El manuscrito carmesí (44 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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No obstante, tal transformación se hizo con la vertiginosa paciencia con que la historia obra. En las invasiones vencen, de prisa y siempre, no los mejores, sino los más fuertes, que son los menos cultos, a cuyo lado se pondrá luego el pueblo pusilánime; lo que sucedió aquí fue lo contrario. Los hispanorromanos adoptan la cultura islámica, reemplazando con ella la barbarie visigótica, que los extorsionaba y contra la que se rebelaron a menudo. Y esa cultura nueva se introduce insensiblemente a través del comercio, de sabios y pensadores influyentes, de embajadas literarias y artísticas, de algunos exiliados de la revolución abasí contra los omeyas, y, en definitiva, del progreso oriental, que se ofrece como un espejo atractivo en el que se reflejan —para los andaluces sobre todo— los prósperos tiempos fenicios o tartésicos.

No hubo invasión, ni árabes; a lo largo de toda nuestra historia ha habido aquí muy pocos. ¿Quién es —se me dirá— Muza, en tal caso?

Pero ¿existió? Según mis lecturas, contaba más de setenta años cuando vino. ¿Qué caudillo, con esa edad, se arriesga a tal empresa? ¿De dónde obtuvo sus ejércitos, aun tan reducidos como se asegura? ¿No son idénticas sus hazañas a las que narran las leyendas atribuidas a cualquier arráez, una y otra vez, cambiando sólo el nombre? De existir, Muza habría sido un santón o un predicador, enviado quizá por el califa de entonces, o por las cofradías musulmanas más próximas, para intervenir a favor del Islam en las guerras religiosas entre trinitarios y unitarios; pero es tan increíble que aun eso lo rechazo.

¿Y quién fue Abderramán I “el Emigrado”? Se dice que un omeya que escapó de la matanza de los abasíes. Sin embargo, nadie se refiere a los caudillos “invasores” que lo antecedieron; no hay ningún héroe con nombre árabe antes que él; nadie ha participado en batallas ni en triunfos. ¿Cómo es esto, si con razón se dice que los árabes son imaginativos e hiperbólicos? Y, si no hubo invasión árabe, ¿qué hacía aquí, en el extremo Occidente, un omeya? ¿A qué venía? ¿Se significa tanto alguien que huye? ¿Qué representa su árbol genealógico? Según él, descendía de Mahoma: ¿y qué jefe musulmán no? Somos muy inclinados a añadir ramas donde anidar a tan sagrado árbol: mi familia es una prueba.

Si a Abderramán se le emparentó con los omeyas, ¿por qué hubo de guerrear durante treinta años contra todos los “árabes invasores”, sin que nadie cayera deslumbrado ante su sangre y su progenie? Y cuantos lo describen, lo describen germánico: pelo rojizo, piel blanca, ojos celestes; con los mismos caracteres que transmitió a sus sucesores. Para explicar lo inexplicable, a alguien se le ocurrió que su madre sería de raza beréber; pero, ¿qué hacía en Damasco una beréber teniendo hijos omeyas?

Muy despacio se instaló la cultura árabe; más despacio aún, el idioma: los primeros Abderramanes no lo hablan, ni sus ministros, ni sus favoritos, y a quienes lo hablan se les llama árabes sin serlo; y más despacio aún, la religión: hasta Abderramán II el Islam pasa inadvertido, y Eulogio, obispo de Córdoba, no se entera de quién era Mahoma sino en el año 850, y en el monasterio de Leyre, en Navarra. Y además al Islam se le dio en Andalucía una versión muy peculiar; abierta y comprensiva, proveniente de una mezcla de islamismo y arrianismo, fue una serie de preceptos de integración social, cuyo equilibrio rompió la llegada de los almorávides africanos, que los ataques cristianos forzaron a llamar: tal llegada provoca el principio de la decadencia andaluza, e incoa el dogmatismo ortodoxo, enemigo de la belleza y de la ciencia. (Y, por añadidura, con cuánta ligereza emplean los cronistas la expresión “árabes de África”. El caudillo almorávide Yusuf —en el siglo XII ya— no hablaba aún el árabe; cuando los gráciles poetas de la corte sevillana lo reciben con elogios y versos, no los entiende; su respuesta es clara: ‘No sé lo que me dicen, pero sé lo que quieren: pan; que les echen de comer.’ He ahí un triste símbolo de todo cuanto digo.) Pasado que fue el tiempo, a los historiadores de uno y otro bando les convino creer y hacer creer en una contundente invasión. A los cristianos, la irresistible fuerza del invasor los excusaba del hundimiento, ‘debido a sus pecados’; a los musulmanes los glorificaba la portentosa rapidez de la conquista.

Pero eso no se escribe hasta el siglo IX; son datos inventados: unos vienen del Sur, por Egipto; otros, del Norte, por la crónica de un Alfonso III que, entre otros dislates, cuenta que en Covadonga, donde germina la primera reacción, murieron por milagro de Dios, que reajustó sus preferencias, cerca de trescientos mil árabes: milagro había de ser, puesto que ni había árabes, ni en aquel valle caben más de cinco mil personas. Qué torpe o qué ciego es el hombre cuando decide aceptar como ciertas las consejas que le favorecen, y destroza las pruebas que las desmentirían. Todo este prolongadísimo proceso de asimilación y digestión, según esas consejas, se consumó en tres años; su contraofensiva, pese a ello, ha durado ocho siglos, y Dios quiera que siga.

Para saber quiénes somos de veras hay que mirar mejor. La cultura y la arquitectura andaluzas —como demuestra esta mezquita de Córdoba— son las premusulmanas, con influencias de lo que luego se consideró lo mejor: lo oriental, heredero del legado bizantino y del persa. Los árabes, gente del desierto, desconocían la navegación y el refinamiento y las hermosas construcciones (habitaban en tiendas sobre arena), y su misión era la de convertir, no la de transmitir culturas que los superaban.

Aquí, en la Andalucía donde nacimos los nazaríes, existió ya Tartesos, un pueblo cuyas leyes se escribieron en verso, y ni siquiera Roma la civilizó, sino al contrario: Andalucía le dio sus mejores emperadores y pulió a sus soldados; como le dio luego al Islam su más lograda arquitectura y su sabiduría literaria y científica; como le dio a Europa zéjeles y jarchas y moaxacas para que sus trovadores se inspiraran. En Andalucía —conquistadora siempre de sus conquistadores, cuanto más de visitantes enamoradizos— convivieron todas las culturas, y en ella se fertilizaron unas a otras y procrearon. Por culpa de la intransigencia de los cristianos por un lado, y de la intransigencia de los almorávides por otro, se apagó la hoguera maravillosa de una Península que, gracias a los andaluces, fue un faro deslumbrante.

Son los primeros días de julio.

En la ciudad hace un calor muy grande. Sin embargo, dentro de la antigua residencia califal apenas si se nota. Sus amplias estancias están protegidas y refrescadas por los gruesos muros, los altos techos, las luces veladas y los surtidores de los patios. Desde sus ventanas todo parece blanco: el sol sorbe los colores de las piedras, de las fachadas, de los animales, de las ropas. Entre la blancura y el temblor de la calima, Córdoba es una ciudad fantasmal. Y su calor, con todo, no es sofocante, sino —¿cómo podría decirlo?— salutífero: inmediato y rotundo, como un signo de vida.

Sentado en un mirador de mi prisión, llámenla aquí como quieran, veo la sierra oscura perfilarse contra el horizonte, y veo el Yebel al Arús, el “Monte de la Novia”. No hace mucho he sabido por qué lleva ese nombre.

Movido por la añoranza que afligía a Azahara por la nieve, ya que había nacido en Elvira, su amante Abderramán III plantó en ese monte incontables almendros para que, durante el mes de enero, en flor, semejaran una extensión nevada.

Ante aquella olorosa blancura, comprendía Azahara cada año que las pruebas del amor pueden ser infinitas. Y lloraba de dicha en la ciudad a la que dio su nombre de flor.

Presiento que algo va a suceder. No sé con exactitud qué, ni por qué. Quizá por esta llamativa falta de noticias y porque trajeron conmigo mis papeles y mis libros, o por la reserva que guarda el obispo en cuanto alude a mi futuro. Sólo me habla de religión o de la bondad de Dios, mientras aletean sus manos gordezuelas cargadas de sortijas. A mi pregunta de si seré pronto recibido por los reyes —una pregunta insidiosa—, ha contestado:

—Lo que haya de ser, será —y ha cambiado de conversación.

Su respuesta me parece una definición del fatalismo que ellos nos reprochan.

Por fin sé algo. En el palacio ha aparecido hoy Aben Comisa, con una actitud equívoca y una asombrosa naturalidad, como si nos acabáramos de ver hace dos días. Sé que no va a contarme con pormenores lo sucedido, ni ahora ni nunca. Tendré que ir descubriéndolo por mí mismo; tendré que entresacar los retazos de verdad que haya en su relato, e imaginar el resto.

De momento me ha comunicado, entre elogios a mi madre y a su propia labor, que las condiciones propuestas para aquel ya remoto primer rescate han sido aceptadas con algunas modificaciones. Consisten en un pago de doce mil zahenes anuales en concepto de tributo y por razón del vasallaje, que ha de ratificarse; la devolución escalonada de mil cautivos de los que mi parcialidad aún conserve, porque no creo que haya hecho nuevos presos últimamente; y, desde luego, la entrega de los jóvenes rehenes estipulados y de mi hijo Ahmad, que va a cumplir seis años, si es que yo no he perdido la cuenta de los que sin él llevo. Se me ordena además establecerme en Vélez, en la Ajarquía de Málaga, cuya guarnición me permanece fiel; a cambio, me otorgan el gobierno de una región que va desde Guadix y Baza hasta Vélez Blanco, Vélez Rubio y Mojácar. Con una gravosa condición: que me apodere de ella con mis soldados, y supongo que con ayuda cristiana, dentro de un plazo de ocho meses contados desde la caída de Loja, que es cuando, a los ojos de todos, volví a caer en poder de mi enemigo. Más de un mes ya ha pasado.

Una cláusula secreta me prohibe intervenir en favor de mis correligionarios cuando los cristianos ataquen a ciudades que pertenezcan al “Zagal”. Es evidente que buscan profundizar nuestra escisión, constituyendo en la parte oriental del Reino una especie de emirato independiente, cuyo mando me ofrecen y al que relevan de la obediencia de Granada. Su política está clara: prestarme su colaboración para que sea yo quien los libre de mi tío.

De esta estipulación resulta que ahora soy yo el que tiene que elegir entre mi libertad, hipotecada a una traición, o la continuidad de mi cautiverio, también expuesto a toda clase de traiciones y desmanes. Mi madre y Aben Comisa no dudan que aceptaré lo primero; tanto es así, que el visir ha venido a Córdoba con mi hijo Ahmad de la mano. No sé hasta qué punto, por tanto, soy independiente de adoptar una elección que se me da ya hecha. Después de tres años y tres meses de prisión, ¿qué podría elegir sino la libertad a cualquier precio? El retorcimiento del rey Fernando se manifiesta una vez más.

Del tema de los dobles, Aben Comisa se resiste a hablar.

—Son agua pasada. Ya no hay ninguno. Ignoro qué habrá hecho el rey con ellos, pero me lo imagino.

Contigo en libertad no hay más Boabdil que Boabdil —y añade sonriendo—: como no hay más Dios que Dios.

—¿Y Aben Comisa es su profeta? —le pregunto con aviesa intención.

—Y Aben Comisa es su profeta —me responde—. Tú lo has dicho.

Luego, con una inflexión mucho menos terminante, ha proseguido:

—Decían los del Consejo Real que, puesto que tú firmas la concordia declarándote vasallo, debías besar la mano de los reyes. Yo me he opuesto en redondo; las rúbricas del protocolo, contra lo presumible, importan mucho. Con magnanimidad, el rey ha resuelto que te daría la mano a besar si estuvieses libre y en tu Reino, pero que, como estás en el suyo, no te la debe dar. ¿Es o no es hábil?

Hoy, día 7 de julio, se han firmado las capitulaciones.

Vino al palacio a recogerme el comendador Martín de Alarcón. En él se observaba una nueva actitud, doblegada y complaciente: yo ya soy mucho más que su prisionero.

—Todo llega, alteza —me ha dicho—. Estoy satisfecho de haberos custodiado, y de ser yo el que os entregue al rey.

Luego, sin el menor tino, añadió:

—No sé si sabéis que también vuestro hijo se ha encomendado a mi custodia.

Las calles, los ajimezes, las celosías, los balcones, las plazas, estaban repletos de una abigarrada muchedumbre. Aben Comisa me había traído una ropa, para mi gusto excesivamente recargada, pero que imagino que es con la que un pueblo cristiano espera ver a un rey moro.

Los señores y los titulados lucían galas vistosas, acaso no menos recargadas que las mías: sus reyes les han hecho creer que la grandeza de los príncipes reside en la riqueza y calidad de sus vasallos. A mi alrededor iba el acompañamiento de mancebos que me sustituirán en el cautiverio y de cuantos han venido de mi Reino a testificar mi libertad. No bajarían de una cincuentena. El cortejo era, en general, lucido. No habrá defraudado las expectativas de la multitud que salió a contemplarlo.

Anoche dormí mal. Me desperté a menudo empapado en sudor. Debía de sufrir pesadillas, que al despertar no recordaba, porque sentía angustia y una gran opresión en el pecho. Esta mañana me he levantado con la boca seca y la cabeza como rellena de algodón, igual que si hubiese pasado una noche de zambra y vino. El malestar físico me ha impedido añadir ninguna solemnidad al acto. Estaba deseando terminar.

Me veía a mí mismo como si me hubiese desdoblado (pero esta vez yo solo y por mi cuenta, sin argucias políticas): por una parte, hacía mecánicamente los gestos que habían prevenido los cancilleres; por otra, miraba en torno mío los movimientos de los demás a través de una mente opaca y desgranada. No he tenido en ningún momento ni la menor conciencia de estar viviendo, como decía soberbio Aben Comisa, “un momento histórico”; aunque la hubiese tenido, mi mayor interés habría sido que el momento pasara.

Para bañarme el cuerpo en agua fría, para cerrar los ojos, reposar la cabeza en una almohada, y escabullirme de todos los que se esforzaban en tocarme y en saludarme entre muecas de adulación.

Ya al salir del palacio, casi en el umbral, había tenido una hemorragia de nariz; gracias a Dios fue leve. Me acordé de aquella otra que me restañó mi tío Abu Abdalá, cuando no era previsible tanta pena. Pensaba en él con tal intensidad que se me empañaron los ojos de lágrimas, mientras el físico de los reyes, en quien recaía una responsabilidad impensada, haldeaba por la alcoba, sudaba y me ponía sobre la nariz una compresa fría. Ha sido Moraima (yo solicité que viniera con Martín de Alarcón desde Castro, y no sé si ha venido con él o con el conde de Cabra) la que al cabo me ha sofocado la sangría de un modo muy sencillo: aplicándome, con la cabeza echada hacia atrás, el filo de la daga contra la parte baja de la ternilla de la nariz. Por descontado, ante la protesta del médico, que movía la cabeza con incredulidad, como si mi esposa y yo fuésemos unos pobres salvajes. Ignora que, si él sabe algo sobre Hipócrates o Galeno, es por mediación de nuestros médicos y nuestros traductores.

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