta subía y pasaba por una polea situada en un brazo de carga. En el otro extremo Florio había sujetado un enorme cajón de embalaje lleno de balasto. Ya sabéis qué es el balasto: rocas, lo bastante grandes para hacer que un barco se mantenga firme durante una tormenta. Vi que las piedras formaban un gran montón ahí encima. El cajón se encontraba en peligroso equilibrio justo sobre Petro y sobresalía por el extremo de una pasarela. Una barra de hierro lo sujetaba hasta la mitad. Si Petro soltaba la cadena, o la aflojaba unos centímetros, el cajón se caería de sus soportes y se le vendría encima. El juego consistía en que Petronio aguantase lo máximo posible sabiendo que cuando se le agotaran las fuerzas moriría aplastado.